Foto: Paulo Slachevsky
El efecto policía. El dispositivo policial como soberanía
1.- ¿Quién?
En su Curso de 1976 titulado Hay que defender la sociedad Michel Foucault introduce sus lecciones desde una reflexión metodológica en la que pondrá en cuestión la “teoría de la soberanía”. Plantea Foucault que la teoría de la soberanía se caracteriza por tres aspectos: en primer lugar, es la teoría “que va del sujeto al sujeto” (del Estado al pueblo, del Rey a la multitud) donde la pregunta fundamental que se plantea es siempre “¿quién ejerce el poder?”; en segundo lugar, esta teoría se asigna la “unidad del poder”, sea el rostro del monarca o la forma Estado, siempre se trata de ir desde la multiplicidad de los poderes a la unicidad del poder; en tercer lugar –dirá Foucault- la teoría de la soberanía se plantea desde la investidura de una “legitimidad fundamental” que no es otra cosa que su autoridad.
La “triple primitividad” de la teoría de la soberanía –dirá Foucault- remite a la del sujeto a someter, a la de la unidad del poder y de la legitimidad a “respetar”: sujeto, unidad y ley. A partir del análisis clásico promovido por cierta tradición de la filosofía política moderna desde Hobbes a Schmitt, Foucault propondrá otra entrada a la cuestión del poder que intentará descentrar a la misma teoría de la soberanía: se trata de sustituir la “hipótesis Hobbes” por la “hipótesis Nietzsche” en que se dejará de lado la “triple primitividad” de la teoría de la soberanía para asumir una concepción de la “guerra” que permita contemplar el modo en que las relaciones de poder atraviesan permanentemente los cuerpos.
“En vez de deducir los poderes de la soberanía –dice Foucault en su Clase del 21 de Enero de 1976-, se trataría mas bien de extraer históricamente y empíricamente los operadores de dominación de las relaciones de poder.” Para ello, el análisis foucaulteano deja de ver al sujeto para analizar la dimensión concreta de las relaciones de poder, en vez de suponer un télos que tienda a reducir la multiplicidad de las relaciones de poder a la unidad del poder mismo, se trata de abrir el campo en que dicha multiplicidad se vuelve irreductible a cualquier tipo de unidad y, finalmente, más allá de la dialéctica entre legitimidad e ilegitimidad, se trata de atender no la fuente de su autoridad, como vislumbrar los “instrumentos técnicos que permiten asegurarlas”.
Como sabemos, para Foucault las relaciones de poder no sólo son móviles, sino ante todo, productivas. Una relación o un conjunto de relaciones de poder producen efectos específicos, construyen nudos, articulan dispositivos, constituyen subjetividades.
En esta vía, las relaciones de poder son, a la vez, singulares y constituyentes, a diferencia de toda teoría de la soberanía que necesariamente apuesta a un horizonte universal. En este marco, resulta decisivo el que Foucault desplace la teoría de la soberanía por un análisis de las relaciones de poder. Porque tal análisis indagará en torno a las condiciones por las que puede plantearse una teoría de la soberanía. Su pregunta no es ¿quién tiene el poder? sino mas bien, ¿cómo funcionan los mecanismos que producen y aseguran su ejercicio?
Si en Foucault asistimos a una operación de desustancialización del poder en donde éste deja de lado su estatuto sustancial y pasa a ser visto a la luz de las contingencias de las relaciones de poder, es porque a partir de dicha “analítica” podremos contemplar de manera más radical en qué consiste la policía, ampliando la mirada más allá de la forma clásica que la reduce a un simple institución o un dispositivo que opera al interior del Estado, sino mas bien, a una técnica muy precisa de poder que no sólo “garantiza” –dirá Foucault en 1979- que la “gente sobreviva” sino que al hacerlo, termina por producir al propio ordenamiento que ella misma se ha propuesto defender.
El orden de las cosas carece de cualquier sustancia porque se sostiene exclusivamente en virtud de los mecanismos de poder que no sólo trabajan en virtud de su conservación, sino que además, no dejan de producirlo permanentemente. El poder policial no es simple administración, sino producción de orden, constitución de la cartografía del mundo en la que se inscriben los límites a los que han de movilizarse los cuerpos.
En cuanto dispositivo de producción de orden la policía será eminentemente soberana. Su sometimiento al poder del Rey, en rigor, no es más que la consolidación de dicho poder, en tanto el Rey por sí mismo, el soberano por sí mismo jamás puede ejercer el poder, sino es en virtud de sus secretos ángeles que le ofrecen su fuerza-de-ley por la que el poder redunda eficaz.
En otros términos, desde Foucault podríamos decir que, lejos de afirmar que el soberano es un individuo claro y distinto, éste no es más que un montaje producido permanentemente por el dispositivo policía. No es la policía la que sucede a la soberanía, sino mas bien, la propia soberanía la que necesariamente debe suceder lógicamente a la producción propiamente policial. La policía devendrá, entonces, el terreno del montaje, la operación específica que produce un orden de las cosas en cuanto montaje.
Si se quiere: la soberanía funciona como el verdadero montaje producido por la tramoya policial. Es porque la soberanía no es más que un lugar absolutamente vacío que hay policía y habrá policía porque la soberanía no será más que el conjunto de los dispositivos policiales que la hacen posible.
La policía –diremos- monta una verdadera metafísica del sujeto, al revés: la metafísica del sujeto es la trama vertebrada por la policía; metafísica que ofrece un rostro a un poder que originalmente carece de él y que, por tanto, restituye la tranquilidad a la ciudadanía porque ésta ya no debe buscar en sí misma el origen de la violencia sino fuera de sí, en un exterior mítico que, sin embargo, ha sido producido por el propio orden de las cosas que la trama policial ha montado.
Sólo por eso, las prácticas que obsesivamente convocan a la policía son la vigilancia y la pregunta que se formula será siempre ¿quién? ¿quién está “detrás” de? Pero la pregunta por el “quien” oblitera el que para formular dicha pregunta ha debido operar toda una tecnología de poder capaz de montar el orden de las cosas que permita establecer “quien”. Esa tecnología del montaje es lo que llamaremos dispositivo policial.
2.- Efecto de superficie.
En la presente conferencia quisiera ofrecer una crítica de la soberanía desde la tecnología de poder que define a la policía. El argumento central es que la decisión soberana, que desde Hobbes a Schmitt, ha sido problematizada desde la filosofía política y el derecho como el pivote de la estructura estatal-nacional, en realidad, debería ser pensada como un efecto de la policía y, por tanto, como una producción de esta singular técnica de gobierno. La soberanía no existe de suyo, no opera por sí misma, sino sólo en la medida que se apoya del múltiple y móvil resorte policial.
En otros términos, se trata de invertir, en parte, el asunto y atender los movimientos de superficie en los que se juegan las relaciones de poder, donde la policía no sería un dispositivo aledaño a una soberanía ya presupuesta, sino el acto material que produce a la instancia política soberana como su efecto político más decisivo. Podríamos proponer la siguiente fórmula: si es cierto que el “soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (Schmitt) es, sin embargo, la policía la que gestiona las condiciones de su producción.
Como en una verdadera crítica a la teología, nos encontramos con que Dios no es más que el efecto incondicionado de la glorificación premunida por sus ángeles, o en la crítica a la economía política, el Capital no es otra cosa que el proceso de acumulación expropiado al conjunto de los trabajadores, así también, en la política la Soberanía no sería más que la captura de cuerpos promovida por la policía. Jamás nos encontramos con una instancia central sino como efecto de superficie.
Si la enseñanza foucaulteana es que no existe “el poder”, sino las “relaciones de poder” es precisamente porque a partir de su trabajo resulta imposible circunscribir la soberanía a un sujeto en particular. No significa, por cierto, que ésta sea un mero reflejo una falsa representación de las relaciones de poder, sino mas bien, constituye una cristalización precisa de las mismas que una crítica filosófica tendría que desustancializar para mostrar que ella es siempre vacía porque su consistencia no es más que la permanente operación policial que le da cabida.
Cuando formulamos que la soberanía puede ser vista como un efecto de superficie pienso en El yo y el ello en el que Freud concibe al “yo” como un efecto del conflicto del ello para con el mundo; o en Foucault cuando en Vigilar y castigar problematiza al “alma” como un efecto de los dispositivos de poder aplicados sobre el cuerpo. “Efecto” es producción de una instancia central que aparece como si fuera previa a los mecanismos que la hacen posible, presupuesta a la propia dinámica que, sin embargo, el propio dispositivo policial constituye. En este sentido, el dispositivo policial será el “a priori histórico” de toda soberanía.
A esta luz, podríamos decir que por “policía” habría que entender una tecnología de poder de corte múltiple, móvil y eficaz, capaz de producir un determinado efecto de soberanía. Para ello, la policía se desenvuelve como una operación capaz de cartografiar cuerpos y confiscarles su potencia a un código preciso que, en último término, remite a una instancia central desde la que supuestamente emana toda decisión política.
Es precisamente lo que hace Hobbes: cuando en el Leviatán el filósofo entiende al cuerpo soberano constituido por miles de individuos es porque han funcionado los micro-poderes policiales que han domesticado cuerpos para anudarles a la trama de un Amo. Hobbes redunda liberal justamente en ese punto: no se trata de un “contrato” en el que el ciudadano –en virtud del miedo a ser muerto por la potencia de otro característico del estado de naturaleza- cambia “protección por obediencia”, sino de una inscripción policial que priva a su cuerpo de cualquier desviación. Hobbes es ciego a la policía, pues su punto de partida sería el de la soberanía como transferencia de la voluntad y poder de cada uno de los individuos a la voluntad única y exclusiva del Leviatán. Pero ¿cómo se realiza tal transferencia? No por contrato, sino por policía. Es la policía la que configura al sujeto, que unifica las potencias en un solo poder y que ofrece la gloria de la legitimidad.
Policía no es sólo un poder técnico-administrativo, tal como lo concibiría la visión antropológica-instrumental (es decir, la policía, como cualquier instrumento sería neutral en su propia ejecución), sino que define a un poder que actúa sobre la superficie de los cuerpos que será capaz de producir al poder que, sin embargo, presupone.
En otros términos, “soberanía” no sería más que otro nombre para un efecto de policía pues, más allá de las pretensiones de Schmitt, sería la policía el dispositivo capaz de realizar la decisión soberana. De hecho, el propio Schmitt formula una célebre definición de la soberanía que muestra exactamente el problema: “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”.
Tal fórmula entiende que la soberanía no puede ser pensada como una sustancia, sino como la performatividad de la decisión, el ejercicio concreto por el que la trama de poderes es capaz de separar, escindir, cesurar los cuerpos de sí mismos. Decidir sobre el “estado de excepción” no es cualquier decisión: es la decisión suprema que, sin embargo, sólo puede realizarse si acaso los dispositivos policiales están ahí para suspender el derecho. Decisión suprema que sólo puede pasar al acto si acaso el silencioso trabajo de la policía lo hace posible: la verdadera soberanía es policial.
Una soberanía exenta de policía –así como quizás la pensó Georges Bataille- es nada, no puede ser soberanía propiamente tal. Por eso, a diferencia de Schmitt para quien la decisión soberana pretende anteceder a toda gestión administrativa, Foucault ingresa en la zona oscura del jurista y nos permite sostener la tesis exactamente inversa: será la misma gestión administrativa característica de la policía la que hace posible la decisión soberana.
3.- Doblez
La capacidad de muerte definió siempre al poder soberano. Pero se trató de la “capacidad” y no necesariamente de su “actualidad”: soberano es quien tiene la “capacidad” de matar, no necesariamente quien mata realmente. O, si se quiere: matar realmente implica consumar la soberanía al tiempo que ésta pierde su efecto, su “capacidad”.
Porque sólo la perpetuación del espectro de la “capacidad” mantiene al orden de las cosas y al efecto soberanía en su sitio. Pero, tal perpetuación es sobre todo un conjunto de técnicas que operan a nivel de superficies que producen permanentemente al espectro de que la soberanía juega el simulacro de la “capacidad” de matar. El dispositivo policial es en el que descansa ese conjunto de técnicas orientadas a producir el complejo espectral por el que el poder de muerte recorre los cuerpos como la más real de las posibilidades.
Si el poder de matar fue siempre potestad soberana, su ejecución fue de índole policial. Sin embargo, si la primera potestad encuentra su apuntalamiento en la segunda, es decir, que la policía redunda la efectivización de toda soberanía, entonces la potestad de muerte fue siempre de jurisdicción policial. Es la policía la que mata, es la policía la que dispara, la que monta escenas en las que el simulacro soberano funciona desde la tramoya policial.
Pero la policía no sólo mata. También promueve la vida. Como el propio Foucault mostró, en su origen “policía” designaba toda forma de administración sobre la vida: preocupación sobre la cantidad de granos existentes, de animales, demografía de individuos, migrantes, natalidad y mortalidad, todo con el fin –dirá Foucault- de potenciar al Estado. Un Estado fuerte, por tanto, será un Estado en el que la policía funciona como su columna vertebral. Si se quiere –Foucault lo dirá en el léxico de la “gubernamentalidad”- no habrá jamás Estado sino es como un conjunto de técnicas de gobierno, como una trama precisa de dispositivos de control. Se trata de desarrollar la vida, de perpetuarla, potenciarla, fortalecerla para engrandecer aquella unidad imaginaria llamada Estado.
Justamente, la policía puede “hacer morir” y “hacer vivir” a la vez. El doblez en su operación es lo que le caracteriza; como diría Walter Benjamin la policía desata una “ignominiosa autoridad” porque en ella se condensan dos racionalidades disímiles de poder que Foucault identifica en la forma del “envés” entre un “hacer morir” y un “hacer vivir” o Benjamin entre la violencia instauradora o soberana y la conservadora o administradora, en cuyo anudamiento se jugará el problema de la sacralidad de la vida.
Que la vida sea sagrada resulta la premisa política del dispositivo policial. “Sagrada” –es decir, dirá Giorgio Agamben- presta a recibir la muerte impunemente, que puede “hacer morir” como “hacer vivir”, donde el reverso especular entre ambos dicen más de la presencia de un mismo dispositivo gubernamental en el que se asienta la forma policía.
Una antigua práctica, tan sangrienta como decisiva, parece impregnar a la técnica policial de gobierno: el sacrificio. En ella la potestad de matar sobre la vida considerada sagrada, era un modo de apaciguar el ánimos de los dioses. Hoy día –tal como muestran las revueltas árabes del 2010- todo parece funcionar a la inversa: la muerte no es el reducto de la paz, sino el de la ira. Alguien tiene que morir. ¿Quién? justamente: pregunta cuya fórmula da lugar al dispositivo policial como su pivote fundamental. ¿Quién debe ser apresado? ¿Quién merece la muerte? La policía despliega la violencia sacrificial, más allá de la figura pastoral entrevista por Foucault: se trata del circuito de la caza, de la figura del cazador que Georges Chamayou ha entrevisto genealógicamente bajo la figura bíblica de Nimrod. La policía da caza y, con ello, sirve al soberano dándole consistencia.
La fuerza policial, su astucia para cazar cuerpos no es más que un modo de acumulación que decide la suerte del soberano. Este último mata, pero lo hace sólo a través de sus anónimos comensales que patentizan su poder en la capacidad –siempre espectral, pero no menos real- para matar.
Digamos que en las democracias neoliberales contemporáneas, se ha consumado el reino de la policía: en ella todo es gobierno antes que soberanía, gestión antes que reinado; la policía es estructuralmente democrática si por ello entendemos un régimen político expuesto única y exclusivamente a la luz de sus técnicas de gobierno que, como tal, requiere de diversos controles para controlar los controles ad infinitum. Tal trama de controles no son simples instrumentos dispuestos ahí para un fin particular al que un sujeto podrá decidir usar, sino mas bien, precisos modos de producción del mundo por los que tiene lugar el efecto de una soberanía (el Estado, la democracia, la república, la monarquía, occidente, etc.), es decir, la triple cristalización de que existe un “quien” (un sujeto), una “unidad del poder” que éste ejerce y, finalmente, una “legitimidad” que se ofrece como fuente de todo su actuar, de su poder.
Se trata nada más que microscópicas y cotidianas tecnologías de poder que recorren la superficie de los cuerpos, nada más que modos de hacer que, como la caricatura de la Pantera Rosa, abren agujeros en la realidad y producen los efectos de un “detrás” habitado por “alguien” que parece mover los hilos de la historia. A la inversa, la enseñanza foucaulteana reside en pensar la soberanía –el ejercicio del “quien” que decide- no en base a un “detrás” de, sino en la pulsación misma de las superficies de la vida social.
Porque la vida no es más que superficie, no habrá poder sin captura de las superficies. Cuando visitamos un castillo de una vieja monarquía europea o una pirámide de los viejos órdenes aztecas, vemos tales monumentos como ruinas. Que hayan devenido ruina implicó la emancipación de las superficies que yacían confiscadas, la desactivación de los dispositivos que la administraban. Se arruinaron no porque se expulsó al soberano, sino porque todo el conjunto de técnicas de gobierno que operaban para que tal soberano pudiera existir terminaron por deshilacharse.
El doblez policial ya no funciona, tampoco el espectro de la muerte que le recorre. A veces, el proceso tiene lugar como una ráfaga, otras de manera imperceptible y muy lenta, pero siempre a propósito de la modificación de un mínimo detalle que comienza a aumentar los arcos de una desviación que el sistema puede tolerar. Un poder vivo, es necesariamente aquél que mantiene su lógica policial intacta: la policía es el alma de toda soberanía y no como habría pretendido la filosofía política moderna en la que se apostaba a que la soberanía fuera el alma de toda forma de policía.
Si nuestro tiempo, puede ser visto como el de la seguridad es porque el dispositivo policial se ha emancipado de su antigua remisión soberana. Produce soberanía, por cierto, pero mucho más allá de las fronteras estatal-nacionales, articulando una forma hipertrófica de control en diversas partes del planeta.
La llamada “democracia” neoliberal, que ha terminado por sustituir al homo economicus por el homo politicus, no es otra cosa que un verdadero régimen securitario y policial en el amplio sentido del término, porque en ella el gobierno ha introyectado a la lógica soberana, la gestión a todo reinado. No se trata de “sustitución” de una lógica por otra, sino de “introyección” en la medida que el dispositivo policial portará consigo mismo la operación soberana que en otro tiempo podía aún representar en un rostro exterior a ella misma. Como tal, el dispositivo policial mantiene su doblez: morir y vivir, excluir e incluir, destrucción y construcción, en suma, una circularidad perfecta en la que decisión y gestión se anudan como una y la misma operación.
En las múltiples agencias de seguridad que se diseminan por doquier, los dispositivos policiales no necesariamente orientan su trabajo a la producción de la antigua forma de soberanía a la que siempre parecían subrogados.
Mas bien, asistimos al momento en que policía y soberanía han devenido dos formas de una misma racionalidad. La otrora imagen de soberanía que producían, ahora se ha vuelto explícitamente su propio espejo, su trono más decisivo. Y esa emancipación –que no ha sido casual, sino que ha consumado la signatura policíaca de toda soberanía- no sólo ha hecho retroceder los espacios sociales ganados por múltiples luchas a lo largo del siglo XX, sino que nos tiene en el límite de una historia que parece recobrar un nombre que parecía en desuso: fascismo. Pero si las revueltas árabes acontecidas en el 2010 supieron algo de manera radical fue esto: un por venir abierto por la imaginación popular, sólo es posible si desactivamos al dispositivo policial.
*Texto leído en el coloquio Chile-Francia, en Mayo de 2019