Hokusai - Fuji (intervenida)

19 de julio 2024

¿Cómo suenan los indicios de “épocas revolucionarias”?

por Cristóbal Durán Rojas

Sobre Barricadas a go-go. Apuntes sobre la escena musical japonesa de 1968 a 1977, de Julio Cortés (Editorial 2&3 Dorm, 4a edición, Chile-México-España, 2024).

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Las virtudes del libro de Julio Cortés pueden ser muchas. Podríamos rápidamente mencionar algunas. Representa una inmersión extraña, aunque necesaria, sobre todo si la consideramos en un medio como el nuestro, en varios de los elementos y dimensiones que se pueden sugerir para condicionar un momento importante de la escena musical japonesa que cierra los años sesenta y abre los setenta. En cierto sentido, nos obliga a preguntarnos de vuelta por lo que ocurría aquí en Chile por esos años en materias musicales similares. Otro aspecto que bien puede ser una virtud es que nos muestra las proximidades y las distancias, más o menos sistemáticas, de una isla que en tantos aspectos se quiso cerrada y en tantos otros pareciera que no tanto. No quisiera hablar de mestizaje cultural, pero si yo creyera en alguna idea de cultura quizá lo diría así. Más bien, hay una cuestión permanente que involucra a las transferencias cruzadas, las traducciones, que desde luego siempre dejan restos, entre unas músicas y otras, entre unas músicas y sus entornos, unas músicas y otros entornos, y así al infinito. Dejo muchas de las virtudes en el tintero, desde luego. Pero sin duda la que creo la mayor de sus virtudes es que nos exige pensar una cuestión extraordinariamente difícil, y que habitualmente algo que se consigue a duras penas, si es que llega a suceder, en la literatura sobre música.

No digo que la consiga. No podría decir algo tan simple, de manera tan frontal. Y si creo que hay virtud es más bien porque se enfrenta a ello. Esa es mi impresión, pero creo que eso hay que dejarlo al juicio de cada uno de los lectores futuros. Barricadas A go-go, creo, se aboca al ejercicio de algo que Philippe Lacoue-Labarthe decía al inicio de su magistral ensayo Musica Ficta. Cito: “En primer lugar, está la cuestión de la música, la cual, de manera extraña, nunca es la cuestión de la música solamente”1. Quisiera tomar estas palabras como una especie de encabezado para sostener que el libro de Julio quizá hable de música mientras no lo hace, al menos no explícitamente, y que ese es el desafío. Desafío, dificultad de hablar de música, de decir algo sobre ella, de hacerla pasar por el lenguaje, y en particular, por la lengua. Pareciera que estoy diciendo una perogrullada, pero lo cierto es que este es un libro sobre revoluciones, o más bien sobre lo que su autor llama “épocas revolucionarias” (p. 65). Desde luego no me interesa “spoilear” el libro, sino intentar decir algo a su lado, o quizá a partir de él. Pero lo que me intrigan son esas “épocas revolucionarias” a las que apela el libro, y que a través de sus páginas van abriendo paso a una manera de pensar y expresar con esas épocas un entrelazamiento que se quiere indisociablemente político y musical.

Tendríamos que preguntarnos si las revoluciones se ponen en música o se ponen en política. Sería muy simplón decir que hay revoluciones en música o en política, ya que lo que de alguna manera nos sugiere el libro de Julio es que hay algo que comunica “internamente” a las revoluciones con ambos medios expresivos. Precisamente cuando se refiere a la llegada entre el 62 y el 66 a Japón de los Beatles, Stockhausen y Coltrane, el autor dice con ello, y cito: “Todas las barreras del mundo separado se empezaban a derretir, lo cual parece un signo claro de épocas revolucionarias” (p. 65). Algo en la música anuncia revoluciones y revueltas en política, o es a la inversa. Desde luego, las épocas revolucionarias tienen sus bandas sonoras, incluso bandas sonoras inaudibles, porque todavía no se hacen escuchar. Patricio Marchant, extraño filósofo chileno muerto en 1990, hablaba de la música de la palabra compañero, para decir con ello algo de lo que ocurrió en el Chile de Salvador Allende. Pero se cuidaba de no poner a girar discos de Quilapayún o de Víctor Jara en su oído. Había algo más bien atmosférico, algo aéreo. Y me pregunto si quizá no hay un elemento de aerialidad –o incluso de arealidad– en las relaciones y señas revolucionarias entre política y música que el libro de Julio hace comparecer.

Me pregunto también si no se le pide mucho o demasiado poco también a la música, muchas veces. Esa música que se la quiere ilustrativa o ejemplar de momentos políticos, subordinada de ese modo a ellos. O incluso una música que inspira o anuncia. Ya decía Adorno que es cierto que “a la música le es esencial exigirse demasiado”2. Y eso a veces sucede porque en demasiadas ocasiones se considera que hay una especie de contexto histórico o sociocultural en que se inscribiría la música, que se da por contado, por presupuesto. Yo, por mi lado y muy obsesivamente, creo que a la música le viene pegado como desde adentro algo que ella misma no entiende, ya que trata de explicar su sentido a partir de una especie de sujeto histórico. No sé bien qué piensa sobre esto Julio, pero su libro me hace pensar en una especie de rara continuidad entre una cosa y otra para poder dar cuenta de esas “épocas revolucionarias”. Y creo que ahí hay algo muy importante. Porque no se trata solo de conectar música (o arte) y política, sino de pensar esa traducción en la cual Japón aprende de Occidente manteniendo el espíritu japonés. Y es ahí cuando se nos devuelven en distintos niveles algunas de las interrogantes que este libro recorre. Las épocas revolucionarias que unían a la música con la política exigen también pensar una sobreescritura, unas sobreinscripciones. Porque lo que está en juego también son unas herencias, unas que nos permiten recibir ciertas músicas con una política que no es la de nuestros hábitos políticos, y viceversa.

En el caso de lo que escribe Julio, creo que el interés por Japón tampoco es simplemente eso: un interés por Japón. Tengo que confesar algo. Lo primero que me sucedió cuando Julio me invitó a que presentara su libro fue una reacción de desconcierto. Tengo que contar primero que con Julio nos conocemos hace casi tres décadas, desde esos años a mitad de los noventa cuando ambos andábamos metidos en eso que tan raramente se dio en llamar “escena hardcore”, y nos hemos vuelto a topar una y otra vez a propósito de cuestiones que creo siguen relacionadas con eso. La melomanía, el coleccionismo, las inquietudes por una cultura y una política inquietantes, en las que creo que ambos nos sentimos bastante inquietos. Pero la razón de mi desconcierto tuvo que ver con otra cosa. Lo primero que me pregunté fue ¿qué sentido tiene un libro sobre la escena musical japonesa de 1968 a 1977 escrito en Chile, o desde Chile? ¿Qué sentido podía tener para alguien como Julio Cortés escribir algo sobre eso? La cuestión de las fechas no es menor, de hecho, quizá lo es todo. En Chile ese corto tiempo fue también largo, políticamente esperanzador y devastadoramente terrorífico, todo eso de golpe. Musicalmente fue bastante pobre, sobre todo si uno ve lo que desfila en las páginas del libro de Julio, cada vez que habla de los entrecruzamientos entre Japón y sendos sectores de lo que hoy denominamos Norte Global. Creo que Julio está muy interesado en ver cómo las recepciones japonesas de un occidente nos enseñan sobre un modo de apropiación cruzada que se nos puede devolver hacia occidente para salir de nuestros hábitos. Y salir de los hábitos es, pienso, un primer gran paso para hacer audibles indicios de épocas revolucionarias.

Y de hecho una de las hipótesis que recorre las páginas de este libro es que posiblemente algo de las explosiones frustradas, de esos augurios revolucionarios de la calle, sobreviven y laten en la música, en la explosión sonora en la cual se detiene el libro. Dos bandas, que Julio califica como ejemplos superiores del rock japonés, Flower Travellin’ Band y Les Rallizes Dénudés, sirven para mostrar esa especie de reserva latente política que se hace sonora, y que transforma así, podríamos decir – o traduce – su forma política. Al decir de Julio, son dos fuentes sónicas las que se convirtieron en la mayor influencia para esos años: Black Sabbath y John Coltrane. Lo que quiere decir que los vientos y la base del hard rock serían bases de exploración recurrentes. Julio nos hace jugar imaginariamente: “Ornette Coleman y Stooges, Velvet Underground y Miles Davis, MC5 y Eric Dolphy, The Who y Cecil Taylor, etcétera. Aunque no… Cecil Taylor toca piano, no vientos. En fin, la idea es la misma” (pp. 60-61). Pero lo interesante es que esas duplas solo pueden ser escuchadas en nuestra imaginación. Y no quiero desmerecer algo de esos encuentros al tildarlos de “imaginarios”. Más bien eso sería cómo lo que escucharíamos, como quienes hemos crecido en las herencias múltiples y laberínticas de la invasión británica, percatándonos así de lo tan lejano, pero tan cercano que suena ese rock “japonés”. Ese rock que es “más japonés que los japoneses”, si usamos esa afirmación de Stockhausen. Refiriéndose a lo que Julian Cope dice sobre la Flower Travellin´ Band, sacando algo de Led Zeppelin, Alice Cooper, Black Sabbath y The Who, pero sin querer sonar a una copia, terminan siendo a la postre “los Can del rock pesado” (citado en p. 71).

Es entonces en los entrecruces que estas extrañas mezclas quizá anuncien otras épocas, diremos otros tonos revolucionarios. Diferencias tonales, como diría Jacques Derrida a propósito del desvío que hay en cada voz, en cada tono3. Tonos hechos de tonos. Quizá como cuando en el libro Julio se refiere a Blue Cheer, banda que hizo los primeros dos discos de Heavy Metal (y eso es algo que ahora sí compartimos explícitamente con el autor del libro que aquí presentamos). Citando a Lester Bangs, citado por Julio, Blue Cheer “pueden haber sido la primera verdadera banda de heavy metal [porque] sus overdubs de guitarra sub-sub-sub-sub-Hendrix se encuentran unos con otros tan ineptamente que convergían en una atonalidad realmente vivificante” (citado en pp. 62-63). Y me pregunto ahora, para terminar y para dejarlos después a ustedes con el libro en sus manos y en sus ojos, si no es esta aparente ineptitud que parece producir una “atonalidad realmente vivificante” algo estrictamente revolucionario, una especie de cápsula que guarda a través del tiempo el indicio, el llamado de otras “épocas revolucionarias”. Es algo que desde luego habría que pensar y discutir, algo que habría que someter a escrutinio. Pero más allá de los balances y de los argumentos de cada cual, lo cierto es que el libro de Julio nos puede hacer pensar en eso – o al menos, nos exige darle una vez más una vuelta a las relaciones entre música y política hoy, y a lo que percute y repercute en esas “épocas revolucionarias”, antes o después de que tengan lugar. ¿Qué podría ser hoy una música revolucionaria? ¿En qué sentidos lo sería? ¿Qué políticas hay en nuestra música, tanto en la que escuchamos como en la que quisiéramos dejar de escuchar? Como dije antes, no digo que el libro de Julio resuelva estas cuestiones ni tampoco otras. Pero se enfrenta a ellas. Y creo, sobre todo, que esto hay que dejarlo al juicio de cada uno de los lectores futuros.


Notas

1 Philippe Lacoue-Labarthe, Música ficta. Figuras de Wagner. Buenos Aires, La cebra, 2022, p. 22.

2 Theodor W. Adorno, Crítica de la cultura y sociedad I. Madrid, Akal, 2008, p. 151.

3 Véase Jacques Derrida, Sobre un tono apocalíptico recientemente adoptado en filosofía. Buenos Aires, Siglo XXI, 1994.

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