06 de junio 2013

Apatapelá. Crónicas sudamericanas

Con esta entrega nuestro colaborador Andrés Montero, eximio cuentista de nuestra editorial, comienza su entrega de una serie de pasajes, recorridos y viajes al corazón de sudamérica. Número 1.

*

 

– No vamos a alcanzar a tomarnos el café si se demoran tanto en traerlo.

            – Alcanzamos, alcanzamos.

            – El bus sale en tres minutos.

            – Alcanzan, cabros, alcanzan.

            – Puta, pa’ qué lo pedimos.

            – ¿El bus?

            – El café, hueón.

            – Porque es el último café. Un café de despedida.

            – Café mais malo du mundo.

            – Ni lo han probado.

            – Porque se demoran en traerlo. Puta, se va a ir el bus.

            – Sí alcanzan. Mira, ahí vienen los cofis.

            Y alcanzaron. El Rucio y Karleva se tomaron su café de un puro trago, que les quemó la garganta como un pencazo de aguardiente con pólvora y salieron corriendo del pequeño local que estaba en el interior del terminal de buses de Bariloche. Llamaron a gritos a los cabros que se entretenían mirando a las argentinas de todas las provincias que llegaban a Bariloche a pasar sus vacaciones.

            Desde la ventana del local los podía ver a todos. Veinte saltimbanquis gritones, calientes, felices, y otros dos personajes, apenas tres o cuatro años mayores que ellos, intentando reunirlos a grito pelado para que subieran sus mochilas al bus que los llevaría a Osorno, de regreso a Chile. Yo apuré mi café porque, mal que mal, el grupo todavía estaba a cargo mío.

            – Despedida mais mala du mundo – murmuré mientras me ponía de pie y me secaba la boca de un manotazo. Salí del café suponiendo que Karleva había pagado. Nunca lo averigüé.

            Dos semanas atrás nos habíamos juntado todos en Panguipulli, en el sur de Chile, para comenzar lo que sería el último raid del Equipo 31 de nuestro grupo scout. Yo oficiaba de jefe de la expedición, en ausencia de los verdaderos jefes, ausentes al viaje por dispares motivos: uno porque había entrado a trabajar de goma a un bufete de abogados y otro porque las movilizaciones estudiantiles del 2011 habían alargado su semestre universitario hasta finales de enero. Yo no tenía problemas porque había congelado la carrera – por enésima vez – a principios del segundo semestre, para terminar mi novela y para preparar el viaje. Fue imposible corretearme del raid debido la ausencia de los otros dos. Yo habría querido empezar mi viaje antes, pero tuve que esperar para partir con los muchachos desde Santiago. 

El Rucio y Karleva me acompañaban. Aunque sería injusto negar que Karleva tomó las riendas del asunto desplazándome a un segundo lugar, cosa que agradecí profundamente. Para mí, el raid del 31 era el aperitivo de lo que se venía después, en un par de semanas, en unos días, mañana, en la tarde, en dos minutos.

En uno.

En el minuto que faltaba para que veintidós de los veintitrés que nos juntamos en Panguipulli tomaran ese bus a Osorno y dejaran a uno solo. A mí, que en vez de empezar a preocuparme por la soledad inexorable estaba urgido en ese momento porque el Estado me debía treinta pesos argentinos y unas cuerdas de guitarra.

            Me abrí paso en medio del tumulto y encontré a Karleva, que daba inútiles órdenes al viento con su voz afónica e inaudible.

            – El Estado me debe treinta pesos y unas cuerdas de guitarra – le grité.

– ¿Qué?

– Con unos cien pesos me las arreglo – dictaminé imperturbable, porque sabía que el hueón me había escuchado perfectamente.

Karleva me miró, me puso una mano en la espalda y esbozó una media sonrisa mientras cerraba los ojos, mostraba la palma de la mano que no estaba en mi espalda y encogía apenas los hombros. Luego dio media vuelta y siguió dando instrucciones a los niños, que en vez de estar subiéndose al bus miraban – y creo que aplaudían – a la que fue erigida a primera vista como la mujer más linda del mundo, sucediendo en el trono a las anteriores noventa y dos argentinas que vimos durante las dos semanas de Raid.

Todas morirían sin saber que fueron reinas – aunque probablemente lo sospechaban.

             El Estado era el fondo común de todos los viajeros. Por algún apuro, yo había pagado con plata de mi bolsillo algo que era para todos. Ergo, el Estado, cuyo ministro de Hacienda era Karleva, me debía esa plata. Además, en una de las fabulosas noches en un camping salvaje en el lago Falkner, puse mi guitarra – mi instrumento de trabajo – a disposición del pueblo, para que no dejara de sonar hasta que hubiéramos acabado con esas garrafas de vino que el Estado, generosamente, nos compró a todos. El “pueblo” en realidad se reducía al Rucio y yo, que éramos los guitarristas.

Yo soy un excelente músico en las fogatas, porque toco y toco fuerte y tengo largos repertorios y mixes de cumbia y pachanga y nadie se da cuenta de mi mediocridad musical porque están todos ocupados en bailar y cantar fuerte exhalando el feliz aliento a vino.

El Rucio, en cambio, es un concertista: nada más latero para una fogata. Pero póngale dos copas de vino y se convertirá en un gritón. Hizo rabiar tanto la guitarrita esa noche que la pobre acabó con tres cuerdas menos y con costras de sangre repartidas por todo el diapasón, provenientes de los dedos blanquitos del Rucio desaforado, que tocaba sus hits poseído por el héroe de sus canciones: el cola e’ flecha.

Por eso el Estado me debía las cuerdas. Pero Karleva se hizo el hueón y yo no insistí. De todos modos, los pocos pesos que había llevado al viaje eran para el raid, para el aperitivo: desde que el bus con los muchachos se perdiera, yo empezaba el viaje de verdad.

Y el viaje era sin plata.

El viaje era a pata pelá.

Así que, aunque no me disgustaba tener algo de dinero para pasar esa primera noche de soledad, lo dejé ir. Ahora es cuando se ven los gallos, me dije. Ahora es cuando vamos a ver eso de los cojones. Todavía tenía un poco de plata para comprar cuerdas, y por mientras me las arreglaría con unas cuerdas viejas que llevaba de repuesto. Tocando guitarra por ahí y por allá, pensaba, iría tirando.

            Cuando la última reina se retiró a su trono en el bus que le correspondía, los cabros se empezaron a subir al bus que iba a Osorno, no sin antes despedirse de mí de a uno, aunque fugazmente debido al apuro. Me deseaban suerte en el viaje.

Que te vaya bien, Compadre.

Suerte, Compadre Moncho.

Si llegas a Cuba y te tiras a una cubana, escríbeme, Compadre.

Que encuentres a tu hija, Compadre.

Yo andaba con una foto de mi sobrina recién nacida y le dije a los muchachos que la iba a utilizar para decirle a las lindas mujeres que conociera que en realidad viajaba porque andaba buscando a mi hija recién nacida, cuya madre, sin decirme nada, se la había llevado a algún país sudamericano. Las mujeres caerán rendidas a mis pies, les decía a los muchachos, y se reían y maldecían por no haber tenido también ellos fotos de sobrinas para que las argentinas les hubiesen dado más bola en el raid. Tampoco se podían quejar. No les había ido mal. El acuerdo era que nunca se les podía decir que uno: eran menores de edad y que dos: éramos boy-scouts. Pero siempre había algún palurdo al que se le salía la verdad en plena borrachera y las mujeres corrían espantadas. No querían saber nada con boy-scouts. No importaba que les gritaran, desesperados, que ellos no eran como todos los scout, que no venían galletas ni ayudaban a las abuelitas a cruzar la calle, que eran distintos. De nada servía. Al Rucio, a Karleva y a mí nos venía bien. Aparecíamos luego en las fogatas explicando que éramos los jefes de los niños, y a todas les parecía que nuestra misión era muy loable. Alguna noche saqué la foto de mi sobrina y conté el cuento de que andaba buscando a mi hija.

No sirvió de nada. La que me escuchó se preocupó por el tema y me hizo mi preguntas que no supe contestar bien y luego perdió la atención en mí y en mi hija desaparecida y se puso a conversar con un uruguayo maceteado y buena pinta.

– No hueís que vai a seguir con el cuento de la hija – me dijo Karleva cuando se despidió, después de todos los muchachos -. Buen viaje, Compadre. Cuando volvai a Santiago, el Estado te pagará lo que te debe.

Al final se acercó el Rucio. El primer amigo que tuve en mi vida. Fuimos compañeros de Pre-Kinder hasta Cuarto Medio, y hasta el día de hoy somos como hermanos. Él me dio el último abrazo y me dijo alguna frase para el bronce que mi memoria no puede recordar. Nada raro, en todo caso: el Rucio Mena crea frases para el bronce en todo momento y en los lugares más exóticos. A gritos desde la cabina del lado en el baño de un bar ruidoso, en susurros durante los excitados manotazos previos a un polvo. Siempre estará allí el buen Rucio juntando palabras complicadas para afirmar que la vida puede ser resumida en una pura oración bien trabajada. Pero en ese momento yo pensaba más en que me quedaba solo y sin cuerdas de guitarra, y no presté demasiada atención a su frase, que se perdió, como tantas otras, en la urgencia de tomar algo, cualquier cosa, un bus en este caso.

Un bus a Osorno que comenzó a retroceder lentamente hasta que la física o la geometría le permitió enderezarse hacia la salida del terminal. Y entonces pareció suspirar y tomar vuelito y el chofer apretó el acelerador y la máquina avanzó haciendo caso omiso de mi mano que se levantaba disimuladamente cada un segundo y medio para irse despidiendo de los cabros que estaban en los asientos de este lado, y que iban levantando a su vez sus manos sucias hasta que sólo quedó ante mi vista la cola del bus, el último asiento, en el que iba sentado el último de mis muchachos, que al verme se golpeó dos veces con el puño el corazón y me apuntó con el dedo índice. Ese era Santiago, y el alcance de nombre me hizo pensar en que, lo quisiera o no, llevaba a mi ciudad dentro de mí y ahora éramos uno en el viaje por Sudamérica. Esa ciudad gris y alterada a la que me paso pelando está indefectiblemente corriendo por mis venas, pensé. Y luego Santiago se perdió también entre el resto de las máquinas estacionadas y el bus salió del terminal aunque yo ya no podía verlo, y entonces pensé que apenas tenía unas monedas y que ya eran las seis de la tarde y que no quería quedarme en Bariloche y que no sabía a dónde ir, y pensé en mis viejos y en mis hermanos y en la muchacha que había conocido hace tres meses en Valparaíso y que me tenía loco, y también pensé en mi sobrina recién nacida y en mi tía fallecida dos meses atrás, y luego recordé los mejores momentos del raid, las fogatas, las borracheras, las conversas, el grito al unísono que pegamos en lo más alto de una montaña en el lago Falkner, y pensé también en mi guitarra desdentada y en cómo mierda iba a ganarme la vida si nunca en la historia me había puesto a pedir plata por rasguear un par de notas, y también pensé que esto de irse a la vida no era tan buena idea porque yo vengo de donde vengo y nunca me había levantado por la mañana sin tener por seguro que esa noche habría, cuando menos, una frazada y un plato de comida, pero ahora eran las seis de la tarde y nadie aseguraba nada, y me tenía que mover, y pensé también en lo que estarían haciendo todos mis amigos y mis familiares y me pregunté por qué me había bajado la lesera esa de jugar al mochilero, al Sal Paradise, al Alexander Supertramp, si yo sabía que era lo que era: un aspirante a viajero, no un viajero de verdad, uno que soñaba más con la idea de regresar para contar las historias del viaje que de partir para vivirlas, pero sin lo uno no estaba lo otro, y ya estaba en esto y el bus ya se había ido y el Estado no me había pagado, y entonces traté de asimilar que a lo hecho pecho y me relajé y decidí prender un cigarro. Y fue recién ahí, cuando vi que ese pajarito blanco era el último de la cajetilla y comprendí que no había plata para comprar más, cuando se me escapó de entre mis labios rotos un sincero y tembleque con-cha-sumadre.

 

*

 

            Volví a entrar al terminal y me acerqué a revisar los destinos posibles. No sabía adónde quería llegar, pero tenía claro que me tenía que ir de Bariloche porque los precios de alojamiento excedían mis posibilidades. Encontré un pasaje más o menos barato a Neuquén capital, y decidí enfilar hacia allá porque había estado en contacto vía e-mail con un grupo de cuentacuentos de la zona. Tenían un nombre rimbombante: La Escuela Patagónica de Narración Oral. Pensé que a lo mejor me podían conseguir algún teatro o un bar para contar cuentos y hacerme algunos pesos.

El pasaje costaba ochenta pesos y yo tenía ciento dieciocho en total. La señorita que me atendió miró de arriba abajo la suciedad de mi ropa (sin lavar en dos semanas) y mi pelo largo y revuelto y probablemente piojoso, y aunque sin duda me sentí mirado en menos, agradecí que así fuera porque me dijo que me iba a cobrar sesenta pesos “para ayudarte un poco”. Le agradecí efusivamente y le compré el pasaje, tomando nota mental de presentarme tan desaliñado como ahora cada vez que necesitara regatear a pura facha. Porque, aunque soy cuentacuentos, tengo un bla-bla como las pelotas para pedir favores económicos. Me venía de maravilla que me bajaran los precios sin pedirlo.

            Mientras le pasaba la mochila al tipo de los maleteros, le pregunté si me podía llevar la guitarra arriba. Claro, me dijo, pero tenés que tocarte unos temas. Después pasás la gorra y vas tirando.

            Le sonreí, pero cuando ponía ya un pie en el bus me pregunté por qué asumía el tipo ése que yo necesitaba ir tirando. ¿Cómo lo sabía? ¿Tanto me delataba la facha?

Me acordé entonces de los hippies.

Lo que me aburre de los hippies es que, de puro verlos, tengo la impresión de que ya me sé su vida entera. Quien más, quien menos, todos se visten igualito, defienden las mismas cosas, hablan de los mismos temas y de la misma forma media lenta y pronunciando bien todas las palabras (por ejemplo, dicen pelado en vez de pelao, que debería ser la pronunciación correcta, porque cuando alguien, como los hippies u otros seres de esa calaña, dice pelado, parece que hablan como idiotas). Además, reemplazan los términos feos pero útiles como “mear” por “hacer pipí” u “orinar”, o “vómito” por “alivios”, y tratan a todo el mundo de brother, de hermano, de papito y mamita.

Cuando veo a un hippie hecho y derecho me transporto inmediatamente a un mundo que me da una lata inmensa, sobre todo porque me dan la impresión de que transportan mentalmente una lista de frases célebres y trilladas, y te dicen como gran novedad que no hay camino para la paz porque la paz es el camino, o que la poesía está en la calle, o que el dinero no hace la felicidad. Pero cuando ya acaban por exasperar es cuando uno nota que mientras avanza la conversación comienzan a pronunciar las eses como “eshes”, y entonshes la convershashion she va a la mierda, hermano, amor y paz, nos encontraremos cuando los caminos nos vuelvan a encontrar, todo pasa por algo, todo fluirá, fluirá, fluirá como el viento que entra entre mis pantalones anchos y coloridos de lana sintética y permite que se aireen mis órganos sexuales, que no van sujetos con calzoncillos o calzones, ni con sostenes mis mamas porque el sexo es libertad siempre, abrázame fuerte, brother, y que nuestro pequeño encuentro sea como un ave que vuele en todo momento con nosotros.

            El problema de los hippies es que, queriendo diferenciarse, se hacen todos igualitos y no ofrecen nada nuevo. Como si hubiera un solo Gran Hippie y el resto no fueran más que sucursales repartidas por el mundo, cada uno detrás de una manta machetera, sonriendo con los ojos chiquititos.

            Exagero, lo sé. En esto pensaba, sin embargo, cuando caí en la cuenta de que el tipo del bus, de puro verme, ya sabía que yo necesitaba tocar guitarra y pasar la gorra para ir tirando. ¿Me había convertido ya en un hippie?

            Me senté en mi asiento pensando en todo esto, y me fijé en que el bus estaba lleno de turistas gringos y europeos que se emocionarían escuchando mi versión de Pianoman, tocada con guitarra y armónica. Algo de los Beatles, algunos clásicos latinoamericanos y ya estaba.

            Pero yo nunca había tocado guitarra en público para pedir plata. Menos la guitarra con la armónica juntas.

            Y me entró el pánico.

            Y en eso rugieron los motores y mi estómago.

            Cincuenta y ocho pesos argentinos en el bolsillo y en la mente poca cosa. Cerré los ojos mientras comenzábamos a salir de Bariloche y traté de buscar fuerza de alguna parte. Y entonces me llegó el eco de la voz de Johan, que me decía “La providencia, brother, siempre está a favor de los soñadores”.

            Johan era un cuentacuentos colombiano, poco mayor que yo, que había conocido en Valparaíso hace unos meses, en un festival de narradores orales. La frase esa de la providencia me había quedado rebotando desde entonces.

            Y así, embarcado hacia una ciudad desconocida donde nada se me había perdido, mientras veía cómo el tipo de los maleteros me levantaba las cejas como preguntándome a qué hora empezaba la función, pensé que Johan, además de un excelente tipo, era un hippie hecho y derecho. A lo mejor, pensé, es el Gran Hippie.

            Pero conocería varios más que podrían serlo.

            Mi teoría se iría más o menos a la mierda, pero eso aún yo no lo sabía. Y mientras el futuro se sobaba las manos esperándome, yo me quedé pensando en la cuestión esa de la Providencia y me quedé dormido y soñando para que la Providencia se pusiera a favor mío en este viaje a pata pelá por Sudamérica.

 

 

 

“Una crónica es un cuento que es de verdad”.

Gabriel García Márquez

 

“… la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un «¡Ahhh!»…»

Jack Kerouac.

3 comentarios

  • Y cuando se viene la continuación? excelente crónica!

  • Muy buena compadre, demasiado entretenida de leer.
    Sigue escribiendo!
    Un abrazo,

  • Socio, es para mí un honor ser citado en esta genial crónica. Socio, este es un buen rubro literario, todos lo disfrutan: disfruta el lector, quien revive las aventuras, y disfruta el autor, quien no puede sino seguir viajando para continuar el relato. Un abrazo!

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