Imagen: Tanque israelí en las calles de Gaza (intervenida). Fuente: Wikipedia

04 de septiembre 2024

¿Esto es una pesadilla?

por Peter Pál Pelbart. Traducción de Daniel Ruilova

Hace más de veinte años el escritor israelí Amós Oz habló en un periódico alemán sobre la situación en Gaza. En vez de esperar las preguntas del entrevistador, empezó indagando a los lectores:

Pregunta número uno: ¿qué harías si tu vecino de enfrente se sienta en el balcón, toma a su hijo en el brazo y comienza a disparar hacia el cuarto de tu hijo? Pregunta número dos: ¿qué harías si el vecino de enfrente cava un túnel desde el cuarto de su hijo para hacer volar tu casa o secuestrar a tu familia?

Es sorprendente que un autor de su calibre haya comparado a la población de Gaza con vecinos comunes que, de súbito, inexplicablemente, habrían enloquecido. ¿Vecinos? ¿Tu puedes controlar la electricidad, el agua, el teléfono, el internet de los habitantes de enfrente, decidir cuál es el máximo de calorías que deben consumir, a cuáles medicamentos pueden tener acceso, quién entra y quién sale de la casa, de vez en cuando ir y hacer una incursión, y seguir considerando vecinos a esos que vigilas y dominas?

El mismo Amós Oz dijo hace tiempo que ya era hora de que israelíes y palestinos se divorcien. En el libro A última guerra?, Elias Sanbar, nacido en Haifa y radicado en París, próximo de Arafat y antiguo embajador palestino en la Unesco, amigo personal de Deleuze, traductor de Darwish y fundador de la revista Les études palestiniennes, responde simplemente lo siguiente: para divorciarse es necesario haberse casado antes. Bueno, eso nunca sucedió. Desde el inicio, ninguna de las partes lo quiso. Sanbar lo dice claramente: este conflicto nació de la imposibilidad misma de una unión.[1]

Pero no vamos a remontarnos aquí a los inicios de esta tragedia. Que nos baste con recordar el hecho, ciertamente explosivo, que desde hace tiempo Gaza es una inmensa prisión al aire libre. ¿Y cuál es el sueño del carcelero? Al presentar su visión de futuro para Medio Oriente en 2023, ante la Asamblea General de la ONU, antes del 7 de octubre, el primer ministro israelí elogió la alianza militar y comercial a ser firmada entre Israel, Arabia Saudita y Estados Unidos – los llamados Acuerdos de Abrahám. Solo entonces tendríamos garantizadas la paz, la seguridad y la prosperidad. En el mapa de la región, exhibido en ese momento, no aparecían Gaza ni Cisjordania. ¡Se evaporaron! En su lugar, un Gran Israel. ¿Cuál sería el destino de los cinco millones y medio de palestinos que viven allí? ¿La ciudadanía israelí? ¿El apartheid? ¿Un bantustán? ¿La expulsión? ¿El genocidio?

En su nuevo libro titulado ¿Hacia una nueva guerra civil mundial?, en el capítulo dedicado a Gaza, Maurizio Lazzarato escribe:

Las fuerzas de resistencia palestinas, Hamás por ejemplo, tienen como programa la destrucción del Estado de Israel y quisieran arrojar a los judíos israelitas al mar, pero no tienen ni los medios ni las alianzas para poder hacerlo. Lo que sigue siendo un deseo «piadoso» de los palestinos es, en cambio, una realidad implementada, año tras año, por Israel. Puede expulsar a los palestinos de Palestina porque tiene los medios, el ejército más poderoso de la región y las alianzas militares y políticas para hacerlo: Estados Unidos. Los únicos que día tras día, con colonos armados hasta los dientes, ponen en marcha el eslogan «from the river to the sea» son los israelíes (en cambio, es lo que se les achaca a los palestinos). Durante décadas, y no desde el gobierno de Netanyahu, las ocupaciones de tierras por parte de colonos han avanzado inexorablemente, constituyendo un proceso de limpieza étnica que se está produciendo ante los ojos de todas las democracias con derechos humanos. El último acto de este proceso es una limpieza étnica de Gaza, después de haberla destruido

Hoy es necesario reconocer: aquel borrado gráfico esgrimido ante el mundo prefiguraba, sin que se pudiese prever en qué circunstancia, lo que de hecho ocurriría después del 7 de octubre. La guerra en curso no es contra Hamás, sino que contra la población palestina de Gaza – por no decir contra el pueblo palestino y su horizonte político. Curiosamente, Israel apoyó a Hamás por décadas justamente por su intransigencia fundamentalista, ya que lo veía como el contrapunto ideal a la actitud negociadora de la Autoridad Palestina. Con Hamás se tenía la certeza de que nunca habría un acuerdo de paz que implicase la devolución de territorios y la aceptación de un Estado palestino. Estaba garantizada la guerra infinita y la ocupación interminable.

En la historiografía sionista oficial, lo que los palestinos llaman de Catástrofe (Nakba) no pasó de un accidente histórico, subproducto de la guerra: el éxodo supuestamente voluntario de setecientos ciencuenta mil palestinos, radiofónicamente incitados por los líderes árabes a abandonar los lugares con la promesa de retorno tras la victoria. Esta versión es la negación de la Catástrofe palestina, como si este reprimido no fuera a regresar de algún modo, o como si ese forcluído no volviese en la forma de una obsesión. Desacreditada hace décadas por la historiografía palestina e israelí, desde Rashid Khalidi a Benny Morris e Ilan Pappé, esta narrativa va cediendo lugar a otra, asumida por círculos cada vez más amplios de la élite política israelí y vectorizada por los ortodoxos y fundamentalistas. Como destaca Jonathan Adler, el nuevo editor del sitio +972: después de negar los acontecimientos de 1948 durante décadas, y hasta de castigar la conmemoración pública de la desapropiación de Palestina, miembros de la coalición de gobierno israelita transformaron la Nakba en un “plan de acción”, algo de lo que “enorgullecerse”.

De la negación al orgullo

Algo muy excepcional debe haber ocurrido para que la negación de la cuestión palestina por Israel diera lugar a una versión patriotera; del negacionismo absoluto se pasó a una especie de triunfalismo descarado. La vergüenza se transformó en orgullo y arrogancia, con el predominio de la voz de la extrema derecha, como si dijeran: “Sí, la Nakba ocurrió, y no solo lo reconocemos, nos vanagloriamos de ella. Al final, como demuestra el 7 de octubre de 2023, siempre estuvimos lidiando con animales”. Un complemento aún más inquietante se agrega ahora: queda “completar el servicio”, iniciado de manera velada por el histórico líder sindicalista David Ben-Gurion. No se trata, actualmente, de aprovechar cualquier ocasión para expulsar más palestinos buscando la consolidación de una mayoría judía en territorio israelí, sino que de destruir todas las condiciones de existencia de la población confinada en Gaza – léase todo lo que pueda garantizar electricidad, agua, saneamiento básico, vivienda, salud, educación, alimentación, cultivo agrícola, investigación y comunicación. Es como si, finalmente, en un desahogo rabioso, resonara a los cuatro vientos el enunciado antes indecible, tal como lo pronunció un líder político religioso: “Ha llegado la hora de una Segunda Nakba”.

Por décadas Israel gobernó la vida cotidiana de Cisjordania a través de expedientes administrativos, desalojos encubiertos por decretos militares, detenciones “preventivas”, intimidación incesante a través de allanamientos nocturnos, denuncias, etc. Un poderoso retrato de esta cotidianidad está en la bella película de Emad Burnat y Guy Davidi titulada Cinco cámaras quebradas.[2] Para evitar una nueva Nakba, al contrario de 1948, los palestinos de Cisjordania ahora se apegan a la tierra, en lo que llaman sumud. Sin embargo, como Israel multiplica cada día el número de colonos, que tienen el status de ciudadanos israelíes con plenos derechos, se instauró un evidente régimen de apartheid: de un lado los ocupantes, de otro la población palestina sometida a la administración militar y privada de derechos elementales.

Con la extrema derecha ocupando el Ministerio de Seguridad Nacional y parte del Ministerio de Defensa, las acciones criminales contra los habitantes palestinos de Cisjordania, promovidas por colonos y milicianos, suceden bajo los complacientes ojos de los soldados y con la provocación tácita de los políticos, tanto de la extrema derecha como de la derecha más tradicional. Como dice la psicoanalista Samah Jabr en Sumud en tiempos de genocidio[3], la Nakba es una herida continua que nunca fue curada, es un insulto contemporáneo renovado dirigido a cada palestino humillado, preso o muerto, es sal agregada a la herida. También dice: un trauma colectivo requiere una cura colectiva. Pero ¿cómo imaginar una cura cuando la propia noción de colectivo es constantemente abortada por el otro lado, que ya no necesita esconder lo que hace, como si hubiese llegado la hora de salir del armario, hacer todo abiertamente? ¿Asumir lo ya hecho y lo que se debe hacer en la forma de un renovado y prometedor proyecto nacional? Aún no está claro si el desmoronamiento interno de la sociedad israelí, como se lee en el artículo de Bentzi Laor publicado en este dossier, abrió espacio para el tsunami mesiánico, a un mismo tiempo destructivo y salvacionista, para no decir suicida, o si exactamente este tsunami es una de las causas de la fragmentación del país.

La ruina ética de Israel

Es doloroso constatar hasta qué punto las décadas de ocupación desfiguraron a la sociedad israelí. Mostraron, retroactivamente, la ruptura radical que la fundación del Estado de Israel operó en relación a la abigarrada historia bimilenaria de las diásporas judías, en dos sentidos contrapuestos. Está claro que el sionismo aspiraba a una ruptura. Este era, por así decirlo, el núcleo de su proyecto: nunca más el judío debería estar encorvado, sumiso, amedrentado, teniendo que negociar su sobrevivencia junto a los poderosos, asediado por la miseria y la humillación, sin tierra ni patria, sin una lengua propia, sin defensa, constantemente sujeto a pogromos, asesinatos, expulsiones, leyes discriminatorias, negado el acceso a universidades, cargos públicos, servicio militar, restringido al comercio, a la usura, a los libros sagrados y a la fé, para ser finalmente llevado por millones a las cámaras de gas y a los hornos crematorios. ¿No implicaba el sueño sionista una reversión integral de la miseria anímica y social, material y política, hacia la soberanía y la autodeterminación? Una tierra virgen, una lengua nueva, un hombre nuevo, agricultor y soldado al mismo tiempo, intrépido y orgulloso, duro por fuera y tierno por dentro como el cactus del paisaje bíblico (sabra), dueño de su nariz, de su país, de su destino, artífice de una sociedad más igualitaria y generosa, plural y democrática, abierta e inclusiva. El sueño nacional y la utopía política se daban las manos.

Fue en medio de esta bruma onírica que creció el huevo de la serpiente. Las circunstancias históricas reales que esta mitología ocultaba fueron tratadas en abundancia por los historiadores, al revelar a qué punto, y esto desde el inicio de la colonización judía de Palestina, la población nativa local fue ignorada y subestimada por algunos segmentos de inmigrantes – en contraste con corrientes alternativas. El nuevo judío, que se reinventaba en lo que consideraba “su” Lar Nacional (habitado antes por otra comunidad), se vió aspirado por una espiral de violencia como consecuencia de la inevitable resistencia palestina, que no tenía por qué aceptar la llegada de los judíos. Como el Holocausto solo acentuó el sentimiento de injusticia irreparable, el nuevo Estado acabó capitalizando el trauma. Su superioridad militar y tecnológica se alió a la convicción de una supremacía religiosa y étnica. El carácter expansionista y colonialista de la ocupación militar a partir de la Guerra de los Seis Días adquirió un tono mesiánico y fundamentalista que finalmente tomó por asalto el corazón del Estado. Como dijo el poeta Mahmoud Darwish, la gran tragedia de los palestinos es que son víctimas de las víctimas.[4]

Cuán lejos estamos de la riquísima contribución que dieran exponentes de la cultura judía a la construcción de la modernidad occidental. De Spinoza a Marx, de Freud a Hannah Arendt, de Benjamin a Kafka y Rosa Luxemburgo, ¿sería pensable nuestro horizonte político sin tales nombres? Asistimos hoy al triste ocaso de toda una tradición ética y revolucionaria – lo que Enzo Traverso denominó el fin de la modernidad judía.

La transformación radical ocurrida al interior de la judaicidad y algunas hipótesis respecto a las razonas más profundas de este giro etnocrático fueron objeto de un libro recientemente publicado por Bentzi Laor y por el autor de estas líneas: El judío pos-judío: judaicidad y etnocracia. No vamos a exponer aquí las hipótesis desarrolladas en ese estudio, en el que buscamos determinar los factores que enjaulan la subjetividad judaica en la autovictimización y en el judeocentrismo, y sus implicaciones para el destino de los judíos en Israel y en el mundo. Nos basta con recordar una u otra línea desarrollada allí.  

El judío colonial

¿Cómo puede uno de los pueblos más sufridos, perseguidos y desterritorializados de la Historia, víctima de un genocidio colosal, una vez reterritorializado en la Palestina rebautizada de Israel, ser el responsable por el destierro reiterado e incesante de miles de palestinos? ¿Cómo puede este Estado orgulloso de su democracia mantener una ocupación por cincuenta y siete años, multiplicar los asentamientos sobre el territorio ocupado y prohibir del vocabulario oficial la palabra “ocupación”, como si ella no existiese? Una de las paradojas es que el colonialismo de asentamiento practicado hoy por el Estado hebreo se da justamente en la era poscolonial. ¿No será esa dirección regresiva, a contramano de la Historia, la responsable por la indignación provocada por la guerra en Gaza?

Inspirado en Fanon, Lazzarato recuerda que en la colonización las subjetividades del colonizador y del colonizado se comunican, se contaminan, sobretodo por la violencia “absoluta”. Sartre decía sobre Argelia: “Cómo no reconoce en el salvajismo de esos campesinos oprimidos el salvajismo del colono que han absorbido por todos sus poros y del que no se han curado?”. Fanon, en quien se inspiró Sartre, aclaraba: “El colonialismo (…) es la violencia en estado de naturaleza y no puede inclinarse sino frente a una violencia mayor”.

Suponemos que la historia infló tanto la imagen del pueblo judío (en el prejuicio en su contra o en el orgullo que ostenta, en la matanza o en la arrogancia) que ya no sabemos qué significa hoy la palabra “judío” – y qué multiplicidad recubre o encubre. Han de decir que esta es la belleza de este pueblo – “no sabemos lo que lo define”. Ahora, ¿cómo puede ser esa multiplicidad una fuente de orgullo si a cada día la práctica política con la que se identifica buena parte de los judíos se canaliza hacia el predominio del fascismo? Ha llegado el momento de liberar a la diáspora judía de la tutela político-ideológica del Estado de Israel. Cada vez más este pretende hablar en nombre de los judíos de todo el mundo, representar sus intereses, hacerse el heredero exclusivo de la memoria y del legado cultural del judaísmo. El ejemplo más reciente de ello fue la mise-en-scène del primer ministro Bibi Netanyahu frente a las dos casas del Congreso estadounidense, cuya divulgación mediática tenía por telón de fondo las tablas de la ley agigantadas. Es lo que se puede llamar secuestro político de una historia. ¿Él, Moisés? Defensor de los Diez Mandamientos, el acusado de genocidio por el Tribunal Penal Internacional de la Haya, basado en la Convención para la Prevención y Castigo del Crimen de Genocidio? Y ¿cuál es la respuesta del primer ministro a la decisión del Tribunal Internacional de Justicia de la Haya, de la ONU – de que la ocupación de los territorios palestinos es ilegal, tanto como su poblamiento por los colonos israelíes? Que los territorios ocupados “son parte de la patria histórica del pueblo judío”.

Una visión teológica y teleológica insiste en ver a Israel como el resultado necesario de un sinfín de trayectorias que componen lo que se denomina historia judía, pero ver en el Estado la forma consumada de la identidad judía es una paradoja. Es hora de asumir la dimensión diaspórica no solo como un componente indisociable de la condición judía, sino que tal vez como su elemento más propio – propio aquí significa, paradójicamente, extranjero. Diáspora, por definición, significa dispersión, y, por lo tanto, mezcla con el exterior, apertura a la extranjeridad. Fue esta plasticidad la que permitió las mezclas más fructíferas e inventivas, las aventuras filosóficas, espirituales, las más revolucionarias. Habitar la tierra como extranjero: fue lo que algunos filósofos bebieron en una tradición mesiánica herética – es un pensamiento que nos debería servir hoy. Somos seres transitorios, efímeros, y toda depositación política en la inmortalidad desemboca en una política de muerte, como lo observó bien José Gil, en su reciente y bello estudio Muerte y democracia.

Es necesario decir dos palabras sobre la población israelí. Más allá de las decisiones de los políticos, generales, líderes religiosos y los medios sensacionalistas, está el pueblo pequeño, aquel que vive los atentados y los terremotos cotidianos con angustia, miedo, aflicción, llorando a sus muertos, teniendo que abandonar sus lugares para escapar de los cohetes de Hezbollah, privado del cuidado y del apoyo de un gobierno preocupado solo con su propia sobrevivencia política. Son los judíos negros provenientes de Etiopía y habitantes de las periferias, son los pocos sobrevivientes del Holocausto pero sus muchos descendientes, son los habitantes de kibutz que inventaron un tipo de comunismo raro, hoy infelizmente en extinción, son los centenares de activistas implicados en ofrecer a los palestinos protección jurídica contra los desalojos o violencias, son los remanentes de una izquierda en declive.

Los judíos progresistas de Israel perciben que su destino no es tan diferente de aquel de Hannah Arendt y Stefan Zweig en los años 1930, gradualmente marginados y, por así decirlo, “vomitados” fuera de su habitat de origen – en el caso de ellos, alemán. Los israelíes progresistas que aspiran a una paz sustentable se volvieron forasteros en medio de la nueva cultura judeofascista. Fue el caso de Yeshayahu Leibowitz, científico de renombre internacional, religiosísimo, y una de las voces más contundentes que el país ya escuchó. Poco después de la Guerra de los Seis Días él profetizó la ruina de la sociedad israelí si el país mantenía la ocupación de los territorios recién conquistados – y se atrevió a hablar de judeonazismo. Candidato al prestigioso Premio Israel, desistió cuando quedó claro que el primer ministro Yirzhak Rabin se negaría a dárselo. Así, hay un regreso del pasado trágico, pero esta vez ejecutado por los propios judíos contra sus exponentes insumisos.

También se deben mencionar todos los ciudadanos comunes en Israel, que, intoxicados por una atmósfera bélica desde la cuna, difícilmente están en condiciones de percibir cómo son arrastrados hacia catástrofes aún mayores que aquellas de las que piensan defenderse. Es el drama de un pueblo asombrado por siglos de persecución al descubrir que continúa una vida de gueto – ahora a una escala ampliada, nacional. Creen que están rodeados por nazis, y que cualquier crítico de Israel es un antisemita. Por lo visto el mundo continúa “contra nosotros” – el antisemitismo renace por todas partes y justifica el atrincheramiento defensivo y el aislamiento político. Que la actitud vengativa y genocida del gobierno israelí contra la población palestina sea responsable por buena parte de las protestas en el mundo – y que esto no necesariamente equivale a antisemitismo – está más allá de la visera política predominante en el país.

El hecho es que hay una ostensiva selectividad en la sensibilidad al sufrimiento ajeno de parte de una porción de la población israelí más porosa a la ideología de la extrema derecha. En pocas palabras: es abominable el asesinato de un solo niño israelí por Hamás (¿quién podría estar en desacuerdo?); pero el asesinato de quince mil niños palestinos es considerado por parte de la población israelí como el precio que pagan los palestinos por su odio, o por su supuesta complicidad al permitir que los terroristas de Hamás se infiltren entre ellos y los usen como escudos humanos, o simplemente por ser palestinos. Algunos canales de la televisión israelí pasan horas entrevistando a todos los parientes de cada uno de los rehenes ya liberados, o de los familiares de los rehenes aún en cautiverio, o de las víctimas de la masacre del 7 de octubre por Hamás. ¿Qué es más comprensible que eso? Sin embargo, el silencio que encubre la muerte de las cuarenta mil víctimas palestinas por parte de algunos órganos de prensa, en una especie de autocensura, solo hace más importantes las voces críticas y disidentes, tales como la de Gideon Levy, cuya entrevista en video disponible en este dossier es ejemplar. Sin hablar de las múltiples protestas de activistas, ONGs y movimientos varios que componen el rico mosaico político israelí.

Aunque la amenaza iraní sea de lejos la más peligrosa (porque jamás escondió el proyecto de destrucción del Estado judío), sin ninguna conexión con el problema palestino, ella sigue siendo tratada por los políticos israelíes como una pieza en el tablero del ajedrez electoral. La única salida vislumbrada y propugnada parece ser entonces la guerra total. La guerra total o la victoria total: sabemos donde desemboca esta disyuntiva – en la derrota total. Allí coinciden matanza y suicidio. Todo en nombre de la paz.

¿Qué paz?

Susan Sontag fue quien mejor se refirió a los peligros de una paz de fachada. “¿Qué se quiere decir con la palabra paz? ¿Queremos decir ausencia de conflicto? ¿Queremos decir olvido? ¿Queremos decir perdón? ¿O queremos decir un enorme cansancio, un agotamiento, un vaciamiento del rencor?” (…) Me parece que lo que la mayoría de las personas quiere decir cuando dice paz es victoria. La victoria de su lado. Esto es lo que significa para algunos, mientras para otros paz significa derrota. Si prevalece la idea de que la paz, aunque indeseable, implica una renuncia inaceptable a demandas legítimas, entonces lo más plausible es que el conflicto bélico se eternice. ¿No es justamente a lo que asistimos hoy?

¿Qué se puede exigir hoy? ¿Un alto al fuego inmediato? ¿La liberación de los rehenes por Hamás? ¿La reconstrucción de Gaza? ¿Un Estado palestino? ¿Será que aún es viable un Estado palestino en el territorio que queda en Cisjordania, dados los quinientos mil asentados judíos, sin contar los doscientos mil de Jerusalén? ¿Aún vale la utopía de un Estado binacional o plurinacional? ¿O la utopía aún más radical: la de una federación no estatal, no estatista, posnacional? ¿Tenemos todavía tiempo, y aliento, e imaginación política para ir más allá o acá de la idea de Estado, de identidad nacional, de los mitos de ancestralidad que presiden el presente?

Elias Sanbar es categórico:

Existe una solución. Y, a menos que se quiera repetir permanentemente la misma letanía estéril, ella exige liberarse del orden “normal” de secuencia y atreverse a “colocar la carroza delante de los bueyes”, lo que quiere decir, comenzar el camino hacia la paz por aquello que debería ser su fin lógico. La negociación empezaría, así, con un reconocimiento total y anticipado de Palestina.

Pero, para lograrlo, al lado de la descolonización política, ¿no sería necesario una especie de descolonización subjetiva, como diría Fanon – la más importante de las cuáles, sin duda, consiste en liberarse de la violencia del colonizador? La relación colonial es, por definición, de absoluta violencia. Cuando los asentamientos en los territorios ocupados se hacen en nombre de un espacio vital, de una profundidad estratégica, o por razones histórico-religiosas, es necesario preguntar si eso deriva sólo del miedo. La psicoanalista Jabr es categórica: no es miedo, es odio. Sería necesario ayudar a Israel a admitir su odio.  

Fidelidad

Tal vez esa tarea le quepa a las comunidades judías esparcidas por el mundo. En vez del alineamiento automático con las políticas de un gobierno de extrema derecha israelí (y a veces local, como ocurrió en Brasil), ¿no sería saludable que dejasen de lado la fidelidad ciega, ilusoriamente apolítica, basada en la identificación religiosa, identitaria, tribal, para no decir sanguínea? Infelizmente, hay tiempos en los que se dejan tutelar y representar por Israel, ofreciéndose como fuente de apoyo financiero y político, o como reserva de inmigración. Así, solo refuerzan una supuesta unanimidad guía mundial que aplasta la diversidad de esas diásporas. La tradición judía, tan plural, y al mismo tiempo tan rica en la elaboración filosófica y ética de la alteridad, como la expresada por Benjamin al referirse a los vencidos de la Historia, o de Levinas al evocar el Rostro del Otro, que dice: “No matarás”, parece aquí haber sido dejada de lado. La diáspora judía, ¿no sería mucho más fiel a la sensibilidad histórica de sus antepasados si, en vez de dejarse guíar por el miedo o el odio, “pasiones tristes”, combatiese la reactividad predominante en su propio seno? ¿No sería tanto más digna si lo hiciese a partir de una afirmatividad ética, y no étnica?

No se trata de adoptar una postura de fachada, políticamente correcta, solo para aliviar la conciencia o la culpa o la vergüenza. No ignoro cuántos afectos mezclados perturban la alma judía en estos días, y la dificultad de darles una formulación coherente. Pero, en paralelo a esta elaboración subjetiva, hay algo cuya urgencia es imposible ignorar: el riesgo de prolongamiento indefinido de la guerra, que solo la presión internacional es capaz de detener. Si Israel dedicó tanto esfuerzo a lo largo de décadas en la cooptación de las comunidades judías por el mundo es, entre otras cosas, porque reconoció en ellas una relevancia estratégica. La influencia de las comunidades judías en los países en que viven, y en múltiples esferas – financiera, política, académica, mediática –, ha asegurado provechosos apoyos y alianzas para Israel. El opuesto de ello es igualmente válido: frente a una guerra insana, la disidencia proveniente de la diáspora podría aumentar la presión interna y externa sobre el gobierno israelí. Claro que hay voces judías manifestándose por el mundo, sea en Berlín, París o Washington. Incluso en Brasil las hay – aunque raras, tibias, ambiguas. Mayoritariamente, predomina el silencio, y es estridente. No es preciso recordar a qué punto tal omisión puede significar complicidad.

                                                                                            

***

En marzo de este año hice una corta visita a Budapest, donde nací. Mi compañera y yo nos hospedamos cerca de la gran sinagoga central, hoy un importante foco turístico. Como era sábado, no permitieron la entrada de turistas – salvo de judíos que fuesen al servicio religioso. Fue declarándose como tal que conseguimos entrar. Sorprendido de ver la sinagoga razonablemente llena, encantado de oír a las personas hablando en húngaro y orando en hebraico típico del Este europeo, por un momento me pareció revisitar la atmósfera en la que vivió y rezó mi abuelo, cien años atrás. Fue un momento de éxtasis y beatitud. Pero fue solo un momento. No tardó en empezar a circular una revista entre los fieles – era el órgano oficial de la comunidad. Cuál no fue mi espanto al ver, de la primera a la última página, fotos de soldados israelíes armados hasta los dientes, frente al Muro de los Lamentos, o en combate, o llevando orgullosamente la bandera israelí sobre algún blindado, en medio de las ruinas de Gaza. El fascismo israelí hoy se proyecta sobre lo que quedó del judaísmo húngaro de ayer, y lo sobrecodifica. Todo aquí es paradojal: la máquina de exterminio nazi se apresuraba en concluir la “solución final” antes que la guerra mundial terminara. ¡¡Sólo faltaban los judíos húngaros!! Fue necesario dedicar el último esfuerzo de guerra para llevar a las cámaras de gas a quinientos cincuenta mil judíos de ese país, con la complicidad y apoyo de los fascistas locales. Los herederos políticos de aquellos fascistas son hoy liderados por Viktor Orbán, exponente de la extrema derecha mundial y gran aliado de Israel. Las cartas de barajan peligrosamente, revelando afinidades insospechadas.

Alteridad

Una niña de quine años, en la novela de Octavia Butler (La parábola del sembrador), tiene un raro síntoma: no logra dejar de sentir el sufrimiento de cualquier ser con el que se cruza – amigo o enemigo, humano o animal. Ella sangra cuando ve alguien sangrando, llora cuando ve alguien llorando. Eso sucede incluso cuando, desde su desamparo, en defensa propia, se vió obligada a matar a quien la atacaba, perro o ladrón. ¿No falta hoy algo de ese orden? ¿Una afectabilidad, es decir, la capacidad de ser afectado por el dolor ajeno, incluso si se trata de un adversario?

Para volver a la escala geopolítica, es necesario recordar que el sueño de una vida absolutamente protegida solo puede desembocar en la pesadilla de una guerra total. La primera cosa a hacer, en medio de una pesadilla, tal vez sea simplemente esta: DESPERTAR.

¿Pero será esto tan simple? Una niña palestina de Gaza, con todo el cuerpo quemado,  acostada en una cama de hospital, preguntaba llorando a su madre: aquello que ella estaba en vías de vivir, ¿era una pesadilla o la realidad? Infelizmente, no le era dado despertar.

Pero, ¿y nosotros? ¿Y ahora? ¿Solo nos queda la desesperación? En su novela titulada Niños del gueto, Elias Khoury escribe: “Vivo en la pos-desesperanza”. ¿Será un modo adecuado para designar esta época? No pos-modernidad, no pos-colonialismo, no pos-capitalismo, no pos-antropocentrismo… Sino que pos-desesperanza… ¿Puede tal expresión ganar algún sentido hoy? Ni pesimismo ni optimismo, sino que coraje para detener la pesadilla que reparte el mundo entre quienes merecen vivir y los otros – que ni sobrevivir merecen.


** Peter Pál Pelbart es profesor de filosofía en la PUC-SP y coeditor de n-1 ediciones. Para este texto contó con la colaboración de Bentzi Laor, con quien escribió O judeu pós-judeu: judaicidade e etnocracia. Se dió la libertad aquí de canibalizar algunos fragmentos del propio libro. Texto originalmente publicado en https://n-1edicoes.org/e-isto-um-pesadelo/

[1] Para una apreciación más detenida sobre el asunto, ver la entrevista en francés. Disponible en:  https://youtu.be/PzjO8KfK9m8?si=8PBV84MSvMM9f6Q4

[2] Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=7qefhNRjjmw.

[3] Samah Jabr, Sumud em tempos de genocídio. Rio de Janeiro: Tabla, 2024.

[4] Ver el bello artículo de Laymert Garcia dos Santos,  “Mahmud Darwich, palestino e pele vermelha”.

Es profesor de filosofía en la PUC-SP y coeditor de n-1 ediciones. Para este texto contó con la colaboración de Bentzi Laor, con quien escribió O judeu pós-judeu: judaicidade e etnocracia.

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