El monte o juventud sónica
No hay absolutamente nada en este lugar. El verde desolado repugna sus ojos, solo matas, mosquitos y santanillas. A nadie nunca le ha interesado este pedazo de tierra. La mayoría duerme en sus casas de campaña mientras la naturaleza se hace sentir en cada ruido perceptible. Tony juega “cerito cruz” contra sí mismo con la ayuda de su navaja sobre la corteza de un árbol. Lo consume el asco que siente por el dilema. No puede confiar en que mejore algo que nunca ha existido. Se gana la partida y concluye que debería huir.
El consejo estudiantil decidió planificar un viaje a la sierra para enseñarles el país a los estudiantes extranjeros. Un mes atrás partieron de la ciudad un grupo de 13 personas. Desde la terminal de ómnibus, Tony observaba a Arielle y Lucian discutir. La primera era la líder en papeles de los estudiantes, rubia de dientes chuecos con voz chillona y mirada perdida. Él destacaba por su simple naturaleza, un negro esbelto con dos profundas bolas blancas de punta color miel por ojos. Juntos guiaban la excursión o al menos eso intentaban.
-No se puede beber ron en la terminal, no es el lugar indicado para eso -Arielle alargaba nerviosa las palabras como si se quedara sin aire.
-Chica tranquila, nadie se ha metido con nosotros. Además a la gente le da igual lo que hagamos -Lucian mostraba sus dientes color hueso mientras le hablaba.
Tony no pensaba mucho en nada. Ni siquiera podía formular una respuesta concreta sobre qué hacía en ese viaje, en la facultad o en la vida. Hace unos años, después de ver a un gato ser aplastado por un camión, decidió que no valía la pena sacar grandes conclusiones sobre la vida. Desde entonces sueña con no tener que tomar decisiones por completo. En las noches aguanta el sueño con sus ojos abiertos en dirección al techo, esperando que desaparezcan las abstracciones en su cabeza.
Terminó en la excursión de pura casualidad. Sentado en el parque de la facultad intentaba dejar en blanco la mente cuando se le acercó Arielle. Firmó un papel porque le molestaba la discordancia entre las formales palabras de la presidenta y la asimetría de sus dientes. No le llamaba la atención la juventud, el medio ambiente o el papel de los estudiantes, solo necesitaba el silencio. Sin embargo, su afán de tranquilidad lo llevó a aquella terminal sucia, donde solo le quedaba contar las costras de caspa visibles en el pelo de uno de los estadounidenses que bebía ron en círculo junto a Lucian.
Reían de manera ruidosa y jugaban cartas. Extranjeras y nacionales miraban por igual a Lucian, parecía tener un don para embelesar a todos. Aunque no lo pareciera, él también buscaba algo que no tenía muy claro, pero los culos y las sonrisas celestiales de las sajonas le prometían progreso. El viaje era su oportunidad para encontrar el boleto de salida. Odiaba el calor, los baches y la cara grasosa por el sudor de la gente cuando se le acercaba a preguntarle la hora.
Desde pequeño se había obligado a ser el mejor en todo lo que intentara. No tenía alternativa. Era eso o terminar sentado en la esquina de su barrio con todos esos niños que se reían demasiado alto y buscaban dos o tres pesos como podían. Necesitaba demostrar que era mucho más que un negro fino, como le gustaba decir a su profesora de primaria. Si se lo proponía, era capaz de ser mejor que cualquier chiquito con condiciones tres veces mejores que las suyas.
Tenía como deber mantener una pulcritud delicada y una calma espectral. El mundo no iba a poder contra él. Recordaba una disertación de su abuelo acerca de la relación entre el estado de los carcañales y la higiene íntima de las mujeres, a la par que deseaba a una de las gringas del grupo. Se debía llamar Stefany o Gwendy, quizás Betsy. Todas eran muy parecidas y ansiaban lo mismo: una experiencia tercermundista para hacerse las interesantes con sus amigos obesos en un piano bar dentro de unos años. Lucian sería más que eso; desde niño sabía que estaba destinado a algo más.
Arielle intentaba medir cada centímetro de la situación desde lejos, esa había sido su tarea desde que tenía memoria. Cada cosa en su lugar para el correcto funcionamiento de la vida. Las cosas ya no eran como antes, los jóvenes no luchaban por nada, se conformaban con existir. Se había perdido el futuro por el camino y el presente parecía por fin ser eterno. Había nacido para recuperar la existencia de un porvenir espiritual. El caos y la apatía no eran rivales para ella. Sofocada, discutía con la dependienta de la terminal por los pasajes. Todo ocurriría según lo estipulado y el viaje sería un parte aguas en la mentalidad estudiantil. El esplendor y grandeza de la naturaleza fomentarían la unidad, a través del orden, quizás hasta un pequeño grupo podía ser el primer ladrillo necesario para construir el futuro de un pueblo. Se rascaba la cabeza en el momento que veía a Lucian coquetear con la yanqui y se preguntaba si el carisma era indispensable para un jefe.
Una picazón repentina invadió las palmas de las manos de Tony. Su ingravidez parecía haber sido interrumpida. Por primera vez sintió unos movimientos poco comunes en su estómago, incluso podía sentir las plantas de sus pies sudar. Lo extraño parecía inevitable. A su lado apareció un enano casi calvo de piel manchada de amarillo por la nicotina. Julian era famoso en la facultad pero nadie tenía la capacidad de hilvanar tres frases coherentes sobre su vida privada. Era un tartamudo hiperactivo que se metía de la nada en las discusiones de los estudiantes a defender argumentos con un discurso lleno de obscenidades. Estaba obsesionado con Napoleón y con el Estado Islámico. Todos lo daban por loco hasta cuando se subía encima de un banco para proclamar la decadencia de Occidente. Era otro de los muchos personajes peculiares dentro de aquella facultad.
«Dentro de poooooo… poco todo acabará», eufórico le comentaba a Tony a la vez que el tic de traquear su cuello se activaba. Tony respiraba profundo y observaba el suelo en silencio para evitar aquella extraña conversación. Nunca le habían gustado los ególatras y mucho menos los gagos. Lo perturbaban demasiado las palabras que se demoraban en terminar. «De las cenizas emergerá eeeeeeee… el hombre nuevo», soltaba una risita tímida, no podía ocultar su excitación.
Arielle soltó un pequeño grito. Los pasajes ya estaban listos, era hora de partir. El grupo se reunió y se hizo una pequeña cuenta de cuántas provisiones tenían. Contaban con 10 barras de maní molido, 9 latas de atún, 5 refrescos en polvo, un paquete de arroz, cuatro de perritos, dos de espaguetis y tres grandes de galletas. Además de algunas botellas de ron. La emoción se notaba en el ambiente. Julian babeaba por una mujer negra de gran escote a la vez que se rascaba sus partes íntimas, la jefa parecía más relajada, Lucian le explicaba a su rubia cómo bailar casino y Tony preocupado pensaba en qué cosa debía acabar. El viaje iba a comenzar.
Húmedos por el aire acondicionado defectuoso, llegaron a la sierra. Las náuseas y los problemas de circulación en las piernas agradecían que el desplazamiento hubiese concluido. La jefa habló con el chófer para que los dejaran antes de entrar a la ciudad, querían ir directo al monte. Amanecía, el sol superaba ligeramente la punta de las palmas reales y los gallos cantaban. Ilusionados dejaron la carretera y se sumergieron en lo verde con sus bultos al hombro.
Las lomas no estaban hechas para niños confundidos, pensaba Tony mientras bronco aspiraba. La pendiente parecía interminable. Las gotas de sudor y los jadeos eran constantes en todos los excursionistas. Sus piernas comenzaban a tener espasmos momentáneos. Frente a todo el grupo iba Arielle, casi diminuta ante la inmensidad y con unos bultos tres veces su tamaño. Preocupada, alentaba a los demás para que no se amotinaran en su contra, aunque estaba convencida de que todavía faltaba antes de encontrar un lugar en el que acampar. Lucian, molesto, la increpaba dentro de su cabeza y se arrepentía por no haber simplemente invitado a su gringa a un café en la ciudad.
El quiebre parecía inevitable cuando apareció un señor encima de una mula. Vestido con trapos, mascaba tabaco y miraba a la tropa con lástima. Su cara repleta de cicatrices y sonrisa pícara parecía la de un tipo que sabía más de lo que necesitaba. Julián, al verlo, entró en una espiral de carcajadas que solo paró cuando Lucian le dio un cocotazo. Todos sabían que venía a decir algo.
-Ustedes deben ser los vejigos que me dijeron que pasarían por aquí por el monte. Anden un poquito más que se van a encontrar con mi choza, ahí hay una explanada pa´ que acampen y un pozo de agua pa´ que beban.
-Ay muchísimas gracias, pero ¿Usted quién es? – Arielle, un poco asustada pero curiosa, preguntaba.
-Eso da lo mismo chica, me dijeron que los ayudase como pudiera. El monte puede ser complicado pa´ ustedes. Yo voy pa´ la ciudad que hay unos problemas ahí con unos árabes o a saber usted qué cosa son.
-Loooooo…. Lo sabía, el final se acerca, todo lo podrido desaparecerá de este país. Que Alá esté con nosotros -Julián comenzó a proyectar su discurso de manera sobreexcitada pero nadie parecía escucharlo.
-Solo les pido una cosa, no se vayan hasta que vire pa´ que me cuiden la chozita que hay mucho descarao suelto -Le dio un golpe a su animal en las nalgas y continuó su camino sin esperar respuesta alguna.
El grupo parecía haber recuperado el ánimo después de la noticia. Unos metros después entre las matas encontraron un terreno limpio con una chocita, un corral de gallinas, un huerto de vegetales y un pozo. Armaban las casas de campaña y Lucian preparaba las condiciones para hacer una pequeña fogata nocturna. Ya había hablado con las extranjeras para dormir con ellas; por su parte, a Tony no le quedaba otra opción que dormir junto a Julián. Ese enano perturbaba su paz de formas indescriptibles. Nunca había sido muy fanático de lo impredecible.
No podía dejar de pensar en las cicatrices de aquel viejo. ¿Qué había pasado con los árabes? Tal vez nos habían invadido. En ese caso todo se desmoronaría, las mujeres no podrían caminar por la calle, el casco histórico sería derrumbado para construir mezquitas, desaparecerían las organizaciones estudiantiles, sería el caos el criterio reinante. Los sueños de construcción de algo nuevo no servirían para nada. La destrucción del mundo tal como lo conocemos llegaría como castigo. No existía permiso para la redención. Esas ideas se comían a Arielle, pero no tenía permitido claudicar; era la juventud la encargada de reparar el futuro. Se ruborizaba al darse cuenta de que se había puesto algo romántica. Una líder debía mantener la calma
La noche se adentró en el campamento. El fuego alumbraba las facciones de los muchachos sentados mientras se caían a mentiras. Tomaban un ron refinado e ignoraban las peticiones de Arielle de observar las estrellas. Los ojos de la gringa, ya casi perdidos, invitaban a Lucian a avanzar sobre ella. Solo se escuchaba un búho a lo lejos cuando irrumpió Julián en la escena. Desnudo, se masturbaba con su mano derecha y agarraba el Corán con la izquierda. Los gritos de asco irrumpieron la tranquilidad.
Bajo la iniciativa de Lucian, lo amarraron de cabeza en un árbol junto al pozo. Su sexo se mantuvo erecto por horas. Susurraba maldiciones mezcladas con dialectos incomprensibles, parecía poseído por el demonio. Cuando todos estaban demasiado borrachos, Tony quiso acercarse a mirarlo y encontró a Arielle con la mirada atenta sobre aquel cuerpo grotesco y dormido.
“¿Por qué los locos siempre buscarán el fin del mundo?” Fueron las únicas palabras que intercambiaron entre sí. Compartían aquel momento tal como si fuesen dos desconocidos que se cruzan en un museo. Las cosas estaban por cambiar sin contar con sus voluntades. Tal vez el gago era realmente un profeta.
A la mañana siguiente, Julián había desaparecido. Arielle repetía una y otra vez que debían bajar a la ciudad a buscarlo; el grupo no podía separarse. Los demás decidieron ignorarla, probablemente el tartamudo pervertido había regresado a su casa apenado por su ataque de excitación. Nadie iba a interrumpir sus vacaciones por un loco y por una histérica con delirios de grandeza. Sus palabras junto a su liderazgo parecían esfumarse con la brisa campestre.
Decepcionada, se encerró en su tienda. Sentada en posición de loto, intentó encontrar algo en ella que no la dejaba convertirse en lo que necesitaba. En su obsesión por el progreso, se cerraba a formas un poco menos ortodoxas a la suya. Quizás para educar también era necesario escuchar. Dentro de todos ellos había aunque sea un mínimo valioso para aportar a la causa. Creía haberlo entendido.
Bajó al río donde estaban sus compañeros con la intención de fomentar el debate sobre la situación actual, pero se encontró con una orgía. Desnudos, los cuerpos danzaban unos sobre otros. Salpicaba incluso agua directamente en su cara. En la dirección de aquella orquesta lúdica se encontraba Lucian, que alcanzó a mirarla de reojo. El color de la carne se fusionaba en un todo con el entorno. Se presentaba el caos como lo inamovible. Todavía necesitaba entender muchas cosas, regresó a su retiro en la casa de campaña.
Los días pasaron y el guajiro de las cicatrices no regresaba. Eran interminables los desenfrenos sexuales y la comida empezaba a escasear. Tony se mantenía al margen, pero ni de ese modo había podido recuperar su templanza. Le dolían las heridas de sus manos provocadas por rascarse nervioso de su situación y no podía sacarse los gemidos de la cabeza. Incluso en las noches lo desvelaba la idea de que reapareciese el gago con un ejército de yihadistas.
Intentó comunicarse con Arielle, pero era imposible abrir su casa de campaña, parecía sellada. Se había abnegado como forma de protesta, pensaba mientras paseaba cerca del lugar donde habían colgado al gago. Nada parecía concluyente, aunque todo estaba plagado de sentido. Miraba el agua oscura del pozo cuando le pareció ver a flote una pequeña postal con un retrato de Napoleón. El delirio comenzaba a consumirlo.
Se repetía a sí mismo lo injusto de encontrarse en esa situación. Ya estaba cayendo en la autocompasión y en conjunto comenzaba el asco. Nunca había querido realmente nada, solo salir de ese lugar. Carecía de interés por las luchas imaginarias y los objetivos ilusorios de sus compañeros. Las ideas eran el virus que lo perseguía para carcomer cada diminuta parte de su cuerpo. Parecía ya una utopía el hecho de solo existir y nada más.
Fue imposible alejarse de las decisiones aquella mañana. Puede interpretarse que fue arrastrado a escapar. Sin embargo, ya había entendido que era en vano descoserse del universo que lo condicionaba. Corría hacia abajo la pendiente y su cuerpo se cubría de fango. El olor a naturaleza desaparecía tras su paso. A lo mejor el camino para exterminar la mentira que se contaba a sí mismo no era recto, sino en espiral. La inacción de igual forma era en sí misma una acción. Debía haber otras maneras de alcanzar la verdad, la felicidad, el bienestar o cualquier otro esbozo de idea. Todavía tenía tiempo para encontrarlas, concluía antes de chocar de frente contra un inmenso muro metálico que rodeaba la zona limítrofe del monte. Adolorido lloraba en el suelo. Parece ser que era demasiado tarde.