Ilustración: "Les vérités du jour, ou le grand diable d'argent", 1837 (Fuente: Gallica)
Principios de lo sin precio
Hoy la cuestión clave es la necesidad de economizar y de hacer reducciones, sobre todo en lo que respecta al tiempo. Examinemos las palabras del título sugerido en la primera reunión, que me parecen totalmente adecuadas: “el espíritu del mercado”. Considerando que el espíritu a menudo se opone a la letra, ¿se debería tomar la expresión literalmente?
Podría argumentarse que, bajo el nombre de dinero [money], el espíritu del mercado debería contraponerse a su letra, es decir, a la fraseología de los intercambios, al elemento físico de la realidad monetaria que puede medirse, registrarse y traducirse en cifras. El espíritu del mercado se referiría, entonces, entre otras cosas, a todo lo que, bajo el nombre de dinero, no pertenece a la esfera económica. El dinero como espíritu del mercado sería la parte de un intercambio que, o bien no pertenece estrictamente a la economía vista en sentido estricto, y que no puede ser comprendida en un marco teórico a través de números y de criterios objetivos, o bien es una parte que, aun perteneciendo al orden económico, va más allá de la fiscalización de los bienes materiales, de los intercambios comerciales o de la producción de mercancías.
En ambos casos, el espíritu del mercado se aplicaría, al menos en el ámbito de las dificultades que pudieran surgir, a un conjunto de reglas, motivos y fines subyacentes al sistema comercial sin formar parte de él. Este elemento determinante podría estar contenido en el dinero, bien como valor no económico, bien como valor económico de tipo superior, fuera del ámbito de la moneda [currency]. Puede decirse entonces que el dinero es más y menos que su equivalente efectivo.
En ambos ejemplos, el elemento de responsabilidad [accountability] parece quedar eclipsado por el poder inmaterial e irracional de lo que llamamos “dinero”, a diferencia del efectivo disponible, siempre que tal distinción sea relevante. Esta conferencia ha optado por concentrarse en lo que queda fuera de lo estrictamente monetario, dando por sentado que la noción de moneda surgió en una fecha posterior a la noción de dinero, y que su historia es comparativamente independiente, y que un enfoque científico puede ser apropiado para la moneda como algo separado del dinero o del valor económico.
Habría que repetir, una vez más, que sólo la sabiduría convencional distingue en ciertas circunstancias entre moneda y dinero.
Es necesario, en primer lugar, hacer dos observaciones. Ambas palabras o conceptos, dinero y moneda, se aplican a algo que no se encuentra en la naturaleza. Ambos dependen del crédito que se atribuye a convenciones, dispositivos técnicos y reglamentos. Incluso antes del desarrollo de los mecanismos crediticios y de los acuerdos fiduciarios, ambos eran (tanto el dinero como la moneda) manifestaciones del fenómeno del crédito regido por convenciones, habían dejado de pertenecer a lo que suele llamarse el mundo natural para entrar en el ámbito simbólico de la “fides publica” que implica confianza en un juramento solemne. Uno y otro concepto nos obligan a enfrentar el enigma de la extraña y familiar experiencia de la “creencia”, el tesoro de los filósofos. Lo que deseo poner en primer plano descansa en la antiquísima distinción entre naturaleza y convención, naturaleza y ley, naturaleza y arte o técnica, una oposición fundamental e histórica cuyo trasfondo sería fascinante pero excede el límite de tiempo que se nos ha concedido para estudiarla. Sea suficiente con indicar que las nociones de intercambio o de producción económica, de valor o de mercancía, de dinero o de moneda, son más de un ejemplo de esta oposición. No hay historia, ni convención, ni arte o técnica sin producción, distribución del trabajo, sin el surgimiento de un valor de cambio y de una moneda. En un intento de resistir la tendencia común a considerar la historia de la moneda o el valor económico como un fenómeno natural, dejando de lado los aspectos más radicales de la oposición entre naturaleza y convención, es preciso destacar el carácter convencional de las moneda de plata u oro. Uno de los mejores ejemplos de esta tendencia es considerar como un alejamiento de la naturaleza el paso de la moneda de oro y plata al papel (cuya convertibilidad estaba respaldada por instituciones estatales) y más tarde a los billetes bancarios sin convertibilidad garantizada, para terminar con los billetes convencionales no convertibles en oro y con un tipo de cambio fijo (después de la Primera Guerra Mundial). Este cambio a menudo se he considerado como un movimiento descendente que se aleja cada vez más de los felices días de una moneda natural y fiable, como si la decisión de dar un valor determinado a un metal que se encuentra bajo tierra (el oro y la plata) no fuera artificial o ficticia. El juicio de valor emitido contra esta caída en el mundo de lo inauténtico, esta distancia que se estable en relación con el mundo de la naturaleza, se apoya en todo un conjunto de pronunciamientos morales basados en el valor intrínseco del oro y la plata, una especie de código ético para las actividades económicas que sería conveniente investigar en sí mismo. Está relacionado con otras manifestaciones del fetichismo (sea en dinero o en bienes), que se tocarán más adelante. El análisis clásico del fetichismo, que a veces bordea la denuncia, especialmente en este campo, tal como lo hacen Marx o Freud, se basa en premisas filosóficas que plantean por sí mismas una serie de interrogantes, pero que no entran en el alcance de este artículo.
Si en determinadas circunstancias se aplica una convención adicional a la diferencia de significado entre los términos dinero y moneda (poniendo así de manifiesto el problema del “espíritu del mercado”), ésta forma parte de un conjunto más general de convenciones e interconexiones. No es casualidad, de hecho, que la moneda y el símbolo monetario frecuentemente hayan servido de modelo para analizar el funcionamiento de la lengua –o de un sistema de signos en general–. Mucho antes de Mallarmé y Saussure, y probablemente desde Platón, ha habido muchos ejemplos de este tipo de comparación. Valéry, por ejemplo, recurrió en muchas instancias a esta similitud entre capital y lingüística, por no hablar de capital y mente, capital y logos. Se puede argumentar que esto va más allá de la mera analogía, o al menos que no es una entre muchas. Estamos siendo testigos de la aparición de lo que acertadamente podría denominarse “el espíritu del mercado”. Dos razones pueden explicar este desarrollo.
En la medida en que la lengua es el vehículo de las transacciones económicas, de la información y de las cotizaciones bursátiles, en la medida en que el mercado depende totalmente de los medios de comunicación –que a su vez están, en el plano técnico, en constante evolución, y cuyo ritmo acelerado de cambio se debe a la influencia de la lengua en el proceso de aceleración–, entonces se puede decir que el rol fundamental que juega la lengua en la geopolítica monetaria conlleva todas las implicaciones contenidas en el lenguaje: retórica, connotaciones, actuación, ficción, casi se podría añadir literatura, en resumen, todas las influencias susceptibles de afectar el funcionamiento de una maquinaria altamente cuantificable y susceptible de contabilidad mecánica. Estas influencias provienen de categorías de diversa índole, que se relacionan con calidad, emociones, imaginación, que pertenecen al ámbito de las fantasías, ideologías, que se alimentan por oscilaciones irracionales de la opinión pública, puestas en marcha por rumores y estados de ánimo. Me refiero a los micro-fenómenos que rigen nuestra geopolítica actual, como los orígenes misteriosos de un sentimiento o de una pasión, de una sensación de ansiedad o de optimismo, no fáciles de rastrear ni en los individuos ni en las comunidades.
Los efectos de estas disposiciones mentales fugaces se pueden observar pero nunca analizarse en su totalidad. Son capaces de lograr la máxima velocidad, gracias a los satélites y a la información tecnológica, hacen malabares con los husos horarios de todo el planeta, y pueden desencadenar desprendimientos históricos susceptibles de afectar a los pueblos durante largos periodos, decidir sobre la guerra y la paz, las perspectivas de trabajo y la pobreza, condicionar el modo en que la humanidad vivirá hasta en los pueblos aparentemente más alejados de las Bolsas de Wall Street, Londres, París y Tokio. Como la especulación económica en general, el escenario de las cotizaciones bursátiles es el de la contabilidad, la información, la comunicación y la tecnología, pero también el de un lenguaje y un vocabulario que nunca podrán formalizarse completamente. Se trata de un fenómeno “humano” que no puede reducirse a meros números.
No cabe duda de que hay un espíritu del mercado, en el sentido de que éste es lenguaje y que no puede reducirse a cifras ni ponerse en categorías. Este espíritu no lleva a la economía a una descrédito como ciencia, pero pone un límite a sus ambiciones, a su autonomía y especificidad, le niega el control total a través de números.
Estas observaciones se referían al espíritu del mercado como lenguaje, pero ahora quisiera sugerir otra que concierne al dinero y al lenguaje. La distinción entre dinero y moneda es universal en general, pero no se expresa de la misma manera en todas las lenguas. La secuencia alemana o la inglesa no pueden traducirse automáticamente al francés sin solícitas consideraciones, ya que el modismo idiomático sólo tiene una palabra para aplicar al metal que se encuentra en la naturaleza, el dinero como moneda o símbolo monetario y el dinero como inversión dotada, debido a su relación con el mineral natural, con todo tipo de valores derivados de la acción compleja y determinante del deseo y el odio, el apetito y el asco, la austeridad anal que conduce a la retención, o el rechazo del gasto, etc. Lo que en francés llamamos “argent” (que no es simplemente un símbolo monetario ni el cambio que se paga tras una compra, ni el metal que se encuentra en las minas o en las joyas) no puede traducirse con una sola palabra en inglés ni en alemán como silver o Silber, ni siquiera estrictamente hablando como Geld o money.
Sólo en francés la palabra “argent” coincide exactamente, al menos en la imaginación de las personas, tanto con el dinero como medio de intercambio como con el fino y brillante metal del que están hechas las monedas y las joyas. Tener un billete de banco, una cuenta bancaria, una propiedad privada, es lo mismo que tener dinero. Este no es el caso en inglés o alemán, y frases idiomáticas francesas como “le temps, c’est de I’argent”, “I’argent ne fait pas le bonheur”, “prendre pour argent comptant” no son fáciles de traducir. En cierto modo, el espíritu del mercado también permea el ámbito de la inversión irracional, que al menos ofrece dificultades al analista porque es imposible de evaluar. Este tipo de inversión se multiplica con el paso del tiempo, adquiere densidad y aporta plusvalías a través de su historia estratificada. Dicha historia viene en estratos que afectan la inversión, no sólo a través del valor atribuido a un metal sino también en la semántica de la palabra o la brecha entre el valor práctico y el valor de cambio de la palabra. El tema aquí sólo puede insinuarse: la operación se lleva a cabo dentro de las estrictas limitaciones impuestas por la lengua individual. Se supone, sin embargo, que las palabras se aplican al objeto más universal, que no conoce barreras culturales y que, por tanto, sería fácil de traducir. El dinero se considera neutro, impersonal, el equivalente general de cualquier intercambio o transacción, un sustituto universalmente aceptado y compartido en todo el mundo (aunque desigualmente distribuido). Se supone que el mismo carácter universal aplica cuando se considera el dinero como el eje en torno al cual gravitan impulsos contradictorios o ambiguos (anhelo de algo noble o rechazo de algo vil que, por un lado, puede apropiarse y convertirse en sinónimo de todo lo que se posee, pero también puede identificarse con algo a lo que hay que renunciar, presentado por pura generosidad o por cualquier otro motivo). Sobre todo, el hecho de que el dinero pertenezca al mundo ilimitado del lenguaje y de la palabra escrita –la inscripción– significa que no puede ser contenido en la contabilidad monetaria ni en la economía objetiva. El dinero impulsa la empresa en dirección al infinito o hacia regiones desconocidas para los contables, al borde de un abismo de especulación que se encuentra fuera del campo de la bolsa de valores o de los límites de las instituciones que regulan las transacciones económicas.
Nos encontramos ante la distinción sugerida por primera vez por Aristóteles, una distinción preñada de muchas ideas aunque pueda parecer descabellada por las razones antes mencionadas. Destaca la diferencia entre “crematística” y “economía”.
La economía se aplica a la gestión de los bienes pertenecientes al “oikos”, el hogar, la familia, la comunidad, incluso la ciudad (nación o Estado), a la técnica necesaria para adquirir o intercambiar estos bienes en relación con necesidades que en principio están bien determinadas. La crematística, por el contrario, es ilimitada, se aplica al arte de adquirir bienes o riquezas por sí mismos, mediante el comercio o la especulación, de acuerdo a las leyes del mercado, sin límites determinados y partiendo de premisas falsas. Aristóteles lo llama el elemento artificial y distorsionador del impulso crematístico. Es como si la verdadera riqueza consistiese en una gran cantidad de dinero, creencia que está en la base de lo que, a partir del siglo XVIII, vendría a denominarse por analogía “fetichismo del dinero”.
En este sentido, si se intentara contrastar la crematística con la economía, sobre el supuesto de que es un arte o una ciencia, parecería estar en el núcleo de la mentalidad de mercado, coincidiendo con lo que el mercado ofrece más allá de cualquier límite razonable fijado por nuestras necesidades naturales, más allá de un bien regulado equilibrio entre producción y consumo, entre las necesidades del hogar y las de los conciudadanos, etc. Tengo la firme sospecha de que la frontera que separa la necesidad y el deseo, o incluso la oposición entre ambos, al igual que la que separa el mercado económico o puramente monetario y el espíritu del mercado, se difumina desde el primer intento de intercambio. En lo que concierne al dinero o a la moneda, en cuanto hay un elemento de símbolo monetario, de transferencia y de repetición de la operación, la frontera entre economía y crematística deja de existir, lo mismo que para todos los términos de oposición conectados.
Este fenómeno de difuminación de las fronteras, siendo auto-evidente e intrínseco, tiene consecuencias de largo alcance, precisamente porque su efecto no puede calcularse, especialmente en el ámbito que concierne al dinero. Esta es probablemente la raíz de toda especulación, es decir, de la rentabilidad financiera del capital que se acumula sin trabajo alguno, de la acumulación fetichista de bienes y divisas, pero también hace posible ir más allá de la mera necesidad, como presumiblemente también lo hace la acción del deseo. También permite liberarse de los imperativos de la hoja de balance, al igual que el acto de dar, si es lo hay.
Al comienzo de la ponencia establecimos un principio: el tiempo es esencial, pero ahora me encuentro con que el tiempo apremia y debo llegar a las conclusiones. Consideremos los límites de tiempo fijados para esta charla. En torno a este tema, me limitaré a mencionar algunos puntos de pasada. Detrás de la expresión “time is money” citada anteriormente, expresión igualmente válida en inglés y en francés, puede haber más de lo que parece. Puede significar que el tiempo es una medida para el trabajo y la producción, es decir, que entra en el proceso de creación y adquisición de riquezas, que son en sí mismas en teoría contabilizables y pueden convertirse en dinero, en términos económicos o literarios. Esto significa también que, en el sentido habitual de la expresión, está implícito que el trabajo, siendo un elemento de la producción, juega un papel vital en la vinculación entre el tiempo y el dinero. El trabajo sería la conexión entre el tiempo y el dinero, la piedra angular de la afirmación “time is money” porque representa las horas de trabajo, aunque se aplique al capital (todos sabemos que, entre los economistas, Marx no fue el único en dar prioridad a una reflexión sobre el tiempo y a la relación entre tiempo, trabajo, producción y dinero). Tal podría ser la justificada interpretación común que se da al dicho corriente. Un dicho puede compararse a una suerte de moneda, tanto valiosa como sin valor, tan permanente como devaluada, una reliquia de una herencia común, como la lengua misma. Nada es más común que un proverbio, como el dinero mismo, pero igualmente nada lo es menos.
Dando otra interpretación al dicho, podría afirmarse que el dinero es el equivalente del tiempo. En este caso, no porque el tiempo permita ganar dinero, como se dice, ya sea en forma de horas de trabajo o porque el dinero mismo se haga fructificar, sino porque el dinero ahorra tiempo. Como sustituto de cualquier cosa, ahorra tiempo durante el proceso de intercambio de bienes y propiedades; acelera sin fin las transacciones, no sólo al hacer posible encontrar sustitutos, sino al poner fin al principio del trueque. Al dar el paso al reino de la repetición, de la sustitución, es decir, al neutralizar las características individuales de los objetos concernidos en el intercambio, permite cuantificarlos y darles un valor matemático, lo que, en primer lugar, plantea una neutralización flagrante del tiempo.
Esta es la razón por la que, por cierto, el ahorro de tiempo conseguido por la nueva tecnología de la comunicación en las operaciones de la Bolsa de valores, junto con los movimientos especulativos, no puede haberse producido por casualidad. Valida la ecuación entre dinero y tiempo, mostrando una aceleración del ritmo de la sociedad, actuando como medio de medición y gestión del tiempo. El dinero es tiempo ganado, tiempo ahorrado (comencé mi ponencia mencionando la necesidad de ahorrar tiempo) o un vacío en el tiempo, una pausa que ayuda a ahorrar tiempo. Entre el espíritu del mercado y las técnicas modernas no hay escisión, siguen las mismas reglas. La economía del tiempo como medida significa que el tiempo está dotado de una dimensión espacial. A este respecto, el dinero es –no sólo como moneda, sino como espíritu del mercado– como la fuerza detrás del deseo crematístico que se proyecta más allá del mundo económico –en el sentido estricto en que lo entendía Aristóteles–, una economía del tiempo, un reloj en el que la tecnología –especialmente la informática, si puede distinguirse de la tecnología en sentido general– no desempeña simplemente el papel de un instrumento, sino que lo arrastra con su propio impulso.
Estas pocas observaciones sacan a la luz al menos dos problemas (se trata de los problemas, por una parte, de la ética y, por otro, de la firma, cuestiones que están íntimamente ligadas) que sólo puedo esbozar en sus líneas generales. Ambos tienen que ver con los conceptos fundamentales de sustitución, repetición y neutralización mencionados anteriormente. Estas tres palabras tienen en común un elemento de indiferencia. El dinero es indiferente porque sus símbolos deben ser iguales y similares (no hay diferencia entre dos monedas de diez francos o dos billetes de cincuenta francos; indiferencia básica debida a las reglas de la convención, elección arbitraria de símbolos que lleva a la repetición, posibilidad de transferencia de un lugar a otro en todo el mundo). Lo mismo se aplica a la fuente o al portador del dinero que, como dice el dicho, no tiene olor. Estos tres ejemplos de indiferenciación (sustitución, repetición y neutralización) no pueden separarse y son un componente esencial del concepto de dinero: como valor cuantificable, como símbolo monetario o como expresión de lo deseable, infinitamente deseable, ya sea en una forma simple o ambivalente.
Examinemos ahora las cuestiones de la ética y la firma. La ética tomada en sentido amplio pertenece a las esferas moral, legalista y política. Al despreocuparse de los casos específicos, la experiencia de las finanzas puede considerarse como una introducción a las operaciones de sustitución, repetición y neutralización. Debido a esta falta de preocupación, unida a las connotaciones de no-valor (el dinero representa el gasto, el excremento, un objeto de deseo fetichista, un vehículo para la codicia y la retención anal, pero “inodoro”), por consideraciones morales, legalistas o políticas, la razón humana debería liberarse de las garras del dinero: no sólo de las de la economía, la contabilidad monetaria, sino sobre todo del espíritu del mercado. A menudo dando origen a un sentimiento de vergüenza, el dinero, según Freud, pertenece a una categoría de cosas que pueden sustituirse unas a otras: excremento, niño, pene, arma, regalo. Entre éstas, parece indicar una equivalencia y, en consecuencia, una posibilidad de sustitución dentro de la serie debido a la indiferenciación básica. Freud tempranamente insistió en el rol que desempeña el pago en el tratamiento psiquiátrico y subrayó el hecho de que las personas civilizadas consideran el dinero como un objeto sexual, con gran trato de hipocresía e incoherencia.
Ahora bien, la actitud de desprecio del dinero no está exenta de contradicciones. Éstas se expresan en declaraciones ideológicas y en aires de superioridad que algunos adoptan: el terrateniente se enorgullece de estar por encima del comerciante, del especulador, del usurero, a menudo representado como alguien del levante mediterráneo o un judío por artistas cristianos occidentales. Estas líneas divisorias atraviesan la comunidad de los filósofos; hay algunos que se ocupan de asuntos financieras y otros que dicen no estar interesados. Entre las elevadas declaraciones que contraponen moralidad y principio de mercado, recordemos la distinción que plantea Kant entre dos nociones estrechamente relacionadas pero separadas: dignidad y precio, Wurde y Preis. La dignidad está investida de un valor incondicional que debe ser respetado como un absoluto debido a que emana de la ley moral. No está sujeta a negociación y está por encima del mercado. A diferencia de la dignidad, cuyo valor no puede medirse, el precio es condicional, hipotético, negociable y se expresa en cifras.
“En el reino de los fines –escribe Kant– todo tiene o bien un precio o bien una dignidad. Lo que tiene un precio puede ser reemplazado a voluntad por alguna otra cosa como equivalente; a la inversa, lo que está por encima de cualquier precio, lo que no puede encontrar jamás un equivalente, está dotado de dignidad”[1]. En otras palabras, como está por encima del precio, la dignidad pertenece a una categoría que se califica como “sin precio” [“priceless”}. El prójimo, por ser infinitamente precioso, en su dignidad, no tiene precio. Viceversa, todo lo que en una persona (en mí mismo tomado como individuo) es valioso y respetable en sentido absoluto, que no es negociable, lleva el sello de la dignidad como fin en sí mismo. Pero ¿qué es tal, en el ego de alguien o en el mío? Esta característica inexplicable o sin cuenta sigue siendo difícil de definir. ¿Puede ser un ego? ¿Es el elemento más secreto o el más universal? ¿Qué ocurre con los rasgos individuales? ¿Llamaríamos ser razonable a lo que está por encima del precio de mercado? o, al contrario, ¿El sujeto es susceptible, como unidad de trabajo, de convertirse en mercancía?
Kant continúa:
Lo que toca a las inclinaciones humanas y a las necesidades generales tiene un valor comercial [marktpreis]; lo que corresponde a un gusto particular, sin responder a una necesidad, es decir, que satisface nuestro anhelo de ejercitar nuestras capacidades mentales, puede decirse que tiene un precio emocional [Affectionpreis]; pero la condición que hace posible decir que algo es un fin en sí mismo [Zweck an sich selbst], no tiene solo un valor relativo, es decir un precio, sino un valor interno, es decir dignidad [Wurde].[2]
El problema de horrendo carácter que plantea esta distinción básica se insinuaba cuando tocamos la cuestión del ser y radica en el hecho de que si la dignidad está amenazada por el precio estimado, por el mercado o por el dinero (por ejemplo la dignidad humana, la de un ser razonable, pero también la de cualquier fin en sí mismo, siendo el derecho humano el mejor de todos en opinión de Kant), igualmente como principio de equivalencia y sustitución representa el elemento necesario de igualdad entre entidades específicas, haciendo, pues, moralmente imposible, impensable incluso, elegir entre dos absolutos, dos entidades. Dos hombres, por ejemplo, comparten una igual cantidad de dignidad moral, jurídica y política, cualesquiera que sean sus diferencias en cualquier ámbito (social, económico, biológico, sexual, psicológico o intelectual, etc.). Se precisa hacer una elección entre estos dos datos equivalentes que se neutralizan entre sí, dos entidades heterogéneas que no difieren en valor, pero esta elección es peligrosa: está expuesta a una amenaza constante y la mayoría de las veces es imposible de llevar a cabo o es sólo una contrariedad.
En este punto, debemos negociar lo que no es negociable. Este imperativo no es una opción fácil tomada a partir de consideraciones empíricas, la propia dificultad de llegar a una decisión nos lo impone. Se añade una nueva dimensión y con ella la responsabilidad moral, jurídica y también política. Esto ocurre ante y antes de cualquier negociación entre lo imperativo y lo hipotético, entre lo incondicional y lo condicional, lo no negociable y lo negociable. En efecto, es la existencia de un dinero, de un precio, es decir, del principio de equivalencia, lo que permite también neutralizar las diferencias y alcanzar el núcleo individual en el que se basan la dignidad y el derecho universal. La realización de la dignidad de otra persona, él o ella, implica la conciencia de su diferencia única, por supuesto, pero sólo se hace posible a través de una medida de indiferencia, a través de la neutralización de las diferencias sociales, económicas, étnicas, sexuales, etc. Más allá del campo del conocimiento y de cualquier criterio objetivo, sólo esta neutralización abre paso al reino de la dignidad, es decir, al hecho de que cada uno y todos valen tanto como próximo hombre o mujer, en el sentido de que están, él o ella, más allá del valor, es decir, no tienen precio. El rechazo del dinero o de su principio de indiferencia abstracta, el desprecio del cálculo, van mano a mano con la destrucción de la moral, del derecho, por ejemplo en el caso de la democracia electoral que sólo se preocupa de los “votos”, etc.
Siempre es útil considerar los opuestos, y debería prestarse la misma atención y devoción al análisis de los aspectos contrarios del dinero y del atractivo fetichista de los bienes.
El otro problema que hemos mencionado, el de la firma, toca un tiempo de absoluta especificidad. Coincide con la rápida desaparición no del dinero, sino del símbolo monetario en su así denominada forma material; insistamos en lo de “así denominada forma material”. Un análisis más profundo mostraría los contenidos altamente problemáticos de la palabra “materia”, sobre todo cuando se dice, y yo he usado ocasionalmente esta ambigua expresión, que el dinero está cada vez más desmaterializado (tarjeta de crédito, intercambios electrónicos, etc.), el problema de la especificidad absoluta va de la mano con el de la experiencia de firmar en nombre propio. A lo largo de la historia de los símbolos monetarios, el “dinero” (monedas hechas de oro o de plata, billetes bancarios no convertibles en oro y plata, como ocurrió a menudo después de la primera guerra mundial, o cuya convertibilidad está respaldada por el Estado, o incluso a un precio se tasa fija) pertenece en principio al portador del símbolo monetario anónimo. La aparición de la letra de cambio y del cheque apelaba principalmente a la persona que debía firmar (con) su nombre, él o ella misma, inmediatamente, aquí y ahora. Aunque la firma pueda ser delegada o imitada, resta la validez fundamental del compromiso del portador del nombre de cubrir el pago, el reconocimiento de la deuda, etc. La des-materialización del dinero, sin restaurar el anonimato al portador, se corporizó en el sistema de moneda metálica y billetes de banco e impuso una firma numérica, sin nombre personal manuscrito. Este tipo de firma sustituyó tanto a la no numérica como al símbolo monetario, sea su expresión en papel o en metal. Lo que se denomina des-materialización no significa la desaparición o espiritualización de la materia (aun así se podría argumentar que se ha ocurrido una idealización del dinero basada en un soporte “material”), sino que es sólo el cambio de un soporte por otro, de algo visible como cosa que el portador lleva en la mano o en el bolsillo (metal o papel) a un soporte electrónico que introduce datos ajenos a la persona. Aunque la autoridad de un nombre, de un compromiso personal está implicado en una cierta fase, y sigue siendo una condición del sistema monetario electrónico (ya que, a la vez, alguien debe firmar con su “propia” mano al recibir el número de código secreto), estas diferencias fenoménicas, estos cambios en la expresión física de los intercambios comerciales están destinados a tener enormes repercusiones en los sujetos individuales y en las sociedades en lo que se refiere a la experiencia vital, la conciencia del cuerpo, las relaciones con la propia vestimenta, la mano, con lo que se da y se recibe en general. De hecho, la conciencia del propio nombre será afectada, ya que puede ser sustituido por un número secreto.
Como ya he tomado demasiado tiempo de la audiencia y dado que tengo por principio no mencionar un libro que haya publicado recientemente sobre un tema relacionado, propongo concluir con una anécdota que tuvo lugar recientemente en una estación de París. En mi camino de regreso desde el norte, tuve que utilizar el teléfono. Al ver a una joven pareja inglesa avergonzada por no tener tarjeta telefónica, les marqué el número que querían con mi propia tarjeta y se las dejé. Hicieron como si pagaran por ella, y yo les saludé para despedirles. ¿Les di algo? ¿Cuánto? Creo firmemente que es mejor dejar la pregunta sin respuesta, y explicaré el motivo si hay tiempo para una discusión.
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** “The Principles of Pricelessness” se publicó en Roger-Paul Droit (ed.), What is the Meaning of Money? New York: Columbia University Press, 1998, pp. 63-74. Traducción Javier Pavez.
[1] Véase Kant, I., Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Trad. Roberto R. Aramayo. Madrid: Alianza, p. 148. [trad. modif.].
[2] Idem. [trad. modif].