Collage: Paula Andrea Jouannet

08 de junio 2019

Los hombres y sus muros

por Bruno Biagini

Murallas para dividir, murallas para separar, murallas para proteger, murallas para restringir, murallas para excluir.

Así son las murallas. O al menos eso he escuchado últimamente.

Y de alguna forma, no pasamos mucho tiempo hablando de estas murallas.

Por supuesto, estamos aquí discurriendo respecto a las murallas y todos tenemos a la vista ejemplos más bien infames de estos días, los últimos días, nuestros días por cierto. Pero en general, por más artículos de diario que se apilen sobre estos muros siniestros, por más bocas que ocupen, es muy poco lo que decimos de las murallas mismas. Muchas de ellas aun no existen y así, en estricto sentido, no son murallas, sino ejemplos que construimos en forma de muralla y que construimos infames para ilustrar las pretensiones desmedidas, la hipocresía, la pétrea indiferencia hacia lo que hay del otro lado. Pero nadie pierde un minuto hablando del concreto, de la altura, de los cimientos. Día a día pasamos al lado de tales murallas, en sus versiones miniaturizadas, cumpliendo perfectamente su función divisoria, murallas de casas, de colegios, de clubes, sin que sintamos necesidad de reparar en ellas siquiera.  En otras palabras, no son estas murallas de las que queremos hablar, sino que queremos hablar en contra de ellas, en torno a ellas, pulversizarlas hablando. Yo sin más, hablando de murallas como pretendo hacer, no tengo intenciones de dedicarles ni una línea .

No, mi plan es hablar de las murallas que se han caído, que ya no demarcan nada, donde crece pasto, las que dejan ver hacia el otro lado, las que se yerguen en un prado , inermes ante el espacio abierto ¿Por qué? Porque son estas las únicas capaces de capturarnos. Capaces de contener no solo  nuestros cuerpos, sino también nuestra mirada. No solo de restringir lo que hacemos, sino de hacernos observar, investigar, inventar.

Los muros de Babilonia, las murallas de Pompeya, los frisos del Partenón, los grafitis de roma, los fuertes del sur, las casa de adobe en el centro, la gran muralla, los monasterios abandonados, nuestra imaginación está llena de murallas y resultan liberadoras. Curiosamente, hay que interpolar, dado todo lo que hemos escuchado sobre cuál es la naturaleza de los muros. Murallas que pueden soltarnos de nuestros tiempos, de nuestras limitaciones, de nuestras mezquindades, de nuestra murallas. En vez de una barrera, vemos un hito. Un signo de que enfrentamos y ponemos pie donde las cosas funcionan distinto, donde los detalles a los que nos hemos acostumbrado faltan, donde los colores cambian, donde todo se hace al revés o no se hace. De que nos enfrentamos a un espacio autónomo.

Incluso cuando pongo las cosas en un plano personal y pienso en un periodo particularmente cruzado de barreras, los muros del colegio solo lograban llamarme la atención cuando los observaba desde lo alto de un segundo piso, cuando parecían  ser bajos, cuando era posible ver cómo el mundo cambiaba radicalmente a ambos lados, del espacio abierto y vacío del patio y la parsimonia de las salas a la maraña de calles, a los autos acelerados y las mil ocupaciones de la ciudad. Pero de pie junto a estos muros, no había razón para prestarles atención; entonces eran redundantes, una acreción material de la idea que no era posible ver ni imaginar un mundo más allá de la disciplina escolar.

Las murallas que realmente llenan nuestra vida, son aquellas capaces de hablar. De hablar sutilmente, lentamente, como hacen las murallas, susurrándonos historias y datos de un mundo que está siempre un poco más allá, que aun no podemos ver. Pero para poder hablar, como bien sabemos, es imprescindible dejar de lado nuestro trabajo. O para expresarnos sin eufemismos, el trabajo, ya que este casi nunca es nuestro. Por lo tanto, para que pueda haber algo propio, es necesario eludir la obligación ajena: Como todo lo que tiene una vida o aspira a tenerla, los muros también tienen esa tendencia a resistir lo que decimos de ellos, lo que pensamos de ello, lo que hacemos con ellos y se hace necesario preguntarles para qué están ahí, quienes son, al igual que a los hijos, al igual que a todo lo que hemos dado vida.

Por lo mismo, siempre es un mal signo cuando no vemos o cuando sabemos de antemano qué ver en los muros.

Aun así, si bien tales muros pueden caer, deben caer, creo que son pocos los que se inclinarían por una vida  como la de los Eloi, libre de cualquier barrera. Y aun que no fuera así, hasta que descubramos cómo subyugar el clima, tal mundo permanecerá más distante de nosotros que de aquel hombre de ojos grises que logró, al menos en las páginas de un libro, cruzar las bastas praderas del tiempo(y dada la verdadera condición y destino de los Eloi quizás este sea el mejor desenlace posible).

Por supuesto, este es un análisis simplista, pero cumple con destacar que nuestra relación con las murallas no es tan directa como una línea recta. Lo cual no quita que sea simple. A fin de cuentas, somos seres sencillos. Las murallas en cambio son otra cosa  y cuando queremos hablar de su relación con nosotros, entonces es que las cosas se complican.

Por más que queramos pretender que gracias a su relación con nosotros las murallas han tenido una larga y firme historia, para ellas no somos más que unos tributarios recién llegados y encandilados con su figura. La historia, nuestra historia, la que insistimos es también su historia, es un apéndice que, imagino, no estarían muy orgullosas de mencionar, sobre todo cuando podrían sacar a la luz otras conexiones más prestigiosas. Aunque disfrutamos difundir mal entendidos, lo cierto es que antes que hombres, hubo muros.

Es difícil estar seguros si podemos llegar más atrás, a un tiempo sin muros, pero al menos sabemos que sin murallas no habría vida. En efecto, sin las membranas que permitieron insular los primeros portadores de información y los recursos que necesitaba para sostenerse y duplicarse en un mismo espacio, aquel  motor del que depende toda la vida orgánica jamás se habría puesto en movimiento. Su conexión con la vida no proviene de la asociación con alguna de sus insignificante variaciones, sino desde la semilla misma del fenómeno. Protegida por ellas, la vida rompió a través de la superficie de la realidad. Desde entonces, todas sus variantes les han rendido homenaje de una forma u otra: las capas de celulosa que  permiten levantar desde la más humilde hebra de pasto a los enormes rascacielos arbóreos de otras épocas, rígidas armaduras y cristalinas alas para los insectos, las cápsulas de bacterias y semillas, entre las cuales nuestros muros de barro, de piedra o concreto son pobres encarnaciones. Pobre al compararlas con la flexibilidad de las primeras membranas, con su capacidad de dejar pasar todo lo que era necesario, a la vez que, bloqueando las ráfagas salvajes del mundo exterior, mantenía el interior celular tranquilo como un pequeño jardín. Y pobre, sin duda, aun para nuestras modestas capacidades.

Porque en nuestro mundo también pueden ejercer una función más interesante. Los muros pueden ser la semilla de variedad, no solo condición de privación. Necesitamos de los muros, para protegernos, para recogernos sobre nosotros mismos, para que las particularidades de una existencia no sean borradas por el flujo bien establecido de lo que ya es. Solo así una vida puede llegar a ser una y no cualquier otra. Muros de cemento constituyen piezas donde comer, donde leer, donde pensar, muros de silencio constituyen momentos para comer, para leer, para pensar. Sin muros no habría jardines, sin muros no habría bibliotecas en medio del ruido de la ciudad o, viceversa, no habría espacio para el ruido de las ciudades junto al silencio de la bibliotecas.  Sin muros no habría más que un solo espacio continuo y no tendríamos más opción que vivir disputando su naturaleza o vivir suprimiendo cualquier cosa que amenazara con cambiarla. Pero por suerte este mundo, este mundo humano, aun es uno de múltiples posibilidades, de patios y buhardillas, de callejones, uno de muros. Pero si insistimos en pensar solo en muros que anulen, podríamos perderlo.

No, necesitamos los muros adecuados. Podríamos fabricar muros de aire solido, ventanas y ventanales que nos permitieran cierto aislamiento sin obligarnos a abandonar el mundo. Muros con hoyos, en los que pudiéramos descubrir ojos ajenos y ser descubiertos. O muros móviles, como en las antiguas casas japonesas, donde las particiones internas era biombos y pantallas que cada día podía configurar un espacio totalmente distinto dentro de la misma residencia, para adecuarse al humor, a la ocasión, a la estación. Si tan solo hiciéramos el esfuerzo de construir esos muros.

Pero  insistimos en que no son más que barreras. Tener que ser algo que aseguran que los mismo permanezca igual, que a la vez permanezca siempre igual, eterno, que nunca cambie, debe ser más bien tedioso. Sobre todo cuando consideramos que su primer rol fue  quebrar la realidad en porciones, permitirles que se desarrollaran cada una según sus reglas, ser la fuente de diversidad, de cientos de posibilidades, algo que nunca estaba quieto, que siempre estaba moldeando ese desarrollo, facilitándolo, para luego disolverse y entregar su patrimonio al mundo, para aumentarlo, para catalizar su diversidad y ladrillo por ladrillo viajar por el espacio para formarse en algún otro lugar. Lo que les pedimos es bastante poco, pero porque lo que nos permitimos a nosotros mismos es escaso.

Quizás por esto es que periódicamente los muros insisten en abandonar su deber, en agrietarse, en descascararse, en dejar pasar lo que debería dejar fuera, en quedar rápidamente obsoletos, en tener puntos ciegos o grietas. Y como alguna maldición griega, siempre estamos ahí, listos para restaurarlos, para devolverlos al lugar que les hemos dado.

Por supuesto, en esta resistencia, hay más previsión que en nuestra manía restauradora. Velando por si mismos, velan por nosotros. No creo que estén tratando de cuidarnos. Se trata del interés propio de los muros. Después  de todo murallas que hacen su trabajo  a menudo matan. Bien lo saben los muros de las antiguas ciudades  que, escuchando la insistencia de sus población, mantuvieron tan bien insulado el interior que, ante el asedio externo, la vieron descender al canibalismo. Bien lo saben los muros de manicomios y cárceles que, a fuerza de no caer, han tenido que contener tanta desesperanza y tristeza, año tras año. Bien saben los muros qué les espera si deciden obedecernos hasta el final.

No, no estoy en contra de los muros. Estoy en contra de nosotros que hacemos lo que hacemos con los muros. Y, de una forma u otra, los muros están en contra de nosotros.

Pero puede que haya un momento en que dejemos de decirle a los muros qué hacer y escuchemos lo que tienen que decir. Un momento en que sean una etapa; la cubierta de una realidad que se repliega sobre si misma para encontrarse y , dejando a los muros florecer en grietas, en pinturas, en ruinas, en hitos geográficos, vuelva a encontrarse con el exterior. Una realidad que les permita a los muros  disolverse cuando hayan cumplido su labor y, en forma de polvo, los deje ver el mundo.

Esperemos que no tengamos que desaparecer para que ese momento llegue. No hay que olvidar que no somos indispensables; Aun sin nosotros, los muros seguirán ahí. Después de todo, para eso los construimos.

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