Foto de prensa (Intervenida)

11 de octubre 2020

Mamá, no quiero ser paco

por Joudy Salinas O.

Una de las noticias que copó las portadas de los medios digitales y sus respectivas redes sociales, el 6 de septiembre recién pasado, fue la fuerte caída en las postulaciones a la Escuela de Carabineros. Así lo consignó, por ejemplo, El Mercurio[1], en donde especificaron que el interés cayó en un 71% en comparación con el año 2019.

Desde el Gobierno, el Subsecretario del Interior, Juan Galli, reconoció que esta caída era “preocupante” y aprovechó de buscar un culpable: el estallido social ocurrido el 18 de octubre del año pasado. Ante esta situación, además, agregó que era necesario fortalecer la formación de los futuros carabineros, pero también hacer más atractiva la carrera.

Es probable que esta noticia para pocos sea novedad y también es posible que coincidan con el Subsecretario del Interior, al considerar que el 18 de octubre tuvo que ver con este desinterés. Sin embargo, pese a la coincidencia anterior, hay dos versiones totalmente diferentes que buscan explicar por qué los jóvenes no quieren ser carabineros: para algunos sería por el riesgo al que se exponen, mientras que para otros sería por rechazo a lo que simboliza una institución así.

Me atrevería a decir que el primer grupo, preocupado del riesgo al que se expondrían los carabineros, en su mayoría lo conformaría gente mayor, que tiene por máximo estandarte el orden y la seguridad nacional. Quizás, dentro de este conjunto también existan personas que apoyaron las movilizaciones del 18O, pero desde el “noeslaformismo”, es decir, que estuvieron de acuerdo con las demandas levantadas por el pueblo, mas no con las formas de promoverlas: no barricadas, no saqueos, no cortes de caminos e, incluso, no marchas.

El segundo grupo podría corresponder al mismo segmento etario que, justamente, ha perdido (o nunca tuvo) interés por ser parte del organismo policial: muchachos de 17 a 25 años. En este punto, mi experiencia como profesora de enseñanza media me ayudaría a confirmar lo anterior: en general, estudiantes de primero a cuarto medio mostraban rechazo por Carabineros y mucho más tras el 18/10.

Los párrafos anteriores dan cuenta de una verdad que parece ineludible: el 18 de octubre es un hito que marcó un antes y un después en la percepción sobre las Fuerzas de Orden y Seguridad (y sobre la milicia y policía en su totalidad, agregaría). Volviendo a referirme a mi rol docente, esto lo he podido constatar en conversaciones con mis exestudiantes, con quienes compartí el año pasado, o en sus publicaciones en redes sociales. “ACAB” es frecuente, hoy en día, en sus vocabularios, tal como también lo gritan paredes y monumentos de gran parte del país.

Desde fines del año pasado, el Gobierno de Sebastián Piñera ha propuesto reformar Carabineros de Chile[2], convocando a 15 “expertos” para conformar un consejo “transversal” que ayude a darle nuevos aires a la decaída institución, teniendo como premisa “la recuperación del orden público, con eficacia y legitimidad, sobre la base de un respeto absoluto por los Derechos Humanos”.

Reformar, porque eliminar este o cualquier otro organismo de orden y seguridad parece imposible. Plantear, tan solo, esta idea genera un bucle de cuestionamientos y afirmaciones en la ciudadanía común y corriente, que se presentan como verdades: “la delincuencia sería incontrolable”, “viviríamos en el miedo constante” o, poco menos, “Chile acabaría por destruirse”; y, si así piensa una persona cualquiera, podemos suponer cuál es la postura del Gobierno.

¿Cómo terminar, entonces, con la policía?

En lo concreto, me cuesta dar con una respuesta que parezca certera. Pero esto, a mi parecer, no es problemático, puesto que el asunto en cuestión se extralimita a la existencia de un paco parado afuera de una comisaría o no: lo que primeramente debería preocuparnos es identificar claramente qué antivalores repudiamos de ese paco y de la institución que representa; y, más importante aún, qué hacemos por evitarlos o erradicarlos de nuestras prácticas cotidianas.

En este punto, nuevamente me referiré a mi trabajo como profesora, ya que muchos de los alumnos y alumnas con los que compartí hace un año atrás, de 14 a 18 años, no se imaginaban siendo policías, justamente por el simbolismo tras el uniforme verde olivo. Veían en la yutala represión, el abuso y la tiranía, así como la pérdida de identidad y la subyugación (“paco perkin”). No obstante, pese a identificar las características que repudiaban de Carabineros, varios de ellos pasaban por alto la revisión de estos antivalores en sí mismos o en su entorno.

Desde el año 2015 llevo ejerciendo como profesora, sin título en un preuniversitario y con título en tres colegios. Sinceramente, nunca me ha sido problemático el trato con los estudiantes, quizás por la cercanía de edad con ellos que mis veinticinco años aún me otorgan. Eso sí, lo que ha sido motivo de mis más sentidos llantos es trabajar con ellos este concepto tan manoseado y valorado por las instituciones escolares (y militares): la disciplina.

Tengo guardada en mi memoria las palabras de una estudiante de mi jefatura, quien me dijo: “profe, usted tiene que ser más dura con los desordenados; es la única forma de que no la pasen a llevar”. Me dijo esto en una tercera o cuarta conversación con el curso, apuntado por ser uno de los más conflictivos del nivel, luego de que yo les dijera que confiaba en ellos y en su autorregulación y que no quería llegar a castigarlos con una anotación o llamada a sus apoderados, pues no creía que aprendieran de ese modo.

Esa frase se me grabó a fuego porque, además de hacerme reflexionar sobre mi quehacer docente, me ayudó a comprobar que ser paco está muy normalizado y no tan solo en los estudiantes o jóvenes, sino que en todos nosotros; y si tuviera que culpar a alguien, tal como lo hizo el Subsecretario del Interior con el estallido social, yo tengo a quien apuntar: a la escuela chilena.

Pero antes de hablar de la escuela (moderna), es necesario que conozcamos su origen, que se remonta a Prusia, actual Alemania. En este lugar, tras la expansión de las ideas ilustradas y la inminente amenaza a la monarquía vigente, la educación dejó de estar a cargo de los padres y pasó a manos del Estado, que se encargó de idear un sistema educativo obligatorio y gratuito, que tenía por ejes centrales la obediencia y el orden.

La educación prusiana tenía el objetivo de que todos los niños fuesen a la escuela, sin ningún impedimento económico o de otra índole, con la excusa de que en este lugar obtendrían la instrucción necesaria para enfrentarse el mundo moderno. Pero, en realidad, el propósito central de este tipo de educación era establecer un sistema que moldeara a personas capaces de responder a las necesidades del Estado.

La instauración de la educación prusiana fue tan exitosa, que, pese al avance histórico, logró mantenerse en el tiempo. Es más, se expandió por el resto del mundo, sin que Chile fuese la excepción[3]. Muchas personas, sobre todo las más adultas, creen que hoy los niños y adolescentes están siendo educados con demasiada blandura y flexibilidad, precisamente porque sus ideas sobre cómo debería ser la educación se ajustan al modelo militar.

En esta línea, típicas son las frases como “en mis tiempos, los profesores hasta nos pegaban y ningún trauma tenemos” o “a los niñitos de hoy no se les puede decir nada”. Los reclamos de los estudiantes, de esta manera, son minimizados o derechamente desatendidos por considerar que no tienen justificación, puesto que sus historias estuvieron marcadas por la violencia física o verbal.

Hoy en día, cualquier maltrato físico o verbal sobre un niño o adolescente, llevado a cabo por un integrante de la comunidad escolar, genera repudio en el círculo del afectado, más aún si el agresor es un profesor o una autoridad del colegio (y con justa razón). Sin embargo, hay una violencia que se ignora sistemática e intencionadamente: la violencia simbólica.

Según Bourdieu & Passeron,la violencia simbólica es “todo poder que logra imponer significaciones e imponerlas como legítimas, disimulando las relaciones de fuerza en que se funda su propia fuerza”[4]. Tomando en cuenta esta definición, podríamos asegurar que la escuela es el espacio legitimado por la sociedad para imponer saberes, previamente establecidos por el Estado, así como para normar y regular el comportamiento de los educandos. Por consiguiente, hablar de la escuela, como institución, nos conduciría inmediatamente a hablar de violencia simbólica.

Hay dos lugares, dentro de la escuela, donde la violencia simbólica se concreta: el currículum y el reglamento interno. A través de ellos, a los niños y jóvenes se les presentan los conocimientos y conductas que “deben” tener, para no ser marginados de sus compañeros (repitencia de curso o suspensión de clases) o del establecimiento educacional (expulsión o cancelación de matrícula). Así, de esta forma, se define al “alumno ideal”, o sea, aquel que cumple teniendo buenas calificaciones y un comportamiento excepcional.

Considerando y aceptando la intencionalidad que oculta la escuela, esta es, la de construir sujetos útiles al sistema, podríamos afirmar que, junto a la familia, es esta institución el primer lugar de configuración de los sujetos. Es en este espacio en el cual, a través de reglas normalizadas e indiscutidas, se forman estudiantes con mentalidad de pacos, acostumbrados e insensibilizados ante la violencia simbólica a la que son sometidos sus compañeros o ellos mismos.

Dicho lo anterior, creo que precisamente en ese espacio, uno de los primeros “moldes” a los que se somete un sujeto, es desde donde se puede acabar con Carabineros de Chile. Niños y jóvenes, en plena escolaridad, pertenecientes a esa misma juventud que hoy se muestra desinteresada por enlistarse, son la esperanza para terminar con esta institución. Sublevarse a la violencia simbólica inherente a la escuela, cuestionando los contenidos entregados como inequívocos, atreviéndose a discutir con el profesor que se cree un tipo de dios y negándose a normas estéticas absurdas y arbitrarias, significarían potentes actos políticos de rechazo al sistema marcial que, desde temprano, les obligan a reproducir.

Pero matar al paco interno, antes de cualquier acción colectiva, necesita de una revisión personal: “¿no seré yo quien vivifica al paco dentro de la sala de clases, entre mis amigos o en mi núcleo familiar?”. Si un joven pertenece al grupo que rechaza a la yuta por lo que implica serlo, entonces es menester que reflexione sobre sus actos y procure eliminar aquellas conductas propias de la policía: ser abusivo, inconsciente, desmedido, subyugado o “perkin”, entre muchas otras.

El 18 de octubre es una fecha que el Gobierno de Piñera no olvidará, pues marca el tambaleo de un sistema que parecía fuertemente asentado. Por nuestra parte, nosotros, el pueblo, tampoco dejaremos de recordar ese día, pues fue maravilloso encontrarnos masivamente en las calles, aunque nos uniese el agotamiento ante tanta injusticia. Pero, más valioso aún, será recordar que, gracias al ímpetu y coraje de un grupo de escolares, que osó a saltarse los torniquetes del Metro de Santiago, en protesta por el alza del pasaje, la gente se unió y consiguió poner en jaque a la clase política, incluyendo a su brazo armado.

No podemos, por tanto, minimizar la figura del estudiante, porque ellos mismos fueron los que pusieron la primera piedra para el posterior estallido social. Tal vez, los más pesimistas dirán que no se consiguió nada concreto, mientras que los contrarios al movimiento dirán que el estallido fue delincuencial. Pero lo que parece innegable, guste o no, es que ese grupo de escolares impulsó un cambio en la mentalidad de un sinnúmero de personas, que hoy no se conforman con llegar y agachar la cabeza, sino que se atreven y rebelan ante los atropellos.

Un ejemplo de lo anterior es lo que pasó con el retiro del 10% de las AFP. Si bien la iniciativa se le atribuye a un grupo de parlamentarios, ellos -en realidad- respondieron al clamor de un pueblo desesperado, sin trabajo ni ingresos y con hambre, que ya empezaba a aleonarse con desórdenes (como los ocurridos en la comuna de El Bosque) y los ya recurrentes cacerolazos. Esto da muestra de que las exigencias que provienen de los sectores populares y de los movimientos ciudadanos pueden tener respuestas concretas y reales.

El estudiante, como parte del pueblo, lograría, entonces, iniciar una revolución desde las bases, que forme un círculo vicioso para quienes detentan el poder, pero virtuoso para el común de las personas: sujetos reflexionando sobre sí mismos tempranamente, cuestionando el trato con sus pares, incomodando a profesores, inspectores y directivos; y, por consecuencia, a la institución escolar, que es una expresión más del sistema neoliberal imperante en nuestro país. Así también, de este modo, contaríamos con jóvenes coherentes, que no rechazan entrar a la Escuela de Carabineros simplemente porque no está de moda, sino porque entienden que no quieren pertenecer a una institución que tiene la violencia al pueblo por bandera.


[1] “Brusca caída en las postulaciones a la Escuela de Carabineros: Bajan un 71% luego de la crisis social”. https://www.emol.com/noticias/Nacional/2020/09/06/997154/Brusca-caida-postulaciones-Escuela-Carabineros.html

[2] “Reforma a carabineros”. www.gob.cl. https://www.gob.cl/reformacarabineros/antecedentes/https://www.gob.cl/reformacarabineros/antecedentes/

[3] Serrano, S., León, M. P., & Rengifo, F. (2012). “Historia de la Educación en Chile (1810-2010). Tomo I. Aprender a leer y escribir (1810-1880)”. Santiago de Chile: Taurus.

[4] Bourdieu & Passeron (2018). “La reproducción: elementos para una teoría del sistema educativo”. Argentina: Siglo XXI.

Profesora de Estado en Castellano y Licenciada en Educación (USACH), de 25 años y 5 de ellos ejerciendo en instituciones educacionales municipales, particulares subvencionadas y particulares pagadas.

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