Demolición del puente Cal y Canto en 1888 (intervenida). Fuente: enterreno.com

24 de agosto 2024

RÍO DE TEMPORALIDAD

por José Araya Narváez

Para mi niñez el río fue la sequia y el canal; el primero, un arroyo angosto y para nada profundo que pasaba al lado de la vereda de la casa de mi abuela en Paine y que conectaba hacia el patio trasero de la casa. Así le decíamos: sequia, sin acento ni más. Cuando salía a la calle a jugar, me gritaban: “no te vayas a caer a la sequia”. Imagínense lo chico que yo era para caerme ahí enterito. Si a la palabra le ponemos el acento, tendrá algo que ver, porque por ese arroyo pocas veces pasaba agua, y cuando así era, se ocupaba para regar los patios hasta inundarse en los casos de quienes no se preocupaban por hacer diques de barros. Era el arroyo urbano que me avisaba cuándo hacer andar los barcos de papel. En cambio, el canal lo conocí yendo a Pemuco, en el fundo Santa Rosa -como le llamaba mi familia. Ir era cosa de todos los veranos. A este terreno de veintitantas hectáreas lo cruzaba un río que a esas alturas -años dos mil- ya estaba canalizado. Me parecía inmenso y siempre me daban ganas de tirarme, pero era tan corrientoso que pocos se atrevían a hacerlo. Quien lo hacía era arrastrado hasta que una cuerda amarrada a un balde o alguna represa lo detuviera1.

Nací en Santiago y mucho tiempo he vivido aquí. Con el recuerdo emanado de esas formas diversas que conducen el agua, hoy me acarrea un inquietante atractivo por recorrer el río Mapocho. Su existencia me da una impresión de libertad, más aún cuando se acerca a Talagante y ya no hay canalización. ¿A quién se le habrá ocurrido arruinarlo tanto cuando decidieron convertir el torrente en canal en el tramo más vinculado con la ciudad? Interesante es que, para el investigador Simón Castillo, la canalización y otras construcciones aledañas fueron un intento de las elites, desde el siglo XIX, por elevar la ciudad a la condición de urbe moderna2. Por tales obras majaderas, en una lira popular, el poeta Pedro Villegas, junto al río, se enojó:

Si me salgo para qué hablo
Del canal que se me ha puesto
Marchando tan de mal jesto
Capaz que atropelle al diablo
Aunque clamen a San Pablo
No me podrán atajar
Mis aguas son peor que mar
Como digo por mi fé
La vez que rabia me dé
Verán lo que va a pasar3

A mí también me da por enojarme junto al río de tan fea contribución de los espíritus modernos, de los más encorbatados, a esos que les asusta la fealdad de los pobres. En torno al río, el comercio ilegal, el malandraje y la precariedad han abundado como el caudal en invierno. Cuando paso por Cal y Canto reafirmo esa impresión. Entre el fuerte hedor de la mixtura de olores gratos y horrendos, del colorido de las frutas y los murales, veo cuanto harapo pasar, cuanta particularidad proyectarse, todo lo contrario, a una aburrida experiencia homógenea.

Bajo el puente y sobre él se encuentra la dicha de atentar contra la ley, ya sea porque no se tiene casa, hospedándose en el hotel del risco, o porque no se tiene plata, originándose el plan siniestro para un nuevo asalto. Vaya a saber yo cuánta otra cosa ha pasado. Alfredo Gómez Morel lo sabrá mejor, quien -no siendo un sujeto letrado- curtido en el abandono, el hampa y la cárcel, escribió la obra El Río4; para mí, un relato vivo del río Mapocho mugriento, antisocial; la rabia del río con cuchilla en mano ante el asalto de la civilización.

Yo no tuve una dura adolescencia como la del ingenioso Gómez. Recuerdo que el año 2008, en el Liceo de Aplicación, luego de haberse derrumbado una losa ubicada sobre el túnel que une Cumming 21 con el 29, todos los estudiantes fueron trasladados del establecimiento original a uno que, al poco tiempo, fue llamado “La Ratonera”, en la calle Huérfanos. En mis dos primeros años, asistí a este último edificio como un roedor más. Realmente, su espacio no ofrecía las condiciones para la gran cantidad de estudiantes que éramos. Por eso, desde el liceo nos mandaban a entrenar a las canchas del Parque Los Reyes. Así fue como empecé a conocer parte del río Mapocho, sentándonos con mis compañeros por poco tiempo en la ladera del río para luego volver a clases. En ese tiemponos preguntábamos con burla si el río llevaba peces entre tanta mierda. Y bueno, también discutíamos cosas bien políticas. Por ejemplo, era imposible pasar por alto las marchas, la dictadura…, más aún cuando teníamos un compañero -mi querido amigo Diego- cuyos padres habían sido torturados.

En esos tiempos ninguno sabía que por el parque había un memorial relacionado con la dictadura. Ayer pasé por ese memorial. Ayer llovió y hoy ya está despejado. Creció en blanco la cordillera de los Andes que vistió con nieve sus cabezas y faldas. Pasé por el puente Bulnes cuando la reminiscencia hizo de ese blanco una hidrografía de agua roja que fácilmente podía llegar a la punta de mis pies. Por el mismo Bulnes, bajo un puente peatonal que cruza el Parque Los Reyes, vi un memorial que tiene imágenes impresas en baldosas, que hasta ahora se encuentran borrosas. Eran los rostros de personas asesinadas en dictadura, el rostro de quienes fueron fusilados y luego arrojados sus cuerpos al río5.

El año pasado me topé con el viejo Manuel en una asamblea, quien contó que casi fue fusilado en el puente Bulnes por militares en la dictadura de Pinochet. Él, siendo adolescente, estaba vendado, ciego, desorientado. Una vez suelto de las presas y vendas, corrió sin mirar atrás, hasta fugarse. Pero de lo que él se pudo salvar, muchos otros no lo pudieron: “Quizá a mí no me mataron porque no me dieron (balazos), o porque era más chico… pero, eh… de compasión, no creo”, dijo Manuel.

Antes de haber escuchado a este viejo, yo no tenía ni la menor idea de lo que había pasado en Bulnes. Hasta ahora, una vez más, me preguntaba con inocencia si el río llevaba peces, pero no cuerpos flotando, no sangre diluida.

¿Habrán llegado estos peces hasta Talagante o El Monte? No sé, no lo quiero saber.

Sí sé que me embruja recorrer el río por esos lados, lejos de la ciudad; lados que empecé a conocer hace unos ocho años más o menos, cuando mi familia paterna se vino a vivir a Talagante. Recuerdo las primeras veces que fuimos a El Monte, cautivados por las comidas. Un verano que quedamos empachados de buen sabor se nos hizo costumbre comprar empanadas y pasteles de choclo del restaurant “La Pepita”. Cada vez que íbamos, cruzábamos dos largos puentes. Me extrañaba que hubiera dos puentes; decía, “ah, ese debe ser más antiguo y ya no se ocupa”. Luego de tantas veces que pasé ida y vuelta, me di cuenta de que ambos puentes se ocupan y con la misma frecuencia. Y que por ambos siempre pasé. Me engañé al no saber que tenían un sentido único.

¿Sabía que esos puentes cruzaban el río Mapocho? Ni idea. Cuando lo supe, fue un enclave andar desde el centro de Santiago hasta allá. No me entraba en la cabeza los cambios entre el oscuro y el claro, entre un río con y sin canal. Pa allá el río se limpia porque hay más vegetación que filtra la suciedad del agua. No es el río consumido de Santiago. Se abren esteros, se forman pozones en los que he visto gente bañarse sin estupor de su higiene, y hay harto lecho natural donde estar y recorrer, intervenido después de kilómetros por el control desbordado de la propiedad. En las memorias escritas por González Vera, literario que anheló “recorrer el curso de un río, despacio, mirándolo todo, de su nacimiento a su término”, denunciaba, ya hace bastantes años, las cercas plantadas en el agua misma del río Mapocho a la altura de El Monte. Si por él fuera, “las riberas deberían ser tan inalienables como las calles”6.

He andado en el puente ferroviario de Talagante de la mano de mis dos amigas, una bien chiquita y otra más grande, buscando cruzar el río para caminar por donde se forma el cordón de cerros que bordea el Mapocho en sentido norte. Las desafié a pasar por donde pasa el tren -que hasta hace poco era la única pasada-, pisando tabla por tabla distanciadas cada una por un metro y poco más, abriéndose entre ellas un espacio de un fondo abismal que, en caso de dar un paso torpe, convierte la caída en un piquero fatal sobre el caudal. Mis amigas aceptaron y al cuarto paso la sensación de vértigo nos abrazó el estómago, imaginándonos cada uno a su manera que el tren pasaría en cualquier momento.

Habrán sido poco menos de diez minutos, cuando ya estábamos al otro lado del río, disfrutando de la ruta y jugando con el peligro y nuestra ambigüedad. Desde la cima del cerro el Mapocho mostraba sus meandros. Era una serpiente indómita durmiendo sobre la tierra; su piel café la emparentaban con el río Orinoco. Volví a mirar atrás y el puente cruzaba el río como abriéndose una puerta de un lugar a otro.

En mi mente parlaba esta historia…

El 13 de agosto de 1899, el puente ferroviario de Talagante, construido sobre el río Mapocho, cedió estrepitosamente cuando un tren de pasajeros proveniente de Melipilla se disponía a cruzarlo. Tras un temporal que había durado más de quince días, el pueblo se encontraba inundado y el río había alcanzado un caudal tan grande que se apreciaba como “una sola y majestuosa sábana de aguas revueltas, turbias y tormentosas…”7. Los pilares del puente estaban a punto de ser cubiertos y los rumores sobre su destrucción aumentaban. Sin que el río apaciguara su furia, los trenes continuaban cruzando el puente, a excepción del carro del maquinista Francisco Tapia, quien antes de perder su vida entre las corrientosas aguas, se negó, afligido, a hacer avanzar el monstruo de hierro, hasta que cedió ante la presión del mandato arrogante del orden superior de que todas las cosas debían seguir igual.

Entre los fondos de fuerzas undosas la construcción del puente cedió a los tiempos del cielo. Algunos cuerpos fueron encontrados dentro de los vagones del tren, otros a las orillas de los lechos, y días después, a distancias tan extensas que llegaban de sorpresa, como soplo de un diente de león. El rugido del tren al caer solo se había escuchado en el pueblo de los brujos, por lo que se movilizó a un grupo de gente para informar a El Monte -el pueblo más cercano- de la catástrofe que estaba vegetando, y de que la orilla del río que daba hacia su pueblo era la más accesible para socorrer a los afectados. Sin tecnología a mano que pudiera ayudar a la voluntad humana, la única travesía posible era cruzar el río nadando:

“Un joven y valiente pescador de la ribera, llamado Custodio Díaz, se ofreció para hacerlo y despojándose inmediatamente de sus ropas, después de haber asegurado debajo de su sombrero el papel del mensaje, con el más absoluto desprecio de la vida, se arrojó a la impetuosa corriente, logrando después de una emocionante lucha de más de dos horas, llegar a nado a la otra orilla”8.

Por difícil que sea de creer debido a la exagerada ilustración de pintar a un hombre como mensajero y salvavidas frente a las peores condiciones que la naturaleza pueda deparar, resulta asombroso pensar en una osadía aventurera como la de Custodio. Incluso más sorprendente que la propia caída del puente y del tren y la muerte de sus pasajeros; porque aquí, su acción ha demostrado que el puente ha dejado de ser solo una cosa, para convertirse en un habitar, un lugar que conecta, que reúne, en tanto que “desde el puente mismo surge ante todo un lugar”9. Porque mientras la destrucción arrancó temporalmente el conocimiento de El Monte, Custodio, sin someterse a la falta o cantar la palinodia, se hizo puente, se forjó en su cuerpo construir y habitar el lazo con ese otro lugar que el Mapocho separaba.

Ahora, a mi relato se le quebró el puente. No habrá habitar para otro lugar, para volver al principio. Seré Custodio sin cruzar.

Inundado de décadas, años, meses, días; mientras río alegre de temporalidad.


Notas

1 Historias de ese tipo eran recurrente oír de la boca de los más adultos; de mi padre, por ejemplo, que se tiró.

2 Simón Castillo, El río Mapocho y sus riberas (Santiago: Ediciones UAH, 2014).

3 Pedro Villegas, Amenazas del Mapocho (Impreso por P. Ramírez – Echáurren).

4 Alfredo Gómez Morel, El Río (Santiago: Editorial Sudamericana Chilena).

5 Pascale Bonnefoy, Cuerpos flotando en el Río Mapocho, Archivos Chile.

6 González Vera, Cuando era muchacho (Santiago: Nascimiento, 1973), 34.

7 Ignotus, “En el aniversario del trágico hundimiento del puente ferroviario de Talagante”, El Heraldo, 26 de agosto de 1928.

8 Ibid.

9 Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, Teoría, nº 5-6 (2016): 150-162, 157.

Mi nombre es José Araya Narváez. Soy estudiante de cuarto año de la carrera de “Licenciatura en Historia” en la Universidad Diego Portales. La escritura me es una práctica habitual que no he compartido de forma pública más que con mis cercanos/as. Esta vez vengo a proponer uno de los tantos aportes que en materia de crónicas, poesía e investigación historiográfica he desarrollado el último tiempo desde el silencio.

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