Pintura de Pieter Brueghel el Viejo

22 de marzo 2020

Coronavirus

por Raoul Vaneigem / Traducción: Nicolás Slachevsky

Texto originalmente publicado por lundi.am

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La maldición divina secundaba útilmente al poder. Al menos hasta el terremoto de Lisboa en 1755, cuando el marqués de Pombal, amigo de Voltaire, tiró partido del sismo para masacrar a los jesuitas, reconstruir la ciudad según sus concepciones y liquidar alegremente a sus rivales políticos a punta de procesos “proto-estalinistas”. No vamos a cometer la injuria contra Pombal, por muy odioso que sea, de comparar su espectacular giro dictatorial con las miserables medidas que el totalitarismo democrático aplica mundialmente a la epidemia del coronavirus.

¡Qué cinismo imputar a la propagación del virus la insuficiencia de los medios médicos puestos en obra! Hace décadas ya que el bien público se encuentra debilitado, que el sector hospitalario paga los costos de una política que favoriza el interés financiero en desmedro de la salud de los ciudadanos. Siempre hay más dinero para los bancos y de menos en menos camas y personal de salud en los hospitales. Qué payasadas va ahora a seguir disimulando que la gestión catastrófica del catastrofismo es inherente al capitalismo financiero mundialmente dominante, y hoy mundialmente combatido en nombre de la vida, del planeta, de las especies por salvar.

Sin caer en ese refrito del castigo divino que es la idea de la una Naturaleza liberándose del Humano como de un parasito inoportuno y dañino, no sería inútil recordar que, durante milenios, la explotación de la naturaleza humana y de la naturaleza terrestre impuso el dogma de la anti-physis, de la anti-naturaleza. El libro de Eric Postaire, Las epidemias del siglo XXI, publicado en 1997, confirma los efectos desastrosos de la desnaturización persistente, que vengo denunciando desde hace décadas. Evocando el drama de la “vaca loca” (anticipado por Rudolf Steiner ya en 1920), el autor recuerda que además de estar desarmados frente a ciertas enfermedades, tomamos conciencia de que el progreso científico puede provocarlas por él mismo. En su alegato en favor de una aproximación responsable a las epidemias y a su tratamiento, incrimina aquello que Claude Gudin, en su prefación, llama la “filosofía del cajón roto”. Pregunta: “Subordinado la salud de la población a las leyes de la ganancia, hasta el punto de transformar animales herbívoros en carnívoros, ¿no estamos arriesgándonos a provocar catástrofes fatales para la Naturaleza y la Humanidad?” Los gobernantes, lo sabemos, respondieron ya por un SI unánime. ¿Pero qué importa, si el NO de los intereses financieros continúa triunfando cínicamente?

¿Hacía falta el coronavirus para demostrarle a los más cuadrados que la desnaturalización por razón de rentabilidad tiene consecuencias desastrosas sobre la salud universal –aquella que es gestionada sin desamparo por una organización mundial cuyas preciosas estadísticas palían la desaparición de los hospitales públicos? Existe una correlación evidente entre el coronavirus y el colapso del capitalismo mundial. Al mismo tiempo, no parece menos evidente que aquello que recubre y sumerge la epidemia del coronavirus, es una peste emocional, un miedo histérico, un pánico que tanto disimula las falta de tratamiento como perpetúa el mal enloqueciendo al paciente. Durante las grandes epidemias de peste del pasado, las poblaciones hacían penitencia y clamaban su culpa flagelándose. ¿Los managers de la deshumanización mundial no tienen interés en persuadir a los pueblos de que no hay alternativa ante la suerte que les está preparada? ¿Qué no les queda más que la flagelación de la servidumbre voluntaria? La formidable máquina mediática no hace más que reavivar la vieja mentira del decreto celeste, impenetrable, ineluctable, donde el dinero desquiciado suplantó a los dioses sanguinarios y caprichosos del pasado.

El desencadenamiento de la barbarie policial contra los manifestantes pacíficos ha mostrado ampliamente que la ley militar es la única cosa que funciona eficazmente. Confina hoy a las mujeres, los hombres y los niños a la cuarentena. Afuera, la tumba, adentro la televisión, ¡la ventana abierta sobre un mundo cerrado! Es un condicionamiento capaz de agravar el malestar existencial al centrarse en las emociones desoladas por la angustia, al exacerbar la ceguera de la ira impotente.

Pero incluso la mentira cede al colapso general. La cretinisación estatal y populista ha llegado a sus límites. No puede negar que una experiencia está en curso. La desobediencia civil se propaga y sueña de sociedades radicalmente nuevas porque radicalmente humanas. La solidaridad libera de su piel de oveja individualista a individuos que ya no temen pensar por ellos mismos.

El coronavirus se ha convertido en el revelador del fracaso del estado. Ahí al menos un tema de reflexión para las víctimas del confinamiento forzado. Cuando fueron publicadas mis Modestas proposiciones a los huelguistas, algunos amigos me recordaron la dificultad de recurrir al rechazo colectivo, que yo sugería, a pagar los impuestos, las contribuciones, las deducciones fiscales. Ahora, el fracaso demostrado del Estado-canalla confirma una decadencia económica y social que hace absolutamente insolventes a las pequeñas y mediana empresas, el comercio local, los ingresos modestos, los agricultores familiares y hasta las profesiones que se dicen liberales. El fracaso del Leviatán consiguió convencer más rápidamente que nuestras resoluciones a derrocarlo.

El coronavirus lo hizo mejor aún. La interrupción del fastidio productivista ha disminuido la polución mundial, ahorrándole una muerte programada a millones de personas, la naturaleza respira, los delfines vuelven a juguetear en Sardeña, los canales de Venecia purificados del turismo de masa reencuentran el agua clara, la bolsa se desploma, España se resuelve a nacionalizar los hospitales privados, como si redescubriera la seguridad social, como si el Estado se recordara del Estado providencia que él mismo destruyó.

Nada está ganado, todo empieza. La utopía aún camina a cuatro patas. Abandonemos a su inanidad celeste las millones de notas bancarias y de ideas vacías que giran en círculo sobre nuestras cabezas. Lo importante, es “hacer nuestros negocios nosotros mismos”, dejando la burbuja negociacionista deshacerse e implotar. ¡Que no nos falte la audacia ni la confianza en nosotros!

Nuestro presente no es el confinamiento que la sobrevivencia nos impone, es la apertura a todos los posibles. Es por efecto del pánico que el Estado oligarca está obligado a adoptar medidas que ayer parecían imposibles. La cuarentena es propicia a la reflexión. El confinamiento no deroga la presencia de la calle, la reinventa. Déjenme pensar, cum grano salis, que la insurrección de la vida cotidiana tiene virtudes terapéuticas insospechadas.

(Belgica, 1934). Escritor y filósofo belga, fue miembro de la Internacional Situacionista.

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