08 de junio 2019

Escrito sobre los extramuros de la ciudad letrada

por Giovanni Bello

A los profesores Brooke Larson y Paul Firbas

1.

Hay una novelita menor de Bioy Casares, De un mundo al otro, en la que pienso siempre. La leí en el trabajo, en una época en que era estudiante universitario y librero a medio tiempo. No pude dejar de reconocer en De un mundo al otro un tema que me había llamado la atención mucho mientras leía crónicas coloniales en la universidad. Javier y Margarita son una pareja porteña común y corriente, excepto que Margarita es astronauta y a Javier, que es periodista, lo han elegido para ir en un viaje al espacio con ella. El plan es que lleguen al planeta 13. La historia se ubica mas o menos en unos años noventa ficticios, en que el gobierno manda vuelos espaciales y en que al parecer los terrícolas han podido dominar las tecnologías de la navegación espacial. El libro salió precisamente en los años noventa, y si bien Javier y Margarita son bonaerenses, no se menciona en ningún lugar a la Argentina. Se trata sin duda de una melancólica reflexión sobre la ciudad de Buenos Aires y, diría, más particularmente sobre su geografía política y sentimental.

Como es de esperar, el conflicto narrativo ocurre al fallar la nave (después de todo, la tecnología no era tan infalible), y Javier y Margarita caen en un planeta desconocido, que, misteriosamente, es casi idéntico a Buenos Aires. Acá está el tema del naufragio, tan caro a las narrativas de las crónicas coloniales, con el añadido (¿o no?), de que este mundo en el que se naufraga es muy parecido al de donde se viene. La diferencia mas notoria, sin embargo, es que los habitantes de este nuevo planeta son pájaros. No voy a extenderme en resumir la novela, pero quiero detenerme un hecho muy llamativo. Javier y Margarita han caído en lugares muy alejados uno del otro, y Javier, que es el que narra la historia, es apresado por los habitantes del planeta, quienes lo recogen después de haberlo encontrado en un bosque muy parecido al de Palermo. Javier quiere escapar y encontrarse con Margarita, le preocupa su estado, intenta averiguar cosas sobre ella. Lógicamente, no debería ser difícil perderse de vista si ambos son los únicos humanos del planeta.

Esta situación es un eco de lo narrado en la famosa crónica de los Naufragios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, soldado español que en 1527 naufragó con otros españoles y un esclavo africano en la península de Florida, cuando todavía no había sido conquistada. Como en De un mundo al otro, Cabeza de Vaca y sus compañeros son tomados como esclavos por los habitantes nativos de la región y, como Javier, Alvar intenta tener conocimiento del paradero de los demás sobrevivientes sobre el entendido de que son los únicos no nativos allí. Tanto a Javier como a Alvar los habitantes nativos les dan ciertas señales de saber dónde están sus congéneres, pero la comunicación no es sencilla porque ni Javier ni Alvar hablan el mismo idioma que ellos. En ambos casos el problema es sin dudas un problema hermenéutico. Se trata de la imposibilidad de leer un mundo que no es el nuestro y la familiaridad de la escritura (el código lingüístico compartido) sobre las superficies ajenas: la familiaridad entre Javier y Margarita en un planeta de pájaros, la de Alvar y los demás sobrevivientes en un mundo de seres humanos de distinta apariencia, de distinta lengua y distintas costumbres.

Pero ¿qué pasa cuando esas escrituras sobre las superficies ajenas se comienzan a confundir con su fondo? Alvar Núñez y algunos de sus compañeros, una vez reunidos, se convirtieron en chamanes, y por lo tanto adoptaron una apariencia similar a la de quienes los habían tenido cautivos. Al reencontrarse con la avanzada peninsular después de diez años de aislamiento, fue difícil para los soldados españoles reconocer a Alvar y los demás náufragos: la escritura de la diferencia de sus cuerpos había comenzado a borrarse y a confundirse con la de los nativos. Sin embargo, Alvar recobró su diferencia no mucho después del fin de su aislamiento, e incluso sirvió a la corona como funcionario. Quitar las huellas internas, sin embargo, debió ser mucho más difícil para Alvar, y tal vez ese sea el motivo de su posterior fracaso como gobernador español en tierras guaraníes. Al final de De un mundo al otro, que gira, en su mayor parte, en torno a la búsqueda de Margarita y el involucramiento de Javier en los conflictos políticos del planeta del naufragio, ambos retornan a Buenos Aires. Allá los reciben “con todo tipo de atenciones, pero cuidándose muy bien de no tocarlos. Les explicaron que debían de tener paciencia y resignarse a que los llevarán a cada uno a un hospital donde debían pasar la cuarentena. Después nada les impediría reunirse”.  

2.

Quien nunca pasó por cuarentena fue el soldado de origen español Gonzalo Guerrero. Varios años antes del naufragio de Alvar Núñez, en 1511, Guerrero y Gerónimo de Aguilar fueron los únicos dos sobrevivientes de un naufragio en las costas de Yucatán, en territorio maya. Esclavizados ambos por un cacique de la etnia de los Tutul Xiúes, Guerrero y Aguilar tomaron dos caminos opuestos después de su cautiverio. Guerrero se convirtió en un soldado maya, mientras Aguilar decidió aferrarse a su identidad española. Aguilar fue rescatado por Cortez en 1519 y se convirtió en un funcionario de la ciudad letrada, siendo interprete de la lengua maya para fines de la conquista, además de escribir la historia del naufragio. En Cabeza de Vaca, la película de Nicolás Echevarría basada en Naufragios, hay una escena inventada que no figura en la crónica. En ella Alvar, ya casi loco, intenta escapar de su captor indígena, un brujo que lo induce mágicamente a no huir, y al no poder hacerlo escribe su nombre con un palo sobre la arena como forma de marcar la consistencia de su propia subjetividad. La escritura, tanto en esta magnifica escena, como en el gesto de Aguilar después de huir del cautiverio, y prácticamente en el de todas las crónicas coloniales, es eso mismo, la marca de la existencia y consistencia de la propia subjetividad en un contexto en que esta se ve amenazada por la imponencia de lo ajeno.

Guerrero, del que principalmente sabemos gracias a la crónica escrita por Aguilar, se convirtió, como dije, en un soldado maya. Después de servir como esclavo a varios caciques y sabios, y debido a haber salvado la vida de uno de ellos, es incluido plenamente en esa sociedad. Al parecer adquirió una jerarquía alta en el ejercito maya, y por lo tanto participó activamente en la resistencia militar al ingreso español. Como a Aguilar, Cortez intentó rescatar a Guerrero para que se uniera al servicio de lenguaraces, pero este rechazó la oferta más de una vez. Finalmente, Guerrero morirá en batalla contra los españoles, confundido entre los mayas, sin ser percibido como un europeo. Aguilar o Núñez Cabeza de Vaca pudieron recuperar la marca de su distinción física respecto a lo indígena después de rescatados, es decir, pudieron borrar la marca de su parecido con los captores con quienes vivieron tantos años. A diferencia de ellos, Guerrero radicalizará el reconocimiento de su propio cuerpo con los mayas hasta el punto de que ya no pueda ser borrado. En un recuento oficial de la batalla en el valle del Río Ulúa en que muere Guerrero, el Gobernador de Honduras, Andrés de Cerezeda dice de su cadáver, “andaba este español, que fue muerto defunto, labrado el cuerpo y en hábito de indio”, es decir, tenía marcas rituales tatuadas en su piel y modificaciones rituales en el cuerpo.

3.

Otro libro sobre el que pienso a menudo y que está muy relacionado a mi interés por De un mundo al otro o Naufragios es El rock de la cárcel, otra obra menor, esta vez de memorias, del escritor mexicano José Agustín. El rock de la cárcel (1986) se centra, como dice su título, en uno de los pasajes más fatídicos de la vida de Agustín, su ingreso a la legendaria cárcel de Lecumberri en 1971 por posesión de marihuana. Víctima de un soplón del gobierno y, claro, a consecuencia de ciertos actos impúdicos realizados en la playa bajo los efectos del ácido, Agustín fue encerrado en prisión por un año aproximadamente. La crónica está llena de pasajes memorables que retratan un México tediosamente burocrático, pero también un México efervescente, lleno de contradicciones, en que los escritores, los intelectuales y las estrellas mediáticas se debaten entre su rol público y sus vulnerables vidas privadas. Mientras tanto, la vida de los presos parece correr anónima, intrascendente, como si el tiempo de la sociedad se detuviera dentro de la cárcel. Lo interesante de las memorias, es, me parece, justamente la reflexión de Agustín sobre el contraste entre lo público y lo privado, entre la libertad y la prisión.

El libro tiene dos espacios claramente marcados, el de la vida de Agustín antes de la prisión, y el de su vida dentro de ella. Pero, más específicamente, me llama la atención un mecanismo narrativo que a estas alturas del ensayo tal vez ya sea familiar para el lector. La vida en el interior de la cárcel es para Agustín muy angustiante y empeora, como suele pasar en estos casos, con la esperanza de que es posible conseguir los medios legales para salir libre. En ese contexto Agustín intenta mantener la calma y concentrarse en la escritura. Sin embargo, una noticia altera su aislamiento, alguien le ha dicho que en otro pabellón de la cárcel esta encerrado otro escritor, José Revueltas. Escritor político donde los haya, Revueltas nunca estuvo en el radar de Agustín, un autor que, si bien no era apolítico, siempre estuvo más interesado en la cultura callejera y cosmopolita de sus contemporáneos. Llegar donde Revueltas no es fácil, la cárcel es enorme, sus secciones están controladas por distintos grupos y además el paso de una a otra sección puede estar prohibido.       

El encuentro entre Agustín y Revueltas en la cárcel es muy significativo. Para ese entonces Revueltas es un escritor viejo y, a diferencia de Agustín, entiende con total lucidez su situación carcelaria. Preso por participar en las protestas del 68, no es la primera vez que está allí. De hecho, debido a su constante actividad política, pasó una buena parte de su vida en la prisión, donde escribió dos de sus novelas más importantes, Los muros del agua y El Apando. Su presencia en Lecumberri se convierte para Agustín en una especie de tabla de salvación. Como en el caso del Alvar Núñez casi loco que dibuja su nombre con un palo sobre la arena, Revueltas es para Agustín un reflejo de sí mismo, la fortaleza simbólica de saber que la experiencia en la cárcel puede servir de algo, puede servir para escribir. Como señala Jean Franco en Decadencia y caída de la ciudad letrada, “aunque ninguno de los dos [Agustín y Revueltas] lo percibió así, el encuentro fue como un pasar la antorcha de la vieja vanguardia a lo que luego se conocería como ‘la Onda’”.    

4.

Pero si hay algo que escenifique, tal vez no la caída, pero si la crisis de la ciudad letrada, es la aparición del Indianismo en la ciudad de La Paz a mediados de los años sesenta. La escritura y la cuestión letrada son, como se sabe bien, algunos de los temas más trascendentales de la historia del dominio colonial en América. El Indianismo es una corriente política que surgió entre los aymaras bolivianos en pleno contexto de la efervescencia política de los años sesenta. Su idea básica es que todavía es posible y deseable un gobierno netamente indígena y autónomo, sin que eso signifique su aislamiento de otros grupos étnicos o culturales ni de tecnologías como la escritura. En realidad, el Indianismo es la continuación de un larguísimo proyecto político indígena que data de los inicios de la colonización y que tuvo momentos cruciales en diferentes épocas en que los grupos aymaras y quechuas bolivianos intentaron establecer republicas o gobiernos independientes, usando, en muchos casos, la escritura como forma de sustento legal. Este larguísimo proyecto de soberanía política siempre insistió en el asunto letrado, y consideró a menudo que la escritura era una herramienta sumamente importante para poder asegurar y preservar esa autonomía.

En Ukhamaw Jakawisaxa (Así es nuestra vida) (1995), autobiografía del líder indianista Luciano Tapia, el tema de la literalidad es esencial. Basado en un 75% en notas escritas por Tapia, y el restante porcentaje en grabaciones sonoras, este libro puede ser considerado, como señala su editor, Javier Medina, “una suerte de trasvase de un código oral directamente a uno escrito”. Más allá de que es posible leer en esa aseveración un rasgo ingenuamente racista (que adjudica al pensamiento indígena solamente la cualidad oral), me parece importante resaltar que la capacidad de escribir aparece en estas memorias como uno de los principales rasgos del liderazgo político de Tapia. Hijo de una familia aymara del norte del departamento de La Paz, Tapia fue sirviente en una casa urbana en su infancia y fue allí donde aprendió el castellano y sus primeras letras. Más adelante, devuelto a la vida rural, Tapia ingresó a la escuela primaria, aunque como recuerda de su temprana vida en la ciudad, fue su necesidad de entender las historietas la que lo obligó a comprender en primer lugar la escritura: “por la porfiada afición de hojear las revistas y mi fuerza de voluntad en hacer hablar a los personajes de las revistas infantiles, aprendí a leer, sin conocer hasta ahora el orden del abecedario, sin saber la diferencia entre vocales y consonantes, ignorando las estructuras de un método de lectura y escritura”.

Tapia también cuenta que ya durante su etapa de activista político uno de los problemas fundamentales para divulgar sus ideas fue el de la escritura. Cuenta, por ejemplo, que el primer documento que escribieron colectivamente, el “Manifiesto del Movimiento Indio Tupak Katari”, fue un borrador redactado por él, porque nadie más tenía acceso a una máquina de escribir y da a entender que su escritura era todavía deficiente, “lo pasábamos de mano en mano, tratando en lo posible de que cayera en manos de dirigentes sindicales. (…) Más tarde, este mismo documento se fue perfeccionando y salió reformulado con el mismo nombre”. Como se puede suponer, en esta época, mediados los años sesenta, el Indianismo era un movimiento muy minoritario. A parte de que debía ocultarse de la dictadura, debía también competir con la izquierda, muy extendida entre el movimiento obrero, y con el nacionalismo, extendido entre los campesinos.

A inicios de los setenta Tapia cae preso. Los militares ni siquiera saben de qué se trata el Indianismo. Creen que es un militante de izquierda, aunque el Indianismo se considera antagónico al marxismo. Después de meses de tortura, lo transfieren a la prisión de San Pedro, la más grande de La Paz. En ese momento San Pedro está repleta de presos políticos encarcelados por el recientemente instaurado gobierno militar de Hugo Banzer. Todos son de izquierda excepto Tapia. Algunos reclusos tratan de convencerle para que se convierta al marxismo, otros le regalan cosas para comprar su adhesión, pero nadie entiende realmente el proyecto político de Tapia, porque este no tiene un correlato escrito ni letrado, o, si lo tiene, no es conocido por los militares ni los activistas de izquierda. Un día, en medio del tedio y el hacinamiento de la prisión, un exguerrillero le comenta a Tapia que hay otro preso en otro bloque de la cárcel que habla cosas parecidas a él, que habla de un proyecto político indio. Y, casi al mismo tiempo del encuentro en Lecumberri, Tapia se lanza a la búsqueda de ese otro preso, sin saber exactamente de quién se trata.

Constantino Lima, el otro encarcelado, no era indianista todavía, pero obviamente tenía afinidad ideológica con Tapia, quien cuenta,

yo tomé la iniciativa de presentarme, lo abordé en una ocasión, casi sin rodeos. Me fui directamente y le dije: ‘Yo soy campesino y estoy acá sin saber por qué, pero seguramente es porque me creen un peligro para Banzer’ (…). En los días de visita que eran jueves y sábado, aprovechábamos para vernos con Constantino Lima y por lo menos unas cuantas frases intercambiar. Fuimos estrechando nuestra amistad, fuimos identificándonos en nuestro pensamiento y lo consideraba un hermano muy valioso en la lucha que yo había abrazado. Él también se mostraba muy entusiasta y parecía tener mucho aprecio por mi persona.

La prisión fue para Tapia, como él mismo señala, el lugar donde sus convicciones políticas terminaron de tomar forma. Lo habían metido preso casi por accidente, pero la prisión lo llevó, como a muchos otros, a fortalecer sus convicciones. Constantino Lima no fue el único con quien Tapia compartía sus ideas, “no perdía ninguna oportunidad de poder hablar de lo que era mi idea en cuanto a una posición política del indio”. Pero no solo eso, sino que, ya decidido a ganar adherentes a su causa, cuenta Tapia, “iba escribiendo consignas en las paredes y ésa me parecía que era mi labor permanente en el tiempo que estuve en la prisión”.  

5.

¿Qué significa habitar los extramuros? Si las paredes de Lecumberri y San Pedro aíslan a sus pequeñas comunidades de presos del resto de la urbe, ¿no se puede decir de ellas que son en realidad un tipo de sociedades de los extramuros de la ciudad letrada? Aunque Jean Franco no lo menciona, por su interés en la cultura masiva y por su nueva concepción de la poesía, En los extramuros del mundo es uno de los libros de poesía que más claramente ejemplifican lo que ella considera la caída de la ciudad letrada. Publicado en 1971, el mismo año en que José Agustín y Luciano Tapia entran a la cárcel, el peruano Enrique Verastegui describe en ese libro la experiencia de los extramuros, entendiéndolos no solo como espacios físicos, sino, fundamentalmente, como espacios de frontera con el Estado donde quiera que este se encuentre: “Por aquel entonces estos versos fueron peatones/ y automóviles atascados/ frente al parque Universitario en la avenida Abancay/ el policía de servicios/ increpándome por no llevar mis documentos,/ mi partida de defunción”.

Por su parte, al salir de la cárcel, Luciano Tapia, convencido ya de su misión difusora, comienza a reunirse con otros líderes indianistas dentro y fuera de la ciudad letrada, la ciudad no india. En la ciudad blanca, él y sus compañeros llevan la marca de su diferencia en la piel, en los detalles de sus vestidos, en su idioma, en sus modos. Por eso también saben que pueden llamar la atención de los militares, de los comunistas y de otros enemigos. En grupos de tres, de cuatro, se detienen en las esquinas para conversar, musitan, hablan bajito, como de pasada, concertando reuniones, consignas, acciones políticas futuras. La experiencia del exterior simbólico de la ciudad letrada es manifiesta: “nuestras reuniones las hacíamos en las esquinas de las calles y de las plazas, en los lugares apartados y en los extramuros”.          

«Grito de guerra», del escritor y pintor boliviano Arturo Borda.

Boliviano. Doctorante en Historia en la Universidad de Stony Brook, Nueva York. Hizo una maestría en Literatura Hispánica en la Universidad de Cincinnati. Tiene publicados tres pequeños libros de tiraje corto y autoeditó varios fanzines de gráfica y poesía.

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