Entre danza y escritura. - Carcaj.cl
08 de julio 2015

Entre danza y escritura.

Reseña de Lecturas emergentes sobre danza contemporánea. Adeline Maxwell (ed.), Camilo Rossel, VesnaBrzovic, Francisca Crisóstomo, Isabel Carvallo, Paloma Molina, Paz Marín, Kamille Gutiérrez, Loreto Caviedes, Catalina Longás y Catalina Tello. Santiago: Universidad Academia de Humanismo Cristiano, 2015.

 

1.

Partimos de la convicción de que cada actividad humana produce su propio pensamiento, esencialmente antes de que una teoría venga a tomarla como objeto. La confección de un vestido, la limpieza de una calle, la preparación de una comida o la vigilancia de un lugar no sólo exigen que las inteligencias se pongan en juego para realizar un fin, sino que además van dejando un resto de pensamiento en este proceso que puede (tanto como no puede) acumularse y enriquecerse con el tiempo. Cuando una actividad llega al punto de verse rodeada por este pensamiento que emerge de sí se habla de que se ha convertido en un “arte”: el arte de cocinar, el arte de amar, el arte de jardinear. Esto, independientemente de lo que consideramos culturalmente como “las artes”, que tienen una historia especial, una posición que las distingue del resto de las actividades en tanto forman parte de una institución o un canon.

La danza es un arte, en estos dos sentidos. Pero nos interesa más el primero que hemos dado: la danza como actividad que se piensa a sí misma. Ahora bien, ¿puede decirse propiamente que la danza es una actividad? ¿Qué se hace cuando se baila? Pareciera que nos mantenemos en un plano de puro movimiento, previo a la acción que tiene un fin, o al menos un sentido. Y sin embargo, bailamos por algo: no bailamos como estornudamos o respiramos, hay siempre un mínimo de intención, un mínimo de sentido que le da a la danza ese carácter liminar, siendo siempre casi una actividad o apenas una actividad. Carácter que lejos de constituir un defecto le permite a la danza pensar los gestos mismos, aquellos que en su desarrollo práctico dan origen al resto de las actividades. Los gestos antes de su uso, en un antes que —nuevamente— es más ontológico que temporal.

La danza, por tanto, tiene mucho que pensar. Y lo hace desde ella misma, en los múltiples despliegues y reuniones de movimientos que ejecuta. Pero también necesita salir de allí, saltar a otro plano donde el pensamiento se encuentra en una mayor conectividad con otros pensamientos: el plano del lenguaje, y más específicamente, el plano de la escritura. Entre estos dos grandes polos, en los que la subjetividad tiende a diluirse, se encuentran los textos que revisamos aquí: en un médium que no está compuesto de abismos ni barreras, sino de un campo continuo, aún sin muchas formas definidas, en el que los cuerpos danzantes/escribientes se sostienen e intentan armar claros de comprensión.

2.

No es que el campo entre danza y escritura esté deshabitado o desestructurado. A lo largo de la historia se ha publicado bastante, tanto por parte de personas involucradas en el quehacer dancístico como por parte de la teoría o la filosofía. Hay universidades donde la teoría de la danza es un área establecida, ya sea desde la teoría del arte o desde los dance studies y los performance studies. Pero nunca lo establecido es lo suficiente, especialmente si venimos pensando el pensamiento como algo que emerge continuamente de una práctica, y que más que requerir un espacio teórico instituido es él, en su emergencia siempre nueva, el que a la vez funda y desborda estos espacios. Sin embargo, en Chile no puede decirse que haya una institucionalidad teórica de la danza: se ha escrito poco, y la mayor parte sobre historia (lo que es imprescindible en un área que está recién estableciéndose). Adeline Maxwell y Camilo Rossel  hacen en el prefacio un breve repaso de lo que ha sido esta producción bibliográfica, dejando una clara imagen de la escasez de referentes, a pesar del “florecimiento” que tiene el campo después del 2000.

Este libro se inserta, entonces, en un campo escritural no muy habitado. Esto hace que cada uno de los textos resalte especialmente en su singularidad: al no existir una tradición teórica que uniforme las temáticas y los modos de expresión del pensamiento, cada uno se enfrenta al desafío del cruce danza/escritura con sus propias herramientas, con mayor o menor grado de involucramiento subjetivo, con mayor o menor adecuación a las costumbres académicas. No podemos decir que todos los textos sean experimentales, pero sí lo es la apuesta general: y esto no tanto por una intención editorial sino, como decimos, por la incertidumbre misma del cruce en el que se trabaja.

Haciendo un rápido sobrevuelo, vemos que los textos se pueden agrupar de distintos modos según los temas que abordan. Los dos primeros, de Adeline Maxwell y Camilo Rossel, se dirigen principalmente al concepto de “lo contemporáneo”, en relación con categorías afines como las de modernidad y posmodernidad (Maxwell) y con el concepto de experiencia y sus transformaciones modernas (Rossel). Los textos siguientes, de VesnaBrzovic y Francisca Crisóstomo, inquieren las posibilidades (y dificultades) políticas de la danza,  a través de un trabajo con la performatividad (Brzovic) y con la tensión de fuerzas (Crisóstomo). El escrito de Isabel Carvallo también cruza este eje, pero se focaliza en la historia del cuerpo danzante y de su imagen, haciendo entrar lo político a través de ello. El cuerpo y sus relaciones con la cultura y el lenguaje se tematizan en los textos de Paloma Molina y Catalina Longás, desde un enfoque antropológico el primero, y lingüístico el segundo. El texto colectivo de Paz Marín, Kamille Gutiérrez y Loreto Caviedes trata el problema de la escena en su definición relacional y su definición espacial. Por último, Catalina Tello hace una lectura de Cuerpo Sensible de David le Bretonen la forma de un diario de danza, liberando la escritura del tono expositivo y dejándola abierta para el porvenir.

Este es un modo en que pueden establecerse ejes entre los escritos, pero puede haber muchos más. Temas como el cuerpo, la política, la escena o el tiempo son efectivamente transversales a todo el libro, activados en cada caso según distintas medidas. Nos gustaría internarnos en algunos de estos problemas para ver en qué forma sus hebras cruzan distintos puntos de este entramado. Serán tres líneas: contemporaneidad, política, lenguaje.

3.

En un primer acercamiento, el concepto central del libro parece ser “lo contemporáneo”. Lo señala el título, la contratapa y los dos primeros textos (sin contar el prefacio). La pregunta inicial sería: “¿Qué es lo contemporáneo de la danza contemporánea?”. A esto se responde, implícita o explícitamente, de varios modos distintos en este libro. Maxwell asume la pregunta y la deja finalmente abierta, asumiendo que la auto-categorización por parte de comunidades dancísticas disemina el significado de esta palabra en múltiples prácticas que funcionan independientemente. Por ello, la danza contemporánea nos deja una pregunta final: “¿Existe alguna idea en especial que hacerse de la danza?” (29). Podríamos decir que la danza se hace contemporánea cuando se hace esta pregunta a sí misma.Rossel entenderá lo contemporáneo como “la capacidad de reflexionar en la acción escénica la propia práctica y el contexto social que posibilita aquella práctica” (57). Esto se consigue por la experiencia del espacio escénico como espacio común, asumiendo su estatuto representacional y atravesando la mera vivencia para ir a la comunidad. Brzovic llega a una idea similar (pero no idéntica) mediante un camino distinto: lo performativo del discurso, cuya consideración permitiría que la obra sea “una experiencia en torno a la cual la relación entre el artista y el espectador es fundamental” (74), produciéndose “una relación horizontal desde un comienzo” (75). Asimismo, en el texto colectivo “Configuraciones en la relación obra/espectador” se pone acento en lo que sucede con la escena en la danza contemporánea, a partir de nociones como intervención, contemplación, espacio arquitectónico y espacio escénico. En estos ejes se configuran las diversas relaciones “que ponen en cuestión, de distintas maneras, el reparto de la experiencia sensible, en relación con el encuentro con l@sotr@s en el contexto de la experiencia escénica” (135).Isabel Carvallo se centra más bien en el giro que sucede en danza contemporánea respecto a la aparición del cuerpo. El punto de inicio estaría en las experiencias del Judson Dance Theater, en los años 60, que pondrían en cuestión las costumbres modernistas en danza “para ingresar a una nueva manera de “ser” y representarse” (107). El cuerpo de la danza contemporánea es, en palabras de la autora, “un cuerpo que aparece en este tiempo accidentado develándose desde su propia autorreflexión y poniendo en tensión su propia construcción histórica” (108).

Vemos que estas conceptualizaciones no chocan entre sí, a pesar de ser distintas. Son dos ideas las que pueden sacarse de aquí, para comprender lo “contemporáneo”: en primer lugar la autorreflexividad, la pregunta que se hace la danza sobre sí misma; y en segundo lugar la escena entendida como experiencia común de artistas y espectadores. Estas características no surgen, a nuestro juicio, tanto de un análisis de la historia del arte que establezca períodos y cortes, sino de la necesidad práctica de hacerse una idea de lo que efectivamente se hace. Quienes escriben estos textos vienen del ámbito de la danza, tanto bailando como haciendo coreografías: son artistas de la escena, y la contemporaneidad que intentan comprender es la misma que les rodea. La danza contemporánea se define, entonces, en el momento mismo de preguntarnos sobre ella, aunque sea de un modo mínimo: es la danza que no agota la pregunta sobre sí misma. Pero además es la danza que nos exige líneas de fuga respecto a lo que venimos haciendo, la danza que no se conforma con la finitud. En la idea de experiencia comúnresuena también la idea de experimentación, proceso que no se puede llevar a cabo sin poner en suspenso las convenciones escénicas que se habían asumido. Experimentaciones que a su vez siempre estarán dispersas, sin un núcleo ordenador que les dé sentido: el sentido de la danza contemporánea tendrá que ir armándose en las distancias que se generan entre los distintos procesos de experimentación escénica, en los choques que existen entre estos múltiples tiempos: lo contemporáneo como la coexistencia de varios tiempos heterogéneos, al interior de cada escena y entre las escenas también.

4.

Si nos adentramos más en el libro, vemos que por debajo del concepto central de contemporaneidad está el concepto de política. La politicidad de la danza se juega, especialmente, en su forma contemporánea. Decimos “se juega”, porque es aquí donde precisamente existe un campo de juego, un espacio para que la pluralidad de cuerpos y sus conflictos se desplieguen. Esto no implica que en otras danzas no haya política, pero muchas veces está presente en la forma de dominio: el cuerpo-coreógrafo sobre los cuerpos-danzantes, los cuerpos-danzantes sobre los cuerpos-espectadores, y la soberanía (sea de la monarquía o del mercado) sobre todos estos cuerpos. Cuando las dinámicas de dominio se estabilizan, la politicidad de una situación se achata. No se trata de pretender acabar con toda dominación:la dominación siempre está emergiendo, y una postura política frente a ella supone sobre todo la atención sobre las formas que puede tomar, para ir haciéndole resistencia. Tarea infinita de lo contemporáneo, tarea infinita de la política.

Por ello no es extraño que el primer paso para una visión política de la danza implique atender a las formas en que los cuerpos se ven sometidos al poder. El texto de Vesna es tal vez el más elocuente en esta línea, señalando distintos modos en que la comunidad de la danza se somete a una normatividad. Se critica el “binomio separatista y jerárquico” (63) entre el profesorado y el alumnado; se hace ver la uniformización de los cuerpos en la academia, según el modelo de un “cuerpo ideal”; se extrae el concepto de ideología de Althusser para entender las normas sociales, en relación con la noción de performatividad. A partir de ella se puede entender la politicidad de la obra escénica: “una obra nombra y/o declama un cierto estado de cosas, sea a través del lenguaje, del movimiento o de ambos, una obra está provista de signos que acusan convenciones y normas, a pesar de ser o no esa su intención” (73). La obra es performativa, igual que las convenciones sociales, pero por eso mismo abre la posibilidad de replantear estas convenciones. “Aquí se propone una transformación en la secuencia escénica que permite recuperar e incrementar el potencial que el arte posee […] como un espacio de enunciación que descoloca, denuncia y desestabiliza” (75).

El texto de Francisca Crisóstomo aborda el problema desde otra parte. Se acude a reflexiones de Rancière y Foucault para repasar los modos en que emerge lo político y lo disciplinar en la danza chilena. La relación principal que se establece es la de la danza y la institucionalidad: “El poder de las instituciones está dado por su permanencia en el tiempo, por su fijación y validación como estructuras orientadas a organizar, ordenar, fiscalizar y relacionar todos los elementos de la escena artística” (87). Podemos entender que la institución es la coreógrafa mayor, que dispone sobre las artes sus criterios de división, jerarquización y selección: su planta de movimiento, finalmente. Pero existe un lugar de resistencia, que aquí está más claramente fijado: el cuerpo. La autora sigue a Laurence Louppe en su comprensión del cuerpo como un campo de fuerzas y tensiones: “nuestro cuerpo —entendido como corporalidad— está atravesado por líneas de fuerza —sociales, políticas, económicas y perceptivas— que van trenzando una relación con tensiones concretas de la materia, siendo la más fuerte de ellas, la fuerza de gravedad” (91). Señala que además de la relación de oposición o resistencia, lo que es fundamentalmente político es buscar nuevos modos de “ponerse en relación con”, haciendo aparecer lo nuevo.

La politicidad de la danza se afirma en ambos textos con algunos caracteres comunes: se asume la existencia de poderes que actúan sobre los cuerpos danzantes (los aparatos ideológicos del estado, o bien más sencillamente las instituciones), y se proponen resquicios a partir de los cuales se puede resistir a ellos. En el primer caso es la performatividad; en el segundo, la comprensión del cuerpo como campo de fuerzas. Estas dos visiones podrían coincidir, ya que tienen un área de intersección importante. Pero hay un diferendo fundamental entre las dos, y tiene que ver con el estatuto del signo. Vesna critica la idea de “danza pura”, señalando que pensar en un espacio dancístico anterior al lenguaje es recaer en las falacias de lo “natural”. El lenguaje es portador de la norma ideológica, y por tanto debemos de cuidarnos de pensar que nos podemos librar tan fácilmente de él. Es un aparato más el que nos hace creer “que el movimiento tiene un valor por sí mismo, ajeno a la comprensión lingüística, como un universo paralelo de enunciación que llamamos expresión corporal y que el espectador debe sentir” (76-77). En el texto de Francisca, en cambio, se asume una visión más material del problema. Foucault nos permite entender que el poder es un diagrama, un campo de fuerzas y tensiones que se activan y desactivan constantemente. Esta línea, similar a la de Deleuze, es seguida por Louppe y continuada por Crisóstomo. Aquí el signo no opera el lugar de lo real, sino como un operador de encubrimiento. Citamos a Louppe:

Hemos asistido a un recubrimiento de las “fuerzas” por los “signos” de un sistema que, por sobre el plano de la opresión y de la explotación de los cuerpos danzantes (como fuerzas susceptibles de producir esos signos directamente explotables),  reenvía aquellas situaciones bajo la influencia de los modos de producción corporales descritos por Foucault en “Vigilar y Castigar”. (93).

¿Cuál es el lugar del signo en la danza? ¿Emerge de una zona sin lenguaje, con puras fuerzas y líneas de tensión? ¿O surge siempre desde el lenguaje, desde la performatividad significante? Esto nos permite saltar al último punto de esta reseña.

5.

La relación entre danza y lenguaje está puesta en juego en este libro no sólo en el nivel temático, sino también en el material: cada texto es una relación entre danza y lenguaje, bajo la forma de la escritura. Pero partiremos refiriéndonos a las distintas miradas que se tienen temáticamente sobre este problema. Una primera mirada es la de Catalina Longás, que propone entender la improvisación como un lenguaje, aplicando conceptos y esquemas lingüísticos: Saussure, Frege y Wittgenstein le sirven para establecer analogías entre los dos ámbitos. Esto le lleva a hablar de la danza en un sentido referencial, asumiendo que alude a un objeto en su presentación: es “lo tematizado”, o “lo danzado”, podríamos decir. También asume la existencia de técnicas de improvisación que cumplirían el papel que las reglas de uso tienen en el lenguaje. La tesis es arriesgada, y no compartimos sus conclusiones, como ya veremos; pero rescatamos de aquí esa extraña idea de “lo danzado” o lo tematizado por la danza, que por supuesto está casi siempre implícito, tal vez invisible, rozando la inexistencia (¿o derechamente inexistiendo?). Nos interesa por la similitud que tiene con el concepto de “lo poetizado” (das Dichtende) que usan Heidegger y Benjamin para indicar aquello a lo que el poema nos lleva, sin que pueda identificarse con el poema mismo, ni con una interpretación cualquiera de su sentido. ¿Será lo danzado aquel no-lugar donde nos lleva la danza, ese espacio donde el lenguaje se detiene? El camino que toma Longás no puede descartarse tan fácilmente, pero está claro que necesita mayores elaboraciones posteriores.

Ya hemos aludido al texto de Brzovic, y entendemos que su visión del lenguaje es distinta: el foco no está en lo referencial, sino en lo performativo. Si la danza es lenguaje, si está cruzada por signos, estos signos valen por lo que agencian más que por lo que refieren. Pero su propuesta niega la posibilidad de un plano de movimiento más allá del lenguaje, lo que nos resulta un poco apresurado. Entendemos que su interés es mostrar que no hay espacios puros fuera de la ideología. Pero si comprendemos el espacio social como un campo de fuerzas antes que como un campo de signos (como en el texto de Crisóstomo), veremos que no necesariamente el planteamiento de un plano de movimiento puro implica una fantasía ideológica: es simplemente otro nivel del problema, que cruza toda la sociedad también. El campo de fuerzas y el campo de signos se superponen en todo momento, pero no es que uno sea más “libre” o “mejor” que el otro. Ambos son espacios de batalla donde hay dominaciones, agrupaciones, resistencias, igualdades y desigualdades. A nuestro juicio, la danza pone un foco principal sobre el campo de fuerzas, pero claramente no puede dejar de lado los signos: su dimensión performativa y su dimensión puramente kinética conviven en todo momento. Lo importante es ver los modos en que se pasa de la una a la otra, los pasadizos de sentido que van complejizando la danza y permitiendo que sus lecturas posibles se abran.

Isabel Carvallo cita a Christine Greiner, cuando ocupa la definición que da Agamben de “gesto”: “comunicación de una comunicabilidad” (111). Este puede ser a nuestro juicio la zona donde la danza y el lenguaje se encuentran más cómodamente. El gesto es un medio de expresión que no expresa, que se detiene en su pura medialidad: por eso la danza trabaja en esa zona inestable, más acá de la indiferencia terrible del movimiento puro y más allá de la instrumentalidad del lenguaje, ya sea performativo o referencial. El gesto funciona como una acción trunca, una acción a la que se le corta su sentido pero que no es aún enviada al vacío o al silencio. Es por ello la comunicación de una comunicabilidad, en el umbral mismo de lo comunicante para hacer aparecer la comunicabilidad misma.

Por último, nos gustaría remarcar el papel del yo en relación con el lenguaje. Casi todos los textos tienen, en algún momento, una mención experiencial en primera persona. Adeline Maxwell menciona la fecha y hora en que escribe; Camilo Rossel cuenta una experiencia de su infancia; VesnaBrzovic comienza su texto extendiéndose sobre su relación afectiva con la investigación en danza y con el escrito que presenta; Paloma Molina cuenta sobre su trabajo etnográfico; Catalina Longás relata su encuentro con la improvisación en la universidad. Hemos dicho al principio que entre la danza y la escritura, ambos polos de desubjetivación, subsisten los sujetos intentando comprender y trazar hebras de sentido que atraviesen de punta a punta. Tal vez esta operación sea necesaria en cualquier intento de cruce entre disciplinas: pasar por el cuerpo propio para materializar una relación que bien podría perderse en la abstracción. Pero si la danza está involucrada este proceso está mucho más presente, porque “el cuerpo propio” es lo primero con lo que uno se encuentra cuando deja de bailar, y cuando empieza a bailar también.

Dejamos para el final el texto de Catalina Tello, que tiene un carácter distinto al resto. En este caso, el cruce entre danza y lenguaje pasa directamente por el cuerpo de la autora, que va registrando conjuntamente sus experiencias, sus danzas, sus pensamientos y sus lecturas de David le Breton. Un “diario de danza”, podríamos decir: pero sobre todo, un diario de experimentación, además de ser un ejemplo de experimentación textual. Se mantiene habitando ese entremedio de la danza y la escritura, cuestionándose la posibilidad misma de ese paso, “para que más que una verdad, acontezca un encuentro” (174). Se dejan ver los cambios que ocurren sobre su cuerpo día a día, además de presenciar las preguntas y ejercicios que este cuerpo se impone para ir avanzando. Estos pequeños fragmentos de plan son lo que le da al diario un carácter experimental más que puramente experiencial: no se registra lo que simplemente sucede, sino que se busca que algo suceda, y se registra si sucedió o no y cómo. Entre sus notas se encuentra una línea que nos llama especialmente la atención: “Quiero ser jardinera y bailar en secreto”. Recordamos la “canción del jardinero”, de María Elena Walsh, donde este dice “yo no soy un bailarín, porque me gusta quedarme quieto en la tierra y sentir que mis pies tienen raíz”. La danza se encuentra finalmente con aquel movimiento mínimo, vegetal, del puro crecimiento y receptividad: movimiento de lo que va resistiendo al tiempo y a las urgencias, movimiento que en su ínfima humildad nos otorga una imagen de lo eterno.

(Santiago, 1987). Es licenciado y magíster en Filosofía por la Universidad de Chile. Actualmente es becario Conicyt y cursa el doctorado en Filosofía mención Estética y Teoría del Arte en la misma institución. Ha publicado diversos artículos sobre filosofía y literatura. Sus áreas de investigación incluyen la estética, la metafísica y la filosofía política. Es profesor de la Universidad Tecnológica Metropolitana. Actualmente prepara un libro sobre el tarot.

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