Foto: Paulo Slachevsky

15 de enero 2020

Un Diorama

por Martín Cinzano

En el bandejón central de La Alameda un guanaco y un zorrillo estacionados, intervenidos con chorros de pintura de varios colores, ofrecen un cuadro pop antes de llegar a Teatinos. Más allá, La Moneda acumula rejas y distancia. El sol pega duro y una pareja de amigas pasa corriendo y gritando al unísono piñerasesinoconchetumare; sin dejar de correr, se ríen y se felicitan con un choque de palmas. Camino hasta la esquina con Ahumada, distraído, mirando los rayados, las caras, husmeando en la nueva comida callejera hasta dar con la escalera que conduce a la estación del metro Universidad de Chile. Ahí los rayados y los carteles de la protesta parecen seguir una secuencia episódica, como un cómic hecho de peldaños. Me pregunto si aún estará en la estación el diorama donde, camuflado pero visible, aparecía el rostro del Che y su boina con la estrella de cinco puntas. Una amiga de la infancia siempre me desafiaba a encontrarlo. Primero le decíamos maqueta pero después supimos que se llamaba diorama. Era difícil; la clave estaba en ubicar la estrella; luego lo demás se iba aclarando poco a poco. Nos quedábamos ante él un buen rato antes de proseguir el peluseo cimarrero por el centro. Ahora quiero entrar a mirarlo una vez más pero han cerrado la estación. ¿Tendremos dioramas de la revuelta en el futuro? ¿Cabrán ahí los ojos baleados, la tortura, el combate directo? Un diorama móvil, inconcluso, capaz de contener aceleraciones de tiempo. Sigo camino hacia el oriente y me acuesto en los pastos del cerro Huelén, alguna vez Santa Lucía. Algunos de los nombres de la refundación: Huelén, Evade, Dignidad, Primera Línea, Ni Tuya Ni Yuta, Catrillanca, Matapacos, ACAB, Catrileo, Lemebel. ¿Refundación de qué? Sigo avanzando hacia el oriente; la ciudad es un esténcil sin interrupción y yo intento sacar fotos con un celular, pero cualquier dispositivo para captar imágenes te puede partir la experiencia en dos. Doble ansiedad: la de utilizarlo y la de no utilizarlo. Opto por esto último al sentir la picazón en los ojos, los mocos, el olor a lacrimógena. Al levantar la cara, veo al contingente de pacos acercándose a unos cien metros; suena una cumbia y un helicóptero se pierde hacia el sur. En la esquina de la Alameda con Namur la veo, escucho su voz; se está riendo de un paco al que le llegó un peñascazo. Sóbatepacallao conchetumareee. Corro hacia ella, le grito buena poh, subersía; al principio no me reconoce pero después dice oh puta que estai viejo hueón, y abre los brazos, riéndose, subersía soy poh, qué tanto, pero el abrazo dura muy poco porque rápido debemos correr ante la embestida del zorrillo. En Merced tomamos agua y empezamos a caminar bordeando el parque hacia el Poniente. Ya, te la hago corta, me dice: terminé la carrera pero estoy endeudada hasta el pico, tengo dos hijas, me casé, me separé, me volví a casar y ahora vino esta mansa cagá, así que en la calle nomá, apañando como sea, tengo fe en la capucha y su destino. Seguimos caminando en silencio, atentos a cualquier aparición de los pacos por alguna esquina. Estoy nervioso y lo único que se me ocurre es preguntarle si se acuerda del diorama, si sabe si el diorama aún existe. ¿Cómo? El… Ah, el diorama, ¡claro!, qué loco, ¿te acordai? En realidá no sé si está todavía, me dice, riéndose, pero a veces como que sueño despierta con él. ¿Sí? La dura; onda voy mirando por la ventana de la micro y me veo como metida en ese mismo cerro donde está la cara del Che, ¿te acordai? O sea, vivo ahí, como camuflada, yo misma soy una miniatura escondida entre los árboles, no te riai. No, si no me río, pero… Ya, en ese cerro, imagino, o lo veo, no sé, recibo entrenamiento militar, onda Neltume. Durante unos meses me ejercito como francotiradora, disparándole desde el cerro a los españoles culiaos que han venido a saquear el país, igualito a estos chuchesumadres. ¿Cachaste todas las estatuas de esos perros culiaos que se derribaron? ¡Tuvo brígido! Bueno, después, cuando en el diorama los conquistadores están muertos, bajo del cerro y rompo el vidrio. Es loco porque aún soy una miniatura al saltar hacia el piso de la estación del metro. Ahí debo esquivar las pisadas de la gente, los zapatos, los tacos altos, los bototos, pero poco a poco voy aprendiendo a moverme en ese bosque de patas. Entonces bien piola me meto al túnel del metro y camino por ahí hasta un pasadizo secreto que da a La Moneda… Crecimos con esos mitos, ¿no? En el barrio no faltaba el hueón asegurando que La Moneda estaba comunicada subterráneamente con la Escuela Militar y hueás, una no se lo creía pero igual te imaginabai tanquetas y cualquier armamento pasando por debajo de las calles. Ahora cuando estos conchesumares pusieron el toque de queda y salieron los milicos, me vino eso a la cabeza. Bueno, la cosa es que yo aprovecho esos caminos y carerraja llego hasta La Moneda. El viaje resulta largo, a veces imagino que dura meses, de pronto su año, porque como soy apenitas una miniatura me demoro caleta en avanzar. Lo malo es que poco a poco voy creciendo y debo apurarme para llegar, pasar piola, meterme a la oficina o al despacho o como chucha se llame donde está el presidente reculiao y pitiármelo al toque con una pura ráfaga de metralleta y apretar cachete antes de crecer lo suficiente como para ser completamente visible y la yuta me encane. El presidente no tiene rostro, puede ser cualquier animal culiao. Otras veces me trepo a su cuello y le hago un corte en la yugular, apenas una incisión desde donde sale caleta de sangre, onda como esas películas culiás japonesas, y La Moneda entera se comienza a inundar, toda roja, es la cagá, no te riai. Seguro imaginar o soñar esta hueá, nada, fue porque en la tele de puro aburrida una noche me puse a ver un reportaje sobre el Zerreitug, el viejo ése que hace los dioramas, ¿lo cachai? El loco tiene sus trabajos repartidos por todo Chile pero los más conocidos son los del metro. Capaz que estuvo bien apitutao con los milicos porque le encargaron esas pegas a principios de los ochenta, pero igual, ese Che Guevara no me vai a decir que es casualidá, ¿no? A lo mejor fue la forma del viejo para agarrarle el poto al Pinocho, qué sé yo. Ahora parece que a algunos de los dioramas del metro los hicieron cagar, en el fondo son parte de la misma mierda, no sé, es como si antes de todo esto hubiésemos vivido dentro de un diorama, inmóviles, ¿cachai?, dentro de una celda de vidrio, en capacha, qué volá, si le contara esto a mis cabras chicas seguro me encuentran más loca que la cresta o dirían que veo mucha tele, ¿no? Bueno, y voh, ¿no estabai en México? Uta, llegué ayer en la noche recién, le digo, me embalé y me vine de una. No alcanzo a agregar nada más porque desde Merced viene un guanaco y un zorrillo y entre la multitud de capuchas y lacrimógenas nos perdemos. Salgo corriendo por el parque hasta dar con el museo de Bellas Artes; resplandece así, completamente rayado, la última luz del atardecer dándole de frente. Por la Costanera viene otro contingente de pacos y es inevitable mirar hacia el Mapocho como último recurso, apenas un hilillo silencioso de líquido gris. Aquí debe haber un túnel secreto, seguro, pero ¿dónde? Una molotov certera detiene el avance de la repre y junto a un buen piño aprovechamos de correr hacia el norte por el puente Loreto. Me siento en una cuneta, jadeante, la cara ardiendo, lo mocos colgando. Escupo y alzo la vista. La busco una vez más pero no la veo. Oscurece mientras a lo lejos retumban las bombas.

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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