El Loro – Carcaj.cl

Foto: Georges Maroniez. Fuente: Gallica

09 de junio 2025

El Loro

Se instalaron a la sombra de un inmenso pino, sobre el pasto. El parque estaba casi despejado, salvo por un par de perros que perseguían una pelota y un tipo que los miraba. Una pileta con forma de riñón reflejaba las nubes del cielo joven. María, junto al pequeño Hernán, estiró las piernas, suspiró y dijo:

—Cuando tu mamá me contrató, yo le dije que me llamaba María, María José, y ella me respondió: «Oooohhh… ¡Maruja! Yo tuve una nana que se llamaba así, ¡la adoraba! Era chiquitita, igual que tú. En realidad creo que se llamaba María Juana… no sé». Así me dijo. Simpática tu mamá, Hernancín. ¿Así te dice ella? La otra vez la escuché decirte así. No me gusta decirte Hernán… todos los niños deberían tener su apodo.

—A veces me dice «Hernia».

—Súper simpática tu mamá. «Tenía una nana chiquitita», me dijo… así como yo. Qué lindo. Y ni siquiera se acuerda de su nombre. ¿Quieres tu dragón? Acá está tu dragón.

María sacó el dragón del bolso y se lo pasó a Hernancín.

—¡Raaarrr! —gritó el niño.

—Increíble —dijo María, meneando la cabeza—. Me encantaría ser chica de nuevo, y no cachar ná. ¿Sabí lo que es una hernia?

—¡Raaarrr!

—Qué lindo este parque. ¿Tu mamá te ha traído acá?

—¡Raaarrr!

—Para qué te va a traer si para eso contrata gente. ¿Cuánto duró la última? ¡Oh!

María se sobresaltó con un enorme perro labrador que pasó corriendo a su lado. Su cabello negro se alzó con el viento que propulsaba el animal de compañía.

—¡Raaarrr! —dijo Hernán—. Mi papá dice que me va a comprar un perro. Pero mi mamá dice que ensucian.

—Como si limpiara ella. Además tu papá ni siquiera vive contigo. ¿Tú te vai a acordar de mí cuando yo me vaya? ¿De mi nombre?

El perro saltó a la pileta y el chapuzón distrajo a Hernán. María suspiró y sacó su celular del bolsillo. Le escribió un mensaje a quien ella pensaba que era su pareja. Un reflejo en la pantalla le hizo levantar la vista.

—Mira, unos loros.

—¡Raaarrr!

—¡Están peleando!

Sobre ellos, a un lado del pino alto y añejo, un par de loros salió de una de las ramas y ahora parecían estar peleando suspendidos en el aire. Aleteaban con furia y se daban picotazos, y caían las plumas verdes.

—¡No! ¡Pobrecitos!

—¡Raaarrr!

El derrotado cayó directo a la pileta donde nadaba el labrador. María se puso de pie, tapándose la boca con las manos.

—¡Está vivo!

El loro empezó a aletear, pero parecía estar pegado a la superficie del agua.

—¡No! —gritó María, al ver que se acercaba el labrador nadando.

Ella caminó hasta la orilla y pensó en meterse al agua y salvar al pajarito, pero se mojaría entera y la gente empezaría a sacarle fotos y grabarla. Eso pensó.

—¡Pero, Hernán, mira!

El niño estaba absorto jugando con su dragón. Ella se puso roja y bufó.

El perro alcanzó al loro herido y nadó hasta la orilla, llevándolo en el hocico. El tipo que parecía ser el dueño del labrador y de un pequeño chihuahua que corría tras una pelota, se acercó y recibió al loro entre sus manos. Entonces apareció María apretando los puños, y le dijo:

—Estúpido, ¿por qué dejaste que se lo comiera?

El tipo pareció entre divertido y molesto, abrió la mano y le mostró que el loro seguía vivo.

—No se lo comió. Me lo trajo. ¿Qué? ¿Acaso querí adoptarlo?

—¿Qué? —preguntó María, parpadeando.

—Eso. Si tanto te preocupa, puedes adoptarlo. O tenerlo hasta que pueda volar de nuevo, al menos. Sálvalo po.

María solo parpadeó y dio media vuelta, gruñendo.

—¡Raaarrr! —le dijo Hernán.

—Nos vamos —respondió ella—. Ven. Cómo lo voy a adoptar. Con qué plata. Como si una no tuviera cosas que hacer….

Hernán no se movió. Siguió jugando con su peluche de dragón, retorciéndole un ala, mientras María miraba al tipo del perro. Se había sentado en una banca y ahora observaba al loro, hablándole.

—«Adóptalo» —dijo María—. Claro. O sea que una no puede ayudar a menos que ande adoptando a todos los animales. —Miró a Hernán y le preguntó—: ¿Tú sabes cuántos perros he rescatado? En la casa de mi mamá teníamos un refugio temporal. Los rescatábamos hasta que llegaba alguien y los adoptaba. Si nos hubiéramos quedado con todos los perros que rescatábamos, habría sido imposible. La casa se habría convertido en una perrera. Así no se puede. Qué tipo más imbécil.

María había vuelto a sentarse, y retorcía mechones de pasto entre sus manos.

—Igual lo adoptaría, si tuviera tiempo. Creo que tengo una jaulita en la bodega de mi casa. Pero ya no. Ya fue. Estúpida, estúpida. Ay…

Se agitó, y por ello sacó un inhalador de su bolsillo y aspiró tres veces.

—¡Raaarrr! —dijo Hernán.

—A veces es así. Se tiene una oportunidad, y si no, te cociste. Una vez le tuve que quitar un perro a mi hermana. Desde ese día que ya no hablamos más. Pero tenía que hacerlo. La pillé dándole escobazos. Cuando le pregunté qué le pasaba me dijo que el estúpido de su marido le había puesto el gorro. ¡Y qué tenía que ver el perro! —Inhaló de nuevo, dos veces—. Ay… Eso po, Hernancín, las oportunidades se van nomás.

Ella habló cada vez menos, pues necesitaba recuperar el aliento. Pasada una hora, el tipo del perro ya se había ido con el loro, y apenas se veía gente en el parque. Las bombas de la pileta, por algún motivo, dejaron de funcionar y eso calmó las aguas y las silenció.

María, como despertando, dijo:

—Ya, vámonos. Creo que tu mamá llegaba temprano hoy.

—Nooo…

—Sí. Tu papá te viene a buscar a las nueve y tienes que bañarte… y yo tengo que preparar tu bolso y hacer la comida. Ya, vámonos.

Caminaron un par de cuadras, hasta que vieron la gran camioneta roja estacionada fuera de la casa.

—¿Viste? —dijo ella—. Tu mamá ya llegó.

Hernán no dijo nada: se metió el dragón a la boca e intentó arrancarle un ala con los dientes. María recordó al loro y tomó su inhalador y aspiró una vez. Luego se acomodó el bolso en el hombro y sacó el llavero y se acercó a la puerta. Sabía muy bien lo que tenía que hacer, era simple. Debía poner la llave en la cerradura, entrar, saludar a la señora, ver algunos detalles sobre su contrato de trabajo y preparar la comida. También conseguir que el niño se bañara y tener todo listo antes de las nueve. Eso, si todo salía bien.

Lo primero era recuperar el aliento y poner la llave en la cerradura. Pero no pudo. Se encendió una luz, y la mano que sujetaba la llave nunca más tocó esa puerta.

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