Sobre los lacanianos eurocéntricos
Este breve texto de Fredric Jameson cierra un número especial de la Revista internacional de estudios de la obra de Slavoj Žižek, la cual contiene distintos artículos dedicados a su obra. El número se titula Repeating Jameson? (2019) y fue editado por Kirk Boyle.
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La contribución teórica más productiva que puedo hacer a este tópico es explicar mis ideas acerca del a estas alturas ya bastante tradicional proyecto freudiano-marxista y evaluar el lacanismo en esa luz. Se entenderá que en esta forma que se aproxima a la entrevista, mis posiciones serán un poco más que opiniones, una forma de expresión ideológica que no me interesa mucho. Ni intentaré dar una opinión de la extraordinaria producción de Slavoj Žižek, la que admiro, he aprendido y, sobre todo, considero energizante, lo que ciertamente es la meta última del trabajo intelectual.
Lo que esta discusión exige es más bien una declaración acerca del lugar de Lacan y el psicoanálisis lacaniano en un marco marxista contemporáneo. En otro lugar me he complacido en criticar el viejo proyecto freudo-marxista, que implica, en mi opinión, un mal concepto de síntesis, y tiende a convertir a Freud en una especie de psicología, si es que no transforma a Marx en un tipo de crítica cultural. Esto es evidente en las versiones más ambiciosas e intelectualmente sofisticadas de la Escuela de Frankfurt, donde la obligatoria teoría del nazismo es reducida inevitablemente a una teoría más de la naturaleza humana.
Horkheimer y Adorno ciertamente dieron en el clavo cuando denunciaron el principio de autopreservación como la barrera para cualquier tipo de arreglo social utópico: pero esa es una teoría privada y negativa, la que es bastante diferente de la afirmación de algo así como una “personalidad autoritaria” o una naturaleza humana dominada por el complejo de Edipo, resentida por la represión, ávida de liderazgo, y frustrada por el puritanismo y la crisis económica (Reich, cuya teoría de la estructura de la personalidad fue importante para Lacan, fue, sin embargo, mucho más militante y agresivo en su obra temprana, pero tuvo un destino trágico).
Es importante denunciar el deslizamiento de esas teorías hacia la psicología (la gran fuerza del psicoanálisis es que no es una psicología), y fue probablemente motivado por una mala concepción de síntesis. Además, el psicoanálisis se movió incómodamente hacia una filosofía sistemática (algo que también debería rechazarse), esto es, una teoría generalizada de la naturaleza y de la naturaleza humana. En este sentido, para mí la filosofía sistemática tiene una relación más que familiar con la metafísica, por un lado, y con la ideología, por otro (de ahí mi resistencia a una cierta concepción del “materialismo dialéctico” como una filosofía, algo a lo que volveré más adelante). Mientras tanto, me resulta evidente que el lacanismo está sujeto a la misma tentación estructural, ya que las celebraciones más extáticas de la llamada “pulsión de muerte” no se distinguen mucho de la vieja noción de fuerza vital. Debería añadir, sin embargo, que para mí el opuesto propio de la filosofía no es la “ciencia” en ese anticuado uso marxista, sino más bien la teoría, como una crítica filosófica e ideológica auto-destructiva ad-hoc: lectores entusiastas de mis textos notarán, por ejemplo, que leo la Fenomenología de Hegel como teoría, que el mismo filósofo más tarde convirtió en una filosofía plenamente desarrollada (una forma de la que luego me distancio); y que leo a Deleuze como a un filósofo profesional que hace mayoritariamente teoría bajo la máscara o el pastiche de tal o cual filósofo clásico.
Pero lo que hizo que el ambicioso y extraordinario discurso de Lacan fuera un compañero para el marxismo es su transformación del complejo freudiano, ese que lleva por nombre Edipo, en un deseo: ahora el Otro está inserto en el aparato psíquico de una manera constitutiva, como una dimensión ontológica (Sartre es una referencia ineludible aquí), y la ambigüedad del “deseo del Otro” abre un espacio para la colectividad que, hasta ahora, solo René Girard fue capaz de transformar, astutamente, en una Weltanschauung religiosa y en un método a la vez. Por tanto, en el lacanismo lo social se vuelve un elemento constitutivo del aparato psíquico, y no un añadido externo al individuo (o a la familia). De todos modos, mi propio interés en los problemas para conceptualizar las colectividades pasa muy centralmente a través de este asunto de la envidia colectiva, acerca de las cuales Slavoj tiene muchas cosas útiles que decir: Europa en general, los Balcanes en particular, son un lugar tan bueno como Estados Unidos para observar este fenómeno específico. Entretanto, el estudio reciente sobre el Vecino (en el que Slavoj ha participado centralmente) es un muy pertinente efecto de extrañamiento brechtiano y un buen ejemplo de la productividad del posicionamiento lacaniano del otro, opuesto al piadoso humanismo de la mediación levinasiana.
De cualquier forma, Lacan no fue tampoco un filósofo, por mucho que pudiera haber estado tentado; ni fue siempre un psicoanalista. Los sesenta franceses fueron, para mí, una extraordinaria y rica explosión de todo tipo de nuevas teorías y desarrollos teóricos (una de las diferencias más importantes entre mi trabajo y el de Slavoj es mi propio trasfondo como sartreano que se aproxima a la semiótica greimasiana, sin abandonar una orientación marxista; creo que Slavoj nunca sintió la atracción del estructuralismo de la misma manera, sino que probablemente emergió de Heidegger más que de Sartre como trasfondo filosófico).
Leyendo los seminarios de Lacan durante años desde entonces, he llegado a apreciar como casi todo en este inmenso campo de diferencia radical que fueron los años 60 y 70 franceses tuvo su origen, de hecho, con Lacan. Sus referencias a la pasada enviaron a sus seguidores a leer los libros, si no a traducirlos, a veces por primera vez; y su propia prodigiosa cultura, la cual emergió del surrealismo, pero que pasó también a través del campo de fuerza satreano, sirvió como un modelo inevitable para los teóricos franceses, que desde hacía mucho tiempo se habían convertido en intelectuales políticos.
Los artículos incluidos en esta colección son muy interesantes y con ideas estimulantes, pocas de las cuales me atrevería a rechazar; y las diferencias sutiles entre mi trabajo y el de Slavoj siempre valen la pena de ser consideradas. Tengo un interés en la periodización y en la historia a largo plazo que creo él no comparte; no estoy muy interesado en la religión, que como lacaniano él encuentra tan fascinante como cualquier caso de estudio; él es un apasionado y provocativo comentador de la situación actual (¿no nos dijo que la elección de Trump removería las cosas y daría lugar a nuevas posibilidades?). Estoy interesado en la posible construcción del socialismo en formas que un europeo que sobrevivió a los “socialismos realmente existentes” no encontraría productivas. Pero ciertamente nos unimos en el eslogan de Hegel y Hitchcock, y muchas de nuestras supuestas diferencias surgen de intereses distintos antes que de posiciones conceptuales diferentes. En cualquier caso, el ensayo de Kirk Boyle subraya esas diferencias con cierta precisión.
El ensayo de Matthew Flisfeder es un relato enormemente amplio de todo esto y del período en sí. Tendería a aceptar su punto de vista, que nuestras diferencias superficiales y las más profundas con Slavoj reflejan una tensión entre el materialismo histórico y el materialismo dialéctico, con la calificación histórica que sugerí más arriba, a saber, que su versión de este último no debe interpretarse exactamente como un retorno a Engels, y probablemente tampoco apela a una “filosofía de la naturaleza” ni a una visión dialéctica de la ciencia, de una manera tan añeja como solían hacerlo los viejos debates de los partidos. Pero, sin duda, reviven en nuestro tiempo en la forma de la neuro-ciencia y las conjeturas acerca del cerebro físico, proyectos sobre los cuales me mantengo obstinadamente escéptico, tal como creo que él lo es. A su vez, mi propio énfasis puede quizás ser visto bajo una luz diferente por los dilemas de lo diacrónico y lo sincrónico de 1960, que todavía viven en los proyectos históricos que me interesan en modos que probablemente no entusiasman tanto a Slavoj, pero que todavía despiertan el espíritu de ese materialismo histórico del cual Karl Korsch fue tal vez el último defensor.
Respecto de Adorno, el tema aparente de Ed Graham, oscilo entre la admiración y la exasperación. Nada de lo que escribió estuvo exento de brillantez, pero eso podría ser en sí mismo una fuente de irritación. Estoy actualmente dictando un curso sobre Brecht y Adorno como enemigos mortales; he revisitado sus viejas casas en Santa Mónica, por supuesto (vivían a solo unas pocas calles de distancia), y solo podía imaginar el sillón tipo Tui radical que Adorno había concebido en la mente de Brecht, hasta que supe que las familias cenaban juntas una vez a la semana. También sería importante registrar el temprano entusiasmo de Adorno por La ópera de tres peniques y Mahagonny.
En lo personal, es más bien la evocación automática del sufrimiento universal lo que estropea mi placer en la escritura de Adorno; y el entusiasmo por Beckett también se siente menos hoy en día, o al menos así me parece. Pero, sin duda, esto coincide un poco con el diagnóstico sumamente pertinente de Slavoj sobre la ausencia de jouissance. Sin embargo, creo que es un error reducir a Adorno a un pensador de la “no-identidad”, un tema que es, en cualquier caso, para todos los efectos prácticos, anti-marxista. Sea cual sea la esquina en la que Adorno se pintó a sí mismo en su búsqueda de un punto arquimediano desde el cual ejercer una negatividad disminuida, no puede considerarse un postmarxista de la variedad de Laclau (no pretendo faltarle al respeto a mi difunto amigo Ernesto al decirlo así). Sin embargo, como figura negativa, crítica y destructiva, Adorno en su mejor momento es sin duda incomparable; y el problema utópico pone todo esto en la perspectiva adecuada.
En cuanto al texto de Clint Burnham, siempre el más deslumbrante y emocionante de mis comentaristas, además de la misteriosa ciudad de Ohio de Gibson y la siempre impactante intervención de una imagen de Jeff Wall, abre un nuevo camino al enlazar el cuadrado de Greimas con la teoría de género de Lacan, donde la afirmación de que no hay relación sexual moviliza una curiosa negatividad. Lamento ahora un poco que mi antigua propuesta de un nuevo eslogan, “¡La diferencia relaciona!”, nunca haya prosperado. Seguramente estaremos rumiando (o al menos yo) sobre este rico ensayo durante un tiempo, al igual que con todos los de la colección.
Con Zahi Zalloua entramos a un territorio diferente; y espero se me permita un comentario rápido acerca de la evocación de mi infame ensayo sobre la Alegoría del Tercer Mundo, en el espíritu de la precisión histórica. Lo escribí en la era de lo que entonces se llamaban Guerras de Liberación Nacional, un término impreciso que tendía a estar limitado en el uso político al periodo de descolonización que comenzó con Ghana en 1957 (o antes, con Vietnam), alcanzó su clímax con Cuba y Vietnam, y terminó con la liberación de las colonias portuguesas en África en 1975. Agradezco la corrección bienvenida de la nota 3 [del ensayo de Zahi Zalloua], pero de hecho continuaría caracterizando la conciencia colectiva que allí analicé como nacionalismo, con esta calificación (en lo que estoy de acuerdo con Deleuze) de que se trata del nacionalismo antes que tome el poder, una unidad popular forjada alrededor del proyecto de la liberación nacional y la consecución del Estado nacional, una estructura política (¡ciertamente europea!) que generalmente no salió tan bien, sobre todo en la medida en que históricamente estuvo a punto de ser superada por una economía mundial (la llamada globalización) no acompañada de ninguna nueva forma política.
Me ocupé de esa primera pequeña estantería de clásicos del Tercer Mundo que comenzó a surgir en la década de 1960, y que desde entonces ha sido superada por todo tipo de literaturas de otros grupos, a menudo étnicas o tribales, o basadas en el género, o autoidentificadas racial o lingüísticamente. Mi argumento era que todo tipo de nueva conciencia de grupo (hoy identificaría la teoría de eso, en la medida en que tenemos una, con lo que Ibn Khaldun llamó asabiyyah) encuentra su expresión privilegiada en estructuras esencialmente alegóricas («Tercer Mundo» es, por cierto, también un término histórico, hoy superado, pero entonces usado con orgullo por los herederos de la conferencia de Bandung de 1955). La cuestión es que la alegoría de grupo no ha desaparecido de estas literaturas, sino que en su mayoría ya no son «nacionales» en el sentido de mi antiguo ensayo.
Algunas observaciones más sobre el eslogan de eurocentrismo, un eslogan fundamentalmente político que considero desacertado. Siempre me siento un poco perplejo al principio de por qué no es el americano-centrismo el que se estigmatiza aquí, dado que son los Estados Unidos los que tienen el poder y su cultura de masas es la principal ola de estandarización en el mundo, y en gran medida en los países no europeos (basta pensar en la música y el cine, por no incluir la cultura informática).
Me pregunto, también, a qué Europa se cuestiona aquí. Seguramente no a la actual Unión Europea de los banqueros y la estructura de poder completamente antidemocrática de sus acuerdos internos, que regulan la agricultura y los alimentos no orgánicos genéticamente modificados, ciertamente, pero que también regulan y suprimen cualquier tipo de legislación laboral que un gobierno europeo medianamente socialdemócrata pudiera sentirse tentado a aprobar y hacer cumplir; y todo esto sin siquiera hablar de la inmigración.
Sin embargo, supongo que es nuestro encarcelamiento actual en un presente ahistórico lo que nos hace olvidar que los mismos problemas surgieron en la vieja Europa de los Estados-nación. Creo que la creciente absorción de las superestructuras por parte de la base ha dado un contenido real a la idea de Stuart Hall del “antagonismo discursivo”, una forma poderosa de lo que (¡esto explica a Trump!) se llama corrección política, que ha tenido algunos efectos muy positivos en nuestra conciencia política. El Orientalismo, obra pionera de Edward Said, por ejemplo, nos sensibilizó ante realidades que en el pasadohabíamos estado demasiado dispuestos a ignorar (comenzando por la Ilíada de Homero, ¡una epopeya del orientalismo por excelencia!). Pero habría que estar mal informado históricamente para no recordar que, para una Alemania provincial, Francia (y en menor medida Inglaterra) era precisamente esa “civilización” avanzada que le dio a Europa Central —el Oriente de su tiempo— su complejo de inferioridad belicoso (véase las Consideraciones de un apolítico de Thomas Mann, sobre la Primera Guerra Mundial); y más allá de eso, para ignorar el estatus de los Balcanes “subdesarrollados” para el resto de esa llamada Europa. De hecho, cuanto más se observa esta historia, más se disuelve la entidad llamada Europa en un microcosmos de rivalidades nacionales, envidias culturales, racismos y odios colectivos del mismo tipo que Said denunció en nuestros estereotipos sobre el Medio Oriente (pues creo que el Oriente de Said no fue mucho más allá de los límites del Islam, ni tampoco tomó en consideración al continente de América del Sur). Así que, en ese punto, el “eurocentrismo” se convierte en un foco sumamente inexacto y en una forma muy imprecisa de distinguir entre amigos y enemigos.
Entretanto, imagino que todo esto está limitado a la izquierda. Realmente no veo mucha polémica de derecha o conservadora sobre Hayek, por ejemplo, y sus orígenes geográficos (¡en nombre de, digamos, América Primero!); no veo a liberales centristas tomando una posición sobre las desviaciones de las antiguas tradiciones de la Carta Magna o las tribus ur-germánicas y sus asambleas democráticas. Imagino que están en una mejor posición para entender que lo que se llama eurocéntrico es en realidad el capitalismo mismo.
Así que las denuncias son disputas en una izquierda muy amplia, y mi experiencia es que casi siempre conciernen a las tradiciones intelectuales de izquierda, si no al llamado poder del Estado. Las denuncias anarquistas de este último, desde Foucault hasta James Scott, se preocupan menos por los monopolios transnacionales que por el (ahora inexistente) Estado del partido soviético o incluso el estado benefactor socialdemócrata. Y en cuanto a las polémicas intelectuales y culturales, siempre terminan denunciando a Marx y al marxismo. Creo que estas batallas en la izquierda son política e intelectualmente improductivas (¡Mariátegui o Fanon contra Althusser o la Escuela de Frankfurt!), y creo que debo abstenerme, con un recordatorio final de que el islam es el clímax de la tradición occidental, en el sentido renacentista; y también que siempre se me consideró un firme defensor de Palestina y del Tercer Mundo en los días en que esta etiqueta aún significaba algo políticamente.
Sin embargo, la solución binacional, si es que lo es, es solo un subconjunto de un dilema político y conceptual mucho mayor, que es el del federalismo como tal. A medida que la población mundial se expande, se organiza (la mayoría de las veces involuntariamente) en grupos grandes o pequeños que podrían llamarse clanes, pero que van desde los grupos de «identidad» hasta los «nacionales» (la mayoría de las veces basados en el idioma, la religión y la apariencia física —la «raza» es, como sabemos, una pseudocategoría completamente no científica). Cuando estos grupos se organizan territorialmente, entonces tenemos las guerras civiles, los movimientos de secesión, las guerras de independencia nacional, etc. (que hoy en día se llevan a cabo a niveles prácticamente microscópicos, como en Aceh, por ejemplo). Cuando los grupos se entremezclan, en aglomeraciones de tipo urbano, entonces los ideales de ciudadanía, multiculturalismo y similares flotan como ideologías e intentan capturar algún estatus institucional y un control fetichista sobre lo inconsciente. Pero nadie ha teorizado efectivamente una solución adecuada para todas estas situaciones; la vieja idea de un gobierno mundial suena como algo salido de la década de 1950 (Karatani la ha revivido, sin embargo, y seguramente la ecología hace que algo así sea inevitable), mientras que la palabra «federalismo» se erige como un problema más que como una solución; y es un problema conceptual y filosófico a la par con el de la definición del grupo como tal. Yo mismo creo que el lenguaje es tan importante aquí como la raza y la religión y está abordado de manera insuficiente en estas discusiones, cuyo escandaloso texto básico sigue siendo El contrato social de Rousseau, y contra el cual el anarquismo emerge inevitablemente como una reacción psíquica. Tratemos de hacer que el pesimismo que inspiran inevitablemente tales reflexiones sea energizante en lugar de desmovilizador.