CHILEBUS - Carcaj.cl
07 de noviembre 2024

CHILEBUS

por Vicente Rueda Cánovas

Las dos primeras veces que fui a Brasil me fui por tierra. Es que nunca me ha gustado mucho viajar en avión. El primer viaje fue hace un par de veranos y me fui con mi amigo el Charly. En ese viaje nos fuimos a dedo y tocando cueca. El viaje fue duro, pasando noches durmiendo en plazas, en terminales o armando la carpa abajo del camión. La segunda vez me fui solo. Eso sí, para el segundo viaje fui más preparado y me compré un pasaje en Chilebus, un mítico bus que salía 2 veces a la semana; se demoraba 40 horas y costaba 80 lucas pero se podía regatear hasta 70. 

El bus salió un jueves a las 8 de la mañana del Terminal Sur, iba medio vacío. En el asiento de al lado no iba nadie. A los pocos minutos me quedé dormido y desperté casi llegando al paso Los Libertadores, mareado por las curvas. Yo estaba ansioso por conocer a la gente con la que iba a pasar encerrado las próximas 40 horas, entonces le hablé al loco que estaba atrás mío haciendo la fila para la PDI de la aduana. Resulta que el compadre era joven y tenía buena pinta, se parecía al Fritanga. Pepe se llamaba. Pero el loco andaba con mala cara, pálido y usaba una mascarilla, de esas que usan los médicos cuando van a operar a alguien. Me dijo que tenía cáncer, que estaba pa la cagá, que lo habían desahuciado y se iba a ver a los monjes brasileños. No le quise preguntar más detalles, quedé pa dentro. Después, cuando nos tocó pasar a la ventanilla, el Pepe se puso a toser feo, con harto pollo, como que se ahogaba, y ahí me empecé a pasar la película de que se iba a morir pronto, que su viaje era solo de ida y me dio pena la hueá. Almorzamos en la cordillera argentina, en Uspallata, pero el chofer la hizo corta y solo alcanzamos a tragarnos unas empanadas y a pasar al WC, todo al mismo tiempo. Esa tarde arriba del bus fue de siesta y de hablar con una pareja de adultos mayores que iban a Sao Paulo. Ella era de Minas Gerais y él era chileno. Ambos nostálgicos de la dictadura verdeamarela. Me decían que fueron las décadas doradas de Brasil. Ahí empecé a cachar que Bolsonaro podía ganar.

En la noche paramos en una YPF, cerca de Córdoba. Reapareció mi amigo Pepe, pero esta vez sin la mascarilla. Estaba fumando y me ofreció. Yo feliz le acepté un pucho. Se nos sumó otro loco, un loco muy piola, joven y chileno también, quizás tenía mi edad. Se llamaba Benjamín. El Benja nos dijo que viajaba con su señora, con su mamá y con su hija de 1 año: toda la familia. Ellos iban en el piso de abajo del bus. Yo feliz porque iba arriba: nada peor que ir con una guagua llorando al lado. El loco se sacó un caño de puro tela que era, me dijo que no habían revisado en la aduana y que tenía más caños pa compartir. Había que matarlos antes de la aduana brasuca eso sí. El Pepe, el Benja y yo nos mandamos una americana y nos subimos al bus cagados de la risa. Después pasó el auxiliar ofreciendo whisky en vasos plásticos. Se armó un pequeño bacile, todos tirando la talla, parados en el pasillo o de rodillas en los asientos. Ahí se sumó una brasileña también muy jóven que había estado de intercambio en Santiago y también otro chileno que vivía en Porto Alegre, era histriónico y tenía una cara inquietante. También se sumó una familia de brasileños. En realidad, se sumaron todos los que estábamos en el segundo piso del bus, excepto un haitiano que iba escuchando música y que no hablaba español. Nunca habló nada en todo el viaje ese hueón, llegué a preguntarme si tenía voz. El Pepe y el chileno de Porto Alegre se iban joteando a la loca de intercambio. Me daba lata por ella igual, porque me imaginaba que podía estar incómoda y que ni ella ni nadie podía hacer mucho. Después de todo, íbamos a estar encerrados en el mismo bus todo el día siguiente y nadie quería discutir con nadie. Además era intimidante hacerles cualquier comentario, porque el loco Pepe y el loco de Porto Alegre en algún momento empezaron a hablar en coa y a tirar tallas caneras. Al final tampoco era tan terrible porque la de intercambio no entendía nada, solo se reía. El loco de Porto Alegre bajaba a cada rato al primer piso, me imaginé que era amigo del auxiliar y del chofer, hablaban un montón. Cuando apagaron la luz me tomé medio clonazepam, me puse unos tapones y me quedé raja.

Me despertó el auxiliar cuando ya era de día. Nos bajamos en un local en la mitad de la pampa a tomar desayuno y el Benja se sacó un mañanero. Me contó que la noche en el bus había sido una locura. Yo no me di ni cuenta. Me dijo que el Pepe había estado gritando de dolor por el cáncer. Que no había dejado dormir a nadie. Esa mañana no había bajado a tomar desayuno, ni se movía, de verdad había tenido una noche de mierda. En eso, llegó el chileno de Porto Alegre a saludarnos y a pedir una fumada. Ahí el Benja lo paró en seco, le dijo “pa vos no hueón, te portaste mal anoche” y le negó el caño. Yo no entendía nada. Después, cuando volvimos a estar los dos solos, el Benja me explicó: el chileno de Porto Alegre venía jalando todo el viaje y por eso bajaba a cada rato al baño, que estaba en el primer piso, a jalar y a cagar, porque la hueá es diurética. Me dijo que lo había escuchado toda la noche hacer la misma y que no lo dejó dormir ni a él ni a su familia, así que estaba choreado. Entendible po. Además, me imagino el olor que dejaba. Yo no podía creer que había pasado todo eso en la noche. Por mi parte, había dormido feliz con el clona y los tapones. A lo más, me acuerdo haber escuchado unos gritos a lo lejos, pero pensé que era un hueón teniendo pesadillas, no me calenté la cabeza.

De vuelta en el bus, avanzamos unos cuantos kilómetros cruzando esa pampa plana, verde y llena de vacas, bajo una lluvia casi tibia. Llegamos al paso De Los Libres, frontera entre Argentina y Brasil. Bajamos todos e hicimos la fila de la aduana, pero nadie quedó indiferente cuando vimos al Pepe. El loco bajó del bus dando pena, pálido, con la cara hinchada y con su mascarilla puesta. Se veía moribundo. El mismo auxiliar del bus lo hizo pasar de los primeros para que se volviera a acostar rápido. Estuvimos como 2 horas en esa aduana. Los gendarmes revisaron todo el bus porque lo encontraron sospechoso. Resulta que por ley cada persona puede entrar 12 litros de alcohol a Brasil. Entonces los choferes sacan la cuenta de cuántos pasajeros van y meten en la bodega todas las botellas de vino legalmente posible para después venderlas en Sao Paulo. Con eso se deben hacer un segundo sueldo: en el bus había más cajas con botellas de vino que maletas de pasajeros. El Benja me contó que él con su familia llevaban su propio vino, que era la mano, que con eso se pagaban el pasaje. Pero además me contó que estaba aterrado con esa revisión porque tenía un tarro de mermelada lleno de cogollos finos y que le podía sacar 800 lucas en Sao Paulo: no quería perderlo ni tampoco irse en cana. Me dijo que lo había sellado y lo había metido en una bolsa con los pañales sucios de la hija.

Después de todo ese hueveo, pasamos la aduana y entramos a Brasil. Todo el bus aplaudió cuando cruzamos la frontera. A nadie le quitaron nada. Yo igual me alegré por el Benja, era tela el loco. A los pocos kilómetros paramos en una Shell a almorzar y a ducharnos. Ahí pasaron varias cosas. Lo primero, es que me di cuenta que el haitiano no tenía plata y no iba a comer nada. Seguía sin hablar. Parece que no había comido nada el día anterior tampoco, solo el snack del bus, que era una mierda. Me dio pena y con el Benja le compramos una hamburguesa y le pasamos monedas pa la ducha. Todos nos duchamos, hasta el Pepe. A mi me pareció raro igual eso, porque hace muy poco el hueón estaba pa la cagá y ahora se veía normal. Le pregunté que cómo estaba. Me dijo “compañero, ando mejor que nunca”. El Benja se fue a almorzar con su familia y entonces el Pepe me invitó a almorzar a mí. Yo acepté po, obvio. Se rajó con dos pizzas y con varias chelas. Y ahí, en una mesa del restorán de la Shell, me preguntó si ya me había dado cuenta. Yo le pregunté de vuelta ¿de qué? Y ahí el loco me confesó que nunca tuvo cáncer, que en realidad se maquilló pa verse pálido, que se tomó unas pastillas pa hincharse, que la mascarilla era pa taparse la cara y que fingió el dolor toda la noche pa que le creyeran. Es que tenía que pasar piola porque pasó las dos aduanas con el carnet del hermano. El loco venía escapando de Chile, pero venía escapando de verdad. Le iban a caer más de 5 años en cana si se quedaba. Me dijo que conocía gente en Sao Paulo, que venía a chorear con ellos y que después se iban a conseguir un pasaporte pa irse a Europa. Era la mano. Me dijo también que tuviera cuidado con el chileno de Porto Alegre, que también andaba choreando pero que no era de confianza. No le pregunté más detalles. Después de todo, el loco me había invitado al almuerzo. Cuando nos íbamos, sacó la billetera y pagó en dólares.

Al volver al bus cachamos que estaba la cagá. Le habían robado plata a la señora de Minas Gerais. Se le perdieron 3.000 reales de la cartera. El auxiliar métale revisando el pasillo del bus y los asientos. Le echaron la culpa al haitiano, le revisaron la mochila y hasta la ropa que tenía puesta. El loco no entendía nada. Al final nunca apareció la plata.

Esa tarde el bus iba tenso. Se sentía la desconfianza, todos contra todos. Ya nadie hablaba. Recién ahí se me empezó a hacer largo el viaje: las películas y la música del celular no eran suficiente. Como a las 9 de la noche llegamos a Porto Alegre y ahí se bajó la mitad del bus: el chileno jalero, la familia brasileña y un par más. Más tarde, en mi última parada, cenamos  juntos con mis amigos del bus: el Pepe se rajó con la comida y las chelas. El Benja con los caños. Ahí el Pepe nos contó que el chileno de Porto Alegre le había choreado los reales a la señora de Minas Gerais. Todo el bus siempre lo supo, pero no había nada que hacer, el loco ya se había bajado, la hizo. Raro igual andar con 3.000 reales en la cartera, pensamos. Quizás de dónde venían esas lucas. Es así la plata, decían, va y viene.

De vuelta en el bus, nos despedimos de abrazo antes de dormir: sabíamos que no nos volveríamos a ver. Nunca nos dimos el contacto. Quizás tampoco dimos nuestros verdaderos nombres ni contamos nuestras verdaderas historias. Así eran las leyes del Chilebus, lo que pasa en el bus se queda en el bus. Me despertó el auxiliar como a las 4 de la mañana cuando íbamos pasando por Florianópolis, fui el único que se bajó. Ahí empezaba mi segundo viaje a Brasil.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *