Foto: Paulo Slachevsky

08 de junio 2019

UN CERRITO DE ARENA

por Martín Cinzano

El invierno hunde sus pies
dejando una huella sin forma.

BERNARDO COLIPÁN

—¿Y ahora? —preguntó.

Había que pasar por una empalizada y después enfilar por la callejuela del río; sólo un poco más allá estaba la cerca. Desde ahí el río no se veía, sólo se escuchaba, decían, pero a mí eso me sonaba a una treta más de los viejos para que ninguno de nosotros se atreviera a pasar del alambrado. Y bastó con ser un poco más curioso, porque valiente no era ninguno, sólo un poco más curioso para que un atardecer oscuro, antes de otra lluvia, nos atreviéramos a levantar las púas y cruzar.

Calculé que el río estaba sólo a unos veinte metros porque desde ahí se lo oía bien vivo. Ella no quería ir más allá, se le veía en los ojos, así que mientras yo dudaba descubrió un cerrito de arena húmeda y ahí no más se sentó. Respiré hondo todavía oyendo el río hasta que por fin, de pie y mirando al suelo, me decidí a sacar la petaca. Ella se hizo la sorprendida, estoy seguro, porque bien sabía que si cruzábamos el alambrado no era para quedarnos sin hacer nada.

Con los primeros sorbos, lo supimos. No estábamos acostumbrados a estar solos, era como una certeza que se iba acentuando al escuchar el estruendo del río haciéndose aún más fuerte, como si con él descubriéramos un silencio imposible de traspasar aunque nos pusiéramos a gritar como locos. Ella por mientras hacía unos montoncitos de arena que de un momento a otro, creía yo, me lanzaría a la cara para divertirse y vengarse por la ocurrencia.

—Mejor nos volvemos —dijo, empezando a darle forma a otro montoncito.

Fue raro, porque bastó que lo dijera para que se estirara, como si nada, sobre el cerrito de arena. Ahí fue cuando sentí el olor. Una cosa dulce y agria al mismo tiempo.

 —Sí, mejor —dije.

—Pero oye… —empezó a decir algo que ya no escuché porque el cielo otra vez comenzaba a tronar duro. 

Pensé en tomarla del brazo y salir de ahí, escapar de la tormenta, pero lo único que hice fue dar otro sorbo y tenderle la petaca. El olor seguía, aunque ahora se sentía desde una cierta lejanía, tal vez el olor de antes de la lluvia o mi propio olor consiguieran atenuarlo un poco, no sé. Desde el cerrito de arena aún podíamos ver la empalizada, y con rabia supe que mientras la viéramos, tan sólida ahí, entre nosotros y el resto, el desafío seguiría. Al otro lado del río el cielo se prendió un buen rato, cubriéndolo todo con un manto pálido que, por contraste, ennegreció los árboles, como si todo aquel paisaje fuese un largo cuadro en negativo, completamente ajeno a la historia.

—No tenemos por qué…—dijo ella, cubriéndose la cara con las dos manos, pero no era un gesto de tristeza, me pareció, sino más bien de cansancio ante la evidencia insultante de la lluvia, de los días de agua que nos esperaban aún, la crecida y el desborde monótono del río.

—No, no tenemos —dije, y le pasé la mano por el pelo mientras me acostaba a su lado, sobre el cerrito de arena, resignado a apurar la petaca, esperando la lluvia. Me miró con una extraña sonrisa que de pronto se tornó en una mueca de espanto, como si a mis espaldas se paseara alguien blandiendo un cuchillo o empuñando un revólver. Me volteé para mirar, espantado también, pero ahí ella me detuvo tomándome de la cabeza y abriéndose de piernas con un movimiento tranquilo, aunque yo sentía que los dos, en alguna parte, lejos de ahí, estábamos temblando.

El olor agridulce, desesperante, hacía que me relajara sin pensar en la empalizada ni en regresar a parte alguna. La violencia de la lluvia, su sordina, de algún modo nos protegía mientras rápido nos íbamos hundiendo en el cerrito de arena, como si en su misma cima se formara un boquete con la forma de nuestros cuerpos ya embarrados.

—Mejor nos volvemos —dijo ella después, cuando la lluvia dio un poco de tregua y de la petaca no quedaba nada.

—Sí, mejor —respondí, alzando la petaca y tirándola, sin puntería, hacia el río.

—Vamos —propuso ella, haciendo ademán de levantarse.

—Vamos —ratifiqué yo, escuchando el río.

Pero ninguno de los dos se movió.

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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