22 de septiembre 2024

Lo que uno es capaz de hacer por los demás

por Mauro Mateluna

La primera vez que Carlos fumó marihuana tenía catorce años y su mamá le dijo que no iba a tener drogadictos en la casa. Entonces también fumaba cigarros escondido y cuando quiso prender uno en su pieza su mamá le dijo que ni cagando iba a llenarle de humo su casa. Así que fumaba, a pesar de la molestia de su mamá, apoyado en la ventana del segundo piso, tirándole el humo al cielo.

Viven en el pasaje más corto. Los Poetas tiene forma de rombo rectángulo deforme, raquítico, de trapezoide alargado o de triángulo escaleno castrado. Por eso los pasajes van del más corto al más largo. Carlos vive en el Pablo De Rokha. Y desarrolló un carácter arrojado, crítico, provocador. A veces pensaba que era por el pasaje, que los nombres de los poetas influían en uno. Pensaba en la Yesi del pasaje Violeta Parra y decía que era igual de sensible, poética, salvo que encausaba toda su creatividad en la iglesia evangélica de la esquina. En el fondo pensaba que el destino de ella era el sufrimiento e incomprensión de su sensibilidad diferente que deviene indefectiblemente en suicidio. Pensaba en el Toño del Vicente Huidobro y reconocía su carácter vanguardista y neurótico. Fue de los primeros en tener un Súper Nintendo en la población. Fue el primero en tener zapatillas Fila de rapero. Fue el primero en traerlas como novedad. Después esas mismas zapatillas las llevaban los flaites como el Simón, el Pafina, Pichanel o el Marco, y la novedad se tornaba al toque corriente, vulgar. Es un ejemplo nomás. La Vicky vive en los departamentos eso sí. Con Carlos se empezaron a cruzar en el negocio de don Manuel, a la hora del pan, y desde entonces se cruzaban miradas. Sabían llevar poleras estampadas de grupos heavy metal, las que promocionaban tours y conciertos en ciudades y países que nunca conocerán.

La Vicky fumaba en los neumáticos de la multicancha. Los neumáticos que enterraban en el suelo para que los niños se divirtieran saltando de uno a otro. Allí la vio un día Carlos y después también empezó a fumar en los neumáticos forzando la coincidencia. Se hicieron amigos. A parte de fumar comían chicle y a veces ella lo iba a esperar a la salida del colegio y a veces era él el que la iba a esperar a ella a la salida del colegio. A veces se abrazaban y se tomaban de las manos. Carlos una vez le escribió una carta y le declaró su amor. Vicky leyó esa carta y se la respondió con una parecida. Después, en las semanas siguientes, se siguieron viendo sin que nada cambiara. Ninguno de los dos se atrevió a dar el siguiente paso. Si es que había que dar alguno. Luego pasó lo evidente: la tensión o la euforia o la efervescencia del amor se fue menguando y el aleteo que sentía ella en la entrepierna o en el vientre pronto se enfrió y desapareció y se le olvidó. El cuento corto es ese, pues al tiempo, por fuerza de ella, dejaron de verse y todo termina ahí, en una historia de vida que no fue, una historia de amor que no pasó. Eso por una parte. Todavía tenían catorce años.

El cuento largo, en todo caso, es así:

A los quince años Carlos se hizo empaquetador del supemercado San Francisco. Tomaba cerveza y compraba desodorantes Axe que usaba como perfume y con el que bañaba toda su ropa. Empezaba el día fumándose un cigarro sentado en el baño y se iba al colegio sin desayunar. Comía puros carbohidratos y grasas saturadas. Fumaba como locomotora. En los breaks del supermercado se sentaba en la plaza, se compraba una cocacola y echaba humo plácido. Por entonces ya había tenido una novia. Duraron dos meses—dos meses falsos— y no se exploraron nunca. Él la iba a ver al barrio Las Margaritas, detrás del colegio San Agustín, y se besaban en el antejardín. Eso fue en verano. Con ella dio su primer beso beso y cuando llevaban dos semanas la chica se fue a la playa y no volvió hasta marzo. En el reencuentro Carlos la cortó; dio por hecho que lo cagó en la playa, a pesar de que durante todo ese tiempo ella le enviaba mensajes de texto diciéndole lo mucho que lo quería y que lo extrañaba.

A los diecisiete años ya era un adolescente adicto al porno y se masturbaba casi todos los días. Todavía era virgen aunque ya se había manoseado con una empaquetadora del super. Era mayor que él por dos años y se agarraron a besos en una fiesta. La fiesta fue en la casa de un cajero del supermercado. Se encerraron en una de las piezas y ella se dejó quitar el sweater y el corpiño. Carlos se engolosinó pero ella no dejó que le quitara los calzones aunque igual lo agasajó con una paja. Después de la fiesta sin embargo no pasó nada más y Carlos durante un tiempo más bien largo se masturbó con la imagen del torso y los pechos desnudos de su compañera de trabajo.

A los dieciocho años conoció a la Martita, alumna de dieciséis años del colegio Las Carmelitas, con quien se puso de novio. Los dos eran vírgenes y a los tres meses de noviazgo dejaron de serlo. A los seis meses de relación Carlos le fue infiel en reiteradas ocasiones con una alumna de quince años del Liceo Hermanos Sotomayor Baeza y con otra de dieciséis del Colegio Menesiano de Culiprán. Con ambas tuvo relaciones sexuales. Con ambas lo hizo sin ninguna protección ni responsabilidad afectiva. La Martita por su parte no lo engañó hasta después del año, después de haber aceptado dolorosamente que él lo hacía con mujeres más chicas, con menores de edad. La primera infidelidad de la Martita fue con un chico llamado Juan, de dieciocho años; Juan hacía el servicio militar y se veían los fines de semana que tenía de franco; se la llevaba a un motel a las afueras de Curato Baldiós y lo hacían durante toda la noche. Su segunda infidelidad fue con un cajero del mismo supermercado donde trabajaba Carlos. El cajero, de nombre Esteban y veintidós años de edad, conocía a Carlos, pues a veces coincidían en la misma caja. Sin embargo esa misma cercanía condimentaba más la aventura que tenía con Martita. Se conocieron por internet, por Messenger, en esa época en que era normal agregar y conversar con todo el mundo. La invitó a su casa a tomar cerveza y a fumar porro varias veces antes de que ella aceptara más por insistencia, por mérito, por no rendirse, que por verdaderas ganas.

Cuando Carlos se enteró de las infidelidades de Martita la trató de puta en reiteradas ocasiones e hizo estrellar su teléfono móvil (la evidencia) contra la pared haciéndolo añicos. Después de eso se separaron y ella se puso de novia con un chico de Chorombo que vende papas en la feria y de ese modo perdemos su rastro en esta historia. Durante todo ese tiempo Carlos rara vez pensó en Vicky. Y eso que todavía vivía en Los Poetas. Ahora, en todo caso, y desde la distancia, veía lo que tuvo con ella como algo infantil, tonto, casi retrógrado.

La realidad de Vicky en todo caso era diferente. Cuando cumplió dieciséis años conoció a un chico fanático del rap y el punk. Se llamaba Clodomiro Paiquileo. Iba en el Liceo Hermanos Sotomayor Baeza y tenía dieciocho años. Con él salió a tocatas de rap y punketas. Con él tuvo sus primeras borracheras y vómitos en la calle. Con él pasó una noche en la Plaza de Armas después de consumir jarabes y pastillas del grupo de las benzodiacepinas. Con él se perdió una semana entera sin dar señales de vida; los papás de Clodomiro se fueron por dos semanas al sur y allí se encerraron a coger y a beber y a fumar en un idilio que sólo terminó cuando la mamá de Vicky apareció por allí preocupada, la agarró de las mechas y se la llevó chistando para su casa. A Clodomiro lo siguió viendo después de eso. A Clodomiro le decían Cloro. En el ámbito underground de Curato Baldiós era conocido así, como el Cloro, el punky rapero. Y Vicky sólo después de un aborto espontáneo y de reacciones ingratas, desgraciadas, para nada defendibles del Cloro, lo dejó para siempre. Su mente después de tanto jaleo e intensidad empezó a procesar y a conectarse con cuestiones más profundas, incluso espirituales. Y luego trató de encarrilar su vida.

A los veinte años Carlos había terminado a duras penas su educación escolar. No tenía planes para el futuro. No sabía lo que era el futuro —salvo algo lejano, parte de otra vida y que va hacia adelante—, y sólo le importaba tener para sus vicios y pasarlo bien. Ahora trabajaba como cajero del supermercado después de haber pasado una temporada como copero y encargado del aseo en la disco Teatro. Fumaba hierba cuando podía, cuando encontraba algún soldado confiable, aunque ninguno sea nunca confiable. Seguía viviendo en el pasaje más corto de Los Poetas. Rara vez se cruzaba con Vicky. Vicky estudiaba contabilidad en el Instituto Araucano. Después de Clodomiro no volvió a tener novio pero sí varios amantes. Ahora, al contrario de esa época descontrolada, iba al ginecólogo y tomaba pastillas anticonceptivas. Viajaba a menudo a Santiago, sobre todo los fines de semana, y salía de joda con alguna amiga o amante. Vicky iba al supermercado por las mañanas. Carlos trabajaba por la tarde. Nunca se encontraban. El tiempo, más bien esa parte de la física que abarca al espacio, los alejaba como dos imanes de polaridades invertidas.

Carlos llegaba bien entrada la noche, comía algo y se fumaba un cigarro. Luego se acostaba a ver una peli y seguía fumándose un cigarro tras otro; su madre ya no lo molestaba por fumar, ya era grande, ya estaba todo peludo y hediondo, decía. Cada tanto invitaba a alguna chica a su casa y pasaban la noche haciendo el amor o intentando hacer el amor. A veces iba al Cuervo Bar con algún cajero o empaquetador a tomar cerveza y comer completos. A veces invitaba a alguna chica y la chica aceptaba o no aceptaba la invitación. Un día se encontró a Vicky con una amiga en el bar y las invitó a juntar las mesas. Él estaba con dos amigos. Las chicas aceptaron. Vicky se puso al día con Carlos y Carlos se puso al día con ella. Al principio Vicky estaba reacia a conversar con él, lo había encontrado medio tonto; tanteaba el terreno, acaso ya no le caía tan bien, pero después de unos tragos pudo ver al mismo Carlos de siempre y cedió; se fueron juntos a Los Poetas después de bajar varias botellas de cervezas y despedirse de sus amigos. Cuando llegaron a la población Vicky lo invitó a quedarse con ella en el departamento. Recordemos que vive en los bloques que están junto a la multicancha. Pasaron lo que quedaba de noche poseyéndose hasta quedar exhaustos. Y después siguieron viéndose.

No eran novios, no eran pololos, eran lo que se dice andantes. Se quedaban juntos una que otra noche de la semana. Los fines de semana ella seguía yendo a Santiago. Iba a fiestas electrónicas, consumía una que otra pastilla y cada tanto se iba a la cama con algún chico de Providencia o Las Condes. Carlos mientras tanto seguía yendo al Cuervo Bar. Rara vez se juntaba con otra chica, y cuando pasaba se quedaban toda la noche haciendo el amor. Por la mañana la iba a dejar a la parada y no se veían más por pura incomunicación o irresponsabilidad/pereza afectiva. Y porque luego quedaba con un sentimiento de culpa, con un vacío. De algún modo lamentaba no haber descargado toda esa energía y esa pasión con Vicky. Y cuando se veían y fumaban hierba y volvían a hacer el amor él le hacía preguntas que se hacen los que son amigos; a saber si ha estado con alguien la última semana, el último mes. Y la respuesta que recibía, que debía recibir un verdadero amigo, le trizaba el autoestima y el ego que él juraba tener de hormigón armado.

Una noche lo llamó desde una fiesta. Eran las tres de la mañana. Ella estaba en Santiago y él en Curato Baldiós. Ven a buscarme, le dijo, estoy muy curá y me quiero ir pa mi casa. ¿Dónde estay? le dijo él. Estoy en el Bellavista, ven a buscarme. Ok, espérame, le dijo Carlos, voy a ver cómo hago, quédate allí nomás, no te movai y estate atenta al teléfono; se puso a buscar números de taxis en las guías. Le atendió uno y le dijo que no hacía viajes largos. Le atendió otro y le quiso cobrar cien mil pesos, una locura. Luego le atendió otro y le dijo imposible. Luego atendió otro y le dijo que sí, vamos nomás, le sale treinta mil pesos, deme su dirección. Y así partió a Santiago; la autopista estaba vacía. Una que otra moto los adelantaba y desaparecía en segundos. Ida y vuelta tardaron poco menos de dos horas. Las cosas que uno es capaz de hacer por los demás, dijo el taxista al ver a Vicky ebria, apoyándose en el hombro de Carlos, en el asiento de atrás.

Se había peleado en su grupito, tampoco le apeteció irse con algún chico. Supuestamente una de las amigas se metió con un chico que le gustaba. Se lo confió a Carlos. Y Carlos primero se sintió mal, desilusionado, después sintió un abismo, luego sintió rabia y recién entonces se sintió tonto. Pero no importaba, se daba cuenta de que estaba dispuesto a hacer lo que sea por ella. Y también le dolía que no fuera el único, que no tuviera exclusividad, que ella fuera así. Y ese sentimiento lo ocultaba; quería ser solemne, correcto, generoso, condescendiente. Pero daba igual. Practicaba con ella una fidelidad acaso involuntaria, llevado por la fuerza, no del amor, sino de otra cosa muy lejana, distinta. Y luego viene la elipsis necesaria porque el tiempo pasa y las cosas no evolucionan, tan sólo se estiran, se alargan, se aplazan o se suspenden. O sea que siguieron viéndose, cogiendo y compartiendo la cama una que otra noche. A veces pasaban dos meses y no se juntaban. Se veían pero ya no dormían en la misma cama. La única novedad, eso sí, era que fumaban más marihuana que antes. Y lo hacían como amigos.

Carlos tenía un amigo que le vendía el gramo de cogollos a precio regalado. Carlos a veces revendía lo que compraba y así sacaba su dinerito extra. Vicky sabía eso. A veces compraban frascos de mermelada llenos de cogollos y fumaban toda la noche. Después se repartían lo que quedaba miti y mota y no se volvían a ver hasta pasado un buen tiempo. Por supuesto que después la extrañaba. Por supuesto que le dolía ese abismo, esa inversión de la polaridad repelente cuando se han tenido siempre al lado, a unos metros de distancia. Un día Vicky lo volvió a llamar desde Santiago. Era día sábado por la tarde. Estamos en un asado en el departamento de una amiga, le dijo, ¿quieres venir? Si vienes tráete un frasco porfi, te lo pagamos acá, es lo único que falta porque copete hay hasta pa año nuevo, le dijo Vicky. Y Carlos por supuesto que aceptó. No se veían hace más de un mes. Vicky le había estado pateando las juntadas. Acusaba tener mucho estudio, estar sin tiempo para nada, etcétera. ¿Dónde es? dame la dirección, ahí me consigo un frasquito y voy al tiro para allá. 

Cuando llegó al edificio eran más o menos las diez de la noche. Tenía el frasco con sendos cogollos de marihuana en su mochila. El frasco estaba avaluado en unos ciento cincuenta mil pesos. Pero Carlos se los iba a dejar a cien. Llamó por teléfono a Vicky avisándole que estaba abajo. No le dio la dirección exacta del departamento, sólo la del edificio: Carlos Antúnez #2350, Providencia. Espérame, ahí bajo a abrirte, le dijo. Lo hizo pasar al hall. El conserje lo miró y lo saludó con la cabeza. Vicky le pidió el frasco de marihuana y le dijo espérame, lo voy a ir a dejar arriba, te bajo la plata y me acompañas a comprar cigarro, las cabras se los fumaron todos. Entonces Vicky subió y Carlos empezó a ser alguien que espera. Cuando llevaba una hora ya se había dado cuenta de que nadie iba a bajar e intentó llamar a Vicky por teléfono pero éste sonaba apagado. No me puede hacer esto, pensó Carlos. Eran más de las once de la noche. Acaso alcanzaba a tomar el último metro de Providencia a Estación Central, a la terminal de buses, pero daba igual porque los sábados los buses de Santiago a Curato Baldiós salían hasta las diez y media. Entonces Carlos siguió esperando. Hubo un momento en que de verdad pensó que Vicky iba a volver a bajar. Por eso siguió esperando y de repente ya eran más de las doce. El conserje ya le había preguntado qué cosa seguía esperando, que ha pasado mucho rato. Carlos le preguntó si podía subir a buscar a Vicky, la chica que le abrió la puerta. Pero el conserje no sabía ni el número del departamento ni en qué piso estaba. Subo a la fuerza, pensó Carlos, y pregunto en todos los pisos dónde está Vicky. Y cuando quiso hacerlo el conserje se lo impidió. Si usted intenta subir a ver a su amiga, le dijo, yo llamo a Paz Ciudadana y a los carabineros. No le quedaba otra que irse. Le costó dejar el edificio. No quería resignarse. Pero tampoco quería problemas con la ley. ¿A dónde se iba a ir a esta hora? Todavía no era fecha de pago, andaba con lo justo. No podía pagarle a ningún taxista. Ni siquiera tenía diez mil pesos. Y ni siquiera estaba furioso, que debería estarlo, estaba desilusionado, resignado y también asustado. Pero iba a afrontarlo. Iba a salir adelante. Le pidió al conserje que abriera la puerta del edificio. Y entonces salió a la noche azabache, santiaguina, llena de luces y bokehs de fondo, sin saber todavía qué hacer, salvo caminar, caminar un buen rato.

(Melipilla, 1991), vive en Córdoba, Argentina

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