Rompan los vidrios, el mundo sigue girando
“—¿Seguro que no se va a olvidar de escribirme ese cuento? —preguntó—. No hace falta que sea exclusivamente para mí. Puede…
Le dije que era imposible que me olvidara. Le dije que nunca había escrito un cuento para nadie en especial, pero que al parecer había llegado el momento de hacerlo.
—Que sea muy sórdido y conmovedor —sugirió—. ¿Ha conocido cosas sórdidas?”
J.D. Salinger.
Primero pruebo en primera persona: éramos niños y en las noches sentíamos la música a todo chancho y los gritos desde las piezas. Al otro día ponía la música temprano, y siempre partía con “Y el mundo sigue girando” de Leonardo Favio. Y por eso todos los días parecían el mismo, todos nuestros días partían iguales.
Tenían a la Choflo, que era la menor, y a la Mónica, la mayor, que ya cursaba la enseñanza media. La veíamos pasar por el pasaje con su jumper corto mostrando buena parte de sus muslos depilados. A la Choflo la veíamos en el antejardín a torso desnudo y con puros calzones jugando con sus muñequitas. Nunca supimos de qué trabajaba el Cacú, el papá de las chicas, pues solo lo veíamos salir de la casa a cualquier hora fumándose un cigarro largo. La señora Waldina tenía un puesto de juguetes en la feria. Por eso a la Choflo nunca le faltaron Barbies piratas. Por las noches Cacú llegaba con amigos y tomaban vino y cerveza hasta la madrugada. A veces la señora Waldina no estaba, de modo que las chicas se quedaban con Cacú y esos hombres que llevaba a casa.
Pruebo en tercera persona, y tal vez sea mejor, muchísimo mejor, dejar que el narrador, tal vez omnisciente, aborde lo que sigue a continuación. Yo no quiero contarlo, porque la afectación, luego, tal vez se sienta fingida, impostada y hasta un poco apurada, pues recién empieza el relato, pero eso no quita que sea verdad. Tendrás que confiar en mí y dejar que el narrador haga lo suyo. Yo, por lo pronto, me despersonalizo. Quizá me desintegre o me haga picadillos como una hoja seca en los dedos suaves de una niña. Porque ahora mi voz será su voz, la de todos ellos, y tal vez en el transcurso mienta u omita, no te aseguro que diga de inmediato la verdad ni que cuando apague su voz deje todo esclarecido. Quizá no haya nada que esclarecer, por mucha oscuridad que haya ensombrecido los corazones y espíritus de Los Poetas. Porque todo empieza una noche como tantas otras en una vida de carencias y ausencia de Dios. La música está fuerte y Cacú ya lleva un buen rato tomando vino de unas chuicas con sus amigos. De repente algún amigo se pierde y no aparece hasta pasado un buen rato. Las chicas “duermen” en una pieza compartida. La más chica hace poco fue despertada por una sombra tangible. Ese tiempo que la sombra cubrió a la niña ella lo olvidará rápidamente, pero su cuerpo lo recordará toda su vida. Primero pensará que fue un sueño, después que todo sueño, en el fondo, es una realidad.
Por otra parte el Cacú se la pasaba peleando con la Waldina. A veces se agarraban en el patio trasero, de modo que los niños que jugaban en la calle no llegaban a escuchar los gritos y azotes. Porque Cacú se quitaba el cinturón y le daba a la Waldina con la hebilla. Esto no quiere decir que la Waldina, resignada, se dejara, pues le pataleaba y le tiraba arañazos, charchazos, lo mordía, incluso una vez le arrancó un pedazo de piel del brazo, pero Cacú, tal vez por la borrachera que llevaba siempre, no sentía nada. A veces la azotaba con un palo de espino. A veces la Waldina le respondía con otro palo y le daba en la cabeza: Cacú caía al suelo y dormía como un bebé hasta el otro día. Por las tardes, cuando la Mónica llegaba del colegio y Cacú la veía subir por la escalera con su jumper corto, la seguía como poseído y se encerraba con ella en la pieza. La Choflo, oportunamente, casi siempre se la pasaba en el antejardín; a veces la Choflo subía y abría la puerta y sus ojos veían cosas que transgredían la ley y el amparo; es toda una historia de sin consentimientos, fisuras y torceduras de infancias, una vista gorda al derecho pleno de los seres humanos en sus primeras fases del desarrollo; lo pasivo-agresivo y lo agresivo-agresivo; la idea del hombre de que tiene que ser así, la satisfacción de los deseos, de los impulsos sin ley; ojos que no ven y entonces lo que pasó no pasó, no tuvo existencia, no fue verdad. La invalidez y la vergüenza y, ante todo, el horror y la conmoción.
A veces las Choflo se iba a jugar a la casa de Leoni. El Cacú lo despertaba todas las mañanas con canciones de Leonardo Favio. Su obsesión, su locura y su perdición. Y el mundo sigue girando, girando, nadie lo puede parar, cantaba el Mauro con Leoni cuando se juntaban a jugar al mediodía con unos transformers pirateados, de mala manufactura china. A veces la cantaban para burlarse de Cacú, que cada tanto se apoyaba en la puerta de la reja a fumarse un cigarro; en su brazo un parche amarillento, con vestigios de povidona seca. A veces la tarareaban casi inconscientemente, pues de algún modo no podían quitársela de la cabeza. Un día se quedaron jugando en la pieza de Leoni. El Mauro ya se había ido y la madre de Leoni hacía pantrucas en la cocina para el almuerzo. Y la Choflo se reía, un halo de travesura como que iluminaba su cara; cerró la puerta con llave y se abalanzó sobre Leoni, lo tiró a la cama y empezó a darle besos. En algún momento, sin embargo, la madre sube y ve la puerta cerrada y no logra abrirla. Abran la puerta inmediatamente, les gritó. Y Leoni se paró y abrió la puerta y la mamá de Leoni dijo que aquí en su casa se juega con la puerta abierta. Y vio a la Choflo sin pantalones, en puros pañales, y la mamá de Leoni pensó qué cosas debe ver esta pobre niña en su casa. Después le preguntaba a Leoni si le hizo algo y él no decía nada porque le daba vergüenza y no entendía, no le decía que la Choflo se le tiró encima y le empezó a dar besos en la cara; y ella, la niña, se reía, porque era un juego, y hay juegos que uno entiende y a veces hay juegos que uno no entiende y no logra entender nunca.
La historia, en todo caso, sigue en una noche que en el recuerdo de Leoni es azabache y en el de Mauro es púrpura. En el de la Choflo es una noche blanca, color olvido, color bloqueo o color anulación que la memoria articula para seguir adelante de forma funcional. Para la Mónica fue una noche negra, como todas, diría a su terapeuta años más tarde. Para Cacú fue una noche roja. Para Waldina también fue una noche roja. La historia, vale decir, también es sórdida. Los amigos de Cacú bebían como si fuera lo único que sabían hacer. Mónica bajó al baño —hay que recordar que en Los Poetas todas las casas son de dos pisos— y uno de los hombres, al pasar, le manoseó el pantalón. Cuando salió del baño, esta vez, se paró y la abrazó por detrás. Cacú no dijo nada, se rio nomás. La Waldina justo estaba en la cocina mirando. Y entonces empezaron los gritos. Los vecinos siempre se despiertan y escuchan todo. Nadie llama nunca a la policía. Y los gritos provenían solo de la Waldina. El niño Leoni escuchó todo desde su cama, pero normalizó todo el despelote y siguió durmiendo. El niño Mauro sólo sintió cómo se rompían los ventanas y los vasos que caían al suelo. Cacú balbuceaba cosas ininteligibles, como si hablara otro idioma, un idioma de ultratumba. Los amigos de Cacú gritan un par de cosas, ruidos, en verdad balbuceos, y entonces se van por el pasaje oscuro y se pierden doblando en la esquina. La Waldina sigue, ya no gritando, sino hablando fuerte, con tono de reclamo, de denuncia. Todo esto con las chicas durmiendo, o tratando de dormir, o haciendo como que duermen y que no pasa nada, como si la señora Waldina no hubiese tenido, en ese momento, la revelación de todo un catastro. Y después cuesta que se haga el silencio, pero igual se hace en ese punto muerto de la noche.
Por la mañana Cacú despierta a todos con “Y el mundo sigue girando” como si no hubiese pasado nada. Algo se detonó en todo caso. La historia, la gran mayoría de las veces, por más enigmática que sea, termina siendo más sencilla de lo que uno piensa. Porque ese fue el último día que la gente del pasaje Vicente Huidobro se despertó con la voz de Leonardo Favio. Las cosas siguen su curso; por la tarde abandonaron la casa con camas y todo. La mudanza se hizo rápido. Leoni, por ejemplo, fue al colegio por la tarde y cuando volvió a casa, la casa de la Choflo estaba completamente vacía. Los vidrios rotos de las ventanas y de las botellas de cerveza quedaron esparcidos en el antejardín. La ventana tuerta al lado de la puerta como un punto de fuga. La casa quedó vacía un par de semanas , capaz que un mes, y entonces llegaron nuevos vecinos.
Pruebo de nuevo en primera persona: No recuerdo en qué momento dejamos de cantar o tararear que el mundo sigue girando. Cada tanto nos acordamos de Cacú y Leonardo Favio. A la Choflo la vi una vez, en un bus Santiago-Curato Baldiós, y no me saludó, no me reconoció. Leoni me dice que a la Waldina la ha visto un par de veces en el centro. Tampoco la vimos más en la feria, pues cuando se fue de la población también dejó de vender juguetes piratas. Del Cacú nunca supimos más nada. Tal vez siga viviendo y esté viejísimo. O tal vez sus restos estén enterrados en el cementerio, a las faldas del cerro de carbón Montubioso. De la Mónica tampoco supimos más nada, aunque no es difícil imaginarla, mientras terminaba la enseñanza media, saliendo con un alférez del ejército que, no cuesta tampoco imaginar, se hará teniente del ejército y vivirá con Mónica en Santiago lejos de su familia, dejando en un mausoleo mental todos los recuerdos de su vida en Los Poetas.
Sí recuerdo que cuando era chico la madre de Leoni vino a casa a conversar con mi madre sobre la Choflo. Que no nos dejara jugar solos, le decía. Y yo nunca entendí por qué. Hablaba de promiscuidad y de que los hijos son el reflejo de sus padres, de las cosas que ven y hacen en sus propios hogares; repiten el entorno y buscan, por aprendizaje, por pura inocencia, compartirlo y expandirlo hacia los demás. Y entonces viene la historia de la vergüenza y el secreto —no debes ocultarlo Choflo, le dice su yo de treinta años a su yo de niña, a su yo de adolescente, a su yo de juventud: debes soltarlo, descorrer el tupido velo; porque tendrá veinte años y un novio, pongamos que se llama Sebastián, con el que se cuentan todas sus andanzas, sus vínculos, los compañeros que los traicionaron, sus primeras veces… y la Choflo no podrá ser honesta y ella es honesta pero no puede soltarlo, porque nadie sabe, solo lo guarda en su interior, pero en un intento de abrirse, como tanteando el terreno, le pregunta a Sebastián si acaso él guarda algún secreto-secreto que no le haya contado a nadie, y Sebastián piensa, piensa Sebastián, dile, por favor, que también tienes un secreto aunque sea mentira, pero él piensa y no halla nada que descubrirle, aunque podría hablarle de los juegos de niños con sus vecinos, de la exploración natural del desarrollo, de las reuniones de preadolescentes en donde veían porno y se corrían la paja, pero no se le viene a la mente, y bien que podría habérsele aparecido, como una nube condensada y espesa en un cielo inmenso, alguno de esos recuerdos rancios de niño, porque ella podría haberlo intentando, y él tampoco captó la indirecta, pues la Choflo hubiese aceptado y digerido cualquier información o vergüenza, o sea que no captó que ella quería revelar algo e invalidar la cualidad de ocultamiento que tiene un secreto para que deje ser secreto y comience a ser otra cosa, tal vez una puerta que se abre, un peso que se desvanece en su esternón, el orgasmo retenido o encapsulado en esa incapacidad de goce por ese algo secreto que no lo deja ser, que lo tiene enjaulado, atrapado en una neurosis que no es clínica, sino más bien somática o incluso metafórica, pero él, Sebastián, no es poeta ni lo será nunca, ni tampoco es alguien con la capacidad de análisis para darse cuenta de qué debía decir, incluso, que sí tenía un secreto, una mentira piadosa, sagrada, cegadora, que disipara de una pasada todas esas tinieblas que no pueden hacer de ella un libro realmente abierto que él pueda leer hoja por hoja… Y en realidad esta pequeña historia es una historia de pura proyección efectiva y de pura proyección frustrada, porque los pétalos de la Choflo, así es la metáfora inevitable, se aferran al capullo para no develar toda su anatomía hecha de pistilos y estambres ni liberar los hidrocarburos que hacen su esencia y su aroma, reteniéndolos en algo que implica putrefacción y algo mucho peor que no darle el derecho a la frescura natural y su natural deslucimiento que deviene naturalmente en marchitamiento. Es el orden común de todas las cosas. Y las cosas a veces se tuercen y los componentes se alteran. Y así es como nunca más supe de la Choflo. Es inevitable no pensar en ella en mis momentos difíciles, donde la vida misma te abruma y suspende, porque pienso, para bien o para mal, que todo es para bien, y aunque lo quiera o no, el mundo allá afuera no se detiene, sigue girando, y el planeta en sí mismo nunca reprime su rotación, traslación, nutación…