Ilustración: Daguerrotipo de Emily Dickinson (detalle), 1847.

22 de septiembre 2024

Tres textos breves de Elizabeth Bishop

por Elizabeth Bishop // Traducción de Javier Pavez

Amor de Emily1

“Emily Dickinson’s Letters to Doctor and Mrs. Josiah Gilbert Holland”. Editada por su nieta, Theodora Van Wagenen Ward (Harvard University Press; $4).

En cierto sentido, todas las cartas de Emily Dickinson son “cartas de amor”. Para ella, aparte del amor, humano y divino, poco había que valiera la pena escribir, y, a menudo, ambas parecían fusionarse. La abundancia de detalles –descripciones de la vida cotidiana, ropa, comidas, viajes, etc.– que se encuentra en lo que usualmente se consideran “buenas cartas” juegan un nimio papel en las suyas. En cambio, hay una insistencia constante en la fuerza de sus afectos, un atrevimiento casi pueril y una repetitividad que a veces deben de haber sido muy difíciles de soportar. ¿Es acaso un elogio a su elección de amistades, y a sus propios amigos, que ellos pudieran soportarlo y frecuentemente también apreciarla como poeta? ¿O bien es sólo un homenaje al mal gusto y al extremo sentimentalismo de la época?

En cualquier caso, una carta que contiene comentarios tan embarazosos para nosotros como “Me encantaría ser un pájaro o una abeja, cantando o zumbando tal vez aún estaría cerca de ti”, es rescatada en el momento oportuno por una frase como “Si no fuera por la plena luz del día, y la cocina y los gallos, me temo que tendrías la ocasión de sonreír a menudo ante mis cartas, pero tan seguro como que ‘este mortal’ ensaya la inmortalidad, un cuervo de un corral vecino disipa la ilusión, y estoy aquí de nuevo”. En la correspondencia moderna, las expresiones de sentimientos han pasado a la clandestinidad: pero si a veces nos avergüenzan las cartas de Emily Dickinson, nos ahorran el cinismo y el “humor” del escritor-epistolario contemporáneo.

*

Esta colección bellamente editada de noventa y tres cartas escritas al doctor y la señora Holland abarca los últimos treinta y tres años de la vida de Emily Dickinson. El doctor Holland había comenzado su carrera como médico rural bastante renuente, y llegó a convertirse en un ciudadano adinerado, un popular conferenciante, el editor del Springfield Republican y, finalmente, el fundador y editor de Scribner’s Monthly.

Es curioso figurarse que la familia Dickinson leyera el Springfield Republican tan religiosamente como deben de haberlo hecho, por las muchas referencias de soslayo a ello; pero los acontecimientos de actualidad, salvo por ciertas generalizaciones que normalmente se convierten en metáforas, rara vez aparecen en estas cartas de gratitud y devoción. Como en su poesía, Emily Dickinson se interesa en la Geografía (en la que el “Cielo” parece ser uno de los lugares más familiares) y las Estaciones, tanto como en sus propias combinaciones de ambas. “También es noviembre. Las lunas son más lacónicas y los ocasos más severos, y las luces de Gibraltar hacen que el pueblo sea extranjero. Siempre me ha parecido que Noviembre es la Noruega del año”. “Febrero pasó raudo…. Mis flores son cercanas y extranjeras, y no me es preciso más que cruzar el fondo para estar en las Islas de las Especias”. Y en las cartas finales, cuando la señora Holland está de visita en Florida, Emily Dickinson habla de ello como si se tratara del Cielo, del cielo con el que está familiarizada así como se mantiene ignorante de un estado terrenal.

El uso de imágenes hogareñas, y su solidez, recuerdan una y otra vez a George Herbert, y a medida que las cartas se vuelven más breves y epigramáticas, uno recuerda no sólo la poesía de Herbert sino secciones enteras de sus “Outlandish Proverbs”. Y se agradece el carácter de esbozo: es agradable, para variar, conocer a una poeta que nunca sintió la necesidad de disculpas y ensayos, de párrafos largos, ni siquiera de frases prolongadas. Con todo, estas cartas no carecen de estructura y fuerza. Es el esbozo de la araña de agua que se aferra tenazmente a su posición corriente arriba por medio de las más tenues ondulaciones, mientras nos hace caer en cuenta de la corriente de la muerte y de la oscuridad que hay debajo.

El cuidadoso estudio de la cambiante escritura a mano de Emily Dickinson, apéndice de este volumen, confirma pictóricamente esta imagen. Entre otras ilustraciones, hay una encantadora fotografía de Lavinia Dickinson, riendo y sosteniendo uno de sus innumerables gatos que parecen haber sido una prueba para su adorada hermana. Veintinueve de las cartas se incluyeron en la edición más reciente de Letters of Emily Dickinson, volumen editado por Mabel Loomis Todd, con una introducción de Mark Van Doren (World; $3.75). La señora Holland murió creyendo que todas las demás se habían perdido, pero ahora se han encontrado unas sesenta más y es posible que otras puedan aún salir a la luz.

1951

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Sobre estar sola2

Tal vez haya fantasmas en la escuela, o malvados lobos escondidos en las cumbreras, o espíritus malignos que moran en las profundidades de la sala de calderas y que a tientas se abren siniestro camino por las tuberías hasta nuestras habitaciones. Tal vez, pero nunca los hemos visto. Intocadas vivimos hace ya dos temporadas por el más mínimo indicio de algo sobrenatural. En el inmediato en derredor, casa alguna encantada ni cementerio abandonado. En este periodo de primavera, hay apenas un árbol marchito, o un yelmo campo para tener ante nosotros un símbolo de terror y muerte. ¿Por qué entonces, cuando no hay nada que temer, y cuando seguramente hemos superado los fantasmas de nuestros días de juventud, tantos y tantas de nosotros parecemos temer estar solos? Nos decimos unas a otras: “Odio los domingos; horas de sosiego en demasía”, o “Debe ser maravilloso tener un compañero/a de cuarto, alguien con quien hablar en las horas de estudio”. Todo esto es bastante extraño. ¿Por qué estar sola, cuando la mayor parte del tiempo tenemos cien compañeros, se presenta como una prueba tan grande, o por qué desearíamos mantener una conversación de un modo interminable? El miedo a una “hora tranquila” a solas, es mayor que el miedo a todas esas innumerables horas de descanso que nos esperan a todos.

Hay una cualidad peculiar en estar a solas, una atmósfera que sonido o persona alguna puede dar. Es como si estar con gente fuese la tierra de la mente, la tierra con sus colinas y sus valles, aromas y música: pero al estar sola, la mente encuentra su Mar, el plano amplio y tranquilo con diferentes luces en el cielo y diferentes y más secretos sonidos. Pareciera, sin embargo, que nos atemoriza el primer rompimiento de sus olas a nuestros pies, y ahora que nunca emprenderemos viajes de descubrimiento, que nunca sentiremos los vientos libres que han soplado sobre el agua, y nunca encontraremos las islas de la Imaginación, ¿dónde viven quién sabe qué bestias curiosas y pueblos extraños?

Estar sola puede ser divertido. Sola, la mente puede hacer lo que desee sin siquiera la aterciopelada traílla del sueño. Ahora bien, nunca se podrá entender esto mientras nos apostemos en la orilla y de espaldas al agua y sollocemos detrás de nuestros compañeros. Nunca, quizás, conozcamos al acompañante que hay en nosotras mismas y está con nosotros toda la vida, la cercanía de nuestra mente en todo momento a la rara persona cuyo corazón se acelera cuando un pájaro sube alto y solo en el aire claro.

1929

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Algunas notas sobre Robert Lowell3

Robert Lowell, nacido en 1917, es el hijo pródigo de los Padres Peregrinos, los trascendentalistas de Concord y los industriales del siglo XIX. Es considerado por casi todos los buenos críticos, sean estadounidenses o ingleses, como el mayor poeta de la generación que siguió a la de Pound, Cummings, Marianne Moore, Wallace Stevens, etc. En los años 1940-1950, su obra fue para los estadounidenses una sorpresa casi tan grande como la de Dylan Thomas, unos años después y de forma totalmente diferente, para los ingleses.

T. S. Eliot predijo que, con la batalla ganada por el “verso libre” y el lenguaje demótico en la poesía, habría un retorno a la métrica y la estrofa formales, incluso “intrincadas”, y a la rima estricta. Los poemas de Robert Lowell parecen haber venido a cumplir tal profecía, y antes de lo que se esperaba. Su primer libro, Land of Unlikeness, se publicó en 1944, en una edición limitada de 150 ejemplares. Su primer libro comercial fue Lord Weary’s Castle, de 1946, que lo hizo célebre y por el que recibió, entre otros honores, el Premio Pulitzer de poesía. Algunos años más tarde apareció The Mills of the Kavanaughs, y más recientemente Life Studies. Desde la publicación de Life Studies, Lowell ha dedicado parte de su tiempo a la traducción; en 1961 tuvimos su traducción de Fedra, de Racine. Recientemente ha aparecido un libro de traducciones más breves, de Baudelaire, Rilke, Montale, Pasternak, etc., bajo el título Imitations. Lowell eligió deliberadamente esta palabra para describir su técnica de traducción; los poemas están lejos de ser traducciones literales; constituyen, en realidad, nuevos poemas en el ya reputado estilo Lowell. Y como tales, son elogiados por quienes admiran ese estilo, y son criticados por quienes prefieren la forma más común de traducción palabra por palabra.

Lowell, ciertamente, es un nombre famoso en Nueva Inglaterra. Hay una ciudad llamada Lowell que floreció en torno a las fábricas textiles de algodón de Lowell, a principios del siglo XIX. Robert Lowell está emparentado con el conspicuo poeta del siglo XIX James Russell Lowell (quien durante muchos años fue embajador en Inglaterra) y también con la célebre poeta del “verso libre” Amy Lowell. Nació y creció en Boston, con los privilegios, pero también con las cargas que acompañaban a ese poderoso nombre local. Como era de esperar fue a Harvard, pero no logró adaptarse, y dos años después se trasladó a Kenyon College, en Ohio, donde tuvo como “mentor” al poeta agrario sureño y “nuevo crítico”, John Crowe Ransom.

Al despuntar de la guerra, Lowell hizo un primer intento de alistarse en la marina (su padre había sido oficial naval), pero fue rechazado por razones de salud. Durante el transcurso de la guerra, empero, cambió de opinión, y cuando finalmente fue reclutado para el servicio militar, se negó a enlistarse. Estados Unidos tenía cientos de objetores de conciencia trabajando en hospitales y albergues especiales, pero como Lowell no había logrado registrarse como “pacifista”, fue enviado a prisión en calidad de delincuente común. Antes de eso, ya había conmocionado a su familia y a su ciudad natal, cuando volvióse contra el calvinismo de Nueva Inglaterra, hasta el punto de convertirse al catolicismo. Creo que en esa época –como Eliot, Auden y otros– fue un anglicano practicante. Su poesía es profundamente religiosa y rica en imágenes bíblicas y eclesiásticas, principalmente en sus dos primeros libros. Su interpretación religiosa del mundo está en la tradición de sus “antepasados” de Nueva Inglaterra: los Mathers, Jonathan Edwards, Thoreau (quien también fue encarcelado), Hawthorne, etc., y el grupo Brook Farm.

No podría negarse que, para el lector no iniciado, su poesía resulta ardua. Sin embargo (en contraste, pienso, con algunos de los poemas más populares de Dylan Thomas), la poesía de Lowell, siempre totalmente honesta con el lector, está escrita invariablemente con una sintaxis y un significado perfectamente lógicos. La dificultad inicial radica, a veces, en saber cuál es realmente el tema-el sujeto del poema. Muchos de sus poemas son dramáticos, en cuya habla hay diferentes personajes; en este registro, se le ha comparado frecuentemente con Browning. Pero, una vez que uno conoce la escena y el personaje, el poema mismo, a pesar de ser sutil, enmarañado y pletórico de asociaciones lingüísticas –una asombrosa mezcla de lenguaje demótico y formal– es siempre lúcido.

En el extraño título de su segundo libro, Lord Weary’s Castle, ya se encuentra embebida en parte una explicación de la poesía de Lowell. Proviene de la vetusta balada sobre un pobre albañil llamado “Lambkin” que construyó un castillo para un tal Lord Weary, pero que fué privado de su justo pago. En esta leyenda, Lowell ve una parábola del mundo moderno –el castillo– la superestructura aplastante de nuestra civilización. Randall Jarrell, en Poetry and the Age, describe a Lord Weary’s Castle de la siguiente manera: “Los poemas entienden el mundo como una suerte de conflicto de opuestos. En esta lucha, un opuesto es esa torta de costumbres en la que todos estamos inmersos […] la inercia del yo obstinado […] la obstinada persistencia en el mal que es la condenación […] el imperialismo, el militarismo, el capitalismo, el calvinismo […] los «bostonianos de verdad», los ricos. […] Pero luchando dentro de esto […] está todo lo que es libre o abierto, esa […] voluntad que es en sí misma salvación […] la Gracia que ha reemplazado a la Ley, del perfecto liberador a quien el poeta llama Cristo”.

Los poemas de este libro y de The Mills of the Kavanaughs están casi todos en la forma rigurosa de estrofas con el frecuente encabalgamiento que se ha convertido en la marca característica de Lowell. Esta técnica da a estos poemas de profunda creencias religiosas y de angustia, escritos durante la guerra, su afecto de urgencia, casi de pánico.

En Life Studies, publicado en 1959, los ritmos y compases fuertes, y los sonidos de trompetas son modificados, modulados. Los versos aún riman, pero de irregular manera, y su extensión depende más de un fraseo natural o de un hálito o soplo que de formas estróficas. Estos poemas son casi siempre elegíacos y autobiográficos, sobre todo lo que es suyo, familia, padre y madre, esposa (está casado con Elizabeth Hardwick, la reconocida crítica literaria y novelista) e hijo único. La lengua de Lowell es tan grandiosa, tan conmovedora, tan brutal, como formal –pero los poemas están colmados de “humor”, de compasión y de una tenue y desnuda afección por las personas y los lugares.

¡He oído a brasileños afirmar, por ejemplo, que el norteamericano Dreiser es mejor escritor que Henry James! Y creo que el mismo tipo de lector brasileño bien podría cometer el mismo error acerca de los poemas de Lowell al decidir que Robert Frost o Carl Sandburg o incluso nuestros más bien patéticos “poetas beat” se acercan más a la idea que él a lo que debería ser un verdadero poeta “norteamericano”. A tales lectores solo podría decirles esto: la idea que tienen de la literatura norteamericana (y, de paso, del propio Estados Unidos) es incorrecta. Nuestros grandes, aunque difíciles, artistas-artesanos –incluidos, entre otros, James y Lowell– son los mejores representantes de la literatura norteamericana.

Simplemente porque el curso de la lengua de la poesía en inglés desvióse tanto del mismo curso en las lenguas latinas, Lowell probablemente les parecerá a los brasileños más exótico estilísticamente de lo que realmente es. La batalla por escribir poesía que esté “al menos tan bien escrita como la prosa”, como solía decir Pound, y en lenguaje hablado, casi se había ganado hacia 1920. Debe ser difícil para los lectores brasileños darse cuenta de que en este dominio (me refiero solo al lenguaje demótico versus el lenguaje “poético”), la poesía inglesa está muchas décadas por delante de la poesía en las lenguas latinas. Lowell representa un cambio brusco de dirección, incluso, si se quiere, un giro hacia atrás. Como Dryden, una vez más hizo que la poesía fuera dura, difícil, elevada y masculina. En realidad, las artes, es claro, no se pueden comparar, pero, por medios muy diferentes a los que emplean nuestros “action painters”, Lowell expresa, con la misma energía y belleza, los problemas de cualquier ciudadano de los Estados Unidos de más de cuarenta años, ya ha enfrentado y sigue enfrentando: la Depresión, la Guerra (o Guerras), la Sociedad de la Opulencia, la ética de las relaciones exteriores, la Bomba.

Estoy segura de que el lector que logre entender, aunque sea una pequeña porción de los poemas de Robert Lowell –y carecen de trampa alguna–, llegará a comprender mejor, en la misma medida, la tierra norteamericana contemporánea de la que él viene.

1962


Notas

1 “Love from Emily; Emily Dickinson’s Letters”, en Elizabeth Bishop, Poems, Prose, and Letters (New York: The Library of America, 2008), 689-691.

2 “On Being Alone”, en Elizabeth Bishop, Poems, Prose, and Letters (New York: The Library of America, 2008), 323.

3 “Some Notes on Robert Lowell”, en Elizabeth Bishop, Poems, Prose, and Letters (New York: The Library of America, 2008), 712-715.

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