Ilustración: @senioraserpiente
Los muertos no escriben, pero los leemos
Sobre Los muertos no escriben, de Emilio Ramón (Los Perros Románticos, 2022)
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En su reconocido ensayo, Edición y Subversión, Robert Darnton desbarata una ilusión: aquella que nos presentaba a la Ilustración, regida por los dogmas de Voltaire y el positivismo del siglo 18, como la madre de todas las revoluciones intelectuales, como un ideal a seguir a modo de manual de las ideas, de comportamiento y moral, la mirada impuesta por las escuelas y sus planes y programas nacionales. Para ello, Darnton desentrama la denominada Ilustración tardía, nos focaliza en una patota de panfletistas y editores piratas que trabajan al margen de lo legal, gestores de la edición ilegal, de la cultura clandestina. Estos personajes, muchos con antecedentes delictuales y en constante convivencia con el mundo del hampa, elaboraron una escena cultural que transgredía las normas y los conceptos de literatura en muchos sentidos posibles.
Bastante de esto hay en la novela que nos convoca, una ciudad moribunda entre los escombros del capitalismo tardío, y una serie de personajes en un constante debate entre la escritura y la miseria. En esta ciudad abundan los edificios deteriorados con sobreprecio, pero negociables en su valor, el mal olor, los baños en mal estado, micros de largos recorridos intercomunales, puertas cerradas, puertas rotas, librerías sin muchas medidas de seguridad, funerarias y música rock de la hoy llamada vieja escuela. Se trata de una necrópolis, una ciudad descompuesta, una ciudad intoxicada, muestra de un decadentismo del cual Emilio hace su mayor goce.
Como toda Ghotam City, la ciudad de Emilio Ramón tiene su asilo Arkham. Y es que, si bien la ciudad puede ser contemplada como un personaje más, la galería de antihéroes, patéticos, tiernos y perversos, abre paso a un universo muy particular. Una cruza extraña entre Los Detectives Salvajes y Trainspotting. Todos encarnan algún tipo de desastre humano: Camilo K encerrado en la nostalgia de un célebre pasado como escritor reconocido; Chancho Seis, plagiador inconsciente y patético alcohólico; Felipe Dell´Orto galán infructuoso que cree que su talento –poco claro– le conseguirá éxito sexual; Karina Valium y su talento para elegir siempre la peor compañía; y así Max Bodrio, y así los editores independientes, los escritores mediocres, y por supuesto, los muertos, los fantasmas, las mochilas espectrales con las que cargan los personajes en esta trama y en sus propios traumas. Todos comparten una mirada obsesiva y traumática con la literatura, porque están los que hablan de libros sin leerlos, los que escriben pero nunca han escrito nada o están bloqueados, o perdieron el don que alguna vez, por accidente, les celebraron. Más convencidos de los clichés biográficos, propios de la vida de los escritores, de la repetición infinita del hálito maldito pero no de la obra en sí, del piquero en el ego sobre evaluado, las pillerías y los codazos al de al lado, los que quieren su tajada de la torta neoliberal, del motín, de la celebración mediática, sin hacer el menor esfuerzo.
Es aquí donde Emilio Ramón se embarca en lo que será su gran desafío, ¿cómo, a personajes tan insoportables en su cáscara los volverá queribles al punto de querer abrazarlos o invitarles una cerveza barata?
Destaca en este punto el humor. Los muertos no escriben está dotado de un humor especial, delirante cuando quiere y oscurísimo e íntimo cuando no. Es a través de este lenguaje que el lector se irá haciendo cómplice de las desventuras a las que son sometidos los distintos personajes de la novela, a modo de quijotes posmodernos, extraviados en su locura, en la ciudad, como flaneurs autómatas, y en la particular escena literaria que conforman. Cabe destacar el momento en que, Camilo K, el escritor que perdió su reconocimiento, confiesa querer reinventarse publicando en Marruecos, haciéndose parte de un supuesto boom editorial marroquí, ante lo que su interlocutor, para no quedar de ignorante, acepta sin cuestionar. Lo mismo las escenas escatológicas, o cuando Chancho Seis es despedido tras su tercer día de trabajo en una funeraria. Desde el inicio Emilio nos da vuelta los prejuicios. Ya para mitad del libro, estos personajes serán nuestros mejores amigos. Porque ese es el segundo recurso. Más allá de sus características grotescas, los personajes de esta novela han logrado conformar una comunidad anómala pero genuina. Estos personajes se odian, porque el hate los une, se quieren, se protegen, se abandonan y regresan como fantasmas inevitables. La literatura y el oficio de escribir es una excusa para mantenerse unidos. Prefieren el sexo, la coca y el copete. Han establecido una forma de dinero con sus ventas y saltarse algo tan insignificante como pagarle por sus derechos de autor. Comparten sus miserias y se mantienen firmes en sus sueños, aunque no tengan claro cómo cresta conseguirlos ni cuáles son realmente. Quieren ser escritores en el Chile post Bolaño, pero a diferencia de los personajes del escritor anecdóticamente chileno, estos asociatividad clandestina muy definida en donde conseguir las lucas para pagar el arriendo va de la mano con descubrir al próximo escritor joven en boca de todos para así conseguir aspirantes carecen de heroicidad y romanticismo.
Este es el gesto final de la novela. Asumir genuinamente el lugar de la fauna que aborda. Ninguno de estos escritores escribirá el próximo gran libro que todos deberían leer, ni siquiera ese de culto que solo unos pocos entenderán y rescatarán algunos estudiantes universitarios y una editorial pequeña en cincuenta y seis años más. Estos personajes encarnan, como decíamos al comienzo, diversos fracasos, pero hay uno que encarnan todos y es que están condenados a fracasar. Son sujetos, por gusto o no, al margen de las lógicas de éxito neoliberal, no solo presentes en las carreras de ingeniería y mercadotecnia, sino también en el espacio cultural. De alguna manera son los hongos que deteriorarán la casona burguesa que llamamos literatura chilena.