
Fotograma de Mulholland Drive
El Club Silencio de Mulholland Drive y ese engaño que es el arte
Considerada una de las mejores películas de nuestro ya no tan joven siglo, Mulholland Drive es, como el grueso de la producción de David Lynch, una película de significados difusos. Puesta en evidencia del modus operandi de la élite cinematográfica, cátedra del horror que no precisa de screamers para ser efectivo, exploración pesadillesca del abismo inconsciente: muchos son los hilos que podemos jalar de la obra más celebrada del pelos-al-aire Lynch. Yo centraré esta mínima reflexión en una obsesión personal: la escena del Club Silencio.
Además de los elementos antes mencionados, Mulholland Drive es también una película metaficcional, es decir, del arte que reflexiona sobre el arte —y quizá este hecho es el que más ha empujado a que los críticos cinematográficos, tan propensos a valorar de más lo que refiere a su propio campo, la consideren una obra maestra, pero esto es solo especulación y yo soy un simple cajero del Walmart—. Escenas que conversan consigo mismas, como aquella en que Rita y Diane ensayan el libreto en el hotel y lo consideran artificial y ridículo, o el posterior casting, donde ese mismo guión adquiere verdadera tensión erótica (aun cuando las palabras sugerían un pleito entre la pareja) ofrecen una clara teoría de la representación dramática, que pone en evidencia la forma en que la entonación y el lenguaje corporal dotan de plenitud de sentido a lo trazado por un guionista.
Sé que la película no es un mero conjunto de fragmentos aislados y después pegados con un chicle, pero creo que la escena del Club Silencio, como otros pedazos de Mulholland Drive, es, por su maestría, susceptible a ser analizada como una pequeña obra en sí misma; un mundo cerrado con sus propias reglas y personajes excéntricos. A la manera de un retablo, Lynch construye en esta escena una especie de cortometraje, historia inserta semejante a las del Quijote. Invito al lector a que vaya a verla (dura apenas siete minutos) y luego regrese aquí para que la revisemos y se ría con mis conclusiones.
Revelación de madrugada. Escena del teatro. En esta parte, Rita y Diane ceden el protagonismo de la película y se vuelven, como nosotros, espectadoras de ese show extraño al que son dirigidas por una corazonada. En el Club Silencio nos recibe uno de esos personajes tétricos —como los que pueblan las tiendas Oxxo por las noches— que tanto acostumbra el cine de Lynch, a caballo entre el mundo sobrenatural y el de la mafia, ambas formas efectivas de producir terror que demuestran que el miedo más efectivo es el que instaura ideas persecutorias en el inconsciente del receptor. Tanto el mundo terrenal como el metafísico aparecen como espacios peligrosos.
A la manera de un cirquero que despierta suspicacia, y entre un ambiente tenso potenciado por la música siniestra —que sugiere que tras bambalinas suceden actos terribles— el personaje ofrece numerosas muestras del espectáculo como algo falso, simulado, prefabricado. Director de orquesta, da la señal para que empiecen los sonidos grabados. Los trompetistas, que más bien son actores, ejecutan su número como piezas intercambiables. Se trata de la explicación de lo que se presenta en el teatro como una maquinaria precisa. Nos convence, en suma, de que lo que está frente a nosotros no es más que una farsa.
El quiebre sucede en el siguiente momento: cuando Rebeca del Río, “La llorona de Los Ángeles”, sale al escenario. (Por favor entiéndase lo siguiente más como un ejercicio de inventiva motivado por los signos perceptibles en la cantante que como una descripción objetiva de lo presentado en la pantalla, pues, reitero, intentar desentrañar de manera lógica lo propuesto por Lynch siempre es un ejercicio hermenéutico de alto riesgo). Se trata de una mujer con aspecto propio de un cabaret: extremadamente bella, pero de imagen descuidada, peinado improvisado, maquillaje que se corroe y una mirada de quien, perdida toda esperanza, ha decidido transitar —o ha sido obligada a hacerlo— hacia el mundo prostibulario.
La canción que Rebeca entona es congruente con su aspecto. La letra relata la historia de una mujer que cree haber superado un fracaso amoroso, pero descubre la herida latente tras el encuentro con el viejo amante: “Yo estaba bien, por un tiempo, / volviendo a sonreír”. Estas características —propias de quien, herida por esa droga potentísima llamada amor, decide refugiarse en otros vicios— hacen de Rebeca del Río un personaje muy semejante al de los cuentos de Juan Carlos Onetti y al de las canciones de Kurt Weill interpretadas por Teressa Stratas. Un universo estetizado por el total desencanto. La interpretación de la cantante ostenta la gravedad de quien, nostálgico de amor pasional, ha decidido entregarse a una vida llena de emociones intensas, incluso si esa decisión conduce a una inevitable degradación. (“La destrucción o el amor”, lo definiría Vicente Aleixandre). Una muestra de lo que el arte romántico entendió como lo más humano posible: una vida regida por la profundidad emocional.
El problema viene cuando, sumidos en el patetismo de la cantante, olvidamos la lección ofrecida por el presentador del Club Silencio: ¡todo es una completa farsa! Rebeca cae desmayada, y su voz —o lo que creíamos su voz— sigue sonando. Sus lágrimas, su íntima interpretación, su mirada desencantada, todo se vuelve uno más de los trucos prefabricados del espectáculo teatral. Como si David Lynch buscara generar la catarsis en sus espectadores para luego burlarse de ellos, en una operación acaso más cínica que la del teatro de Bertold Brecht.
Pienso que de todo esto se desprende —y en ese sentido es también muy onettiano— una consideración de lo que para David Lynch, más hijo del positivismo que del romanticismo, es el arte. Una total mentira. Una pieza de ingeniería. En el Club Silencio no solo hay ausencia de música en vivo, sino también de emociones. La consciencia de Lynch, analogable a la de los teóricos de la estética del siglo XX, parece ser la del arte como un mero conjunto de materiales organizados con procedimientos sofisticados, y cuyo propósito es producir un efecto en el espectador. Las emociones, elemento que los románticos se empeñaron en construir como el motor fundamental de toda creación artística, están ausentes aquí.
El presentador, como proyección del mismo Lynch detrás de la maquinaria fílmica, distribuye un conjunto de elementos para engañarnos y hacernos creer que quien canta es un ser humano y no una pieza más de la obra. A Rita y Diane, y, en segundo nivel, a los espectadores de la pantalla, como víctimas de la trampa, no nos queda, tras haber sido estafados, más que tararear el estribillo: “que he estado llorando por tu amor / llorando, por tu amor”.