22 de julio 2013

Apatapelá: La ruta continúa

Nuestro cronista en viaje no entrega un nuevo pasaje de su aventura por Neuquén.

Después de tres horas de carretera, empecé a temerme lo peor. Miraba hacia fuera y el paisaje era una mierda. Ningún cerro. Mucho menos un lago o un río. Todo estaba seco. Los árboles parecían recién plantados. Los colores de la tarde no auguraban nada bueno. Y hacía calor. Puta que hacía calor.

            Me bajé en el terminal de Neuquén. Pregunté a unos obreros cómo llegaba al centro y se rieron a carcajadas. Me indicaron el camino. Unas tres horas a pie. Siempre derecho.

            No pasaban micros. No a esa hora. La única posibilidad era tomar un taxi. Le dije al taxista que necesitaba ir a un camping. No había camping. Entonces al hostal más barato que haya. Claro, subí.

            Le metí conversa al taxista, pero me respondió con monosílabos. Sentía la guata apretada de miedo e incomodidad. Media hora después me dejó afuera de lo que me pareció un hotel. ¿Esto es lo más barato, seguro? Sí, no hay nada más económico. Son veinte pesos por el viaje.

            ¡Veinte pesos!

            Le entregué lo que tenía. Sólo me quedaban treinta y ocho pesos. Pensé que el alojamiento podría salir unos veinte. Algo tendría para comer. El taxi se fue y entré al hotel. La señorita me miró de arriba abajo y me preguntó si buscaba a alguien. No, quiero alojar aquí, en la pieza más barata.

            – Claro. La más barata sale ciento veinte.

            – No, no – le dije -. Necesito la más económica.

            – Ciento veinte – insistió ella. A cada palabra que decía me parecía más fea y más gorda.

            – Es que tengo sólo treinta y ocho.

            – Bueno, ¿y qué querés que haga yo?

            – ¿Dónde puedo ir?

            – No vas a encontrar nada más económico.

            – Cómo, algo tiene que haber.

            – Y no.

            Pensé qué mierda podía hacer. Recordé que tenía diez mil pesos chilenos. Un hermoso billete azul. Si lo cambiaba, tendría cerca de noventa pesos. No lo quería ocupar tan rápido, pero al parecer no tenía más alternativas.

            – Está bien – le dije -. Voy a ir a cambiar este billete chileno y vuelvo.

            – No vas a encontrar dónde, pibe. Son las diez de la noche. ¿Dónde querés cambiar? Las casas de cambio cierran a las cinco.

            Mierda.

            – ¿Y me puede cambiar usted?

            – Yo no soy casa de cambio.

            – Sí sé, pero es que no tengo más y no conozco a nadie en Neuquén. Necesito pasar la noche en algún lado. Mire, le pago treinta y ocho pesos y mañana en la mañana cambio plata y le traigo el resto. ¿Vale?

            – No. No hacemos eso.

            – Ya, pero se trata de una emergencia.

            – Mirá, si querés podés esperar al dueño. Puede que llegue pronto. A él le podés preguntar. Pero no creo, eh.

            – Vale.

            Me fui a sentar afuera del hotel. Había un escaño. Saqué la guitarra y la armónica y me puse a tocar, despacito, para pasar el mal rato. Un tipo que iba con su hijo se quedó mirándome algún rato. Yo hice como que no me daba cuenta.

– ¡Tocás re’ bien, pibe! Tenés que ponerte en la plaza, por acá pasa poca gente.

            – No estoy pidiendo plata ahora.

            – Ah, bueno. Igual, tomá – y me pasó dos pesos.

            Lo miré como si fuera el mesías. Estuve tentado de preguntarle si me invitaba a alojar a su casa. Me detuve a tiempo. El tipo se fue y me deseó suerte. Yo seguí esperando al dueño del hotel, ese ser hipotético y fantasmagórico y probablemente un hijo de puta. Pasaron quince minutos y volví a entrar a hotel.

            – No ha llegado el dueño – me dijo la señorita.

            – Bueno. Ahora tengo cuarenta pesos, ¿cambia en algo la cosa?

            Y sonreí como idiota. La señorita ni siquiera se dignó a responderme. Corté por lo sano y decidí ir a buscar otro lugar. Era imposible que no hubiera nada más económico en todo Neuquén.

            La ciudad está dividida en dos por la carretera. Pronto entendí que yo estaba “al otro lado”, en el sector más peligroso, lejos de la plaza y del centro y de todos esos lugares. A lo mejor por eso me decían que no había nada más barato. Quizás se referían a la mitad en la que me había dejado el cabrón del taxista.

            Caminé unos diez minutos y llegué a la carretera. La atravesé pensando en Alexander Supertramp, cuando se decide a cruzar el río y no puede porque está muy caudaloso. Tiene que regresar y esperar que el río baje. En esa espera se come una planta venenosa y se muere.

A lo mejor, si no cruzaba la carretera me iba a morir, pensé. Pensaba mucho en la muerte en esos días. Pero ya había cruzado, y apenas llegué al otro lado del río vi un cartel luminoso que decía ALOJAMIENTO. Entré. Un tipo leía el diario en una penumbra inmensa. Lo saludé dos veces hasta que respondió con un gruñido.

– Necesito la pieza más barata que tenga.

– Sesenta y cinco pesos.

– De acuerdo. Mire, tengo cuarenta, pero tengo un billete chileno que vale por noventa pesos argentinos. Le pago ahora los cuarenta y mañana tempranito voy y cambio el billete y le pago el resto. ¿Vale?

– No.

– ¿Cómo no?

– Y, no. ¿Cómo sé yo que el billete es de verdad? ¿Cómo sé yo que vas a volver? No, no, ya han pasado muchos hippies como vos por acá y siempre es lo mismo.

– El billete es de verdad. Y yo no soy hippie.

– Bueno, y por qué parecés hippie entonces.

Me estaba irritando.

– ¿Pero qué le cuesta?

No respondió.

– Oiga, le estoy hablando.

– Sesenta y cinco pesos, pibe, qué es lo que no entendés.

La discusión duró por lo menos unos diez minutos más. Estuve tentado de gritarle que era un hijo de puta, pero me contuve a tiempo. Le dije que me guardara la pieza. Que iba a ver si alguien me cambiaba el billete. Que volvería. Sí, volvería.

Recorrí media ciudad entrando a todos los negocios abiertos que encontré, preguntando si alguien me cambiaba el billete. Entré también a todos los hoteles. Nadie me quiso ayudar, claro. De pronto llegué a un parque. Había mucha gente. Muchísima considerando que eran casi las once de la noche de un día jueves. Me encaminé hacia allá con la única idea de sentarme y armarme un cigarro con el tabaco que había comprado días atrás en San Martín. Fumé largo rato. La gente paseaba. Mucha gente paseando.

Entonces miré la guitarra.

No creía que tuviera que ser tan pronto, pero no había más salida.

Llevé mis cosas al caminito central. Me puse mi chaqueta café de cuentacuentos. Saqué la armónica y el sujetador. Me crucé al hombro la guitarra. Afiné un poco. La gente que estaba sentada por ahí me miraba con curiosidad. Me sentía un idiota. No quería hacerlo.

Pero tenía que hacerlo.

Y toqué. De vez en cuando alguien se daba vuelta a mirarme. La funda de la guitarra estuvo vacía de monedas durante toda la primera canción. Dudé si empezar con la segunda. Lo hice. Y pronto cayó el primer billete de dos pesos. Y luego otro. Y otro y otro. Algunas monedas también. Y yo empecé a tocar más fuerte, más y más fuerte, a sabiendas de que podía estropear la armónica y de que las cuerdas estaban viejas y algo quemadas.

En un momento me detuve. Tenía la boca seca y no daba más de hambre. Me senté ahí mismo a contar la plata.

Tenía veintisiete pesos. Sumados a mis cuarenta, podía pagar la pieza y todavía me sobrarían dos pesos. No cabía en mí de felicidad. Guardé mis cosas y me fui corriendo al alojamiento. Tuve que cruzar toda la ciudad para volver. Me perdí en el camino. Finalmente llegué. Entré con ojos victoriosos. Puse los sesenta y cinco pesos en el mostrador. El viejo seguía mirando su diario.

– Ah, vos – me dijo -. ¿Cambiaste el billete?

– No – le dije feliz -. Me puse a tocar guitarra. Tengo los sesenta y cinco.

– Pero te demoraste mucho. Ya la arrendé.

– ¿Qué?

– Eso. Vino otro tipo y la arrendó. ¿Qué querés que haga?

– ¿Pero tiene otra, otra de sesenta y cinco?

– No. La que viene es de noventa.

Esta vez no me contuve. Le grité que era un hijo de puta, un maricón, que yo le había pedido que me la reservara. Él seguía mirando su diario. Como si no me escuchara.

– Bajá la voz, por favor, que tengo clientes.

– Te paso los sesenta y siete. Mañana cambio. Por favor – intenté calmarme y razonar con él.

– Ya te dije que no.

No insistí. Me fui echando espuma por la boca. Caminaba enrabiado hacia ninguna parte. Luego me detuve. O mejor dicho, me detuvo el miedo.

            Iba a pasar la noche en el parque. Creo que eso lo supe desde el primer momento. No hacía frío, por suerte. Probablemente me asaltarían. Sólo rogaba que no me quitaran la guitarra. Caminé más lento, intentando demorar el momento en que estirara mi saco de dormir bajo un árbol, en plena oscuridad, escuchando cada paso como la posibilidad cierta de un asalto a mano armada. Llegué a una esquina oscura y aparecieron dos mujeres altas. Me detuvieron para pedirme fuego. Les pasé mi encendedor de mala gana.

            – ¿Dónde te quedás esta noche, mi amor? – me preguntó una.

            – No sé – respondí asustado -. No tengo dinero.

            – Qué pena, yo te iba a invitar a dormir conmigo. ¿Seguro no tenés nada? Mirá que conmigo dormís y follás por menos guita que en un alojamiento.

            Por un segundo lo pensé. En mi situación, no era una mala idea. Lo que realmente me llevó a insistir en que no tenía dinero fue su voz.

            Una voz grave. Descubrí horrorizado que debajo de ese forro espectacular había un hombre.

            – Gracias, pero no tengo ni un peso.

– Qué pena, con lo lindo que sos. ¿Y dónde vas a dormir si no tenés guita? Me encogí de hombros.

– Supongo que en el parque.- Uy, no, es re’ peligroso. Mejor echate aquí, nosotras trabajamos toda la noche en esta esquina. No te va a pasar nada. Sabés, si no sale laburo yo te echo un polvo gratis, sólo porque sos lindo.

No sabía qué decir. Me salvó la xenofobia.

– Dejá que se vaya éste – dijo de pronto la otra, que era fea pero al menos parecía ser de verdad una mujer -. ¿No te diste cuenta que es chileno?- ¿Y eso qué importa? – preguntó el travesti.

– ¡Vos no te enterás de nada, Estrella! ¿No sabés lo que nos hicieron los chilenos cuando lo de Malvinas?

Las dejé enfrascadas en su discusión y me despedí arqueando las cejas y sonriendo un poco. Seguí caminando hacia el parque. Tenía miedo. Creo que nunca he tenido tanto miedo en mi vida. No podía creer que todo esto me estuviera pasando en el primer día de viaje. ¿Qué me quedaba para después?

El parque ya estaba vacío cuando regresé. Se descartaba la opción de tocar un poco más para conseguir treinta pesos y pagar la pieza de noventa. Busqué un árbol alejado y me puse tras él. Esperaba que nadie me viera. Dormiría abrazado a la guitarra. Que se llevaran la mochila si querían, los ladrones de los parques nocturnos. Me fumé un tabaco. No me gusta mucho el tabaco puro. Siempre he preferido comprar los industriales. Pero no tenía plata para comprar ni una Coca-cola.

En ese momento me di cuenta de que tenía casi setenta pesos que no iba a utilizar esa noche. ¡Podía comer! Me llené de una extraña sensación de felicidad. Agarré mis cosas y me fui a la calle más cercana al parque. Encontré un quiosco abierto.

– Buenas noches. Una Coca-Cola de medio y un chocolate.

– ¿Qué chocolate?

– Cualquiera -. Luego corregí: El más barato.

– ¿Vos sos chileno? – me preguntó el tipo mientras me pasaba las cosas.

– Sí – respondí -. ¿Se nota mucho?

– ¡No tanto, pero yo me doy cuenta al tiro! ¡Yo también soy chileno! ¡Qué alegría que venga un chileno hasta acá!

Y entonces me contó que era de Temuco y que había llegado a Neuquén hace veinte años. Que le iban bien las cosas. Y al final me preguntó si necesitaba algo, que él estaba para ayudarme. Sonreía mucho. Le expliqué, con las palabras atropelladas, mi situación.

– ¡Pero faltaba más, pibe! Yo te cambio el billete.

No lo podía creer. Dos minutos después tenía noventa pesos argentinos en mi mano. La bebida y el chocolate me los regaló.

– Te invitaría a dormir a casa – me dijo -, pero tengo visitas. Si te quedás una semana más, vení a buscarme y te podés ir allá.

Le agradecí en silencio. No sabía cómo explicarle lo que estaba haciendo por mí.

– Che, ¿por qué llorás?

– No sé.

Me fui corriendo al alojamiento del viejo hijo de puta. Me miró sorprendido.

– Tengo los noventa – le dije sin saludarlo -. Me cambiaron el billete.

Tomó el dinero y lo contó en silencio.

– Está bien, vení por acá.

La pieza era mugrienta: yo la encontré perfecta. Me duché largo rato. Iba a hacer valer mis noventa pesos. Me jaboné bien, me lavé el pelo. Salí afuera a fumar el último cigarro. Cuando me acosté, me emocioné de nuevo. Nunca en mi vida había agradecido tanto tener una cama. Aunque estuviera sucia y llena de manchas de curiosa procedencia. Nada de eso me importaba. Ni siquiera pensaba en el día siguiente. Todo lo que pensaba era que estaba en una cama y no en el parque. Y luego pensé que si el viaje seguía así, algún día tendría que escribir todo esto aunque nadie me creyera.

Aunque se demorara en decidirse, la providencia siempre se ponía a favor de los soñadores.

Fue el primer día de viaje.

Ni siquiera podía imaginarme todo lo que vendría en los meses siguientes.

Por ahora, dormía.

Y en una cama.

Que tenía que abandonar al día siguiente a las nueve y media de la mañana.

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