Foto: Paulo Slachevsky

04 de agosto 2019

Un alumno fracasado con olor a cerveza

por Martín Cinzano

Siempre habrá un último romántico.

                                                                                                                                          Jorge Teillier

Continuando la fuerte tradición poética venida desde el sur de Chile, el vino, la cerveza y más de algún destilado ocupan un espacio considerable en la vida y obra del poeta Jorge Teillier (1935-1996), nacido en Lautaro y muerto en Viña del Mar.

En el empedrado de dicha tradición es a Teillier a quien más se lo asocia, biográfica y textualmente, con la ebriedad, y a partir de sus versos se ha podido hablar de una poética estrechamente vinculada al legado de Nerval, Baudelaire y Rimbaud. Pero, más que el desorden de los sentidos, la presencia constante del alcohol en Teillier pareciera posibilitar, a paso calmo, el retorno ansiado a un lugar inhallable, del cual, paradójicamente, el poeta quizás no se ha movido ni se moverá jamás. En el poema “Cuando todos se vayan”, del libro Muertes y maravillas de 1971, se lee: “Cuando todos se vayan a otros planetas/ yo quedaré en la ciudad abandonada/ bebiendo un último vaso de cerveza,/ y luego volveré al pueblo donde siempre regreso/ como el borracho a la taberna.” Por otra parte, en el poema “Andenes” de El árbol de la memoria (1961), alguien recuerda, en una desierta estación de trenes, el regreso a casa después de las vacaciones, “cuando eras —para los parientes que te esperaban—/ sólo un alumno fracasado con olor a cerveza.”

En estos poemas —se encuentran muchos más en la obra de Teillier— la correspondencia entre el alcohol y los proyectos para el viaje de retorno pareciera sostener en andas el soliloquio del poeta, borracho y aparentemente inmóvil como una estampa de pueblo, confundido en la oscuridad de la pulpería rural o entre el gentío del bar céntrico, “Mientras gasto mis codos en todos los mesones” (“Pequeña confesión”, poema dedicado al poeta ruso Serguéi Esenin, en Para un pueblo fantasma, 1978). La terquedad del borracho, más allá de la negación rotunda a dejar la bebida (“Somos los últimos en salir del boliche/ Y tal vez mañana los primeros en llegar” se advierte en un poema aparecido póstumamente En el mudo corazón del bosque, de 1997), consiste en aferrarse a un proyecto de viaje de cuya realización se habla con detalle pero que, efectivamente, no se lleva a cabo sino a través de los vericuetos de la memoria, librando una lucha sin solución contra el tiempo (el gran enemigo), toda vez que aún durante un hipotético fin del mundo “El borracho del pueblo/ dormirá en una zanja” (“Fin del mundo”, Poemas del País de Nunca Jamás, 1963).

“Despedida”, su poema quizás más conocido —o con el que más suelen brindar sus lectores cuando han bebido—, pasa revista a aquellos ámbitos de la existencia, a ojos del poeta, dignos de un último adiós: su mano, el papel y la tinta, los fracasados, conejos y polillas, un par de muchachas, sus propios poemas, y también “los amigos silenciosos/ a los que sólo les importa saber/ dónde se puede beber algo de vino,/ y para los cuales todos los días/ no son sino un pretexto/ para entonar canciones pasadas de moda.” No hay aquí estridencias; el bebedor, gastando los codos en todos los mesones, mantiene cierta austeridad en su canto de despedida (“Me gusta el canto ronco de los hombres del vino”, había escrito Neruda en “Estatuto del vino” de Residencia en la Tierra) y desde su obcecada quietud mantiene moviéndose un tiempo otro, desfasado, “nostálgico” sólo a condición de entender la nostalgia como deseo “del futuro, de lo que no nos ha pasado pero debiera pasarnos”, tal cual escribió el mismo Teillier en “Sobre el mundo que verdaderamente habito”, texto fundamental de 1968 aparecido en revista Trilce: la nostalgia configuraría entonces esa “especie de utopía invertida”, como la llama Andreas Huyssen, tal vez esa borrachera que no nos sucedió.  

Pero si ya desde “Otoño secreto”, el primer poema de su primer libro (Para ángeles y gorriones, 1956), la sola presencia de “el licor de guindas que preparó la abuela” es uno de los elementos capaces de restituir la verdad y conferir abrigo en un mundo donde “las amadas palabras cotidianas pierden su sentido”, en contrapartida la ausencia del vino marcará la impronta del habitar “enfermo” y frío del poema “Un hombre solo en una casa sola” (El molino y la Higuera, 1993); ahí, “El vaso de vino se ha marchitado como un magnolio” y al hombre, vacío, “Sólo le gustaría tener una copa que le contará una vieja historia”. En la poesía última de Teillier se sugiere entonces la disruptiva inversión de una creencia común: es la ausencia de alcohol, no su ingesta, la que posibilita el olvido. Y, en tal sentido, volver constantemente a la taberna o recalar en la estación fantasma forma parte de un plan de resistencia más amplio y peligroso; significa avivar el fuego de la memoria, preguntar por los amigos y familiares muertos y, todavía, desterrar al propio destierro, pues son incluso los exiliados quienes, en la evocación del poeta, “Deben comprender/ que para mí nunca han salido de Chile.” (“Destierro”, en El molino y la Higuera).

 En “Botella al mar”, suerte de arte poética condensada en siete versos, aparecen explícitamente los destinatarios ideales de esta poesía, “la niña que nadie saca a bailar” y “los hermanos que/ afrontan la borrachera y a quienes desdeñan/ los que se creen santos, profetas o poderosos.” (Cartas para reinas de otras primaveras, 1985). Los ademanes de la desmesura alcohólica pertenecen así a una estirpe menos teatral y ostentosa si se la compara con la de otros insignes poetas bebedores de escritura furiosa o apologética; algunos lectores de Teillier, en cambio, le siguen dando voz con su silencio torvo, a la espera de ese penúltimo vaso (la continua despedida) que se repite y se repite cuando todos se han ido, incluyendo en ese “todos” al poeta, cuyo estatuto finalmente constituye una carta de legitimación frente al borracho.

¿Dónde nos acodamos hoy cuando los bares se hunden en el proyecto patrimonialista de una nostalgia retrofashion? ¿Con qué poeta se puede conversar en el mesón o en la plaza abandonada? ¿Conversan los y las poetas o sólo peroran acerca de sus proyectos, de sus becas, sus editoriales, sus apadrinamientos y sus libros publicados aquí y allá?      

Jorge Teillier, muerto por cirrosis, fue tal vez el último poeta ampliamente leído en Chile —es decir, leído no solamente por poetas y especialistas—, y su leyenda desde luego corre aparejada a su alcoholismo. ¿No declaró en una entrevista de 1984 que para él la poesía “es el vaso de vino tinto que no me puedo tomar al almuerzo”? Y por otro lado, ¿cuántos bebieron o dicen haber bebido una caña de tinto junto a él en cualquier bar ya desaparecido de Santiago (de los cuales el poeta dio fe en varias crónicas)? Esa ciudad ciertamente ya no existe, pero ¿no hay acaso una mesa que lleva el nombre de Teillier en “La Unión Chica”, su bar preferido del centro de Santiago (aquel “lugar metafísico” por el que deambulaba junto al poeta Rolando Cárdenas)? Como sea, más acá de los bombos y el turismo cultural, fue él mismo quien cimentó la leyenda al relatar cómo escribió Los trenes de la noche (1961), “en un viaje de Santiago a Lautaro, mirando por la ventanilla del tren nocturno, escribiendo unos versos en un cuaderno de croquis (…) tras bajarme rápidamente en las estaciones de donde parten los ramales, a tomar un vaso de vino.” Impecable ejercicio de cálculo del alumno fracasado; una manera de ir llegando, de no irse nunca y ser siempre un forastero.*


* Todas las citas de los poemas de Teillier provienen de la tercera edición de Los dominios perdidos,  antología publicada en Santiago de Chile por el Fondo de Cultura Económica en 2007.

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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