Foto: Paulo Slachevsky
¿Qué es lo que estamos enfrentando?
Muchas preguntas y algunas perspectivas en tiempos de coronavirus
Bien puede decirse que el Covid-19 es una enfermedad del Capitaloceno, que nos hace entrar de lleno en el siglo XXI. Por primera vez, nos hace sentir de manera tan aguda y tangible la verdadera amplitud de las catástrofes globales que van a marcar los tiempos por venir[i].
Pero falta entender con más precisión lo que nos está pasando, tanto en lo que se refiere a la epidemia provocada por el SARS-CoV-2 como a las políticas sanitarias adoptadas para frenarla, al precio de una parálisis impresionante de la economía. Sin esos requisitos, no habría cómo identificar las oportunidades que podrían abrirse en circunstancias tan inéditas. No hay nada asegurado. Atrapados en el remolino de las noticias, cada día más sorprendentes o desconcertantes, uno titubea. Muchas veces, no logramos creer ni lo que vemos ni lo que escuchamos, ni nada de lo que sentimos. Más vale admitir que las certidumbres vacilan, al igual que muchas hipótesis previas. Sin embargo, hay que empezar y tantear algo, aunque sea provisoria y parcialmente, mientras esperamos que elaboraciones colectivas más afirmadas tomen el relevo.
Enfermedad del Capitaloceno y capitalismo como enfermedad
¿En qué medida se puede ligar la actual pandemia a la dinámica del capitalismo? La cuestión es y estará en el corazón de las luchas políticas abiertas por la crisis del coronavirus. Las fuerzas sistémicas harán todo lo posible para naturalizar la pandemia e imponer una comprensión profundamente a-histórica de la misma. Es lo que hizo, apoyándose paradójicamente en su autoridad de historiador, Yuval Noah Harari, autor del best seller mundial titulado Sapiens[ii]. Su discurso es la quintaescencia de la ideología que conviene a las elites del mundo de la Economía, y que tratarán de difundir en el contexto de la crisis actual. Según Harari, la existencia de muchas pandemias en el pasado es suficiente para demostrar que no hay razón para incriminar a la globalización, haciendo de ella la responsable de la pandemia de Covid-19. En consecuencia, sería del todo erróneo que la actual crisis sanitaria lleve a tomar medidas en contra de las dinámicas globalizadoras. Por el contrario, hay que celebrar los avances triunfales de la ciencia, que refuerza permanentemente las barreras entre el mundo de los hombres y el de los virus; y hay que confiar en los especialistas de la salud y en las autoridades políticas, para proteger eficazmente las poblaciones y asegurar, en la cooperación y la confianza mutua, la buena marcha del orden mundial. ¡Extraordinario concentrado de la ideología dominante, en el cual podemos apreciar el vínculo entre la naturalización de la epidemia y la legitimación del mundo de la Economía! Es precisamente por esto que se hace necesaria una contra-lectura propiamente histórica.
Es obvio que las pandemias no han esperado al capitalismo para causar estragos, incluso peores que los del Covid-19. Pero es de muy mala fe concluir, sobre la base de esta evidencia, que son fenómenos puramente naturales, a los que la humanidad habría sido confrontada desde siempre, de la misma manera y por las mismas razones. Las pandemias son, más bien, realidades que trasgreden la disociación moderna entre naturaleza y sociedad. Dependen en buena medida de las interacciones entre los medios naturales y los modos de organización de los colectivos humanos. Por ejemplo, el surgimiento de las principales enfermedades infecciosas que afectan a la especie humana está estrechamente relacionado con una de las más grandes mutaciones de la historia, cuando se formaron las primeras sociedades agrarias y en parte sedentarias[iii]. Lo que podemos seguir llamando “revolución neolítica”, pese a la lentitud no lineal del proceso, ha creado las condiciones de una promiscuidad totalmente nueva entre humanos, animales domésticos y roedores, como los ratones, atraídos por las reservas alimenticias. Es lo que ha favorecido la transmisión al hombre de los agentes patógenos propios de diversas especies animales, provocando la emergencia de las grandes enfermedades infecciosas que, desde ese momento, han afectado a la humanidad: el cólera, la viruela, las paperas, la rubeola, la gripe, etcétera. Entonces, es preciso identificar, como causalidad directa del surgimiento de las principales enfermedades infecciosas, con carácter endémico o epidémico, lo que puede considerarse como uno de los mayores puntos de inflexión en la historia de la humanidad: el paso de las sociedades de cazadores-recolectores a las sociedades agrarias (aun si conviene evitar un análisis demasiado simple y evolucionista de esta dualidad). Y bien podemos establecer un paralelismo entre ese momento propio de las mutaciones del neolítico y el que estamos viviendo ahora, por la acumulación exponencial de los efectos mortíferos del capitalismo-hecho-Mundo.
Ciertamente, entre esos dos momentos claves existieron otras pandemias que se desarrollaron sin que pareciera posible relacionarlas tan claramente con una modificación cualitativa de las interacciones entre la organización social y el medioambiente. Aquí, tenemos que mencionar la peste bubónica (yersinia pestis) que asoló el mundo mediterráneo y euroasiático desde los siglos VI-VIII hasta el siglo XVIII, y cuyo episodio más dramático fue la Peste Negra que, a partir de 1348, diezmó en Europa entre un cuarto y la mitad de la población, según las ciudades y las regiones. Se ha mostrado recientemente que la difusión de la Peste Negra, trasmitida al hombre por la pulga de la rata, podría estar ligada a una modificación climática, evidentemente no antropogénica[iv]. El fin del período cálido medieval, que había prevalecido entre los siglos X y XIII, provocó perturbaciones del equilibrio anterior y, en especial, un crecimiento de la humedad que habría traído una multiplicación de roedores, y también de sus parásitos, favoreciendo el salto de especie del virus hacia el hombre. Éste se habría producido en la región de la meseta de Quinghai, al norte de Tíbet, probablemente hacia el año 1270. Posteriormente, las caravanas de mercaderes llevaron el agente patógeno hacia Kirguistán, donde hay testimonios de su presencia en 1338. En 1346, llegó hasta el Mar Negro, de donde los navíos que comerciaban entre las partes orientales y occidentales del Mediterráneo los llevaron a Mesina y Génova, en Italia. De allí se difundió muy rápidamente en toda Europa. Más allá de las similitudes superficiales con el Covid-19 (el origen chino de la zoonosis y su transmisión hacia Europa por las rutas de intercambio), podemos resaltar importantes diferencias, empezando por la extrema lentitud de la difusión de la peste: tardó 70 años para cruzar los 2.000 kilómetros que separan Quinghai y Kirguistán, y 80 años en total para unir China con Europa, en tanto que el SARS-CoV-2 pudo cubrir la misma ruta en tan sólo unas cuantas semanas. Esto nos puede dar una idea de la diferencia de escala entre la globalización actual y lo que, a veces y sin muchas precauciones, se califica de “primeras mundializaciones”, a partir del siglo XIII y más claramente del siglo XVI. Por otro lado, la peste del siglo XIV se mantuvo limitada a Europa, Medio Oriente y el Mediterráneo, lo que no puede compararse con la pandemia verdaderamente planetaria del Covid-19. Finalmente, si bien el cambio climático que parece haber desencadenado la expansión del yersinia pestis no debe nada a la acción humana, no es menos significativo constatar que el salto de especie del agente patógeno fue favorecido por una modificación de los equilibrios entre grupos humanos y otros seres vivos.
Otro momento decisivo de expansión epidémica debe relacionarse con la conquista europea del continente americano. Se sabe que éste había quedado aislado del bloque afro-euroasiático desde el fin de las grandes glaciaciones (salvo incursiones efímeras y sin efectos históricos notables). Las poblaciones amerindias no tuvieron la misma historia infecciosa que los otros grupos humanos, por lo que se encontraron desprovistas de defensas inmunitarias frente a los patógenos traídos por los europeos, como el virus de la viruela (mientras que, a la inversa, éstos contraían enfermedades desconocidas para ellos, como la sífilis). Combinado con la violencia genocida de la conquista y la desestructuración de los mundos indígenas, el shock microbiano contribuyó a una mortalidad dramática que diezmó alrededor del 90% de la población de las regiones colonizadas (tan sólo para Mesoamérica, los historiadores han calculado que la población amerindia pasó en menos de un siglo de veinte millones a un millón de habitantes). Ese momento de aceleración en la difusión planetaria de las enfermedades infecciosas está claramente asociado a un fenómeno histórico mayor que ha moldeado el devenir del mundo durante los últimos cinco siglos: la colonización europea que, salvo raras excepciones, sometió al conjunto del planeta a la dominación occidental. Otros episodios importantes en la difusión de grandes epidemias en África están igualmente relacionadas con el contexto colonial.
Por último, debemos señalar la recurrencia de las epidemias de gripe, de las cuales la más mortífera fue la llamada “gripe española” de 1918-1920. De ninguna manera nació en España, tuvo su origen en los Estados Unidos, probablemente en Kansas, y fue traída a Europa por las tropas norteamericanas. De allí se difundió, principalmente por barco, hacia las regiones colonizadas o dominadas por los europeos en África, Asia y Oceanía.
Aparte de los Estados Unidos y Europa occidental, la India y China pagaron el tributo más pesado a una epidemia, ahora sí, propiamente mundial (a imagen y similitud de la primera de las Guerras Mundiales y de una dominación europea que también se había vuelto mundial). Se estima que podría haber costado la vida de 50 millones de personas. Posteriormente, otras epidemias de gripe golpearon en la segunda mitad del siglo XX, marcando la recurrencia de un virus conocido desde mucho tiempo, pero que muta frecuentemente hacia formas más severas. Es el caso de la gripe asiática, en 1956-1957, que mató entre uno y cuatro millones de personas en el mundo y, luego, de la gripe de Hong-Kong (1968-1970) que dejó un millón de víctimas. Hay que notar que estas dos epidemias, muy próximas a nosotros en el tiempo, no dieron lugar a medidas estrictas de contención y tampoco fueron objeto de una gran atención por parte de los medios de comunicación[v].
Después surge una gran ruptura. A partir de 1980, y más todavía desde el inicio del siglo XXI, se puede observar una aceleración en el ritmo de aparición de nuevas zoonosis como el VIH, la gripe aviar H5N1, que vuelve a la superficie periódicamente desde 1997 y, sobre todo, en 2006, el SARS en 2003, la gripe porcina en 2009, el MERS en 2012 y el ébola en 2014, hasta el Covid-19 (esta lista no es exhaustiva). Esta vez las causalidades antropogénicas juegan un papel decisivo. Un primer factor se relaciona con el auge, a partir de los años 60, de la ganadería industrial, sobre todo la del cerdo y el pollo, las dos carnes más consumidas a escala mundial (a tal punto que los huesos de pollo son, con el plástico y las radiaciones nucleares, uno de los tres marcadores geológicos más claros del Antropoceno). Sus infames formas de organización concentracionaria, vinculadas con su integración a los mercados globales, con las lógicas de monocultivo, de uso masivo de insumos químicos, de artificialización y endeudamiento, han tenido también consecuencias sanitarias desastrosas y favorecen enormemente los saltos de especie de las infecciones virales[vi]. El segundo factor es la expansión de la urbanización y las grandes metrópolis. Combinado con la deforestación provocada por la expansión de los monocultivos (palma, soja, etcétera) y con la artificialización de los medios naturales, conduce a los cazadores de animales salvajes a aventurarse hacia zonas anteriormente preservadas de la intervención humana; y, sobre todo, reduce los hábitats de los animales salvajes y los empuja a acercarse más a las zonas ocupadas por los humanos. Es lo que provoca una multiplicación de los saltos de especie de los agentes patógenos. Fue el caso del VIH, transmitido al hombre por monos desplazados por la deforestación. Es también el caso del ébola, virus que proviene de los murciélagos que habitaban las selvas de África occidental y central. Está claramente comprobado que la actual multiplicación de las zoonosis es el resultado de las transformaciones inducidas por la expansión desmesurada de la economía mundial, con sus lógicas de mercantilización y su falta de atención a los equilibrios de los ecosistemas.
Ahora bien, ¿cómo puede analizarse el caso del SARS-CoV-2? Es demasiado temprano para decirlo, porque no hay ninguna certeza en lo que se refiere a la cadena inicial de transmisión del virus. La tesis generalmente admitida ubica su origen en el mercado de Wuhan, en China, y se centra en el murciélago (algo muy probable, ya que es un formidable contenedor viral) y, quizás, en otros animales salvajes que allí se vendían. Pero estos datos no son tan seguros como parecen[vii]. El mercado de Wuhan podría haber sido el punto de expansión de la enfermedad, pero no forzosamente su primer lugar de aparición. Pero considerando las implicaciones políticas y geopolíticas de la cuestión, así como el bloqueo informativo por parte de las autoridades chinas, es probable que jamás dispongamos de datos certeros al respecto[viii]. Solamente se puede sugerir que, en el caso del SARS-CoV-2, no necesariamente hay un vínculo entre la difusión del virus y el auge de la ganadería industrial (salvo si la trayectoria del virus pasó por la intermediación de las inmensas granjas porcinas con las que cuenta la región de Hubei[ix]). Tampoco podemos estar seguros de una relación con la expansión urbana (aunque Wuhan sea una metrópolis de 12 millones de habitantes). Pero, sí, hay un tercer factor que, en este caso, resulta decisivo y es la intensificación de los flujos mundiales asociados a la producción de bienes y a la circulación de las personas. Es evidente que el coronavirus no se habría difundido como lo ha hecho si Wuhan no hubiera sido una de las capitales mundiales de la industria automotriz. Aquí, la causalidad es doble. Tiene que ver con el desarrollo de China, que se ha transformado en la segunda potencia económica mundial (representa ahora el 16% del PBI mundial, contra solamente el 4%, en el momento de la epidemia de SARS, en 2003). Pero también se debe a la expansión desmesurada del tráfico aéreo (la cantidad de pasajeros se ha duplicado en los últimos quince años). De hecho, la difusión del coronavirus corresponde exactamente a la densidad del tráfico aéreo mundial: en pocas semanas, se expandió desde China hasta Europa y América del Norte, mientras a América Latina llegó más tarde y al África tardó mucho tiempo en llegar. Son las zonas más interconectadas y más “centrales” del capitalismo globalizado las han sido golpeadas en primer lugar. Nunca se había visto en la historia humana una pandemia que se difunda tan ampliamente y tan rápidamente a escala global (hasta la gripe de Hong-Kong demoró casi un año en llegar desde China a Europa).
En ese contexto de explosión de las zoonosis, el impacto de una epidemia dramática a escala planetaria, era, desde hace tiempo, temido y analizado[x]. China y sus vecinos se preparaban activamente desde 2003. Los Estados Unidos habían creado el programa Predict para investigar los virus animales susceptibles de ser afectados por la extensión de las actividades humanas y de operar un salto de especie (pero Trump le puso fin en 2019). Algunos meses antes de la emergencia del SARS-CoV-2, en octubre de 2019, la Universidad Johns-Hopkins de Baltimore coorganizaba con la Fundación Gates y el Foro Económico Mundial un simposio llamado “Event 201 Scenario” cuyo objetivo era el de simular una pandemia mundial provocada por un coronavirus, para poder elaborar recomendaciones para los gobiernos del planeta[xi]. En la hipótesis seleccionada, el virus tenía su origen en el murciélago y pasaba al hombre a través de las granjas porcinas de Brasil, provocando en un año y medio 65 millones de muertos. Queda claro que el SARS-CoV-2 asumió un papel en un guion escrito de antemano: esto ha alimentado las lecturas complotistas que, a veces, se han hecho del simposio de octubre 2019; pero solamente significa que una pandemia como la que vivimos era plenamente previsible. Durante varias semanas, su moderada tasa de mortalidad (en torno al 0.5% o 1%) ha permitido mantener algunas dudas sobre la gravedad de la epidemia –dudas acentuadas por las desatinadas comparaciones con la gripe estacional, que afeccionaban los partidarios del business as usual. Hoy en día, la gravedad de las formas severas de la enfermedad, que no sólo ataca el aparato respiratorio sino también a los sistemas inmunitarios, neurológicos, digestivos y sanguíneo, así como el colapso de los servicios de urgencia que ella provoca, impusieron una evaluación muy distinta. La trayectoria actual de la pandemia deja suponer que la mortalidad que ella habrá provocado de acá a algunos meses podría acercarse a medio millón o un millón de muertos (o tal vez más, en función de la evolución en los países más vulnerables, especialmente en África). En cuanto a la mortalidad que se hubiera alcanzado en caso de no tomar ninguna medida seria de contención, se puede estimar (en base a las proyecciones realizadas para Gran Bretaña y los Estados Unidos) en varias decenas de millones de muertos a escala mundial[xii].
Si bien comparar el Covid-19 con la gripe estacionaria resulta bastante engañoso, la comparación con otras causas de mortalidad puede ser pertinente. Voces del Sur insistieron que una enfermedad como el paludismo alcanza a 200 millones de personas y mata a 400.000 personas cada año, sin provocar mucha conmoción. Además, existen muchas otras causas de mortalidad generadas por el productivismo capitalista que están lejos de suscitar una movilización tan amplia como la que observamos frente a la actual pandemia. Se piensa en el derrumbe de la biodiversidad (¿cuántas especies desaparecidas o diezmadas?) o en el holocausto de mil millones de animales en los mega-incendios australianos de 2019. Incluso, si queremos considerar únicamente la mortalidad humana, la lista es larga y dolorosa: multiplicación de cánceres vinculados con el uso de pesticidas y otras sustancias tóxicas; enfermedades causadas por las perturbaciones endocrinas; síndrome metabólico (sobrepeso, diabetes e hipertensión) asociado a la alimentación industrializada y al modo de vida moderno (afecta ya a una tercera parte de la humanidad y, de hecho, es la principal co-morbilidad que arrastra a la muerte a una cantidad considerable de los enfermos de Covid-19); resistencia bacteriana provocada por el sobreconsumo de antibióticos (se estima que provoca 30 mil muertos cada año en Europa); muertes prematuras por la contaminación atmosférica (9 millones por año, solamente por las partículas finas), etcétera. En relación con este último punto, se ha podido notar, con toda razón, que la crisis del coronavirus también ha tenido efectos positivos, uno de los más visibles es la disminución de la contaminación industrial y urbana[xiii]. Se estima que, en los primeros meses de 2020, ésta habría permitido evitar no menos de 53 mil muertos en China[xiv], lo que compensa ampliamente la mortalidad atribuida al Covid-19 (por lo menos según las cifras oficiales, muy probablemente demasiado bajas). Ciertamente los dos tipos de datos no son directamente comparables: las partículas finas no son la causa única y directamente constatable de las muertes, y la sobremortalidad que se le atribuye resulta de un cálculo estadístico, lo que es muy diferente a la situación de los enfermos del Covid-19, que saturan dramáticamente los servicios de urgencia. Con todo, es legítimo remarcar que, en contraste con el carácter brutal y espectacular de la pandemia provocada por el SARS-CoV-2, existen otras causas de mortalidad que no reciben la atención que merecen porque son continuas y menos visibles –o también porque afectan principalmente a poblaciones pobres del Sur. Además, habría que insistir, en particular, en la resistencia bacteriana que no hará más que acentuarse en las próximas décadas. No faltan razones para considerar que se trata de una de las fuentes potenciales de mortalidad más dramáticas del próximo siglo. Además de los virus, no hay que olvidar las bacterias entre los principales actores no humanos de los tiempos por venir.
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Podemos reconocer que las infecciones virales son fenómenos “naturales”, en el sentido que los virus tienen sus propios comportamientos e inclinaciones; pero el devenir de algunos de ellos está ampliamente orientado por las transformaciones de los medios naturales inducidas por las actividades humanas. Dos momentos de la historia humana son marcados por una multiplicación significativa de los saltos de especie y por la expansión de las pandemias que de ello resulta: en primer lugar, con el surgimiento de las sociedades agrarias en los inicios del Neolítico y, luego, con la generalización y la intensificación del productivismo capitalista y la brutal desorganización de lo viviente que se desprende de eso. Si la historia de las epidemias invita a acercar esos dos momentos de ruptura histórica, es claro que el segundo, propio del Antropoceno–Capitaloceno, se caracteriza por una intervención humana cuya escala perturbadora es incomparablemente superior.
Hay tres características asociadas que pueden ser consideradas como inéditas y directamente ligadas a las condiciones sistémicas del Capitaloceno: a) el ritmo acelerado de aparición de nuevas zoonosis (ahora, aproximadamente una cada dos años), lo que significa que las barreras entre especies son cada vez más tenues; b) el hecho de que un buen número de las nuevas zoonosis impliquen especies salvajes (esto no se observaba antes y señala una destrucción sin límites de los espacios naturales anteriormente preservados); c) la difusión generalizada y extremadamente rápida de la pandemia, lo que hace del Covid-19 la primera pandemia verdaderamente global del mundo globalizado. Esto conduce a afirmar también que, cualquiera sea la mortalidad que finalmente habrá provocado, el Covid-19 no será la última de las grandes pandemias del siglo XXI ni, con toda probabilidad, la más devastadora.
El Covid-19 es una enfermedad grave, y sería peligroso minimizar su carácter mortífero. Pero, al mismo tiempo, es legítimo considerar que esta mortalidad no es más que un aspecto de un fenómeno destructivo aún más amplio: el capitalismo patógeno, a la vez ecocida y humanicida. Hasta ahora, ninguna civilización había producido tantos factores de multiplicación y generalización de enfermedades graves y también de destrucción del medioambiente. En base a estas precisiones, se puede afirmar que el SARS-CoV-2 es, junto con muchas otras causas de muerte y destrucción, una enfermedad del Capitaloceno. Si podemos decir que el siglo XXI comienza en 2020, es porque el Covid-19 nos hace sentir, por primera vez en una escala tan global y con una brutalidad tan palpable, lo que van a ser las catástrofes de una época en que ha llegado la hora de pagar las facturas del Capitaloceno. Decir que el SARS-CoV-2 es una enfermedad del Capitaloceno implica también, sin minimizar de ninguna manera su peligrosidad propia, señalar un agente patógeno aún más dañino (y que nos toca erradicar del planeta): el capitalismo mismo.
Pandemias, estrategias estatales e imperativos económicos
Más que describir en detalle la crisis sanitaria y su transformación en crisis económica, nos centraremos en las medidas tomadas por los Estados frente a la pandemia. El confinamiento generalizado que se impuso a escala planetaria y que trastorna nuestras existencias será, entonces, el centro de nuestra atención. Los comentarios al respecto abundan y, sin retomarlos en detalles, es preciso insistir en el carácter altamente desigualitario del confinamiento. La epidemia juega como reveladora y amplificadora de las desigualdades ya existentes, y la desigualdad es doble: a la vez frente a la enfermedad y frente a las condiciones de confinamiento. Muchas dualidades fueron ampliamente descriptas y denunciadas[xv]: entre las categorías más privilegiadas que pueden optar por el teletrabajo y quienes están obligados a acudir a sus habituales lugares de trabajo, sin las medidas sanitarias necesarias y con salarios que son los más bajos; entre quienes se fueron a sus residencias secundarias en el campo y los que siguieron atrapados entre los muros de la ciudad; entre quienes se confinaron en confortables departamentos y los millones de personas que viven en casas insalubres, en una promiscuidad aún más difícil de soportar y nada propicia para las medidas de prevención; para no hablar de los “sin techo”, de los encarcelados, de las personas que se encuentran en centros de retención, o de las mujeres y niños confrontados con la violencia doméstica. Las desigualdades raciales coinciden en buena medida con la brecha social, al mismo tiempo que la refuerzan (por ejemplo, en los Estados Unidos, los afroamericanos llegan a representar 70% de los muertos por el Covid-19, incluso en estados donde no son más del 30% de la población). La gran exposición de las mujeres a la enfermedad ha sido también subrayada por el tipo de oficio que suelen desempeñar (enfermeras, empleadas en las cajas de los supermercados y, de manera más general, por la importancia de las mujeres en las actividades de cuidado). Pero, finalmente, las formas graves y la mortalidad afectan más a los hombres (en proporciones muy variables según los países). Las desigualdades son aún más fuertes a escala internacional: numerosos países del Sur tienen sistemas de salud muy frágiles o totalmente deficientes; los barrios insalubres pululan; la importancia del sector informal y la debilidad de las políticas sociales dejan a una parte considerable de la población sin ningún recurso desde el momento en que el confinamiento se generaliza. Es de temer que una amplia difusión de la enfermedad en esos países, especialmente en África, provoque una hecatombe aún mayor que en otros lados.
Hay que hacer notar que, en esas regiones, el Covid-19 es a menudo percibido como una “enfermedad de los ricos”. Es así como lo ha calificado Miguel Barbosa, gobernador del Estado de Puebla en México –el cual también agregó, en una tonalidad más próxima al mesianismo lopezobradorista, que “a nosotros, los pobres, la enfermedad no nos hará nada porque estamos inmunes”[xvi]. De manera más justificada, numerosas voces del Sur criticaron una sobre-mediatización del coronavirus ligada con su difusión inicial en el Norte, en contraste con las enfermedades más habituales en el Sur, que no le interesan a nadie. También en África el Covid-19 se percibe como una enfermedad de las élites, porque los primeros en contagiarse fueron los miembros de la clase alta habituada a los viajes en avión y parte del jet-set trasnacionalizado (en algunos países, es innombrable la cantidad de ministros, altos funcionarios y generales infectados)[xvii]. Esto contrasta fuertemente con el ébola, una enfermedad que venía de las zonas rurales de países afectados y golpeaba en primer lugar a los más pobres. Por lo tanto, si bien es irrefutable la acentuación de las desigualdades sociales frente al Covid-19, también es de subrayar que esta pandemia golpea “a la cabeza”. Es realmente una enfermedad de la globalización: alcanza primero las regiones más integradas al sistema-mundo global y, además, afecta fuertemente a las elites dirigentes. El caso de Boris Johnson es emblemático, pero hay que recordar que muchos jefes de Estado o de gobierno (comenzando por Angela Merkel y Donald Trump) estuvieron en contacto con portadores del virus y bien podrían haber contraído la enfermedad. Además, el número de ministros alcanzados por ella, tanto en Francia como en otros países, está lejos de ser anecdótico. Es un rasgo que hay que tomar muy en cuenta, aunque, a medida que la pandemia se generaliza, su difusión y sus efectos se hacen cada vez más conformes a las jerarquías sociales en vigor (como ejemplo de esto, se puede recordar que uno de los primeros decesos por Covid-19 en Brasil fue de una empleada doméstica obligada a seguir trabajando para su patrona, la cual se había contaminado durante un viaje turístico en Italia[xviii]).
Ahora tenemos que considerar las medidas tomadas por los gobiernos de los diferentes Estados frente a la progresión de la pandemia. ¿Se trata de un paso más en la generalización del Estado de excepción[xix]? ¿De la apoteosis del control biopolítico de las poblaciones? ¿De la simple perpetuación de las liturgias de la religión económica? ¿O de todo esto a la vez? Podría ser útil comenzar por una descripción más precisa y una cartografía sumaria de las reacciones de los Estados. Las estrategias sanitarias frente a una epidemia viral de desarrollo rápido y para la que no existe ni tratamiento ni vacuna son esencialmente tres (claro que con múltiples variantes): primero, dejar que la enfermedad se propagase hasta que prevalezca la inmunidad de grupo (tal como se había hecho durante la gripe de Hong-Kong, en 1968-1970); segundo, optar por una contención estricta (con confinamiento general y la prohibición de la mayor cantidad posible de ocasiones de reunión y de actividades económicas), con el fin de bloquear drásticamente la ola epidémica y hacerla pasar bajo la línea de las capacidades del sistema hospitalario (lo que deja entero el problema de las posibles segunda y tercera olas); tercero, la atenuación que consiste en tomar medidas más livianas centradas en la prevención sanitaria, la restricción parcial de las actividades y el aislamiento de los enfermos, con el fin de atenuar la primera ola mediante medidas menos perturbadoras para la vida social y económica, y con una mayor circulación del virus que prepara más para las olas siguientes[xx]. Más concretamente, las políticas adoptadas por los distintos Estados del mundo se reparten entre tres polos principales.
A – El confinamiento hiper-autoritario encuentra su paradigma en el caso de China. Se sabe de la brutalidad de las medidas impuestas de un día para otro, a partir del 22 de enero, en Wuhan y en la región de Hubei (60 millones de habitantes) y, luego, en otras ciudades y regiones del país, con un efecto paralizante masivo en el funcionamiento de la llamada “fábrica del mundo”. Las modalidades de confinamiento fueron de las más estrictas, excluyendo todo motivo de salida hasta el de comprar alimentos, ya que las brigadas del Partido estaban encargadas de aportar a cada familia las provisiones necesarias. El rigor del control y de la represión no puede compararse con lo que pudo experimentarse en Europa o en el continente americano: hay que recordar que cualquier persona que difundía mensajes poniendo en duda la buena gestión gubernamental (por ejemplo, videos mostrando una situación desastrosa en los hospitales) era inmediatamente arrestada y con riesgo de ser desaparecida. Hoy en día, cuando después de dos meses y medio de encierro los habitantes de Wuhan comienzan a salir de sus casas, China despliega todos sus recursos propagandísticos para aparecer, ante los ojos de su población y del mundo entero, como un modelo de eficacia frente a la epidemia. Sin embargo, más allá de las polémicas sobre la cantidad de muertos (podrían ser 40 u 80 mil, en lugar de los 3 mil que mencionan las estadísticas oficiales), tendrá grandes dificultades para hacer olvidar sus fracasos en la gestión inicial de la enfermedad. Se conoce el caso del Dr. Li que lanzó la alerta del nuevo coronavirus y, por eso, fue encarcelado por las autoridades de Hubei, antes de transformarse en un héroe popular después de su muerte. Pero el fracaso es mucho más profundo. Después del SARS de 2003, China había creado un imponente dispositivo de detección precoz de los riesgos infecciosos. El centro de control y de prevención de enfermedades emplea 2.000 personas de planta permanente, y su misión es la de identificar, lo antes posible, cualquier enfermedad emergente, con el fin de bloquear su propagación. Pero las autoridades de Hubei impidieron que las señales de alerta lleguen hasta Pekin[xxi]. Además, cuando la multiplicación de los casos empezó a ser muy rápida, el director del centro nacional de control llegó a tener conocimiento de ellos de manera indirecta, el 30 de diciembre. Pero la tendencia a minimizar la pandemia siguió prevaleciendo hasta el 22 de enero, día del anuncio de confinamiento de Wuhan y su región. Por ejemplo, cuatro días antes, un inmenso banquete de 40 mil personas, organizado por el Año Nuevo Lunar y a la gloria de Xi Jinping, tuvo lugar en Wuhan, a pesar de la expansión de la enfermedad[xxii]. Además, se estima que varios millones de personas dejaron la ciudad entre el anuncio del confinamiento y su ejecución efectiva, con las consecuencias que se pueden imaginar para la difusión de la epidemia. Con toda claridad, el funcionamiento deficiente de los mecanismos locales del Estado chino[xxiii], la corrupción generalizada que lo afecta, así como la voluntad de mantener a toda costa la vida del Partido, causaron una amplia difusión de la epidemia que habría podido ser reducida en un 95% si tres semanas no hubieran sido perdidas. Por lo tanto, en el momento de juzgar la eficacia de la gestión autoritaria de la crisis por el Estado chino, no hay que olvidar el desastre inicial que transformó en inoperante un sistema de detección que tenía que haber evitado el estallido de una vasta epidemia. Uno puede preguntarse si el rigor y hasta la brutalidad de la respuesta del Estado no es directamente proporcional a los errores que intenta ocultar o minimizar. Quizás esta hipótesis pueda también aplicarse a otros países.
B- Los dragones asiáticos, en particular Hong-Kong y Corea del Sur, parecen haber logrado medidas de atenuación precoces que permitieron, por lo menos en un primer momento, controlar la epidemia sin paralizar drásticamente la economía. Pero existe un conjunto de condiciones necesarias para hacer posible este tipo de respuesta: unas características geográficas específicas (con territorios de poca extensión y en situación de insularidad o casi insularidad); una preparación rigurosa heredada de la experiencia del SARS de 2003 (lo que permitió actuar en un estadio muy precoz de la epidemia); importantes medios materiales como una gran cantidad de máscaras, una gran capacidad de pruebas virológicas, una práctica masiva de la desinfección urbana (por ejemplo, en Seúl, los metros son enteramente desinfectados después de cada viaje); un sistema de salud eficiente (con 7 camas de cuidados intensivos cada mil personas, es decir, más que Alemania y el doble que Francia); y, además, el uso inmediato de técnicas de rastreo de los enfermos y de sus contactos por aplicación numérica[xxiv]. Aliando poderío económico y eficiencia estatal, Corea del Sur viene citada como ejemplo por haber podido achatar la curva de la epidemia, sin afectar demasiado a la maquinaria productiva.
C – Los hiperliberales darwinistas y los populistas iluminados se han negado lo más posible a sacrificar la economía a las exigencias sanitarias. Boris Johnson fue el defensor de esta actitud que consiste en dejar que la enfermedad se propague hasta que la generalización de la inmunidad colectiva resulte suficiente para que la epidemia se detenga. Sin embargo, tuvo que dar marcha atrás (aun antes de que el virus lo mande a cuidados intensivos), cuando resultó evidente que el costo humano de la inacción sanitaria iba a sobrepasar lo que era socialmente soportable (las proyecciones del Imperial Colege pronosticaban medio millón de muertos por el Covid-19 en Gran Bretaña). Con las idas y vueltas erráticas que lo caracterizan, Donald Trump trató de minimizar la gravedad de la epidemia y se negó, durante mucho tiempo, a tomar medidas que podían crear nuevas dificultades económicas. Su doctrina era clara: “no podemos dejar que el remedio sea peor que la enfermedad”, porque “la parálisis económica matará gente”. Como suele pasar, por la voz de Donald Trump habla la cruda verdad de la economía: es a ella a quien hay que salvar y eso debe imponerse sobre cualquier otra consideración. A pesar de ser campeón en esta materia, el vicegobernador de Texas le movió el piso declarando que las personas mayores, comenzando por él mismo, debían aceptar sacrificar su vida para la buena marcha de la economía y por el bien del país. En Brasil, Jair Bolsonaro siguió la misma ruta, minimizando la gravedad de la epidemia, multiplicando las mismas actitudes de desprecio hacia las medidas de prevención y rechazando todo lo que podía provocar la parálisis del país. En su caso, se agrega la insistencia en la necesidad para las clases populares de trabajar para sobrevivir, así como una justificación explícitamente religiosa: “Lo siento. Hay gente que va a morir, pero así es la vida”. O: “Nosotros debemos trabajar. Hay muertos, pero eso depende de Dios, no podemos parar todo”. Sin embargo, al igual que Trump, quien, a pesar de todo, terminó por aceptar las medidas sanitarias preconizadas por sus consejeros, Bolsonaro perdió la partida. Tuvo que enfrentarse con todos los gobernadores y perdió el apoyo del ejército, a tal punto que, cuando quiso destituir a su ministro de salud, los militares que participan en su gabinete se lo prohibieron, manifestando de esta manera que había perdido la mano sobre las decisiones gubernamentales[xxv]. Al final, los adeptos más cínicos de una economía pura que no teme confesar su completa indiferencia por la vida humana tuvieron que retractarse y aceptar la tendencia global al confinamiento general.
Hay que agregar en esta categoría el caso, a primera vista distinto, del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador. Algunos ven en él un paladín de la izquierda progresista y, sin embargo, cuando inició la epidemia, igualó a Trump y a Bolsonaro al despreciar las medidas de prevención, al hacer mítines en donde abrazaba a sus admiradores, al rechazar ostensiblemente el gel hidroalcohólico que los miembros de su gabinete tenían que usar. Sus declaraciones no fueron menos sorprendentes. Explicó que no iba a pasarle nada a México, porque es un país de gran cultura y porque la lucha contra la corrupción permite tener un buen presupuesto para la salud. Y finalmente, haciendo caso omiso al carácter laico del Estado, exhibió las imágenes religiosas conservadas en su cartera y las presentó como su “escudo protector” y “sus guardaespaldas” contra el virus[xxvi]. Al mismo tiempo, y pese a las advertencias que se multiplicaban en el país, rechazaba tomar medidas que podían afectar la actividad del país. Seguramente López Obrador no es el hombre de la economía pura, pero es la perfecta encarnación del “desarrollismo”, que es su versión progresista[xxvii]. Basta ver, en el momento en que las medidas de distanciamiento social empiezan a entrar en vigor, con qué insistencia continuó dándole prioridad al inicio de los grandes proyectos de infraestructura, tal como el muy rechazado Tren Maya[xxviii]. Los casos de López Obrador, Trump y Bolsonaro muestran hasta qué punto el fanatismo de la economía (en sus diversas variantes) y el fanatismo de la religión se juntan y se entremezclan. La hipótesis benjaminiana del capitalismo como religión jamás pareció tan corroborada[xxix].
Ahora bien, ¿qué pasa en los países europeos, y en particular en Francia? La duda y la improvisación han prevalecido con creces, en un contexto de falta de preparación, tanto a mediano plazo como frente a la inminencia de la pandemia anunciada. Contra toda evidencia, cada gobierno esperó que su propio país se librara del peligro (fue el caso de Francia, incluso cuando Italia ya estaba severamente afectada). Hay, en esta falta de preparación y en el déficit de anticipación, un destacado rasgo de presentismo[xxx] que, en Francia, alcanzó dimensiones criminales. Pero, también hay, sin más, una forma de denegación relacionada con la voluntad de creer que se puede evitar tomar medidas que atenten contra el buen funcionamiento de la economía. En Francia, el giro se produjo entre el 12 y el 16 de marzo[xxxi]. Es decir, entre las dos intervenciones de Emmanuel Macron en televisión, anunciando en la segunda el confinamiento general del país. Se suele decir que los pronósticos del Imperial College habrían jugado, también aquí, un papel determinante: la amplitud de la mortalidad prevista por el modelo matemático de pronto elevaba el costo político de la inacción o del déficit de la acción pública; la primacía de los intereses económicos ya no podía sostenerse.
Falta averiguar por qué se adoptó entonces la opción a) y no la b). En realidad, no se reunía ninguna de las condiciones necesarias para la implantación de esta última (la vía coreana). Era demasiada la falta de preparación y demasiado tarde para actuar en consecuencia. Sobre todo, faltaban todos los medios materiales: no había máscaras, ni pruebas, ni camas suficientes, ni cultura de la prevención. En este punto, la responsabilidad de las anteriores políticas de salud es enorme: otra estrategia hubiera sido posible, pero no en las condiciones de falta de preparación y penuria material de Francia que, como la mayoría de sus vecinos, resulta víctima de una especie de “tercer-mundización” provocada por décadas de neoliberalismo. Desde el momento en que se admitió la necesidad de limitar la propagación de un virus desconocido y algo perverso en su despliegue mortal, ya no había más solución creíble que la del confinamiento general. Ahora bien, falta por entender mejor el caso de algunos países europeos, empezando por Alemania, de la que curiosamente poco se habla. Organización eficaz, importantes medios materiales, generalización precoz de las pruebas y calidad del sistema hospitalario (dos veces más camas por habitante que en Francia), lo que sin duda explica un nivel de mortalidad más bajo, aun cuando las medidas de confinamiento son más suaves (como también sucede en Suecia). El estatus de excepción de la potencia dominante en Europa, ¿explicaría la posibilidad de una vía intermedia entre la de sus vecinos y la de Corea del Sur?
En resumidas cuentas, las decisiones de los Estados se dividen en tres polos principales: el minimalismo sanitario liberal-darwinista; la atenuación llevada a cabo por los Estados bien preparados y dotados de potentes medios materiales y técnicos; y las medidas de confinamiento generalizado, puestas en marcha de forma más o menos autoritaria. Hay que añadir que muchos gobiernos han dudado durante largo tiempo del camino que había que elegir, ya que se encontraban atrapados entre las exigencias sanitarias y la preocupación de perjudicar lo menos posible el buen funcionamiento de la economía; pero casi todos han acabado, con mayor o menor prisa o más o menos retraso, por unirse a la opción del confinamiento, que actualmente afecta a más de 4 mil millones de personas en el mundo.
Es sorprendente ver como los gobernantes, que son todos, en sus varias modalidades, buenos soldaditos del mundo de la Economía hayan optado, al menos en un principio, por estrategias tan diferentes. Por lo tanto, otros factores que en la exclusiva sumisión a los imperativos de la economía deben tenerse en cuenta: el grado de preparación y el nivel de potencia material (en otras palabras, el lugar en la jerarquía mundial del desarrollo capitalista); las diferentes tradiciones políticas y los modos variables de articulación entre Estado y economía que resultan de ello. Sin embargo, al final, la vía coreana, la única que permitía conciliar las exigencias sanitarias y los imperativos económicos, no era accesible más que para unos pocos elegidos. En cuanto a la vía hiperliberal-darwinista, es la verdad misma de la economía que se impone en detrimento de cualquier consideración sanitaria y de cualquier preocupación por la vida. Pero no pudo sostenerse frente a la amplitud de la mortalidad anunciada, y tuvo que ceder en todas partes. Quedando así sólo la opción a), la del confinamiento generalizado que, para detener el progreso de la epidemia, tuvo que paralizar la economía mundial.
Esto es, pues, lo más increíble. Muy a pesar suyo, y con todos los retrasos culpables que queramos y con todas las ambigüedades que no dejaron de apuntarse (entre un discurso marcial sobre el estricto respeto por el confinamiento y los esfuerzos por mantener la actividad en determinados sectores económicos, a todas luces no esenciales). Aun así, lo han hecho. Han hecho lo impensable y parado en buena medida la economía mundial, provocando de este modo una recesión -y pronto una crisis económica- bastante más considerable que la de 2008, que ya ha impuesto, a juicio del propio FMI, la comparación con 1929.
¿Cómo entender esto? ¿De repente habrá dejado de reinar la economía? ¿Por qué semejantes medidas? ¿Sólo porque es evidente que la prioridad es “salvar vidas”, como quisiera el discurso médico? Pero todas las vidas que no se salvan en el curso ordinario del mundo de la Economía nos recuerdan que aquí no hay ninguna evidencia que valga. El hecho de que no haya sido así durante las grandes epidemias del siglo pasado confirma la ausencia de cualquier evidencia. ¿Entonces, cómo no caer ni en la ingenuidad de una lectura “humanista” ni en la denuncia dogmática de la preeminencia siempre absoluta de los imperativos económicos?
¿A qué responde la exigencia, ampliamente adoptada por las políticas públicas, de “salvar vidas”? ¿Es la apoteosis de la gobernabilidad biopolítica? ¿El Leviatán estatal huele con esto la ocasión propicia para reforzar sus dispositivos de vigilancia y control, so pretexto del estado de urgencia sanitaria permanente en gestación? ¿Es porque en las actuales condiciones está en juego “la capacidad de los Estados de asegurar la reproducción de las relaciones sociales”, mediante los servicios públicos básicos[xxxii]? ¿O de salvaguardar los “recursos humanos” amenazados por el virus?
Tal vez no esté de más interesarnos en lo que se perfila como el discurso oficial emergente en tiempos de coronavirus. El artículo que la directora del FMI y su homólogo de la OMS, Kristalina Georgieva y Tedros Adnom Ghebreyesus, han co-firmado en el Daily Telegraph del 3 de abril, es sin duda una pieza clave de este[xxxiii]. Intenta disolver la contradicción entre la preocupación sanitaria y el imperativo económico: “todos los países se enfrentan a la necesidad de contener la propagación del virus a costa de la parálisis de su sociedad y de su economía” afirman, antes de rechazar que se trate de un dilema: “salvar vidas o salvar medios de subsistencia? Controlar el virus es una condición necesaria para salvar medios de subsistencia”; “el curso de la crisis sanitaria mundial y el destino de la economía mundial están inseparablemente entrelazados. Es necesario luchar contra la pandemia para que la economía se recupere”. Es difícil imaginar que un mensaje común procedente de estos dos organismos internacionales pudiera decir algo más que afirmar esta hermosa unidad de las exigencias sanitarias y económicas. Sin embargo, es significativo que las medidas derivadas de la lucha contra la pandemia no se presenten como un obstáculo para el funcionamiento de la economía, sino como una condición para restaurar el buen funcionamiento de ésta. Bill Gates, muy implicado en las cuestiones sanitarias y co-organizador de Event 201 Scenario, añade algunas aclaraciones: “nadie puede proseguir con el business as usual. Cualquier equívoco en cuanto a este punto no haría más que agravar las dificultades económicas y aumentar las probabilidades de que el virus regrese causando aún más muertes”; “si tomamos las decisiones correctas, basándonos en la información científica, en los datos y en la experiencia de los profesionales de la salud, podemos salvar vidas y hacer que el país retorne al trabajo”. Tras la conjunción de las exigencias sanitarias y económicas, se dibuja (como también se percibe en la columna de Y. Harari) la triple alianza de los actores del capital, de un poder político ilustrado y de los expertos de la ciencia.
Dibujada a nivel mundial, esta ideología plantea una articulación supuestamente no conflictiva entre preocupación sanitaria e imperativos económicos, y sin duda se irá difundiendo en los próximos tiempos. Seguramente ofrezca a las grandes empresas un vasto campo comunicacional, en el que el health-washing podría competir con el green-washing por ahora de moda, al adoptar la siguiente retórica: “como pueden ver, ponemos la vida por encima de las ganancias”[xxxiv]. En lo inmediato, prohíbe omitir las consecuencias de la pandemia en términos de mortalidad y de desorganización (a la vez social, política y en las mismas cadenas de producción). En el mundo de la Economía no se puede actuar con un desprecio manifiesto y explícito de millones de vidas humanas, sin embargo, “salvar vidas” no vale tanto en sí mismo sino por el hecho de ser una necesidad para la economía misma.
Los Estados siguen siendo engranajes esenciales de la maquinaria económica globalizada. Lo olvidamos a veces, porque el funcionamiento normal de ésta hace prevalecer una integración creciente, o hasta fusional, de las esferas políticas y económicas. Pero, apenas se acentúan las dificultades, los Estados recobran un papel que sólo en apariencias es más autónomo: frente a los factores de la crisis económica, actúan como garantes en última instancia de los mercados, como poderosamente hacen en este mismo momento; frente a las crisis sociales, deben actuar combinando promesas de cambio y formas cada vez más invasivas de control y represión; frente a las crisis sanitarias, deben actuar para preservar la vida y la salud de las poblaciones. No hacerlo, o hacerlo de manera ineficiente, implica exponerse a un descrédito mayor ‒en un contexto en que, por todas partes, la credibilidad de los gobernantes se ve seriamente debilitada, incluso tambaleante‒. Por lo demás, como ya sugerimos, la intensidad de las medidas tomadas parece a veces proporcional a los errores cometidos, a la falta de preparación y a los retrasos culpables que los gobernantes tratan de ocultar o hacer olvidar, ante las expresiones de rabia de la gente (y las iniciativas judiciales en curso o por venir, en contra de los gobernantes, no son más que un aspecto secundario de esta). En fin, tal vez deberíamos tener en cuenta un factor adicional que viene a reforzar el peligro de desorganización política y económica creado por la pandemia del Covid-19. Como vimos, se trata de una enfermedad que pega al centro y arriba: se difundió primero por las zonas más importantes del mundo globalizado y se extendió rápidamente en los círculos dirigentes (jefes de estado o de gobierno afectados o en riesgo de serlo, ministros y diputados, generales y altos funcionarios, hombres de negocios, etcétera). Es posible que el riesgo de desorganización de las cadenas de mando, en caso de propagación no contenida de la pandemia, hubiera sido muy elevado: entonces, salvar vidas es real y directamente salvar el buen funcionamiento del mundo de la Economía. ¿La reacción hubiera sido la misma si la pandemia se hubiera propagado exclusiva o prioritariamente entre las poblaciones pobres de los países del Sur?
D – Antes de concluir esta parte, debemos evocar un caso sensiblemente diferente, pero que podría resultar muy esclarecedor. Mientras el presidente mexicano exhibía día tras día su denegación frente a la gravedad de la enfermedad y su rechazo a tomar medidas serias de prevención y protección, los zapatistas han sorprendido por la anticipación y la claridad de su reacción. En su comunicado del 16 de marzo, el EZLN declaró la alerta roja en los territorios rebeldes, recomendó a las Juntas de Buen Gobierno y a los Municipios Autónomos cerrar los Caracoles y demás espacios públicos e invitó a los pueblos del mundo a adoptar “medidas sanitarias excepcionales” frente a la enfermedad, sin por ello abandonar las luchas en curso[xxxv]. Este anuncio es aún más significativo en cuanto las autoridades del Estado federal no eran en ese momento las únicas voces en minimizar el peligro de la epidemia (entonces, muy poco difundida en México). Inspirados por su desconfianza hacia las imposiciones estatales ‒y a veces también, más específicamente, por declaraciones como las de Giorgio Agamben sobre “la invención de la epidemia” instrumentalizada para generalizar el estado de excepción, o sobre la miseria de una “vida nuda”, privada de todo contacto físico‒ fueron muchos quienes, en los ámbitos críticos, empezaron por rechazar las medidas de distanciación social o de confinamiento y las objetaron con el deber de resistencia. En los días que siguieron al comunicado zapatista, los encargados de la salud autónoma grabaron audios para compartir la información disponible en cuanto a los síntomas de la enfermad y sus formas de contagio. También recomendaron medidas de prevención y contención, como la suspensión de las reuniones o la puesta en cuarentena de las personas que regresaban de otras regiones[xxxvi]. Pero fueron las propias comunidades las que tuvieron que tomar las decisiones que consideraban pertinentes, en función de la situación particular de cada lugar.
Esta experiencia ‒que sin duda no es la única del género y que seguro se reprodujo en donde las tradiciones comunitarias permanecen sólidas‒ nos permite visualizar mejor lo que podría ser una salud popular y auto-organizada. También permite comprender que medidas tan drásticas y pesadas como el confinamiento o la imposibilidad de tocarnos y abrazarnos se vuelvan odiosas de verdad sólo por las formas que toman cuando son impuestas por el Estado y apoyadas por controles policiales y medidas represivas. Pero también pueden existir formas de distanciación o de confinamiento decididas en colectivo y auto-organizadas, es decir, muy alejadas de los marcos estatales.
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La pandemia provocada por el SARS-CoV-2 vino a abrir una brecha entre la exigencia sanitaria de protección de las poblaciones y la continuación del funcionamiento de la maquinaria económica. La vía que permite conciliar estas dos preocupaciones con el menor grado de dificultades resultó inaccesible para la mayoría de los países, por falta de preparación y de medios materiales ‒presentismo, neoliberalismo y asimetrías planetarias conjugaron aquí sus efectos. La vía cínica del sacrificio declarado de las vidas humanas al dios Economía acabó por mostrarse políticamente insostenible. Las drásticas medidas de contención y confinamiento que, por lo tanto, se tuvieron que tomar llegaron a paralizar una parte considerable de la economía mundial. Aunque la nueva versión de la ideología dominante globalizada se dedica a afirmar que no hay contradicción entre la razón sanitaria y la razón económica ‒siendo la lucha contra la pandemia la condición del regreso al funcionamiento normal de la segunda‒, es obvio que las políticas adoptadas mundialmente han ido, a corto plazo, en contra de los imperativos estrictamente económicos, hasta el punto de provocar la crisis económica más grave desde hace casi un siglo.
En este contexto, se hace evidente que los Estados intentan sacarle el mayor partido posible a la situación de urgencia sanitaria, imponiendo un estricto control a las poblaciones: refuerzo de la intervención policial (o militar), perfeccionamiento de las técnicas de vigilancia y control ‒en especial a través de las aplicaciones digitales de “contact tracing” de los contagios‒, medidas de excepción con tendencia a mantenerse de manera permanente, suspensión de derechos laborales, generalización del tele-trabajo y de la tele-enseñanza, aislamiento que permite quebrar solidaridades y movilizaciones colectivas emergentes, etcétera. La “estrategia del shock” ‒que consiste en justificar medidas impopulares por la necesidad de responder a la gravedad de la crisis en curso[xxxvii]– está en marcha como nunca (y debe ser combatida como tal); pero atenerse a este análisis equivaldría a ver tan sólo una parte de la realidad. La crisis sanitaria es muy real y ha obligado a la mayoría de los gobiernos a tomar medidas que van en contra de sus prioridades habituales. La comprensión de este giro ‒sin dudas provisorio y justificado en nombre de la misma economía por el nuevo discurso dominante globalizado‒ deberá dar lugar a análisis más profundos. Pero ya podemos hacer la siguiente puntualización: en vez de considerar las medidas de confinamiento únicamente como la expresión abstracta del carácter autoritario del Estado, como la quintaesencia del control biopolítico de las poblaciones o como la simple perpetuación de la todopoderosa economía (análisis que por lo demás son necesarios), estaría bueno admitir que las drásticas medidas de contención de la pandemia están cargadas, para los propios dominantes, de fuertes tensiones ‒como también lo es el momento de poner fin al confinamiento–. Pese al carácter aplastante de las formas de dominación y su tendencia a reforzarse constantemente, no deberíamos olvidar que los gobernantes y las élites mundiales actúan bajo la amenaza constante de un alto nivel de descrédito, de pérdida de confianza, de insatisfacción y de enojo que ha conducido, en los dos últimos años, a levantamientos populares de una magnitud totalmente inesperada, tendencias que sólo pueden acentuarse a raíz de la crisis del coronavirus.
Pandemia y mundos por venir: tendencias y oportunidades
En estos tiempos bastante deprimentes de urgencia sanitaria, de permanentes cuentas macabras y encierros impuestos, algunos se preocupan por lo que es posible hacer desde ahora y muchos especulan sobre las oportunidades del después del confinamiento. Sobre este punto, especialmente importante, es mejor remitir a los procesos colectivos en curso o por venir. Y conviene empezar por identificar las tendencias que ya parecen activas y que tienen altas posibilidades de estarlo aún más en el mundo de después. Estas tendencias son enormemente adversas, pero tampoco podemos dejar de tomar en cuenta algunas oportunidades más favorables de las que deberíamos sacar el máximo provecho.
Aunque muchos sueñan con un amplio examen de conciencia de una civilización al fin confrontada a sus límites y sus efectos mortíferos, tenemos que reconocer que las fuerzas sistémicas que han conducido el sistema-mundo globalizado al punto en que está, no han desaparecido mágicamente por la única virtud de un virus vengador. Siguen actuando y maniobrando ‒y siguen siendo dominantes‒. Por lo tanto, es más que probable que impongan, en cuanto lo permitan las condiciones sanitarias, una vuelta al business as usual más agresivo que antes. Claro que todo dependerá de la amplitud de la crisis económica, que corre el riesgo de acentuarse rápidamente en los Estados Unidos, con el aumento vertiginoso del desempleo (que podría alcanzar 30 millones de personas adicionales), el incumplimiento de los plazos por parte de las familias endeudadas y la consiguiente crisis bancaria que acentuaría la secuencia anunciada de quiebras empresariales. Pero una vez pasados estos episodios extremos, la tendencia a retomar el curso ordinario de la economía debería prevalecer, asumiendo la necesidad de una pronta recuperación y, tal vez también, aprovechando un consumo de compensación. Es más que probable que las urgencias de la reactivación económica, unidas a los imperativos de una restricción presupuestaria, una vez más justificada por el endeudamiento y los déficits descomunales provocados por la crisis sanitaria, relegaran a un segundo plano los problemas climáticos y ecológicos, posponiendo los escasos logros en curso o esperados[xxxviii]. Por otra parte, ya se dijo todo o casi todo sobre la estrategia de shock, en curso o por venir, que permite y permitirá reforzar las medidas de excepción, la violación de las libertades so pretexto de estado de urgencia, la intervención permanente y discriminatoria de las fuerzas policiales, las formas de vigilancia y control[xxxix], etcétera. Sin embargo, si la crisis sanitaria permite reforzar estas tendencias, debemos recordar que ya estaban, en gran medida, presentes anteriormente. Es evidente que el régimen chino no necesitó del coronavirus para imponer a su población un control generalizado y espantosamente represivo, basado desde hace tiempo en las técnicas digitales[xl].
Ahora bien, ¿la crisis del coronavirus podría suponer cierta inflexión en el despliegue de las fuerzas sistémicas? Dos puntos parecen casi conseguir la unanimidad, hasta en los círculos dirigentes y mediáticos. Se trata, primero, de la necesidad de reubicar ciertas industrias cuyo carácter vital se hizo evidente en medio de la crisis, principalmente la farmacéutica ‒por no hablar de las máscaras de papel, elevadas al estatus de criterio decisivo de soberanía de las mayores potencias mundiales (¡al menos están inmunizadas contra el ridículo!)‒. Según Thierry Breton, comisario europeo para el mercado interior, esta reubicación futura ya puede considerarse como un hecho. Pero, evidentemente, sería temerario considerar esto como una conversión a la desglobalización: posiblemente no se tratará más que de un reajuste en las cadenas de producción, en medio de una globalización continuada. En segundo lugar, se insiste a menudo en una probable revalorización de los servicios públicos, incluso en un regreso al Estado de Bienestar. Pero, ¿debemos creer en la repentina conversión de quienes, como Emmanuel Macron, tras haber sido fieles servidores de la economía neoliberal, parecen hablar de repente el lenguaje de la intervención del Estado en beneficio del interés colectivo? ¿Debemos creer a quienes, con una cantinela recurrente desde hace años, anuncian el fin del neoliberalismo? El truco es demasiado pobre y el asunto ya se ha explicado con toda claridad: las políticas (neo)liberales siempre han necesitado del Estado, tanto para implementarlas (en el caso del neoliberalismo, durante los años 1980) como para fungir como garante en última instancia, de modo que, en caso de crisis, es al Estado al que se llama para socializar las pérdidas, mientras que, cuando la máquina arranca de nuevo, se retira para dejar vía libre a la privatización de los beneficios. Fue lo que pasó en 2008-2009 y no hay razones para que ocurra de otro modo esta vez. No obstante, aunque los parámetros fundamentales del neoliberalismo apenas se vieron afectados, las turbulencias del pos-2008 se han caracterizado por intervenciones estatales más visibles, por supuesto menos en el ámbito social que en su dimensión policial y represiva. Es muy probable que esta evolución se acentúe, hacia lo que ha sido calificado de (neo)liberalismo autoritario[xli]. Sin embargo, resulta difícil imaginar cómo sería posible, tras haber celebrado tanto la heroica entrega del personal de salud, que no parezca que se hacen al menos algunos gestos significativos para con ellos. Tampoco se ve cómo sería posible hacer oídos sordos a una potentísima demanda social en materia de salud y cuidados. Difícilmente se podrá evitar un aumento de gastos en este campo, aunque no dudamos que la aplicación de las promesas realizadas bajo la urgencia y la necesidad absoluta de contener el enojo del personal de salud se valdrá de todos los ardides posibles para priorizar, antes que el aumento indispensable de medios y puestos de trabajo, las mismas medidas de reorganización y racionalización que condujeron a las deficiencias y penurias destapadas por la crisis del coronavirus.
En términos generales, lo que se perfila es totalmente ambivalente. No hay ninguna dinámica unilateral, sino tendencias sumamente contradictorias. Por un lado, podemos anticipar algunos reajustes en las dinámicas continuadas de la economía globalizada (profundización de sus debilidades, principalmente en el déficit de crecimiento y en su colosal sobre-endeudamiento), pero también una intensificación de los impulsos autoritarios y liberticidas, con una nueva vuelta de tuerca en la generalización del estado de excepción y la ampliación de técnicas de control y vigilancia. Pero, esto no se puede disociar de otra tendencia, ya presente anteriormente y que debería acentuarse aún más por la crisis del coronavirus: un potente movimiento de deslegitimación tanto de las élites dirigentes como de las políticas neoliberales que aplican[xlii]. Confluyen aquí tres dimensiones: la pérdida de credibilidad de los gobernantes y la insatisfacción creciente ante una democracia representativa estancada (estando las verdaderas causas de estos procesos íntimamente relacionadas con la subordinación estructural de los Estados frente a las fuerzas transnacionalizadas de la economía[xliii]); un grado del nivel de profundización de las desigualdades sociales que las vuelve, de ahora en adelante, cada vez más inaceptables; y por último, la conciencia agudizada, sobre todo entre los jóvenes, del daño ecológico provocado por el productivismo de la producción capitalista. Más allá de las características y de los motivos específicos de cada uno de ellos, los levantamientos mundiales de los dos últimos años muestran la magnitud de la deslegitimación de las élites y de las políticas neoliberales. Tras cuatro décadas de omnipotencia del “pensamiento único” neoliberal, este ha empezado a acumular en lo sucesivo decepciones y fracasos, al menos a nivel ideológico. Se trata de un hecho importante, que sin duda determina ampliamente las actuaciones de los gobiernos, conscientes de la amenaza de ser desechados, ya sea por la oleada populista o por verdaderos levantamientos populares.
Es de suponer que la crisis del coronavirus, en su durante y su después, sólo puede reforzar esta tendencia. En efecto, brinda múltiples elementos para una condena inapelable de las políticas neoliberales aplicadas en el sector de la salud, ya que son la causa directa de una falta de medios y preparación, cuya dimensión criminal se ha puesto de manifiesto ante todos. Por lo contrario, salió a la luz la enorme necesidad de servicios públicos, para responder a las exigencias de cuidado, solidaridad y protección de los más vulnerables. Por otra parte, los niveles de desigualdad generados por décadas de neoliberalismo se manifestaron con más violencia aún bajo el prisma de las situaciones surgidas de la crisis sanitaria. Es el caso de las clases populares obligadas a trabajar por salarios que se han vuelto doblemente indecentes, teniendo en cuenta los riesgos contraídos y las numerosas muertes en el campo laboral, pero también el carácter de alta necesidad, de repente reconocido, de tareas otrora despreciadas y desconsideradas. Además, no se descarta que la urgencia absoluta de la crisis sanitaria aporte mayor sensibilidad frente a la amenaza del calentamiento climático, “urgencia lenta” pero aún más peligrosa que el Covid-19. Por último, la gestión gubernamental de la crisis del coronavirus tiene que convencernos del carácter engañoso de la supuesta necesidad de austeridad presupuestaria y de la imperiosa sumisión a las reglas de la competencia mundial: en unos cuantos días, los gobiernos han movilizado centenas, incluso miles de miles de millones para sostener la economía, demostrando así que, frente a un peligro serio, podían actuar sin ningún límite de costo (“whatever it takes”). No hay ninguna razón para pensar que, en el mundo de la economía, semejantes cantidades puedan movilizarse para enfrentar los peligros menos tangibles y más lejanos del calentamiento climático, pero esta diferencia será cada vez más difícil de justificar ante el aumento de las preocupaciones ambientales.
En suma, la profundización del movimiento de deslegitimación de los gobernantes y las políticas neoliberales es más que probable. Pero esto no significa que podamos predecir el fin del neoliberalismo, ni tan siquiera afirmar que la crisis del coronavirus proporcionará el terreno propicio para el resurgimiento de políticas keynesianas, por ejemplo, bajo la forma del Green New Deal defendido por el ala izquierda del Partido Demócrata en los Estados Unidos. Se trata más bien de destacar la doble tendencia hacia la creciente deslegitimación de las políticas neoliberales y, al mismo tiempo, la continuación de éstas, desde el momento en que corresponden a las lógicas estructurales del capitalismo globalizado y financiarizado. Estos dos movimientos provocan una tensión cada vez más explosiva, por un lado con la imposición de las políticas requeridas por las fuerzas dominantes del mundo de la Economía, con medidas cada vez más autoritarias si fuera necesario, y por otro, la insuficiente afirmación de la dominación y la probabilidad creciente de explosiones sociales. El refuerzo de las técnicas de control y represión, ahora adoptadas en nombre de la salud y la protección de la vida, seguramente se usará para contrarrestar estos riesgos; pero no los hará desaparecer. Hasta puede que este refuerzo se deba a este riesgo que, por lo demás, puede agravarse tratando de contenerlo. La resolución de semejante tensión es altamente incierta. Es lo que se están jugando las luchas en curso, tanto desde el punto de vista de la dominación como de aquellas y aquellos que la rechazan.
Es en este contexto en el que podemos intentar detectar algunas oportunidades para acrecentar posibilidades ya en marcha. Nos ceñiremos a algunas notas telegráficas, en espera de elaboraciones colectivas en curso y por venir.
-“No confinarán nuestra rabia”. La rabia, por ahora contenida, ya se desborda. Rabia frente al carácter criminal de las políticas de los gobernantes que han sometido el hospital público a repetidas políticas de austeridad y se mantuvieron sordos a las insistentes reivindicaciones del personal de la salud. Rabia por la falta de preparación frente al peligro epidémico (desmantelamiento, en Francia, del Instituto de preparación y respuesta a las urgencias sanitarias, creado en 2007; incapacidad en reabastecer los depósitos de máscaras y pruebas al acercarse la epidemia, etcétera). Rabia ante la ausencia de medios materiales y de organización para contener la propagación del virus en las residencias de ancianos. ¿Cuántos contagios y fallecidos entre los médicos y el conjunto del personal de salud que tuvieron “que ir al frente sin armas”? ¿Cuántos contagios y fallecidos entre los candidatos en las elecciones municipales y los asesores en las mesas electorales, el 15 de marzo? ¿Cuántos contagios y fallecidos provocados por los controles policiales efectuados sin protección y con rudeza? ¿Cuántos contagios y fallecidos entre las cajeras y los empleados de supermercados, obligado.a.s a trabajar sin protección adecuada? ¿En las fábricas, transportes, almacenes de Amazon o entre los repartidores a domicilio? Sobran motivos para una tremenda rabia. Algunos médicos hacen un llamamiento a “la insurrección general de todos los profesionales de la salud”[xliv]. Otros impulsan llevar a los tribunales a los miembros del gobierno. Se avecinan innumerables acciones. Bajo la contención del confinamiento, ruge una poderosa ola de rabia. Una rabia que no tiene nada de ciego y que, al contrario, se esfuerza por desvelar lo que los gobernantes tratan de ocultar. Un justo enojo, una digna rabia, como dicen los zapatistas. Con la que reavivar, tal vez, la llama de la rebelión de los Chalecos Amarillos. Tenemos, al menos, algunos motivos para barajar una chalecoamarillización del pos-confinamiento ‒a pesar de la vuelta de tuerca que el gobierno se prepara a dar, precisamente por esto‒.
-“Paramos todo, reflexionamos y no es nada triste”, decía Gébé[xlv]. La versión Covid-19 de El año 01, es más bien: ellos paran todo, no es muy alegre, pero al menos podemos reflexionar. Sin duda, la posibilidad de esta gran introspección y del examen de conciencia no está repartido con igualdad. Mueve, en primer lugar, a las clases medias y acomodadas, confortablemente confinadas; para otros, por el contrario, la carga de trabajo aún es mayor que de costumbre, las condiciones de sobrevivencia más precarias y las inquietudes del día a día más apremiantes. Pero no quita que los ritmos impuestos por la maquinaria económica se hayan aflojado significativamente; la presión aceleracionista e inmediatista se hizo menos intensa. En Francia, 8 millones de asalariados están en el desempleo parcial y reciben una parte considerable de su salario sin trabajar. Mucho tiempo liberado, aunque las condiciones establecen límites draconianos en cuanto a su uso. La experiencia de una existencia sobre la que las obligaciones del trabajo se atenúan representa una puerta entreabierta hacia posibilidades que las rutinas del día a día sobresaturado de actividades ni siquiera dejaban entrever. Si la falta de tiempo es una de las principales patologías del homo œconomicus, el confinamiento crea la situación inversa de una enorme disponibilidad de tiempo, aunque, a menudo, no sepamos muy bien en qué emplearlo más que en teclear frenéticamente en el celular, o en aumentar la audiencia de las grandes cadenas de información. Sin embargo, pese a todos estos límites, la conjunción de tanta rabia contra una realidad cada vez más desacreditada y la ruptura de la temporalidad que sacude los hábitos más arraigados, trae consigo un potencial nada despreciable de críticas, cuestionamientos y, tal vez, de apertura a múltiples e ínfimas bifurcaciones. La crisis del coronavirus puede ayudarnos a ver un poco mejor lo que ya no queremos y, tal vez también, lo que podría ser un mundo en que produjéramos menos, trabajáramos menos, contamináramos menos y tuviéramos menos prisa. Este contexto de crisis, en el que además la cuestión de la muerte se oculta menos que de costumbre, otorga un lugar singular a preguntas como: ¿qué es lo realmente importante? ¿Qué nos importa de verdad? Aquí están algunas de las semillas potencialmente creativas de la situación presente.
-Parar la economía. Muchos lo soñaban, ¡el virus lo ha hecho! Partiendo de este punto, es lógico pretender rechazar cualquier reactivación de la economía y cualquier forma de regreso a la normalidad. Pero falta tener los medios para oponerse en lo concreto. Al menos debemos destacar que la crisis del coronavirus ofrece una experiencia a escala real de un bloqueo generalizado de la economía (en Francia, el 35% de la actividad global y el 44% de la actividad industrial se han parado). Aunque se trata en parte de un auto-bloqueo, no hay que pasar por alto el uso masivo del “derecho de retirada”[xlvi] por parte de los asalariados, así como de otras formas de presión, e incluso de la huelga: en Italia por ejemplo pero también en otras partes. La hipótesis de una práctica generalizada de bloqueo, afectando al mismo tiempo a la producción, a la circulación, al consumo, a la reproducción social, a los proyectos de infraestructura, que ya había reactivado el movimiento de los Chalecos Amarillos, podría verse reforzada. El episodio actual de auto-bloqueo de la economía bajo presión sanitaria podría, de este modo, ayudar a visibilizar mejor los sectores productivos poco útiles o nocivos cuyo bloqueo duradero difícilmente daría lugar a consecuencias nefastas y, por lo contrario, sería muy benéfico para atenuar las causalidades de futuras catástrofes.
-Las prácticas de apoyo mutuo y auto-organización no esperaron la crisis del coronavirus para (re)surgir y mostrarse como la base concreta de mundos deseables y de nuevo habitables. Pero las condiciones de existencia impuestas por la pandemia y las medidas tomadas desde arriba para contenerla solo pueden reforzar su necesidad y su relevancia[xlvii]. La experiencia de la epidemia hace surgir, en primer lugar, la importancia de prácticas auto-organizadas de cuidados: casas de salud autónomas, redes de habilidades compartidas o cualquier otra forma de organización alternativa en este campo hubieran permitido hacer surgir de manera colectiva las medidas sanitarias necesarias para enfrentar la epidemia, tal como lo hicieron los zapatistas, en lugar de darle al Estado el placer de imponérnoslas de manera coercitiva y represiva. La situación creada por la pandemia también plantea con mayor intensidad la cuestión de la auto-producción, principalmente alimenticia, y de las redes auto-organizadas de abastecimiento, las cuales resultan cruciales bajo la amenaza latente de penurias, en primer lugar, en las ciudades. En fin, el entramado reforzado de prácticas de apoyo mutuo y auto-organización debería conducir, lógicamente, a aumentar el deseo de hacer surgir formas de auto-gobierno comunal, que permita a los colectivos de habitantes tomar ellos mismos las decisiones derivadas de opciones de vida auto-determinadas.
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El coronavirus puede considerarse como un revelador y un amplificador de tendencias ya presentes anteriormente. No podría ser él solo el operador de un giro o de un volteo histórico radical; no es el Mesías que condena al colapso final a una civilización pervertida. Aun así, la crisis provocada por el SARS-CoV-2 es un auténtico acontecimiento que ha obligado a los gobernantes del planeta a invertir provisoriamente las jerarquías del mundo de la Economía, para asegurar su reproducción duradera. Sumergiéndonos por primera vez a semejante escala y con efectos tan palpables en el tipo de catástrofes características del siglo que viene, el virus actúa también como acelerador del tiempo histórico. En esto, aun cuando la crisis inmediata es sanitaria y no climática, ya nos hace sentir el costo exorbitante del Capitaloceno. Hace tangible lo que se perfila en el horizonte. Y sin embargo es poco probable que sea suficiente para provocar un cambio de trayectoria, con más razón si consideramos que la lectura naturalizante de la epidemia bien podría imponerse.
Decir que el coronavirus sólo amplifica las tendencias ya presentes desde antes, de ninguna manera significa que todo se reanudará por igual. Profundizar las tendencias anteriores, y en particular reforzar los antagonismos y tensiones resultantes de estas tendencias crea una mayor apertura hacia los posibles, sobre todo en una situación caótica en la que prevalece una extrema inestabilidad. Los ritmos han sido perturbados. Muchas certezas han sido socavadas. Varios equilibrios han sido modificados y no pocas prohibiciones levantadas, por lo menos provisoriamente. En estas circunstancias, los posibles de antes se vuelven un poco más posibles que antes. Claro, esto sirve tanto para reforzar las formas de dominación ‒que bien podrían añadir a su amplia gama, el estado de excepción sanitario permanente‒ como para todas aquellas y aquellos dispuestos a actuar seriamente para recuperar o encontrar mundos habitables, liberados de la tiranía de la Economía.
París (confinada), 12 de abril de 2020
[actualización, 19 de abril de 2020]
Publicación
original en francés: Lundimatin. Traducción al castellano para Comunizar: Sagrario da Saúde y Marita Yulita, revisada y
actualizada por el autor.
[i] http://comunizar.com.ar/covid-19-siglo-xxi-empieza-ahora/ (versión completa de un texto publicado inicialmente en Le Monde).
[ii] https://www.perfil.com/noticias/opinion/yuval-noah-hrari-coronavirusliderazgo-humanidad.phtml (texto inicialmente publicado en Time).
[iii] James C. Scott, Against the Grain. A Deep History of the Earlier States, Yale University Press, 2017.
[iv] Bruce Campbell, The Great Transition. Climate, Disease and Society in the Late Medieval World, Cambridge University Press, 2016, así como https://rmblf.be/2016/07/09/podcast-bruce-m-s-campbell-the-environmental-origins-of-the-black-death/.
[v] Pierre Veltz, https://www.telos-eu.com/fr/societe/covid-19-meme-en-temps-de-crise-un-peu-de-recul-ne.html.
[vi] Rob Wallace, Big Farms Make Big Flu, Monthly Review Press, 2016.
[vii] https://www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736(20)30183-5/fulltext.
[viii] Las informaciones recientes orientan las sospechas en cuanto al origen del SARS-Cov-2 hacia el Instituto de virología de Wuhan. La hipótesis de un virus creado artificialmente en laboratorio es descartada por la mayoría de los científicos, pero que un error de seguridad haya producido accidentalmente la contaminación inicial resulta muy posible. Cabe destacar la enorme importancia del instituto de virología de Wuhan: incluye el primer laboratorio P4 en China (permite trabajar con los patógenos más peligrosos, con un nivel de alta seguridad). Fue terminado de construir en 2015, acreditado en 2017 e inaugurado en presencia del primer ministro francés, Bernard Cazeneuve (https://www.franceculture.fr/sciences/le-laboratoire-p4-de-wuhan-une-histoire-francaise). Se dedica principalmente al estudio de virus emergentes con el objetivo de controlar los riesgos epidémicos, y uno de sus programas concierne a los coronavirus del murciélago. Si la hipótesis de un vínculo entre el Instituto de virología y el inicio de la epidemia se confirmara (pero, ¿dispondremos algún día de pruebas confiables?), la importancia de las diferentes causalidades evocadas más arriba se mantendría por completo: precisamente porque las transformaciones inducidas por el hombre provocan una multiplicación de las zoonosis, son necesarios laboratorios como el de Wuhan para estudiar los virus emergentes.
[ix] La región de Hubei cuenta entre las cinco principales para la producción porcina en China (https://grain.org/es/article/6438-nuevas-investigaciones-sugieren-que-las-granjas-industriales-y-no-los-mercados-de-productos-frescos-podrian-ser-el-origen-del-covid-19). Se puede añadir que una epidemia de coronavirus (SADS) causó estragos en las granjas porcinas de la región del Guangdong, hace tres años.
[x] Frédéric Keck, https://lundi.am/Des-chauve-souris-et-des-hommes-politiques-epidemiques-et-coronavirus (y su libro de próxima publicación Les sentinelles des pandémies. Chasseurs de virus et observateurs d’oiseaux aux frontières de la Chine, Zones Sensibles, 2020).
[xi] http://www.centerforhealthsecurity.org/event201/scenario.html.
[xii] https://www.imperial.ac.uk/media/imperial-college/medicine/sph/ide/gida-fellowships/Imperial-College-COVID19-NPI-modelling-16-03-2020.pdf.
[xiii] http://www.esa.int/Applications/Observing_the_Earth/Copernicus/Sentinel-5P/Coronavirus_lockdown_leading_to_drop_in_pollution_across_Europe.
[xiv] http://www.g-feed.com/2020/03/covid-19-reduces-economic-activity.html (estudio de Marshall Burke).
[xv] Ver por ejemplo Françoise Vergès, https://www.contretemps.eu/travail-invisible-confinement-capitalisme-genre-racialisation-covid-19/.
[xvi] https://www.jornada.com.mx/ultimas/estados/2020/03/25/los-pobres-estamos-inmunes-de-coronavirus-barbosa-7821.html.
[xvii] https://www.lemonde.fr/afrique/article/2020/04/03/en-afrique-le-covid-19-met-en-danger-les-elites-dirigeantes_6035384_3212.html.
[xviii] https://www.redebrasilatual.com.br/cidadania/2020/03/coronavirus-domesticos-em-casa-salarios-em-dia/., «Coronavirus et état d’exception» https://acta.zone/giorgio-agamben-coronavirus-etat-dexception/
[xix] No es el lugar para discutir los posicionamientos de Giorgio Agamben; ver “La invención de una epidemia” (https://ficciondelarazon.org/2020/02/27/giorgio-agamben-la-invencion-de-una-epidemia/) y sus intervenciones posteriores (que se pueden encontrar en la página de la editorial Quodlibet : https://www.quodlibet.it/giorgio-agamben-contagio).
[xx] Es el objetivo de las modelizaciones matemáticas: ver por ejemplo Samuel Alizon, https://www.mediapart.fr/journal/culture-idees/050420/le-confinement-ne-fera-pas-disparaitre-l-epidemie.
[xxi] https://www.lemonde.fr/international/article/2020/04/06/il-ne-faut-pas-diffuser-cette-information-au-public-l-echec-du-systeme-de-detection-chinois_6035704_3210.html.
[xxii] Vincent Brossel y Marie Holzman, https://www.liberation.fr/debats/2020/04/05/un-banquet-officiel-au-coeur-de-la-pandemie-en-chine_1784085.
[xxiii] Sobre las fallas en la construcción del Estado chino, ver «Social Contagion», Chuang, http://chuangcn.org/2020/02/social-contagion/.
[xxiv] https://www.scmp.com/week-asia/health-environment/article/3075164/south-koreas-coronavirus-response-opposite-china-and.
[xxv] https://www.pagina12.com.ar/257988-bolsonaro-no-pudo-echar-a-su-ministro-de-salud-por-el-veto-m. Actualización: el 16 de abril de 2020, J. Bolsonaro destituyó a su ministro, aprovechando declaraciones imprudentes que debilitaron el apoyo del que se beneficiaba.
[xxvi] https://www.jornada.com.mx/2020/03/16/politica/002n1pol y https://www.jornada.com.mx/2020/03/19/politica/005n3pol.
[xxvii] La denegación de la gravedad de la epidemia alcanzó su punto extremo en Nicaragua, con el régimen de Daniel Ortega. En este caso, el discurso progresista se hace más explícitamente anti-imperialista, a la vez que milenarista (https://blogs.mediapart.fr/kassandra/blog/140420/dans-le-deni-face-au-covid-19-le-regime-du-nicaragua-mise-sur-l-intervention-divine).
[xxviii] Últimamente, la situación empezó a revertirse. Mientras el gobierno mexicano defiende medidas de distanciación social y de suspensión de las actividades económicas no esenciales, los ámbitos empresariales llamaron (antes de dar marcha atrás) a transgredir las indicaciones gubernamentales (https://www.proceso.com.mx/626362/tv-azteca-llama-a-ya-no-hacerle-caso-a-lopez-gatell).
[xxix] Walter Benjamin, “El capitalismo como religión”, https://www.elviejotopo.com/topoexpress/el-capitalismo-como-religion/.
[xxx] El presentismo es una actitud propia de los tiempos neoliberales: borra toda presencia del pasado y toda perspectiva de futuro, para encerrarnos en un presente eterno y dominado par una tiranía de la inmediatez.
[xxxi] Pierre Dardot y Christian Laval, “La dura prueba política de la pandemia”, https://blogs.mediapart.fr/les-invites-de-mediapart/blog/300320/la-dura-prueba-politica-de-la-pandemia.
[xxxii] “De quelques rapports entre le coronavirus et l’Etat”, http://tempscritiques.free.fr/spip.php?article420.
[xxxiii] https://www.telegraph.co.uk/global-health/science-and-disease/protecting-healthandlivelihoods-go-hand-in-hand-cannot-save/.
[xxxiv] https://www.edelman.com/research/edelman-trust-covid-19-demonstrates-essential-role-of-private-sector.
[xxxv] http://enlacezapatista.ezln.org.mx/2020/03/16/por-coronavirus-el-ezln-cierra-caracoles-y-llama-a-no-abandonar-las-luchas-actuales/.
[xxxvi] https://www.proceso.com.mx/624397/ezln-avala-cuarentenas-a-migrantes-que-regresan-a-comunidades-de-base.
[xxxvii] Naomi Klein, La estrategia del shock. El auge del capitalismo del desastre, Paidós Ediciones, 2010.
[xxxviii] François Gemenne señala hasta qué punto la crisis del coronavirus es una mala noticia para la lucha contra el calentamiento climático (https://plus.lesoir.be/290554/article/2020-03-28/pourquoi-la-crise-du-coronavirus-est-une-bombe-retardement-pour-le-climat).
[xxxix] https://www.lemonde.fr/idees/article/2020/03/24/raphael-kempf-il-faut-denoncer-l-etat-d-urgence-sanitaire-pour-ce-qu-il-est-une-loi-scelerate_6034279_3232.html.
[xl] Ver la práctica del social ranking : https://www.mediapart.fr/journal/international/180818/l-enfer-du-social-ranking-quand-votre-vie-depend-de-la-facon-dont-l-etat-vous-note?onglet=full.
[xli] Para los antecedentes del liberalismo autoritario, Grégoire Chamayou, La société ingouvernable. Une généalogie du libéralisme autoritaire, La Fabrique, 2018.
[xlii] Un indicio que vale lo que vale: a la pregunta “¿el capitalismo tal y como existe hoy, hace más daño que bien al planeta?”, la respuesta es positiva para 56% de las personas (69% en Francia; sólo es mayoritariamente negativa en los siguientes países: Estados Unidos, Canadá, Australia, Japón, Corea del Sur y Hong Kong). Se trata de una encuesta realizada a 34.000 personas de 28 países (barómetro de confianza Edelman publicado con motivo del Foro Económico Mundial de Davos, en enero de 2020; https://www.edelman.com/trustbarometer).
[xliii] Sobre este punto, como sobre otros aspectos evocados en esta parte, remito a mi libro Une juste colère. Interrompre la destruction du monde, Divergences, 2019 (version castellana disponible en línea : http://comunizar.com.ar/una-digna-rabia-una-aproximacion-los-chalecos-amarillos-jerome-baschet/).
[xliv] https://acta.zone/coronavirus-confinement-et-resistances-suivi-en-continu/.
[xlv] Caricaturista y autor del libro El año 01, que también se volvió una pelicula en 1973.
[xlvi] El derecho laboral en Francia preve la posibilidad para los asalariados de no acudir al trabajo si las condiciones del mismo implican riesgos graves y comprobados para su salud.
[xlvii] https://blogs.mediapart.fr/les-invites-de-mediapart/blog/210320/face-la-pandemie-retournons-la-strategie-du-choc-en-deferlante-de-solidarite.