Las condiciones del mar – Carcaj.cl

Foto: Nicolas Slachevsky

31 de marzo 2025

Las condiciones del mar

La última vez que salí de vacaciones con mi familia fue hace unos años. Mis dos hermanas y yo. En las siguientes, que fueron hace un año, fueron mis papás y mi hermana mayor. En las más recientes, fuimos las mismas tres del principio. Se acerca el fin de año y mi hermano comienza a insistir en la playa, el mar, el hotel. No, no, le decimos. Se queda callado unos segundos y luego retoma su letanía; mar, playa, hotel. Agua, agua

No, no, le decimos. Los domingos es más insistente porque nos ve ociosos, por ende disponibles para escucharlo. No, le replicamos. Basta de mar, de playa y de hotel. ¿No te acuerdas? 

Hace unos días nos visitó una tía. Escuché a medias su conversación con mamá: en la universidad me dijeron que no es hereditario. Mi mamá está escéptica, ¿cómo no? Mira lo que es esta casa. Mi papá, mis hermanas, hermano y yo. Esta casa. Le cuenta cómo le costó asimilar lo de mi hermano cuando todavía no pasaba de los cuatro años. Mi hijo está bien, se decía. Pero confiesa que lo supo desde que era un bebé, cuando su mirada se expandía como si viera la inmensidad de todo y nada. Años más tarde, el diagnóstico fue innegable.

Quisiera estar en la playa, pienso, cuando mi hermano lo menciona. Él se enfrasca en el agua constantemente. Le gustan los cuerpos de agua, sobre todo los profundos. El mar es el más profundo de todos los que existen. El mar es ruidoso y sus aguas se retraen, el cielo se refleja azul y oscuro. No sé si esos aspectos le interesen a él. La primera vez que lo vio se fijó en la línea azul con insistencia. Fueron unas vacaciones normales.

Mi hermano es el centro de todo. Todo es por él y para él. Por eso se instaló la baranda en el segundo piso y, todo material que pueda romperse de un azotón, está fuera de sus límites. El carro tiene truco para que él no pueda abrir la puerta mientras vamos pasando la cuesta china camino a la capital de Querétaro. Siempre ha sido de obsesiones, pero estas nos conciernen a todos.

Ocurrió hace años, cuando los albañiles entraron y salieron de la casa por semanas enteras. Se produjo una afectación severa en su conducta. Queríamos explicaciones en un inicio pero pareciera que las personas diagnosticadas desaparecen apenas se vuelven adultas. Por supuesto, generalizo, porque la impotencia nos carcomió un par de años. Lo googleo y veo más recomendaciones para los niños, no para mi hermano adulto. En el IMSS solo supieron aumentar la dosis del medicamento.

Ese cambio de rutina, de ver caras desconocidas todos los días, desencadenó en él una reacción que se extralimitó de la ansiedad. Como una bomba. Un maremoto, seguro le gustaría presenciar uno de esos, le gustaría estar al centro.

Quisiera, a veces, habitar en su mente. Rompió cosas. Intentó salirse del coche en plena carretera. Se despreocupó de la gente a su alrededor. Egoísta, no seas egoísta, le repetimos.

Nos culpamos por no prestarle atención. Antes tenía una rutina muy distinta. Por las noches, hacíamos “trabajo en mesa”, que consistía en que él trazara planas con su nombre o dibujara lo que se le viniera a la cabeza, le gustaba dibujar la rueda de la fortuna de la Feria Ganadera de Querétaro —a la que también dejamos de ir—. Después de eso le dábamos masajes en los pies y la espalda. Al finalizar, le cantábamos la canción que más le gustaba de los Hermanos Rincón. Nos las sabemos todas porque mi mamá reproducía el casete todos los días, pero su favorita, o la que se sabe completa, es “La vaquita de Martín”. Así, nos turnábamos entre mi mamá, mis hermanas y yo un día a la semana. Dejamos de hacerlo cuando él rondaba por los veinte.

Fueron los albañiles, concluimos. E, ingenuos, creímos que se calmaría con el tiempo. Pero las obsesiones sucedieron una después de la otra. Se metía a la cisterna así el agua estuviera helada y, en ocasiones, se quitaba toda la ropa para empaparse apenas llegara de la calle. Aún con los recuerdos difusos tengo en mente el enojo que llegué a sentir. Le dije que estaba errático, así se lo describí a la psicóloga en turno y me contestó: “es que mira cómo te expresas de él, es tu hermano”. Guardé silencio luego de su sentencia y me preguntó si estaba enojada. Le dije que no, aunque sí. Creo, reflexioné después de la sesión, que es una situación que pocos pueden entender. Y me encerré, junto a mi familia, en esta burbuja de incertidumbre.

Siempre insiste con el mar. Estamos a ocho horas de la costa más cercana, por eso le proporcionamos una tina de gran tamaño para que pueda meterse ahí el tiempo que quiera y él acepta el trato. Una vez, mamá se levantó en la madrugada con un presentimiento. Sube al segundo piso y encuentra a mi hermano empapado y temblando de frío, recién salido de la tina. Ahora, llenamos la tina ocasionalmente.

*

Un invierno fuimos a Puerto Vallarta. Las terribles vacaciones. Mi mamá tenía gripa y mi hermano estaba ansioso como nunca antes. No pudimos evitar la salida porque ya estaba todo pagado. Se le estaba cumpliendo el sueño de ver el mar otra vez. En el autobús, permanece con los ojos abiertos y se mueve en su asiento como pajarito en una jaula que le duplica el tamaño de su cuerpo. 

Recuerdo los hechos puntuales y lo demás es difuso. Mis hermanas y yo en una habitación y mi hermano con mis papás en la otra. Ambas tienen balcón, pero el nuestro no da al mar, una lástima. El de mi hermano sí, por eso tienen que cerrar la puerta con seguro y correr las cortinas, no vaya a ser que… Mi mamá, en un susurro secreto, me confiesa que abrió el balcón mientras mi hermano se bañaba. Y se ríe, como si fuera una travesura ver el mar desde tu balcón. El resto de días permanece firmemente cerrado y él no se entera. Mientras tanto, en mi habitación, me recargo en el barandal y miro hacia abajo; eran unos buenos metros de altura.

Por la tarde vamos a la playa y cruzamos un puente que se alza sobre un riachuelo. Atrás de mí, mis papás sujetan a mi hermano y lo jalan hasta despegar su pie insistente del pasamano. Me pierdo en las miradas curiosas de la gente y el sol que arde en mi piel desnuda. Años más tarde, pregunto de manera discreta a mi madre por más especificaciones del suceso. Me dice que no lo recuerda. ¿Entonces me lo inventé yo? Si veo un barandal que nos protege de caer de una altura considerable, pienso en mi hermano con un pie listo para saltar. Tal vez sí pasó, repone ella unos segundos después, tal vez yo tampoco recuerdo.

*

Su terapeuta dice que son cosas de la edad. Entiendo, querer matarse es cosa de la edad, me repito. El tiene treinta y dos años y estas ideas se le afianzaron en el 2018. Ya tiene rato que quiere matarse. Sangre, sangre, dice. De mi cabeza, sangre. Y señala el alto del edificio que alberga las oficinas del Diario de Querétaro, mientras espera con mi mamá en la estación para abordar el autobús. Quiere verse a sí mismo sangrar. Y medito si sabrá de lo mortal de su sueño imposible. Si sabe que morirá si se avienta desde esa altura. Nos aleja el lenguaje.

El dolor se lo reparte de otros modos; a veces se muerde el antebrazo, golpea sus codos contra la pared y, durante unas semanas, quiso pasarse el cuchillo sobre las venas de la muñeca. Tonto no es, dijo mi mamá, se pasa el cuchillo pero al revés, se quiere cortar con el lomo. Busca un dolor moderado, un dolor que pueda controlar. Se sube al segundo piso y amenaza con tirarse varias veces. Lo logró en una ocasión y no pasó a mayores. Desde ahí, redobló sus esfuerzos y quiere saltar desde la azotea de mi cuarto, le agrega unos tres metros más. Nunca lo consigue porque estoy siempre en guardia.

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Por la noche, luego del confuso incidente del puente, bajamos a comer. Estaba nerviosa y sentía un mal auspiciado en el ambiente. No importaban los otros huéspedes, solo mi familia en la mesa. En mi silencio, escucho que algo azota contra el piso y creo que enrojezco de la cara. No nos miramos a los ojos y el personal nos dice que está bien, que no pasa nada y van a recoger los trozos de vidrio. Mi hermano tiene los ojos rojizos y las venas de la sien se le exaltan. Unos minutos después, un salero sufre las mismas consecuencias que el vaso. Estamos todos paralizados. Como si cambiara la escena de una película, me encuentro caminando en la playa con mi mamá y hermanas. Estoy aterrorizada porque no salió la luna y el mar es un vacío inmenso. El corazón sigue latiéndome muy fuerte.

Al día siguiente damos un paseo en lancha. El agua es turbulenta y se levanta, violenta, sobre los riscos. Nuestro guía nos dice que es seguro y podemos saltar. Mi hermano no lo piensa dos veces y le siguen los demás. Yo me encojo, aterrada, en mi chaleco salvavidas. No salto y prefiero mirarlos. Allá, donde el agua se estrellaba contra los riscos, va mi hermano nadando con mucha seguridad y detrás de él mi papá asustado. Alguien va a rescatarlos a ambos.

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Aprendió a nadar desde pequeño, cuando mi mamá iba con él a las clases de natación del IMSS. A un lado de la alberca, se alzan las gradas que rodean el campo de fútbol. Mamá dejó de llevarlo porque insistía en subirse hasta lo más alto.

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Los días siguientes permanece en la habitación del hotel. Mis papás le llevan la comida. Desprovisto del mar y, sin saber que podía verlo si hacía a un lado las cortinas, una frustración aún más terrible le nació. Nunca regresó al mar.

*

En casa, manifiesta su furia y no tiene perdón de nada. Al mismo tiempo, una indiferencia cruel por parte nuestra se entrelaza con sus acciones. Al ver que ya no puede romper cosas porque lo hemos escondido todo, sus emociones se desatan con el llanto. No lloraba así desde que era adolescente, con su voz todavía aguda. Ahora es distinto, pues es un hombre. Cuando eso sucede, también en domingo, siento como si al interior de mi pecho lo habitara una colmena de abejas en plena algarabía, luchando para salir por mi garganta —abejas, porque a mi hermano le aterran—. Son gritos, más que nada, incontenibles. Frunce tanto la cara y contrae los músculos que se pone todo rojo. Saliva, lágrimas y mocos. Y los gritos tan altos que debo cubrirme los oídos o subir el volumen de la música. A veces llamamos a la terapeuta y lo tranquiliza un poco, le advierte sobre las consecuencias: entre semana, te va a tocar barrer el patio en la escuela, te va a tocar lavar los trastes. Castigos para su corazón desgarrado. Ella ha estado con él la mitad de su vida y por eso la escucha. Hace muchos años, la institución a la que asistía cerró por temas administrativos y ella abrió una nueva. Se compadeció de mi familia y nos puso una colegiatura especial. Es caro estar en el espectro. 

En los últimos años ha habido un esfuerzo por concientizar a la gente sobre las neurodivergencias. Miro las infografías y los posts en Instagram, Facebook o Twitter y me siento una persona terrible al reflexionar: solo piensan en los funcionales, los que pueden comunicarse, lo demás es incomodísimo. ¿Pero qué culpa tienen ellos de ser funcionales? Mi familia y yo, en esta casa siempre a punto de estallar, nos sentimos envidiosos. Alguna vez, mamá ha tenido que pedir ayuda en el autobús después de recoger a mi hermano de la escuela. Cuando se aferra a los barrotes con toda su adrenalina y se rehúsa a tomar asiento. ¿Alguien me puede ayudar? Y se ríe, nerviosa. Algunas personas se miran entre ellas y otras aferran sus ojos al celular. Llega a casa enojada. Otro día, alguien la ayuda y le dice: mi sobrino también es autista

Otra vez es domingo y mi hermano insiste en el mar. ¿Para qué? Le preguntamos, ¿para qué quieres ir? 

Mar, mar, el mar, el hotel, contesta.

María José Escobar

María José Escobar (México, 1998). Licenciada en Letras Hispánicas. He participado con cuentos breves y microficciones en números y plataformas de los medios de difusión literaria Revista Ibídem, Revista Oropel, Hipérbole Frontera, Revista Alcantarilla, Enpoli, Tintero Blanco y After The Storm. Beneficiaria del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico PECDA Querétaro 2024-2025.

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