Foto: Daniel Aguilera - Fragmento
Cumpleaños
Vivían en una casa bonita y de dos pisos, pero no podía decirse que llamara particularmente la atención, sino todo lo contrario. En ese sector todas las casas eran iguales. Tenía un patio delantero con ligustrinas, y uno trasero que colindaba con un sitio eriazo, donde había un auto estacionado.
Ocurrió un lunes por la tarde.
El hombre alto venía caminando por la vereda. Sus pasos largos apenas se escuchaban, y sostenía una sorpresa. Abrió la reja mirando alrededor, cruzó el antejardín y tocó.
Se escucharon voces dentro de la casa, y pasitos apresurados.
Cuando abrió la puerta, el niño vio al sujeto parado con una torta en las manos y una sonrisa. Vio que sus dedos afirmaban con firmeza un montón de merengue, cubierto por una cúpula de plástico.
—¡Benja!
—¡Raúl! —contestó el niño, saltando.
—¡Mi regalón! Trae a tu hermana y dile que venga a saludarme. Voy a dejar esto en la cocina, ¿ya?
Benjamín sonrió y corrió al segundo piso, a buscar a su hermana.
Raúl fue a la cocina y puso la torta sobre el mesón. Cuando se volteó vio al niño corriendo nuevamente, hacia él. Se abrazaron efusivamente.
—Feliz cumpleaños —dijo el hombre, agarrándole un cachete—. ¿Y la Angélica?
—Ya viene, dice que está en el baño.
—Está bien. Ayúdame a poner la mesa.
En eso estaban cuando, pasado un rato, apareció Angélica, recién arreglada y perfumada. Se asomó a la cocina y los vio quitando el domo de plástico de la torta. Benjamín estaba fascinado.
—¿Y tú? —preguntó la joven, mirando al hombre.
—¡Cómo! —contestó él—. ¿Así me saludas?
—Tenís que pagarme.
—Sí, traje tu plata —dijo Raúl, metiéndose una mano en el pantalón. Sacó unos billetes y se los alargó con una sonrisa sin dientes.
Angélica también sonrió a medias:
—Gracias —dijo, y recibió el dinero evitando tocarle—. ¿De qué es la torta?
—De merengue.
La joven se acercó despreocupadamente a la ventana que estaba a un costado de la puerta de entrada, aplanó el visillo contra el vidrio y miró hacia afuera:
—¿Te viniste caminando con esa torta? —preguntó, alzando la voz.
—No —dijo Raúl desde la cocina, tosiendo y buscando algo entre los cajones—. Tomé un taxi —agregó, sacando un cuchillo.
Cuando el hombre y su niño entraron al comedor con la torta, Angélica se unió a ellos en la mesa.
—Oye, ¿por qué tanto perfume? —preguntó Raúl—. ¿No irás a salir? Supongo que no invitaste a nadie…
—No, hueón —dijo ella, riendo—. O sea, sí, pero voy a salir más rato. Con mi pololo.
—No digas garabatos frente al Benja.
—Perdón.
El hombre sacó cinco velas de su bolsillo y las puso sobre la torta. Las encendió y miró a la joven, indicándole con un gesto que era hora de cantar el Cumpleaños Feliz. Benjamín miraba las llamitas con los ojos brillantes.
Ella arrugó el entrecejo, pero luego de una insistencia disimulada, cedió:
—Está bien, pero lo hago solo por él —declaró, resoplando—. Y porque me gusta el merengue.
—Gracias —dijo Raúl.
Cantaron.
Después, aplaudieron un poco. Raúl se dispuso a cortar el pastel, mirando al niño de reojo. Los movimientos eran diestros y suaves, el merengue se apartaba con suavidad. La joven miraba las manos que manejaban el cuchillo: huesudas, precisas.
Comieron.
Cuando Angélica apartó su plato vacío, se paró y dijo:
—Ya, los dejo. Estaba rico, gracias.
—¡Cómo! ¿Vas a salir? —preguntó Raúl.
—Todavía no, voy al segundo piso. Tranquilo.
El hombre asintió y se levantó.
Se paseó por el living, mirando las cosas con una vista aguileña. Acomodó un cuadro que estaba chueco, alisó el mantel de una mesita de arrimo, sobre la cual había un teléfono fijo. Verificó si tenía tono. Luego sacó una pipa metálica de su bolsillo.
—¿Qué es eso? —preguntó Benjamín, acercándose.
—Nada. ¿Te gustó la torta?
El niño asintió y se acercó a una caja para sacar sus juguetes: un montón de piezas ensamblables y de colores.
—¿Alguna vez habías tenido un cumpleaños así, de verdad? —preguntó Raúl, pero el pequeño jugaba dándole la espalda—. Ven a darme las gracias, Benja —agregó, dejándose caer sobre un sillón y estirando las piernas.
Benjamín se acercó y lo abrazó, trepando sobre él.
—Gracias, Raúl —dijo, y lo besó.
Después bajó al suelo y volvió a entregarse a sus juguetes.
El hombre abrió los ojos lentamente, suspiró y empezó a rellenar su pipa. Se soltó el pantalón. Fumaba y miraba la habitación, a sus anchas, desde su altura. Luego se inclinó, fijando la vista sobre el pequeño:
—Oye —dijo seriamente—. Me gustaría que me dijeras «papá», no «Raúl». Ya es hora, ¿no te parece?
Benjamín sonrió, ladeó la cabeza y luego siguió jugando.
Raúl fumaba despreocupadamente. Comprendió que el niño estaba construyendo una especie de circuito, donde una pelotita de metal, desgastada y llena de rayones, debía caer por una serie de canaletas, toboganes, rampas y trampas, hasta llegar al punto final. El juego de causas y consecuencias, la lógica del asunto le hizo regocijarse, y amar al pequeño aún más. Pero otra cosa del asunto le preocupaba, aunque no sabía exactamente qué, pues consideraba que lo había hecho todo bien.
Suspiró sonoramente, expulsando humo. Le dieron ganas de quitarse los zapatos, pero se arrepintió. Decidió intentar relajarse; a fin de cuentas había estado ansioso, esperando este día.
Cerró los ojos y dormitó, sin quererlo.
Despertó sobresaltado.
Tenía la pipa apagada sobre el regazo. Su primer reflejo fue escondérsela en un bolsillo de la chaqueta.
—Mierda. Se me hizo tarde —masculló, buscando su celular para ver la hora.
«No», pensó; «aún es temprano, menos mal».
Estaba extrañado, nunca se había quedado dormido antes. Tal vez se había relajado mucho, se había dejado llevar por los sueños. ¿Qué había soñado? Algo sobre pájaros y nidos…
Comprobó satisfecho que eran apenas las cinco de la tarde. Se levantó y estiró su cuerpo, bostezando. Después hizo sonar los huesos de las manos y empezó a buscar al pequeño, rascándose la cabeza, intentando olvidar la pesadilla.
Los juguetes de Benjamín estaban en el suelo, la pelotita vieja en su punto final.
—¿Benja? —preguntó.
—Estoy acá —contestó el niño, desde la puerta de entrada. Miraba por la ventana de un costado, a través del visillo, tal como había aprendido de su hermana.
Raúl levantó una ceja y preguntó:
—¿Hay alguien afuera?
—La Angélica.
—Ah —contestó él, suspirando—. Menos mal. —Se pasó la lengua por los labios. Se paró y se acercó indirectamente al niño, como acechándolo entre los muebles—. ¿Hagamos las tareas? Estamos en la hora.
Pero Benjamín seguía mirando por la ventana, curioso.
—¿Qué pasa? —preguntó él, bajando los hombros. Luego enderezó el cuello y agregó—: Oye, espera, ¿a qué hora salió tu hermana?
Se acercó a mirar. En la calle de enfrente, se divisaba a través de las ligustrinas a Angélica junto a dos adultos. Apuntaban la casa y hacían llamadas.
Raúl se llevó los dedos al entrecejo.
—Me tengo que ir, Benja —musitó, abriendo los ojos y extendiendo un brazo para acariciar una de las mejillas del niño.
Caminó como en sueños. Miró la torta, los platos usados sobre la mesa. Pensó que no había nada que hacer al respecto.
Fue al patio y se paró frente a la pandereta que separaba la casa del sitio eriazo donde estaba el auto estacionado. Era un hombre alto, no le sería difícil trepar.