Foto: Paulo Slachevsky
Pequeñas confianzas
[Habitar lo inhabitable:
Etnografías de la pandemia*]
La cuarentena nos pilló desprevenidos, pese a ser la crónica de un caos anunciado en ecos resonando durante todo el verano, no lo quisimos mirar, o al menos no de frente. De pronto, no más colegios, de pronto, actividades interrumpidas. Y es difícil entender qué pasa, a pesar de todos los relatos disponibles que intentan dar sentido a esta experiencia (y con ello, algo de calma), desde la absurda lógica de la guerra y el “gran enemigo” a derrotar, al virus como héroe que viene a dar el golpe de gracia al capitalismo, pasando por los: es culpa de los chinos, es una invención de laboratorio, guerra química, y es una invención de totalitarismos en ciernes para desplegar medidas excepcionales de control sobre los pueblos. A pesar de todo ello, no entendemos bien qué pasa, ni qué va a pasar. Se dice tanto. Y tan poco. Cada día aumentamos y aumentamos nuestra tolerancia a la incertidumbre. La sociología del riesgo, con sus catástrofes ni necesarias ni imposibles asomándose cada mañana, y sus paradojas para explicar la desintegración de lo social, no previó algo, la extraña emergencia de la amabilidad. Kindness. Sí. Ciertamente ante toda la locura que rodea la pandemia, claramente no es lo que prevalece, pero intuyo que está más allá de lo que le damos crédito. Somos veloces en descubrir lo horrible de nosotros mismos, el egoísmo de la elite, la indiferencia de algunos jóvenes, la precariedad con la que el Estado deja a su pueblo al decirle “quédate en casa”. Sí. Claramente ahí está lo más visible. Pero en los intersticios de la maldad y el individualismo, de pronto, dos miradas que no se cruzaban, se cruzan. Presencias que no se reconocían se encuentran y, aunque incómodo, trazan un puente.
Llevo poco más de un año viviendo con mi pareja y mi hija en un departamento, block antiguo, cuatro pisos, sin ascensor, vivo en el último. Con la vecina de la puerta de enfrente no nos hablábamos, o muy poco, mujer mayor, lo que sea que eso significa, a veces recibe visitas, pero más que nada solitaria, sé que trabaja en la radio pues la escuché hablando por teléfono una vez. Durante los meses de la revuelta sentí que nuestras cacerolas la violentaban, a nosotros su silencio. Nuestros balcones se miran, pero nosotras no. Desde un inicio ‘me cayó mal’, específicamente, desde el día que no respondió a la sonrisa irresistible de mi hija de 4 años. Cables cortados. Pero ahora, de la nada (aunque mi punto es que justamente no es de la nada), comenzamos a miramos con preocupación en cada encuentro en la escalera, casi con cariño, con sólo la mirada primero y luego con palabras, nos transmitimos calma la una a la otra, y ella, que sale algunos días a su trabajo, hasta se ofreció para traerme algo de suma urgencia (aunque repitió más de tres veces ‘de ser necesario’). La deferencia emerge en esta señora en formas misteriosas, será eso de que el encierro nos iguala, y nos lleva a un extraño lugar de hermandad y camaradería, por padecer algo en común se desdibujan nuestras diferencias ¿o es que extraña a sus hijas y yo se las recuerdo? ¿Le despierto un instinto de cuidado que tenía algo dormido?, ¿o será que se ve en mí como la madre soltera que fue hace años? ¿Estará respondiendo tardíamente a la sonrisa irresistible de mi pequeña? Me sorprendo pensando en ella antes de dormir, al terminar esas dulces dos o tres horas entre que mi hija se duerme y yo terminé de trabajar y ya encuentro mi camino a la cama. La imagino en su departamento, sola, mirando las noticias, sola, preparándose comida, sola, etc. Y me veo a mí (las semanas en que mi pareja tiene turno), en mi departamento, sola, mirando las noticias, sola, preparando algo de comer, sola. Pienso en ella y me duele (peligrosamente) algo menos su juicio silencioso al caceroleo y la indiferencia ante la alegría infantil de su vecina. ¿No estábamos ya solas antes? ¿Por qué ahora la veo y me ve y antes no? Me intriga, entre muchas otras cosas, ver como se rearmará nuestra pequeña cotidianidad de vecinas una vez que se retome la tan manoseada “normalidad”. ¿Es esta la nueva normalidad y que casi no nos saludáramos quedará como anormal? ¿A alguien le importa? El cómo se activan estas pequeñas alianzas y confianzas que nos hacen sentir ser “parte de algo” me interesan profundamente, y lo veo hasta en las relaciones y actitudes insignificantes como devolverle la sonrisa a un niño, preguntar cómo anda todo al vecino, poder bajar la guardia y reconocer al que está al lado aun con los que nos aleja. En tiempos sombríos y deprimentes, algunas porfiadas compasiones resisten, sutiles y frágiles, puede ser voluntarismo puro, pero en días de mucho ver por la ventana, creo que nuestro fuero interno cae y dejamos de mirar tanto hacia adentro.
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*Durante el mes de abril invitamos a un grupo de amigxs antropólogos a escribir viñetas etnográficas en torno a la experiencia de “habitar” la pandemia, entendiendo por una parte que en estos momentos no podemos sino vivir, pensar o escribir “al interior” de la pandemia, y por otra parte, teniendo presente también el vínculo del habitar con el “hábito”, como una experiencia determinada que se va convirtiendo en hábito por repetición y acostumbramiento.
Nos interesa en ese sentido la etnografía como una comprensión situada de la articulación entre las prácticas y los significados de esas prácticas, que permite dar cuenta de algunos aspectos de la vida de un grupo de personas, sin perder de vista cómo éstas entienden tales aspectos de su mundo.
Este oficio supone a quien lo realiza, no sólo en tanto individuo, sino como dispositivo de producción de conocimiento. Esto significa que el principal medio de aprehensión, comprensión y comunicación que media la etnografía es el cuerpo de quien investiga, sus sensibilidades, habilidades y limitaciones. De esta manera, se reconoce y da lugar a la subjetividad, a la emocionalidad, a la clase social, a la identidad cultural específica de quién investiga y su influencia, entre otros aspectos, en lugar de esconder estas cuestiones o asumir que no existen, lo que se ha profundizado aún más desde el ejercicio de la autoetnografía.
Las escrituras que aquí presentamos exploran de distintas maneras la extrañeza y la incomodidad de tratar de habitar un tiempo que se ha desquiciado, donde la incertidumbre pasa a ser una condición permanente y la espera un gesto que se eterniza, entre las filas de los centros de salud y las filas virtuales para hacer trámites online. Donde la incomodidad ante el roce inevitable de los cuerpos en la feria, o ante una persona que en una tienda comete la imprudencia de hablar por teléfono sin usar mascarilla, pueden provocar el mayor temor o indignación; y algo en apariencia tan simple como compartir un mate puede representar un acto casi subversivo, en un momento en que lo que se impone como sentido común es el temor a las lenguas y la saliva ajena. Mientras, la tele prendida llena monótonamente el vacío de palabras que se instala al interior del hogar. En esta extraña realidad, los humanos parecemos ser sacados a pasear por nuestros perros, que se huelen y revuelcan mientras los primeros nos esforzamos por mantener la distancia con los demás, sin poder disimular la enorme falta que nos hacen los otrxs, los olores y tactos de los seres que queremos. Vuelven entonces con fuerza a la memoria los paisajes sonoros que echamos de menos cuando nos enfrentamos al silencio de las paredes y de las calles vacías, y entonces no nos queda más que abrazar el silencio para poder agudizar el oído y escuchar mejor. Podemos experimentar incluso el goce de reirnos con otrxs, de contagiarnos afectos alegres que surgen del encuentro y la composición entre los cuerpos, y el reencuentro con un nosotrxs que a veces toma forma de familia y otras de manada, de vecinxs, o de grupo de amigxs; porque frente a la incertidumbre de la pandemia la única certeza que nos queda pareciera ser la dependencia que tenemos de los demás, la necesidad de cuidarnos con (y no de) esos otrxs a los que tantas cosas nos separaban como ahora nos unen: en primer lugar, el habitar colectivamente un mundo que se ha vuelto inhabitable.
La etnografía no es patrimonio de los antropólogos: cualquiera puede construir etnografía desde la atención y reflexión sobre sus propios espacios y tiempos. Esperamos que estos textos sirvan, de ese modo, como una invitación abierta para poner en práctica un ejercicio de escucha atenta que nos permita construir saberes desde nuestras propias experiencias situadas, como una forma de apropiarnos de aquello que parece impensable: habitar lo inhabitable, vivir y resistir en la catástrofe capitalista.