Foto: @nicolasslachevsky
La frontera
A mi paisano Nicolás lo conocí cuando estudiaba cine y vivía solo en un pequeño departamento en Tlatelolco, Ciudad de México, donde únicamente había libros, una mesa y una radio. Sin duda le gustaba vivir ahí, estaba becado, le pagaban por estudiar, asistía a clases ocho horas semanales y el resto del tiempo lo ocupaba en una vida aparentemente ideal: caminar, tomar fotos, leer y escribir su tesis: el guion para un largometraje.
Lo veía por intermitencias pero cada vez que me lo topaba solíamos comer juntos y beber en largas y regadas sobremesas. Todo parecía indicar que su guion avanzaba por la vía experimental; me decía que incluía breves y en cierto sentido poéticas descripciones de Tlatelolco (pequeña ciudad silenciosa, laberíntica, de aciaga historia) junto a diversas hablas de personajes de la vecina colonia Guerrero, a quienes Nicolás encontraba cada tarde en una lonchería que por las noches se convertía en cantina. Ahí lo llamaban regularmente Chileno, pero con frecuencia fungía también de Pinche Chileno, aunque más de alguna vez alguien le gritaba Ah Qué Chileno; todo, en realidad, dependía del ánimo de los parroquianos, pues, si se trata de extranjeros, los mexicanos, como no tardó en advertir mi compadre, pueden oscilar entre una admiración desmedida y la agresión.
Nicolás intentaba incorporar estas percepciones, estas hablas de su nueva ciudad en el guion, pero se entrampaba, tal vez, en la acción: el discurso, me decía, parece no necesitar más que audio, porque lo imagino con puras voces, una tras otra, o mezcladas, no sé, pero sin imágenes, nada de imágenes, porque a veces lo ensucian todo. De buena gana, en contra de lo aprendido en la universidad, hubiera prescindido de señalar interiores, exteriores, focalizaciones: le bastaría, me dijo, con una pantalla roja, o negra, o blanca, mientras ecos de frases sueltas, algún grito o el bocinazo de un auto, se oyen hasta la extenuación.
Mi reacción, como amigo, aunque sincera, creo, no fue en ese momento la mejor: chucha, loco, está muy raro eso, le dije. El cine es raro, me respondió, extraña pero visiblemente afectado por mi comentario, luego de lo cual, quizá para no importunarlo, lo dejé de ver por un buen tiempo, hasta la noche del día en que murió Pinochet.
Esa tarde me acordé de él; sin tener con quien más comentar largo y tendido el magno suceso (sin tener claro, además, si debíamos celebrar o no), lo llamé para encontrarnos en la lonchería, donde solo unas horas después lo hallé completamente ebrio, apenas capaz de sostenerse en pie.
Aún no sé si en ese momento me reconoció; lo saludé, lo abracé, pero lo que me respondió al oído fue apenas un susurro del que solo entendí: no puedo más con ese guion reculiao, no puedo, no puedo más. Vamos, no es para tanto, le respondí, aunque no me prestó atención. Le dio un largo trago a una petaquita de ron hasta que en voz alta, retórico, preguntó: ¿Y qué chucha importa si el tirano asesino se murió, ah? La gente lo miraba, apenas sonreía, casi como una cortesía.
Nada, qué va a importar, le respondí, como para seguirle la corriente, pero en realidad estaba bastante avergonzado por el espectáculo que estábamos dando. La escena, que no dejaba de ser extraña, quizá estaba buena para un guion de la onda del Raúl Ruiz, aunque quién soy yo para decirlo: ha muerto Pinochet, en la tele de una fondita mexicana pasan fútbol; mi amigo chileno, en segundo plano, continúa bebiendo y le cuesta, le cuesta mucho enfocar la pantalla, pero de pronto, amargo, dice ante su auditorio imaginario: ustedes no entienden nada. Se ríe tristemente y repite en un murmullo bajito, con la pera pegada al pecho: no entienden nada, no entienden nada. En un momento parece que se va a quedar dormido en esa posición, hasta que alguien grita Gol! y Nicolás, alzando súbitamente la cabeza, como despertando, pregunta alzando la voz: ¿qué van a entender ustedes, pendejos, si son puros pinches hijos del PRI?
Recuerdo haber pensado: este huevón está actuando, y todavía más: este huevón está reproduciendo sin querer, o con toda intención (lo cual me dio un poco de julepe, debo confesarlo) una escena de la película chilena La frontera, cuando el protagonista, un relegado político, se emborracha en una oscura cantina del sur de Chile en la que sólo se ve a hombres emponchados, tomando.
Empieza a sonar una música, afuera llueve; los hombres se levantan de sus asientos y bailan entre ellos. El relegado, totalmente ebrio, los mira con ojos vidriosos mientras la música continúa sonando y los hombres continúan bailando. El relegado entonces se tambalea y grita: maricones. La música se apaga, los hombres dejan de bailar y observan con hostilidad al relegado. Silencio pesado, la cámara parece alejarse. El relegado continúa tambaleándose, los hombres lo siguen mirando, parece que le van a sacar la chucha. Pero no: el relegado, qué huevón tan triste, dice que por qué mejor no lo sacan a bailar a él también. Entonces uno de los hombres se abre paso y le pregunta: ¿quiere bailar, compadre? Y bailan.
Seguramente fue porque en algún momento comenzó a llover, pero es más probable, debo admitirlo, que las imágenes de esa película se interpusieran en mi cabeza (o vinieran en mi auxilio) simplemente porque yo me estaba preparando para una mocha inevitable. Pero la gente, salvo uno que otro que nos miró con curiosidad, siguió viendo tranquilamente el partido por la tele. Yo hubiera hecho lo mismo, en todo caso.