Semblanza de Olga Acevedo
Dejo mis señas por si acaso:
(en La víspera irresistible: 1968)
Yo soy Olga Ernestina Acevedo Serrano. Nací en Santiago de Chile en el mes de las rosas, los nardos y los claveles blancos. Mi signo zodiacal es escorpión, mi genio tutelar Anael, planeta directo Mercurio, protectores el noble padre astral Urano y los dulces planetas románticos Venus y la Luna […] Tras existencias innumerables renaciendo ahora en este pequeñísimo pedazo de tierra ignota. ¡Oh amigos, quizás nunca más habré de vivir otra vida tan hermosa como esta mía, en este breve período relampagueante, a sangre y fuego!
No es raro, aunque sí profundamente injusto, que el nombre de Olga Acevedo Serrano (1895 – 1970) ocupe hoy un lugar residual, cuando no prácticamente inexistente, dentro del a menudo fanfarrón y masculinizado corpus de la poesía chilena. Injusto no sólo en cuanto a la variedad de temáticas que la autora abarcó, desde la así llamada poesía social o comillas comprometida a la mística, cuyo motivo atraviesa toda su obra y la tiñe de una policromía cristológica donde la trinidad se presenta como acceso al misterio y jamás su consumación; sino en cuanto a la forma de conjugar y fundir, de forma única por estos recovecos, ambas miradas.
Militante del Partido Comunista como era y profundamente cristiana, la poesía de Olga Acevedo, distribuida en diez libros publicados a lo largo de 41 años (desde 1927 a 1968), desborda una poética cuya metafísica resulta más cercana a la obra de Simone Weil (en conceptos como la vulnerabilidad y la entrega) que, por ejemplo, y colocando un ejemplo dizque local, a la del cura Valente con sus Poemas dogmáticos 1 y 2, de la que no puede estar más alejada; con la diferencia que bebe de múltiples fuentes, lo mismo occidentales que orientales (la diferencia, en los años que la autora vivió, resultaban mucho más definidas que hoy), para construir lo que María Zaldívar Ovalle denomina una poética de los sentidos, la cual “se manifiesta como excesiva, desmesurada, que no se atemoriza ni contiene frente al desborde expresivo”[1].
Esta poética, a su vez, no por metafísica abandona lo material. Al revés, uno de los valores de la obra poética de Olga Acevedo es poder conjugar, como en dialéctica espiral, la cultura cristiana de izquierdas (en Chile, muy ligada como estuvo en la segunda mitad del siglo XX a la Teología de la Liberación, mediante expresiones locales que supieron resistir, situada y valientemente las arremetidas del fascismo de estado) con una metafísica que no se arredra ni limita a su matriz católica. Por lo mismo, no resulta extraño que Olga Acevedo cante y dedique sus poemas a personajes tan disímiles como el Espíritu Santo; Marina Raskova (Mayor de la Fuerza Aérea Soviética que combatió en la batalla de Stalingrado, dos veces condecorada con la medalla Lenin), pero también Carmen Castillo Velasco (de la que se preguntará, en su discurso fúnebre: “¿Con qué heliótropo blanco, con qué encaje de luna / se acercará mi sombra, / para alcanzar de lejos el resplandor celeste / de tu nombre?”), Mao Tse-Tung, el yogi Ramacharaka, a quien tomó por maestro, Rosa Luxemburgo, el Arcángel Rafael o Dolores Ibárruri, la pasionaria.
Admirada y tremendamente querida por sus pares, fue prontamente olvidada lo mismo por el Partido que por su Iglesia, y su poesía en la actualidad, cuando es considerada, suele serlo desde su acervo místico —presente, sin lugar a dudas, en toda su obra— más que político; el que es usualmente negado, a pesar de su explicitud. Quien más agarró el guante, en ese sentido, fue la propia maestra Gabriela Mistral, a quien conoció cuando ambas vivían en Punta Arenas. Esta la nombró, tiernamente, mudadora de moradas y, epistolarmente le confiesa y describe: “Usted, como yo, quiere mucho a su Buda, pero no suelta la mano de N.S.J.C, y tiene un furioso internacionalismo, pero es sólo Chile lo que le rezuma el corazón”. En cambio, el otro nobel nacional, infinitamente más cursi y funado, comentará de ella que: “Su poesía vive sola / como si en una casa sin luz / se quedara ardiendo una rosa” y Juvencio Valle le dedica lo siguiente: “Con infinito respeto y unción / beso tu sien de plata,/ y frente a tu vida / entregada toda entera a los demás, / me escudriño con severidad y siento / que nada de lo mío es absolutamente mío; / de mi verso más puro / muchos pétalos te tocan, / y hasta mis propios hijos / nacidos bajo tu mirada / te pertenecen”, mientras que Aída Moreno dirá que “[sus poemas] están escritos con la serenidad que producen los dolores hondos”.
Tal vez sea bueno, a la vez que de justicia e ilusorio de antemano por mi parte, que ad portas que asuma un gobierno autodenominado feminista y de izquierda, no sólo se replantearan todas las políticas culturales y de lógicas concursables, sino que el rol mismo de la o el artista para con su época fuera repensado. Ese replanteamiento, de suceder, ha de considerar necesariamente, no sólo una estética propia, sino también y en conjunto, un desenvolvimiento sensible de la metafísica con la que bailar, antes que lidiar. En todo aquello, obras severas y cándidas como la de Olga Acevedo, leídas con ojo siempre cauto, pueden ayudar a echar ciertas sombras, que son otras formas de la luz, sobre “tanto espejismo inútil. / Tanta inútil blasfemia[2]”.
Responsabilidad
(en La Violeta y su vértigo [1942])
Es que también es necesario amar y beber la cicuta
y avanzar entre llamas y sostener en alto sus banderas.
Ramas de olivo y de martirio, es cierto que sabemos hondamente
a qué venimos y por qué estamos.
Podemos una vez ser el ángel sin vuelta o la súbita luz de una mañana,
pero hay allí un sollozo y un gran océano de antiguos légamos perdidos.
Y he aquí que los dioses se apresuran y llegan en grandes relámpagos
[eficaces
a horadar el misterio y a liberar de lágrimas el tiempo.
Y es que también es necesario que el rayo parta la tiniebla
y olvidados de sí mismos, llorando, mutilándonos, avanzando entre llamas,
obligar al abismo y al destino que la luz sea.
¡Nosotros sabemos hondamente a qué venimos y hacia donde vamos!
[1] La poesía de Olga Acevedo, Palabras con cuerpo y alma. En Poesía Completa de Olga Acevedo, pp. 42-43. Ediciones CELIC – UC: 2019.
[2] en La víspera irresistible: 1968