Ilustración realizada con una estampilla algerina conmemorando de la matanza de Deir Yassin en Palestina

03 de julio 2024

La destrucción de Palestina es la destrucción de la Tierra [Parte 2]

por Andreas Malm // Traducción de Vicente Lane

Los últimos ocho meses de genocidio han inaugurado una nueva fase en la larga historia de la destrucción de Palestina, evidenciando de manera particularmente grotesca el compromiso de las potencias capitalistas occidentales con el proyecto colonial sionista. En este ensayo (cuya primera parte puedes leer acá) el historiador y activista sueco Andreas Malm (autor de «Capital Fósil» y «Cómo dinamitar un oleoducto») propone un análisis de larga duración sobre la colonización y el extractivismo en Palestina, iniciando alguna décadas antes que el movimiento sionista emergiera como tal. Remontándose a la destrucción de Acre por la flota británica el año 1840 -en la que fuera una de las primeras manifestaciones de la potencia destructiva de la tecnología a base de carburantes en un contexto bélico- Malm nos recuerda el vínculo estrecho entre capitalismo y combustión fósil, y demuestra que, para comprender a cabalidad la crisis actual, es necesario sumergirse en la larga historia de los intereses imperialistas en la región. Con ello, el autor subraya la insuficiencia de la teoría del Lobby para explicar el grado de implicación de las potencias occidentales (EEUU a la cabeza) en el actual genocidio en Palestina y, llamando a la izquierda a rehacerse de una teoría del imperialismo, pone en evidencia la manera en que la destrucción de Palestina se teje con la historia de la destrucción del planeta, a manos de un capitalismo extractivista y supremacista del cual el Estado de Israel encarna uno de los enclaves más avanzados y agresivos.

Este texto, es una versión ligeramente editada de una conferencia realizada el 4 de abril en la American University of Beirut, The Center for Arts and Humanities and Critical Humanities Studies for the Liberal Arts, y publicada posteriormente en el blog de la editorial Verso.

Agradecemos a Andreas Malm por permitirnos su publicacióny a Vicente Lane por la traducción.

[Haz click acá para ver la primera parte]

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Seré sumamente breve y sinóptico en lo que sigue. Al momento en que se conformaron las primeras colonias sionistas, en la prensa occidental se publicaban exaltados informes: «Los judíos que ahora se dirigen a Palestina llevan consigo el espíritu progresista del siglo, y dentro de poco, los viajeros que lleguen a ese país podrán oír el silbido del vapor, el estrépito de la maquinaria, y escuchar a su alrededor el bullicio del comercio en lugar de la tradicional apatía y languidez de Oriente», se regocijaba el National Repository en 1877.[1] Cuando el Imperio Británico ocupó Palestina y se dispuso a hacer efectiva la declaración Balfour, el combustible fósil de la época ya no era el carbón. Era el petróleo. Se habían localizado prometedores yacimientos en los países aledaños al Golfo Pérsico, y el proyecto industrial matriz del Mandato[2] llegó a ser el oleoducto que llevaría petróleo en bruto desde Irak, cruzando el norte de Cisjordania y Galilea, hasta llegar a la refinería de Haifa. El Mandato como tal no puede entenderse al margen del creciente control sobre la región en función del petróleo; y el Mandato utilizó el petróleo para reasignar tierras palestinas a los judíos. En su próximo libro Heat: A History [“Una historia del calor”], una historia maravillosamente detallada en torno a las altas temperaturas y los combustibles fósiles en Oriente Próximo, On Barak, relata, entre otras muchas cosas, cómo el Yishuv[3] le arrebató la producción de cítricos a los palestinos al conectarse a los circuitos más modernos de la tecnología: regando sus huertos con bombas alimentadas por combustibles fósiles, cargando sus frutos en camiones, transportándolos por carretera hacia los puertos y descargándolos en vapores hacia el mercado europeo: una simbiosis con el imperio fósil mediante la cual se logró arrebatarle a los nativos su icónica citricultura. Las autoridades del Mandato regularmente privilegiaron la construcción de carreteras precisamente entre colonias. La infraestructura basada en petróleo puso el desarrollo de Palestina en manos de los asentamientos de las llanuras costeras y la orientó hacia sus patrocinadores del otro lado del océano.

Cuando las fuerzas sionistas comenzaron a aterrorizar a la población palestina de Haifa para así expulsarlos de la ciudad, Ilan Pappe nos cuenta que «ríos de petróleo y combustible en llamas [fueron] derramados ladera abajo».[4] Cuando los altos mandos del imperio estadounidense discutían si acaso probar suerte con los sionistas durante la Nakba, pensaban ante todo en sus intereses petroleros. Algunos argumentaban que les iría mejor respaldando a los árabes. Pero como ha demostrado Irene L. Gendzier en Dying to Forget: Oil, Power, Palestine and the Foundations of U. S. Policy in the Middle East [“Muriendo por Olvidar: Petróleo, Poder, Palestina y los Orígenes de la política estadounidense en Oriente Próximo”], el gobierno se dejó influir por el argumento de que una victoria palestina «aumentaría la autosuficiencia, las exigencias y el poder de negociación de los árabes», mientras que el establecimiento del Estado de Israel «tendría un efecto tranquilizador sobre los árabes y les haría recuperar su justo sentido de la proporción»; además, «el Yishuv es un elemento progresista occidental, que será un gran estimulante para cualquier progreso social en Oriente Próximo, y que abrirá nuevos mercados comerciales».[5] Las compañías petroleras estadounidenses parecen haber convergido en torno a la opinión de que el control sobre los yacimientos se vería indirectamente reforzado al tener a Israel como aliado en la región. Y eso fue lo que ocurrió durante los años 50 y 60, la edad de oro de las Siete Hermanas[6] y del petróleo del Golfo. Cuando Estados Unidos se asumió como el principal patrocinador de Israel después de 1967, la defensa de este status quo se convirtió en la preocupación primordial. En The Global Offensive: The United States, the Palestine Liberation Organization, and the Making of the Post-Cold War Order [“La Ofensiva Global: Estados Unidos, la Organización de Liberación Palestina, y la fabricación del orden post-Guerra Fría”], Paul Thomas Chamberlin describe la manera en que Estados Unidos concebía la liberación palestina como una amenaza para su dominio sobre Oriente Próximo en su conjunto, con todas sus inestimables reservas de petróleo. A la inversa, «Israel rápidamente demostraba su valor como activo estratégico clave en Oriente Próximo y como modelo de policía regional en el Tercer Mundo».[7] Prueba de dicha lógica fue el acontecimiento conocido como Septiembre Negro, una de las eternas recurrencias, descrita en una carta de Yasir Arafat del 22 de septiembre de 1970: «Ammán arde por sexto día seguido. (…) Los cuerpos de miles de los nuestros se pudren bajo los escombros».[8]

Todo esto -a esta altura debería haber quedado claro- siguió las directrices fijadas por un guión formulado por primera vez en 1840. Si el Plan Dalet fue el guión del proyecto colonial de asentamiento que, a partir de 1948, guió la destrucción de Palestina, fue precedido mucho antes por -y encontró sus condiciones de existencia en- la visión imperialista de una entidad impuesta en la tierra de Palestina para la protección de los intereses del eje capitalista: acceso a materias primas y mercados, prevención del surgimiento de proyectos subversivos, establecimiento de zonas de contención y contrapesos contra rivales más distantes. En 1840, fueron el algodón, Muhammed Ali y la Rusia zarista. 127 años más tarde, al término de la ocupación, fueron el petróleo, las luchas de liberación del Tercer Mundo y la Unión Soviética. Se trata de una estructura muy profunda, no de uno o dos acontecimientos; una acumulación y una escalada extendida a lo largo de dos siglos, una agudización e intensificación de patrones que se desarrollaron por primera vez a principios del siglo XIX y que, no por casualidad, coinciden con la forma temporal del propio calentamiento global. He señalado muy rápida y someramente otros tres momentos cruciales de articulación. De 1917 en adelante, la ocupación británica de Palestina formó parte de un proyecto de transformación de Oriente Próximo en un pilar fundamental para el capital fósil debido a los recursos petrolíferos de la zona. De 1947 en adelante, el apoyo occidental al nuevo Estado sionista se basó en la consumación de ese orden; y de 1967 en adelante, ha consistido en su defensa a toda costa. Los pasos en el camino hacia la destrucción de Palestina han sido simultáneamente los pasos en el camino hacia la destrucción de la Tierra.

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Si damos un salto a la situación actual, en primer lugar debiésemos considerar el rol que cumple el Estado de Israel dentro del frenesí por los combustibles fósiles en curso. En Overshoot, Wim y yo mostramos con cierto detalle cómo durante la década de 2020 hasta hoy se ha producido una expansión acelerada de la producción de combustibles fósiles, justo cuando había que frenarla y revertirla -un desmantelamiento sostenido- para que el mundo evitara un calentamiento de más de 1,5 o 2 grados. Esta expansión no se detiene, sigue y sigue, no para, y continúa y acelera su paso. Hace poco The Guardian informaba que las empresas y los Estados siguen impulsando nuevos proyectos petrolíferos y gasíferos de magnitudes cada vez mayores. El país que lidera la expansión es, por supuesto, Estados Unidos; el segundo en la lista es Guyana, pero únicamente porque ExxonMobil ha encontrado su tesoro más reciente afuera de sus costas. Y por primera vez, la entidad sionista está esta vez directamente implicada. Una de las muchas fronteras de la extracción de petróleo y gas es la cuenca del Levante, a lo largo de la costa que va desde Beirut hasta Gaza, pasando por Akka. Dos de los principales yacimientos de gas descubiertos aquí, llamados Karish y Leviatán, se encuentran en aguas reclamadas por El Líbano. ¿Cómo se posiciona Occidente ante esta disputa? En 2015, Alemania vendió cuatro buques de guerra a Israel para que pudiera defender mejor sus plataformas de gas ante cualquier eventualidad. Siete años más tarde, en 2022, cuando la guerra en Ucrania provocó una crisis en el mercado del gas, el Estado de Israel se elevó por primera vez a la categoría de exportador de combustibles fósiles de notoriedad, suministrando gas a Alemania y a otros Estados de la UE, al igual que petróleo en bruto desde Leviatán y Karish, que entraron en funcionamiento en octubre de ese año, lo cual consolidó el alto estatus de Israel en este ámbito.

Un año más tarde, la operación Toufan al-Aqsa puso un cierto freno a la expansión. Y es que supuso una amenaza directa para la plataforma de gas de Tamar, que puede verse desde el norte de Gaza, cuando el día está despejado; como se encuentra dentro del rango de disparo de cohetes, la plataforma tuvo que ser clausurada. Uno de los principales involucrados en el yacimiento de Tamar es Chevron. El 9 de octubre, el New York Times informaba que: «Los encarnizados combates podrían frenar el ritmo de las inversiones energéticas en la región, precisamente cuando los prospectos para un Mediterráneo oriental como núcleo energético habían comenzado a despegarse. Israel era uno de los pocos países en Oriente Próximo sin importantes recursos petrolíferos descubiertos. Ahora, el gas natural se ha convertido en un pilar de su economía». Pero la resistencia palestina tiene el potencial de echar abajo toda esta ecuación. Con todo, cinco semanas después del 7 de octubre, cuando la mayor parte del norte de Gaza había sido cómodamente convertida en escombros, Chevron reanudó las operaciones en el yacimiento de gas de Tamar. En febrero, anunció otra ronda de inversiones para expandir aún más la producción. A finales de octubre, al día siguiente de que comenzara la invasión terrestre de Gaza, el Estado de Israel concedió 12 licitaciones para la exploración de nuevos yacimientos de gas; una de las empresas que las adquirió fue British Petroleum, la misma que descubrió petróleo por primera vez en Oriente Próximo y construyó el oleoducto Kirkuk-Haifa.

Pero ahora la imbricación va en ambos sentidos. En los últimos años, el capital israelí se ha convertido en uno de los principales protagonistas de la expansión de la producción de petróleo y gas en el Mar del Norte. Una de las empresas con sede en Tel Aviv es Ithaca Energy, punta de lanza de la extracción frente a Akka así como en las islas Shetland: actualmente es dueña de una de las plantas de hidrocarburos más destructivas emplazadas en el sector británico del Mar del Norte, el yacimiento de Cambo, posee una quinta parte de otro, el yacimiento de Rosebank, y realiza insaciablemente nuevas exploraciones en busca de más. Cuando Ítaca entró en la bolsa de Londres en 2022, fue la mayor salida en la bolsa de ese año. British Petroleum busca gas en los mares de Palestina mientras Ítaca lo busca en los mares de Gran Bretaña: nunca se había visto una armonía tal. El genocidio se desarrolla en un momento en que el Estado de Israel está mucho más integrado en la acumulación primitiva de capital fósil de lo que jamás estuvo. Los palestinos, en cambio, no tienen nada que ver en este proceso: ni plataformas, ni perforaciones, ni oleoductos, ni empresas que coticen en la Bolsa de Londres. No así los árabes de los EAU, Egipto y Arabia Saudí, por supuesto. Tal es la economía política de los Acuerdos Abraham y sus previsibles consecuencias: una unificación del capital israelí y del Golfo en el proceso de acumular riqueza por medio de la extracción de petróleo y gas. Esta es la ecología política de la normalización: una sacralización del business-as-usual que primero destruye Palestina, y luego la Tierra.

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La destrucción de Gaza es llevada a cabo por tanques y cazabombarderos que dejan caer sus proyectiles sobre el territorio, por Merkavas y los F-16 que derraman su fuego infernal sobre los palestinos, por cohetes y bombas que lo reducen todo a escombros -y ello sólo es posible una vez que la fuerza explosiva de la combustión de hidrocarburos los ha colocado en la trayectoria correcta. Todos estos vehículos militares funcionan con petróleo. Al igual que los vuelos de abastecimiento procedentes de Estados Unidos y los Boeing que transportan cargamentos de misiles a lo largo de un puente aéreo permanente. Un primer análisis, provisorio y conservador, concluyó que las emisiones causadas durante los primeros 60 días de la guerra equivalían a las emisiones anuales de entre 20 y 33 países de bajas emisiones: un alza abrupta, una columna de CO2 que se eleva sobre los escombros de Gaza. Si repito el punto acá es porque el ciclo se repite por sí mismo, y sólo crece en escala y tamaño: las fuerzas occidentales pulverizan los barrios de Palestina movilizando la ilimitada capacidad de destrucción que sólo los combustibles fósiles pueden proporcionar.

Resulta fácil olvidar hasta qué punto la violencia militar ha sido y sigue siendo un elemento central del business-as-usual. Más del 5% de las emisiones anuales de CO2 proceden de los ejércitos del mundo. A menudo se habla de la cuestión de tomar vuelos en avión y de lo perjudicial que es para el medioambiente, y lo es, pero la aviación civil representa alrededor del 3% del total. Y el 5% que proviene de los ejércitos precede a la guerra real: son emisiones en tiempos de paz, realizadas en el proceso de mantenimiento de los aparatos logísticos y las capacidades de combate de los ejércitos antes de su despliegue bélico. Al entrar en combate, el combustible se incendia y las bombas caen en ráfagas de emisiones concentradas adicionales. Estados Unidos, por supuesto, está al centro de todo esto. Las emisiones del ejército de ocupación durante la guerra de Gaza podrían cuantificarse como una categoría más de las emisiones estadounidenses. Como señala Neta C. Crawford, «el ejército estadounidense es el mayor consumidor institucional de combustibles fósiles del mundo y, por tanto, el mayor emisor de gases de efecto invernadero».[9] En su libro The Pentagon, Climate Change, and War [“El Pentágono, el Cambio Climático y la Guerra”], la autora traza lúcidamente el desarrollo de lo que denomina «el ciclo profundo». Los ejércitos del Reino Unido, primero, y de Estados Unidos, después, descubrieron que el carbón, seguido del petróleo, eran indispensables para hacer la guerra: para fabricar armas, transportar soldados al campo de batalla, proporcionar movilidad una vez en el combate y hacer que la potencia de fuego se abata sobre el enemigo. Al basar sus operaciones en los combustibles fósiles, el ejército estadounidense contribuyó a su irradiación a lo largo de todo el entramado económico; y cuando tanto el ejército como la economía llegaron a depender totalmente de ellos, salvaguardar esta materia prima esencial se convirtió en sí mismo en un imperativo de la guerra. Ninguna parte del mundo se ha visto tan profundamente  marcada y moldeada por este ciclo como Oriente Próximo. Aunque Palestina está en su centro, la devastación se extiende claramente a otros países: pensemos tan sólo en Irak y Yemen.

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Regresemos entonces a la cuestión de la naturaleza de esta alianza y reconsideremos brevemente la teoría del lobby. En pocas palabras, ésta dice lo siguiente: el lobby sionista de Estados Unidos ha acumulado tanto poder financiero, electoral y mediático que controla con mano de hierro la política estadounidense. Por medio de sus maquinaciones y manipulaciones, ha obligado a Estados Unidos a apoyar a Israel, a pesar de que ello no responde a los intereses reales, racionales y materiales del país. Estados Unidos apoya a Israel por razones de política interior, que terminan por distorsionar las preferencias y el posicionamiento de Estados Unidos en la escena internacional. La teoría se basa, por supuesto, en la obra de John Mearsheimer, un militar estadounidense, un supuesto realista sin ninguna afinidad ideológica con la izquierda. Me parece bastante sorprendente la ávida recepción de su obra en sectores de la izquierda. Por una cuestión de tiempo, no puedo permitirme acá una crítica exhaustiva de Mearsheimer ni de sus ecos en la izquierda: me limitaré a señalar algunos problemas a través de una interpretación representativa de la teoría.

Married to Another Man: Israel’s Dilemma in Palestine [“Casada con Otro Hombre: el dilema de Israel en Palestina”], de Ghada Karmi, es una exposición bastante conocida y corriente del caso de Palestina a principios del siglo XXI. Acertadamente, señala que para los palestinos, entender la naturaleza de la alianza entre EE.UU. e Israel «no es un juego intelectual sino una cuestión de vida o muerte».[10] Para ello, plantea dos explicaciones alternativas: «¿Estaría la política estadounidense tan controlada por Israel y sus partidarios que serían ellos quienes, en primer lugar, la dictarían, o es que, por el contrario, Israel se presenta como el brazo imperialista de Estados Unidos (y Occidente) en Oriente Próximo?», y termina por decantarse resueltamente por la primera opción.[11] Prosigue con una confusa perorata acerca de los judíos en los medios de comunicación y Hollywood, y concluye que este país es víctima de «la penetración de un Estado extranjero en el sistema estadounidense». Una típica hipótesis contrafáctica es construida: «Si la situación hubiera sido de sentido común racional y pragmático, donde se pudieran examinar los hechos y sacar las conclusiones lógicas, entonces el interés nacional estadounidense habría prevalecido en última instancia sobre las fuerzas que trabajan en favor de Israel».[12]

Si tan sólo el Estado estadounidense tuviera la libertad para elegir la política que mejor sirviera a sus intereses, se desharía de Israel. Pero el lobby sionista niega al Estado esa libertad. Esta explicación distorsionista no se aplica sólo a Palestina, sino a toda la región. Todo lo que hace Estados Unidos en Oriente Próximo lo dicta Israel, en contra de sus verdaderos intereses. «La verdadera motivación para la invasión de Irak», nos cuenta, fue «el deseo de proteger al Estado judío» endosado a los EE.UU.; no había armas de destrucción masiva, ni Al Qaeda, ni terrorismo en Irak, por lo que «la seguridad de Israel debe haber sido el motivo para atacar Irak, en ausencia de cualquier otro motivo». Esto es un doble non sequitur. De la ausencia de estos casus belli oficiales no se deduce que el verdadero motivo debiera haber sido la seguridad de Israel; pero de su ausencia sí se deduce que la seguridad de Israel no estaba amenazada por Sadam Husein. Karmi quiere hacernos creer que Israel quería el petróleo iraquí y envió hombres de negocios, asesores y agentes de inteligencia al país, mientras que Estados Unidos no poseía ninguno de estos impulsos agresivos, y terminó por ser arrastrado pasivamente a la guerra por el lobby. Se nos pide que creamos, en otras palabras, que el imperio más poderoso de la historia del mundo no tiene intereses propios ni realiza agresiones por su cuenta en Oriente Próximo. Lo mismo ocurre con Siria e Irán, nos dice Karmi: lo que Estados Unidos hace en esos países, lo hace servilmente en nombre de Israel.

Pese a que Karmi menciona de pasada a Shaftesbury y Palmerston, aunque prescindiendo de cualquier recuento histórico serio, aspira a que la suya sea una explicación cronológicamente exacta: «fue la llegada de Israel y de los poderosos grupos de lobby que trabajaban a su nombre lo que obligó a los sucesivos gobiernos estadounidenses a encontrarle un lugar en su política exterior».[13] Así pues, primero llegaron Israel y el lobby sionista y tan sólo después el imperio se vio obligado a obedecerles. Creo que podemos concluir sin temor a equivocarnos que incluso las limitadas pruebas presentadas aquí deberían bastar para refutar esta teoría. La evidencia histórica refuerza la validez de la explicación contraria. Me parece que Sayyed Hassan Nasrallah, independientemente de lo que haya hecho o dejado de hacer por Palestina en el último medio año, tiene razón cuando dice:

«Dentro del mundo árabe prevalece una idea errónea sobre las relaciones entre Israel y Estados Unidos. Seguimos oyendo esta mentira acerca del lobby sionista: que los judíos gobiernan Estados Unidos y son los que realmente toman las decisiones, etcétera. No. Estados Unidos es quien toma las decisiones. En Estados Unidos están las grandes corporaciones. Hay una trinidad formada por las compañías petroleras, la industria armamentística y el llamado «sionismo cristiano». La toma de decisiones está en manos de esta alianza. Israel solía ser una herramienta en manos de los británicos, y ahora es una herramienta en manos de Estados Unidos.»[14]

Esta es, por supuesto, la noción clásica a la que la izquierda árabe y los análisis más agudos de la resistencia palestina se pliegan. En la Estrategia para la Liberación de Palestina, el documento fundacional del FPLP de 1969, el enemigo se define como una unidad dialéctica entre el imperialismo global y el colonialismo de poblamiento local: las victorias de este último son «fundamentales para los intereses» del primero. La entidad sionista es una «base imperialista en nuestra tierra y está siendo utilizada para frenar la marea de la revolución, para asegurar nuestra continua sujeción y para preservar el proceso de saqueo y explotación»; el sionismo es «un movimiento racial agresivo conectado al imperialismo, el cual ha explotado los sufrimientos de los judíos como fundamento para la promoción de sus propios intereses (…) en esta parte del mundo que cuenta con una abundancia de recursos y proporciona una plataforma de proyección hacia los países de África y Asia».[15] Esta es la antítesis de la teoría del lobby. También se puede encontrar en los mejores escritos de la Yihad Islámica, como su documento político de 2018, donde leemos que «el proyecto sionista es el proyecto de una invasión colonial de poblamiento», y que éste está «basado en el vínculo orgánico con las fuerzas del colonialismo occidental, que trabajaron para deshacerse de los judíos y resolver el “problema judío” en Europa, fabricando una entidad para los judíos en Palestina». La persistencia de esa entidad «está esencialmente relacionada con el rol que se le asigna. Es una herramienta» – pace Karmi, una herramienta – “para el proyecto de dominación colonial” y “obtiene toda su fuerza material y moral de la fuerza y las capacidades de Occidente, en particular de Estados Unidos de América”.[16] Fathi al-Shiqaqi[17] tomó el lineamiento general de este análisis nada menos que de Izz al-Din al-Qassam[18]. A principios de la década de 1930, éste se opuso a los dirigentes palestinos que «consideraban necesario llegar a un acuerdo con Gran Bretaña para que se pusiera de nuestro lado contra los judíos, olvidando e ignorando así que el sionismo no es más que otra cara imperialista de Gran Bretaña».[19]

A diferencia de la teoría distorsionista del lobby, la teoría instrumentalista del imperio y la entidad es confirmada por la evidencia del pasado profundo, así como por el pasado reciente y el presente: Joe Biden podría haber salido de las páginas de un documento de Jabha o de la Yihad. En 1986, este futuro presidente dijo al Congreso: «No hay que pedir disculpas por Israel. Ninguna. Israel es la mejor inversión de 3.000 millones de dólares que hacemos. Si no existiera Israel, los Estados Unidos de América tendrían que inventar un Israel para proteger nuestros intereses en la región. Estados Unidos tendría que salir por ahí e inventar un Israel». No se podría ser mucho más claro que eso, ni más acorde con el registro histórico de la invención. En 2007, Biden reafirmó que «Israel es el mayor bastión que Estados Unidos tiene en Oriente Próximo (…). Imaginen nuestra situación en el mundo si no existiera Israel»; y después, en 2010, repitió que «simplemente no hay distancia entre Estados Unidos e Israel»; pero su frase más repetida fue la de tener que inventar Israel si acaso no existiera. Más recientemente, en julio de 2023, lo volvió a mencionar durante una reunión con Isaac Herzog en la Casa Blanca, tres meses antes de que se diera inicio al genocidio.

Me parece que la izquierda debiese marcar una clara distancia con respecto a la teoría del lobby. Esto no quiere decir que tengamos una comprensión completa de la relación entre el imperio y la entidad; al contrario, creo que lo notable aquí es que no contamos, por ejemplo, y corríjanme si me equivoco, ni siquiera con un solo buen libro en inglés sobre cómo funciona su estructura en la actualidad. ¿Hacia dónde se dirige el imperio estadounidense? ¿Qué está haciendo en Oriente Próximo? ¿Cómo encaja en ello el Estado de Israel? No creo que poseamos nada parecido a un conjunto de respuestas a estas preguntas que sea exhaustivo, actualizado y fundamentado empírica y teóricamente, porque lo más arduo del trabajo investigativo y teórico aún está por hacerse. Hay un déficit debilitante de análisis de vanguardia en torno al imperialismo estadounidense y otros imperialismos occidentales, quizá porque la izquierda lo ha considerado una actividad un tanto embarazosa, que recuerda demasiado al leninismo ortodoxo, al campismo y otros motivos de vergüenza. Personalmente no estoy calificado para llenar este vacío, pero permítanme lanzar la hipótesis de que el valor de las acciones de Israel, en tanto inversión, aumenta proporcionalmente al desafío planteado por Rusia y China. Cuando la rivalidad interimperialista se intensifica, tanto en la década de 2020 como en las de 1830 o de 1910, la entidad se torna en un activo de inestimable valor. Incluso desde los primeros momentos de la operación Toufan al-Aqsa, quedaba claro que una continuación de las estremecedoras victorias palestinas de aquel día habría dado fuerza al eje que se extiende desde la resistencia en Gaza a la del Líbano, Yemen e Irak, y, más allá, a Irán, y más allá a Rusia y China; una contra-alianza que actualmente tiene una existencia objetiva en los distintos teatros de operaciones, aunque, cabe señalar, es mucho más laxa, menos coordinada, menos dedicada y, por supuesto, menos poderosa que la alianza occidental.

Por último, permítanme señalar un error más de la teoría del lobby, quizá el más lapidante. Y es que plantea como contrafactual una situación en la que el imperio estadounidense sería libre de entablar deliberaciones racionales y preocuparse únicamente de sus propios intereses. De ser ese el caso, razona, se desharía de Israel, porque ¿cómo podría defender algo tan destructivo como la interminable colonización de Palestina, algo que engendra una devastación tan vasta e incesante en esa tierra, en la región y más allá, por doquier? Seguramente, Estados Unidos no podría decidir por esto si tuviera voluntad propia. El error aquí es más de uno, ya que pertenece tanto a las naturalezas del imperio, como del capital, del interés y de la racionalidad, pero sólo voy a señalar un aspecto. Teniendo en cuenta la manera en que, tras tomar la batuta dejada por el Reino Unido, Estados Unidos ha liderado sistemáticamente la expansión de la producción y el consumo de combustibles fósiles alrededor del mundo, y la forma en que impulsa la aceleración de esa expansión en el preciso momento en que su destructividad ha quedado a plena vista y aumenta día a día, no resulta tan inaudito que también avance en la destrucción de un pequeño territorio entre el río y el mar. Y nadie, creo, podría argumentar seriamente que la razón por la que usamos combustibles fósiles se debe a que el lobby de los combustibles fósiles en EEUU es poderoso. Lo es, por supuesto. Pero los grupos de lobby son fenómenos superficiales. Por poderosos que sean, el lobbie de los combustibles fósiles y el de los sionistas son excrecencias epifenoménicas de estructuras profundas que han funcionado durante un periodo de larga duración.

En la página final de La limpieza étnica de Palestina, Pappé escribe proféticamente:

«los palestinos nunca podrán formar parte del Estado y el espacio sionistas, y seguirán luchando -y esperemos que su lucha sea pacífica y exitosa. De lo contrario, será desesperada y vengativa y, al igual que un torbellino, lo absorberá todo en una enorme tormenta de arena perpetua que causará estragos no sólo en el mundo árabe y musulmán, sino también dentro de Gran Bretaña y Estados Unidos, las potencias que, cada una a su vez, alimentan la tempestad que amenaza con arruinarnos a todos.»[20]

Todo lo anterior nos demuestra que se trata de algo más que de un solapamiento metafórico fortuito, porque el descalabro climático es precisamente una tempestad que amenaza con arruinarnos a todos, y lo único que han hecho las grandes potencias hasta la fecha es alimentarla.

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Antes de terminar, permítanme proponer algunos otros momentos de articulación actuales, de forma elíptica:

La destrucción de Palestina y la destrucción de la Tierra se desenvuelven a plena luz del día. Existe un exceso de documentación en torno a ambas. El conocimiento en torno a ambos procesos y sobre cómo se desarrollan en tiempo real es superabundante: sabemos todo lo que necesitamos saber sobre las catástrofes y, sin embargo, el eje capitalista sigue echando leña al fuego y dejando caer bombas sobre Gaza.

La destrucción y la construcción son opuestos entrelazados que se presuponen mutuamente: la destrucción del planeta es la construcción de infraestructuras de combustibles fósiles; la destrucción de Palestina es la construcción de colonias raciales; o, como dijo Theodor Herzl en 1896: «Si deseo sustituir un edificio nuevo por uno viejo, debo demoler antes de construir».[21] Limitar, detener, revertir la destrucción de Palestina y del planeta requiere, por tanto, como condición lógicamente necesaria, la destrucción de las infraestructuras de combustibles fósiles y de las colonias raciales, no necesariamente su destrucción física, sino más bien necesariamente su desmantelamiento y reutilización, en los casos en que sea posible, y cada vez que no lo sea, en el camino hacia su abolición, sí, efectivamente su destrucción física.

Es del todo evidente que la inversión en infraestructuras de combustibles fósiles debe terminar y que, de hecho, debería haber cesado hace mucho tiempo. Sin embargo, vemos cómo se planifican y se construyen más oleoductos, más plataformas, más terminales y más pozos de perforación, y cuantos más son, más difícil resulta reducir las emisiones, más capital fijo se impregna al suelo, y mayor es el imperativo de perpetuarlo y defenderlo frente a cualquier transición que se aleje de los combustibles fósiles. Es del todo evidente que la inversión en colonias raciales también debe terminar y, de hecho, debería haber cesado hace mucho tiempo. Aún así, vemos más asentamientos, cada vez más asentamientos planeados y construidos en Cisjordania y en Jerusalén, y quizás pronto en Gaza, una vez más. Y cuantas más tierras palestinas se confiscan, cuantas más viviendas se construyen y se destinan únicamente para judíos, más difícil resulta prever un repliegue a la Línea Verde, más inamovible es la ocupación, mayor es el interés en defenderla contra cualquier proyecto de un Estado palestino viable.

Esta analogía a nivel de la base material -generando cada vez más hechos que prolongan e intensifican el business-as-usual– se refleja a nivel de la superestructura. Seguimos oyendo a los gobiernos de Occidente hablar de 1,5 o 2 grados y de una solución de dos Estados, mientras que en realidad los procesos de inversión financiera existentes operan sin cesar para rendir físicamente imposibles ambos objetivos. Hablar de dos grados o de dos Estados se presenta entonces como una pantalla ideológica. El paralelismo es bastante sorprendente cuando se yuxtaponen las cumbres de la COP con las cumbres de lo que alguna vez se conoció como «el proceso de paz». Ambas comenzaron en el mismo momento, a principios de la década de 1990, y ambas debían mantener la ilusión de que la llamada comunidad internacional trabajaba para mitigar el cambio climático y dar a los palestinos su propio Estado, respectivamente. Ambas operaban por medio de los mismos rituales y conjuros insustanciales de su diplomacia. Ambas encubrían la incesante financiarización de la destrucción. Pero hoy, por supuesto, sólo queda uno de ellos: a finales de este año tendremos que sufrir la 29ª versión del circo de la COP, aún más vacía de significado y sustancia que la anterior; ya no hay apretones de manos afuera de la Casa Blanca. El «proceso de paz» terminó en 2005, cuando el Estado de Israel reconfiguró su ocupación de Gaza a la manera de un campo de concentración. Todo lo que quedó fue una nakba expuesta e interminable. También en este caso, la catástrofe de Palestina parece prefigurar a la del clima.

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El genocidio de Gaza ofrece una valiosa lección en torno a la insensibilidad. En la catástrofe climática, las vidas de las multitudes no blancas del Sur global no son tomadas en consideración. Son prescindibles, no tienen valor. Lo vimos en el desastre que asoló Derna: las más de 11.000 personas muertas en una sola noche dejaron sólo una mínima huella en los medios de comunicación occidentales, y ninguna en lo absoluto en su política. Imagínense si hubieran sido 11.000 estadounidenses, británicos o suecos blancos asesinados en una noche; imagínense si hubieran sido 11.000 de las personas que realmente se toman en consideración: ¡imagínense el alboroto! Pero sólo se trataba de los condenados de la tierra, los que mueren como siempre, en el Mediterráneo y otros cementerios del mundo, sus muertes que forman parte del orden natural de las cosas, sin jamás prestar atención al hecho de que la circunstancia que los mató -el exceso de carbono en la atmósfera- fue propiciada por los ricos del Norte global. En cambio, sí se habló de culpa y culpabilidad en los medios de comunicación occidentales, se responsabilizó a los propios libios: si no hubieran construido represas tan débiles en ese río, Derna habría resistido la presión.

En la tierra de Palestina, las vidas de los palestinos no son tomadas en consideración. Son completamente prescindibles. No tienen ningún valor, ninguno en absoluto. Esta es la lección que hemos aprendido, una vez más, en el último medio año; nunca se había demostrado con una crueldad tan extrema y, de hecho, con una sed exterminadora de sangre tan grande como ahora. Imagínense si hubieran sido 40.000 estadounidenses o suecos o, en un contraste más evidente, judíos israelíes los que hubieran sido asesinados de esta manera; no, creo que esto no es algo que pueda imaginarse. Desafía la imaginación política. Va más allá de cualquier cosa que pueda ocurrir dentro del mundo tal y como lo conocemos. Y luego, se nos dice, de una manera particularmente insistente al momento de comenzar el genocidio, que la muerte de los palestinos también es su propia culpa: la matanza masiva se produce porque los palestinos lanzan cohetes hacia sus propios hospitales, porque utilizan a sus civiles como escudos humanos, porque almacenan armas dentro, o en las cercanías, o bajo escuelas y edificios residenciales, o por sus acciones del 7 de octubre.

El genocidio se curva entonces hacia el mundo que se calienta, y reconfirma la prescindibilidad y la falta de valor de las vidas no blancas: otra condición sine qua non para su perpetuación. Es sumamente conveniente para el negocio de ExxonMobil o British Petroleum que los EE.UU. y el Reino Unido hayan decidido que la muerte de este tipo es simplemente de rigor. El genocidio en el capitalismo tardío avanzado reproduce la munición para el paupericidio.

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Se podría decir mucho más -y hoy, afortunadamente, se están produciendo muchas investigaciones de gran valor– sobre la ecología política del proyecto colonial de poblamiento en Palestina, y la predisposición a la destrucción de la naturaleza local que subyace de manera inherente al sionismo. En Gaza, donde lleva décadas produciéndose, esta destrucción ha alcanzado ahora proporciones apocalípticas: las personas que aún no han muerto por las bombas viven en un páramo de suelo contaminado y agua insalubre, de huertos y campos llenos de polvo, de basura y escombros revueltos en una franja de tierra hipercontaminada, donde se hace un esfuerzo activo porque la vida humana se torne imposible en el largo plazo. El ecocidio se funde aquí con el genocidio de una manera nunca antes vista. Bosnia no era una tierra menos habitable después de 1995 que antes de 1992. El suelo, el agua y el aire de Ruanda salieron relativamente indemnes de la matanza de cientos de miles de tutsis. Pero, ¿podrá la gente volver a vivir en Gaza? Esta dimensión del genocidio en curso se mezcla con otra, que tiene que ver con la naturaleza de los acontecimientos de la mañana del 7 de octubre.

Tanto para el imperio como para la entidad, lo más impactante de la operación Toufan al-Aqsa fue la forma en que la resistencia neutralizó de un golpe todo el dominio tecnológico sobre Palestina. Todos los muros de hardware construidos a lo largo de dos siglos se vinieron abajo en unas pocas horas. El Jerusalem Post publicó una lamentación:

 «¿Cómo ocurrió que un grupo terrorista armado lograra superar las defensas de uno de los ejércitos más poderosos del mundo? Nos lo preguntaremos durante mucho tiempo. (…) La conmoción épica de este ataque plantea interrogantes sobre la capacidad de Israel para enfrentarse a otros enemigos. El 6 de octubre, en la frontera, se contaba con toda la mejor tecnología. Había torres de observación y soldados vigilando Gaza. Israel también posee drones y globos de observación. (…) [Pero] toda la tecnología smart con la que cuenta Israel resultó casi inútil frente al ataque en masa.»

O, en palabras de dos expertos de la Global Network on Extremism and Technology [Red Global sobre Extremismo y Tecnología]:

«Israel, sede de importantes iniciativas de ingeniería militar y de defensa, vio cómo su multimillonario sistema de defensa luchaba contra formas de guerra de baja tecnología. (…) Los atentados del 7 de octubre demuestran que actores tecnológicamente inferiores siguen siendo muy capaces y diestros frente a adversarios estatales mejor equipados. (…) La defensa de alta tecnología significa todo y nada.»

Difícilmente podría exagerarse la importancia de la negación instantánea y completa de la superioridad tecnológica en la mañana del 7 de octubre. No tiene precedentes en la historia de Palestina. Hay, por supuesto, una historia de lucha de guerrillas, que se remonta a los días de Izz al-Din al-Qassam, infligiendo ocasionalmente pequeñas derrotas al enemigo. La resistencia siempre ha sido consciente de este factor: tal como escribe el FPLP en el documento que he citado, «uno de los elementos básicos de la fortaleza del enemigo es su superioridad científica y tecnológica, y esta superioridad se refleja fuertemente en sus capacidades militares a las que nos enfrentaremos en nuestra guerra revolucionaria. ¿Cómo podemos enfrentarnos y sobreponernos a esta superioridad?».[22] Toufan al-Aqsa proporcionó la respuesta más rotunda jamás registrada ante esa pregunta: nunca antes la resistencia había barrido las fuerzas tecnológicas acumuladas del imperio y la entidad con tal suprema celeridad, facilidad y amplitud; la asimetría se daba vuelta a lo largo de toda una sección del sur de Palestina. Ningún levantamiento palestino había logrado nada similar. Una comparación frecuente es la que se hace con los ataques sorpresa de la guerra de octubre de 1973, pero éstos fueron llevados a cabo por los ejércitos permanentes de los Estados árabes. En tanto surgió de los campos de refugiados de Gaza, la mañana del 7 de octubre, la resistencia palestina golpeó desde una posición de inferioridad tecnológica aparentemente absoluta; aunque, es cierto, esa inferioridad ha disminuido en cierto grado desde la primera intifada de los campos de refugiados de Gaza en diciembre de 1987. Por aquel entonces, los palestinos sólo contaban con piedras y, a lo mucho, unos cuantos cuchillos; ahora tenían misiles, lanzacohetes, rifles, un puñado de drones y los inolvidables parapentes, pero aun así, nada remotamente comparado con el ejército al que se enfrentaron. Por vez primera, la fórmula vigente desde 1840 se hizo pedazos: los propios palestinos destrozaron el aparato tecnológico que los dominaba y destruía.

En vano se buscaría en los anales de la insurgencia anticolonial una inversión así de brusca de una asimetría igual de abismante. Se ha invocado la Ofensiva del Tet, pero el Vietcong era una fuerza militar mucho mejor equipada que la resistencia palestina. Los grupos guerrilleros, desde Cuba hasta Kenia, se sobrepusieron a adversarios con recursos superiores, pero aquella superioridad no se asemejaba en nada a la israelí del 6 de octubre. La gran afrenta de Toufan al-Aqsa fue haber hecho añicos un complejo de tecnología militar cualitativamente superior acumulado a lo largo de dos siglos, y como aquello en ningún caso puede ser tolerado, el castigo debía ser ilimitado. Quienes piensan que Israel habría respondido de manera menos sanguinaria si todos quienes murieron el 7 de octubre hubieran portado algún arma, se engañan a sí mismos sobre la naturaleza de ese Estado. La prueba más sencilla es lo que ocurrió aquí [en Líbano] en 2006: Israel resolvió destruir Líbano después de que tres de sus soldados fueran asesinados y dos de ellos secuestrados. Entonces, ¿qué más podría haber hecho después de las escenas que presenciamos la mañana del 7 de octubre? Pero el golpe fue duro no sólo para Israel. Estados Unidos no podía aceptar que la resistencia atravesara su principal base en Oriente Próximo como si se tratase de una tela de araña; no podía permitirse ver su propia maquinaria militar tan humillada. Israel y Estados Unidos compartían el imperativo de restaurar la disuasión.

Lo que han hecho en conjunto desde el 7 de octubre tiene un significado fácilmente decodificable: una vez hayamos repelido el primer golpe, desplegaremos todas las fuerzas de destrucción que tengamos a nuestro alcance. Tras la derrota inicial, debemos rehabilitar nuestra tecnología por medio de la reactivación de toda su capacidad de aniquilar la vida. La única manera de desbaratar la negación es exagerar la demostración de nuestro dominio total. Este mensaje se difunde mucho más allá de las fronteras de Palestina. Dice: si te atreves a perforar nuestro blindaje como hizo la resistencia palestina el 7 de octubre, te aniquilaremos a ti y a tu pueblo. El mensaje se transmite también claramente al Líbano; del mismo modo en que Charles Napier amenazó con convertir Alejandría en Akka, Yoav Gallant ha reiterado que «lo que hicimos en Gaza también puede hacerse en Beirut». Pero lo que está en juego aquí es la posición del imperio estadounidense y de sus aliados, allí donde tengan que enfrentarse a algún tipo de subversión. Esta guerra alberga un elemento de defensa performativa de la superioridad tecnológica, un alarde desinhibido de sus proezas; de ahí los vídeos en los que soldados se regodean detonando hogares o escuelas.

Tal vez, podemos entonces especificarlo como el primer tecnogenocidio. Un tecnogenocidio se definiría como un genocidio que 1) se ejecuta mediante la tecnología militar más avanzada, y 2) está motivado, al menos en parte, por el afán de restaurar su supremacía tras una contestación exitosa humillante. El genocidio contra los musulmanes bosnios se llevó a cabo en gran parte con armas de fuego cortas, que la república de Sarajevo también poseía, aunque en muy pocas cantidades. El genocidio de Ruanda se llevó a cabo en su mayor parte con machetes. El genocidio del Daesh contra los yazidíes fue otro genocidio de nivel tecnológico bajo; mientras que el caso paradigmático de un genocidio de alta tecnología, la propia Shoah, jamás fue incitado en modo alguno por un socavamiento judío del poderío tecnológico alemán. Sólo el genocidio en curso en Gaza parece cumplir ambos criterios. Los palestinos se refieren a menudo a la «máquina de muerte israelí», y eso es precisamente lo que es: una máquina de matar gente, en parte para ir rearmando la reputación de la propia máquina. La matanza masiva está mecanizada y automatizada, como sabemos a raíz de los primeros informes acerca del sistema de inteligencia artificial llamado «el Evangelio», que procesa enormes cantidades de datos sobre la población civil y las infraestructuras para generar los así llamados «objetivos de poder» para los ataques del ejército de ocupación: «una fábrica de asesinatos masivos, en la que “se hace hincapié en la cantidad y no en la calidad”». Fuentes internas del ejército aseguraron que: «»Realmente es como una fábrica. Trabajamos deprisa y no hay tiempo para profundizar en el objetivo. El concepto es que se nos evalúa en función de cuántos objetivos conseguimos generar»». Esta es la máquina de matar en acción, la cual integra el músculo del petróleo con la mente de los algoritmos. Luego vinieron los informes más recientes en torno a los sistemas de IA «Lavender» y «¿Dónde está papá?», que producen en masa listas de objetivos a asesinar con un número cualquiera de civiles adjuntos: como si la ocupación decidiera matar inescrupulosamente y delegara a la propia máquina de muerte la supervisión de dicha tarea. Como aquella mañana del 7 de octubre la supremacía de la alta tecnología había sido vaciada de su significado, tenía que volver a serlo todo otra vez.

Pero frente a ella, la resistencia palestina sigue en pie. Después de medio año, la resistencia sigue luchando. Después de medio año, seis meses, 184 días, la resistencia sigue luchando en todos los frentes, desde Beit Hanún hasta Rafah y, por supuesto, más allá de Gaza misma. Después de todo este tiempo, Izz al-Din al-Qassam y Mohammed Deif y Abu Obeida y sus compañeros de armas de la Yihad y el DFLP y el FPLP resisten en los túneles, siguen despachando una operación tras otra, y esto es lo que hace posible vivir un día más. Yo trabajo en Occidente, en el mundo académico, en el departamento de producción de conocimientos e ideas. Allí prevalece una situación absurda. Es posible ignorar, excusar, justificar o alabar la política genocida de Israel sin arriesgar nada, sin ser descalificado de nada o perder cualquier respetabilidad. Pero apoyar la resistencia de los palestinos -la resistencia armada, la única fuerza que se opone al genocidio sobre el territorio- está prohibido. Yo, por mi parte, me niego a seguir con esto. Creo que la verdadera desgracia en Occidente es que la izquierda no pueda apoyar claramente y sin equívocos la lucha palestina hacia la autoemancipación. Este es un tema para otra conferencia y un sinnúmero de escritos, pero creo que deberíamos decirlo alto y claro: estamos con la resistencia y estamos orgullosos de ello.


Notas

[1] National Repository, ‘The Jews’, marzo de 1877, 274.

[2] El Mandato Británico de Palestina fue la administración territorial encomendada por la Sociedad de las Naciones al Reino Unido en el territorio de Palestina tras la disolución del Imperio Otomano. Establecido de facto el año 1917, entró en vigor en 1922 y se extendió hasta mayo de 1948. [Nota de los Editores.]

[3] Yishuv es el nombre dado al cuerpo de residentes judíos en Palestina previo a la proclamación del Estado de Israel el año 1948. [Nota de los Editores.]

[4] Ilan Pappe, The Ethnic, 93.

[5] Eliahu Epstein citado en Irene L. Gendzier, Dying to Forget: Oil, Power, Palestine, and the Foundations of U.S. Policy in the Middle East (Nueva York: Columbia University Press, 2015), 105.

[6] Las Siete Hermanas es el nombre con el que se designa las siete empresas petroleras más importantes de la postguerra, en su mayoría británicas y estadounidenses, las cuales actuaban en conjunto para protegerse y dificultar la libre competencia con otras empresas emergentes. [Nota de los Editores.]

[7] Paul Thomas Chamberlin, The Global Offensive: The United States, the Palestine Liberation Organization, and the Making of the Post-Cold War Order (Oxford: Oxford University Press, 2015), 138.

[8] Citado en ibid., 125.

[9] Neta C. Crawford, The Pentagon, Climate Change, and War: Charting the Rise and Fall of U.S. Military Emissions (Cambridge, MA: MIT Press, 2022), 7–8.

[10] Ghada Karmi, Married to Another Man: Israel’s Dilemma in Palestine (Londres: Pluto, 2007), 84.

[11] Ibid., 91.

[12] Ibid., 103.

[13] Ibid., 97-8.

[14] Sayyed Hassan Nasrallah, Al Manar 3 de septiembre de 2012, traducido del árabe por Memri.

[15] PFLP, Strategy for the Liberation of Palestine (Utrecht: Foreign Language Press, 2017), 34, 101, 102.

[16] Political Document of Palestinian Islamic Jihad’, en Erik Skare (ed.), Palestinian Islamic Jihad: Islamist Writings on Resistance and Religion (Londres: I. B. Tauris, 2001 [2018]), 31–2.

[17] Fathi al-Shiqaqi (1951-1995). Fundador de la Yihad Islámica Palestina. [Nota de los Editores.]

[18] Izz al-Din al-Qassam (1882-1935). Fundador de la Mano Negra, primer grupo organizado de militantes palestinos. [Nota de los Editores.]

[19] Fatih al-Shiqaqi, ‘The Palestinian Cause is the Central Question of the Islamic Movement…Why?’ en ibid. [1980], 77.

[20] Pappe, The Ethnic Cleansing, 261.

[21] Citado en D. A. Jaber, ‘Settler Colonialism and Ecocide: Case Study of Al-Khader, Palestine’, Settler Colonial Studies (2019) 9: 135.

[22] PFLP, Strategy, 95.

Andreas Malm (1977) es profesor de geografía humana en la Universidad de Lund, y una de las voces más relevantes en los debates sobre la cuestión del cambio climático Es autor, entre otros, de El murciélago y el capital (Errata naturae, 2020), Capital fósil: el auge del vapor y las raíces del calentamiento global (2020) y Cómo dinamitar un oleoducto (2022).

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