Ilustración: José Clemente Orozco
Los que temen y los que sufren
Aquí, hay unos que temen y otros que sufren
Hay quienes temen a la pobreza y quienes sufren la miseria de fin de mes.
Hay quienes temen a la vejez y quienes sufren no ser más que máquinas obsoletas.
Hay quienes temen a la enfermedad y quienes sufren verla carcomer sus cuerpos sin que nadie los auxilie!
Hay quienes temen al hambre y quienes sufren cuando ven a otros comer.
Hay quienes le temen a la noche y quienes sufren que bajo sus sombras desaparezcan esposas y maridos, hijas e hijos, hermanas, hermanos, familiares y amigos.
Pero nunca son los mismos.
No es casualidad. La explicación es simple.
Los que sufren, sufren lo que otros temen.
Para no tener que sufrir sus miedos, los que temen se aseguran que se materialicen en otra parte, en otras vidas, lejos, siempre lejos.
Parece innecesario. Pero es cosa de fuerza mayor.
No es posible temer lo que se sufre.
Porque el miedo no es más que el dolor visto en un sueño.
Pero si se presentara a la puerta de quienes temen, ya no se lo podría tratar como se trata los sueños.
No se podrían entregar a él sin consecuencias ni bastaría sacudir la cabeza para disolverlo.
Habría que lidiar con él.
Habría vivir con él.
Hasta que, agotado con los días y los años, perdería todo lo inesperado, todo lo temible.
Atrás no quedaría más que el cotidiano.
Tratar de volver a soñar con dolores superados no tiene sentido.
¿Qué les quedaría entonces?
Parece absurdo. Pero ahí está la razón,
Los que temen han hecho del miedo una ocupación.
No es poco esfuerzo vivir permanentemente con miedo.
Soñar solo pesadillas.
Encontrar conspiraciones tras cada palabra.
Ver enemigos en cada rostro.
Pero si todo esto empezara a parecer como un fantaseo enfermizo, no podrían menospreciar todas las cosas que los que sufren hacen.
Porque mientras cargan con los temores de los otros, los que sufren se las ingenian para ir a la pega, estudiar, subirse a la micro, operar maquinaria, atender gente, hacer almuerzo, cumplir metas de productividad y cuidar a los niños.
Parece cansador. Pero la ganancia no es difícil de encontrar.
Porque si el miedo no fuera un trabajo, no rentaría.
Si no rentara ¿Cómo se pagarían las casas?
¿Cómo se educarían los niños?
¿Cómo se entretendrían?
¿Cómo tendrían tiempo para irse de vacaciones, hacer ejercicio o estar con la familia?
Sería imposible no darse cuenta que los que sufren también se hacen estas preguntas. Solo que para ellos no hay respuestas.
Parece ridículo. Pero es muy serio.
Porque si el miedo no rentara, sería difícil vivir encerrados.
Sería difícil evitar las calles que otros usan.
Sería difícil pretender que son ciudadanos de otro país.
Sería difícil comprar en tiendas solo para ellos.
Sería difícil desconocer tanto todo lo que hay afuera como para reemplazarlo con un retablos de sus miedos.
Parece una lógica insuficiente.
Pero eso no importa.
Es una lógica hecha para servirles.
Aun así, cuando la ven funcionar es cuando más temen.
Ven el mundo girar para ellos, pero saben que no son ellos los que lo hacen girar.
Y temen que se detenga.
No podrían volver a moverlo.
Porque en verdad lo único que el miedo les ha enseñado es huir, rechazar, ocultarse y evitar la vida en su superficie.
Si de repente tuvieran que encargarse de llevarla la vida hacia adelante, si tuvieran que confiar solo en ellos mismos, no sabrían qué palancas tirar, qué pasaría al apretar este o ese botón, dónde están las cosas, ni siquiera cómo pararse en su interior.
Son otros quienes hacen el mundo girar.
Quienes han sido encadenados a una vida invivible.
Son los que sufren los que cada día hacen que las carreteras sean un poco más largas, los edificios un poco más altos, las telecomunicaciones un poco más poderosas, el comercio un poco más robusto.
Y por lo mismo, les asusta ver al mundo girar.
Porque junto con las carreteras, los edificios, las tiendas y la ropa, podría cambiar la vida misma.
Sospechan de las manos que impulsan al mundo.
Sospechan que entre los edificios y los malls, entre los cables y las cunetas, en las micros y en las calles van encontrando fragmentos que vale la pena vivir.
Intuyen que mientras más gire el mundo y más rápido, más crece el número de esos fragmentos.
Temen que esas manos tan capaces de levantar edificios y cableados, de mover camiones y líneas de producción, también puedan ensamblar con esos fragmentos una vida distinta.
Una vida que no sea una pesadilla.
Que no tenga uso para el miedo
Puede que, algún día, esas manos decidan que tanto sufrimiento solo tiene sentido si es el precio de esta vida.
Una vida que invite a vivir y a vivir más.
Sin temor.
Esa imagen los atormente. Porque no tienen temor más grande que el de dejar de temer.
Por eso, la lógica importa muy poco.
No está ahí más que para encubrir lo que tienen que hacer.
Atacar los barrios.
Desmantelar las escuelas.
Golpear las esperanzas.
Disolver las asociaciones.
Destruir las saludes.
Asfixiar a los hogares.
Demoler a la gente misma.
Y en las ruinas volver a pintar la sombra de sus miedos y hacer nacer sus monstruos.
Cada vez que la vida va creciendo más allá de sus precauciones y comienza a brillar con un color distinto al miedo.
Y seguirán haciéndolo, una y otra vez.
Mientras el mundo siga girando y los siga dejando atrás.
Pero hagan lo que hagan, no podrán evitarlo.
Quizás se los trague su miserable herencia.
Quizás el tiempo los borre de la faz de la tierra, como el viento borra las marcas de las piedras.
Quizás se den cuenta que el miedo no rinde más que deudas y se decidan a abandonarlo para construir junto a todos.
El infierno es de quienes temen. Pero el mundo es de quienes están dispuestos a vivir.
Y los seguirán haciendo gritar hasta alcanzar ese día.
El día en que finalmente la vida no cargue con el peso de tantos miedos ajenos.