14 de agosto 2013

Apatapelá: seguir contando cuentos

 Me desperté con una única certeza: no iba a dormir de nuevo en ese hostal de mala muerte. Primero porque no tenía plata. Segundo, porque tenía fe en que algo bueno iba a pasar. Me empecé a enterar de que la única forma de aguantar un viaje así, solo y sin plata, es a pura y absurda fe.

Cuando pasé por fuera del mostrador, el viejo me saludó.

– Qué tal dormiste, che.

– Bien.

– ¿Te quedás otra noche o te vas?

– Me voy. No tengo más plata.

– Mirá que se desocupó la de sesenta y cinco.

– Tampoco tengo sesenta y cinco.

– ¿Y qué, vos viajás así, sin plata?

– Sí.

– ¿Y desde hace cuánto tiempo?

– Desde ayer.

Supongo que esperaba que le dijera que desde hace dos años, como los viajeros de verdad. Pareció desilusionarse de que fuera un viajero tan poco interesante.

– Ah, desde ayer. ¿Y por qué?

– Por qué qué.

– Por qué viajás.

– No sé.

– Cómo que no sabés.

– No sé. Para conocer un poco, supongo.

– ¿Andás escapando de algo?

– No. ¿Escapar de qué?

– Qué se yo. Cuando viene aquí un viajero siempre dice que está escapando de algo. De su mujer, de sus viejos, del trabajo, de la depresión, de las deudas, del sistema. Algunos de la policía. ¿Vos de qué te escapás?

Me quedé pensando un segundo.

Puta, ¿y de qué escapaba yo?

Mi vida en Santiago de Chile es linda. Tengo una familia grande y simpática. Vivo en una casa grande y simpática. Tengo muchísimos amigos. Unos más simpáticos que otros. En esos días estudiaba Literatura en la universidad. Eso no era tan simpático. Pero tampoco era como para decir que me estaba escapando de eso. Estudiaba como mono y no me gustaba ni entretenía. Trataba de escribir harto y de jugar a la pelota para no ser infeliz.

¿De qué mierda me estaba escapando yo?

Me angustié con la pregunta del tipo. A lo mejor nunca sería un viajero de verdad si no me estaba escapando de algo.

Visto fríamente, no tenía nada de qué arrancar. Lo he tenido todo en la vida. Nunca me ha faltado nada.

Nada de nada de nada.

A lo mejor justamente eso era lo que me angustiaba. Digámoslo de una vez: nací en la Clínica Alemana, fui a un colegio privado en Vitacura cuya mensualidad superaba con holgura el sueldo mínimo y vivo en la casa de mis papás en Las Condes, la comuna más cuica de Chile entero. Una gran casa con piscina y más piezas de las que necesitamos. Por supuesto que nunca me ha faltado nada, al menos en términos materiales. Pero además, soy un tipo con suerte. Creo que soy el tipo con más suerte que haya conocido.

Lo he tenido todo. Supongo que por eso me fui sin plata a viajar. Para no tener nada. Para saber quién soy yo cuando no tengo nada.

En ese momento sonreí y miré al viejo que esperaba mi respuesta al otro lado del mostrador.

– Estoy escapando de tenerlo todo.

– Eso es ridículo – respondió de inmediato -. ¿Quién puede querer escaparse de tenerlo todo?

– Sólo alguien que lo ha tenido todo, por supuesto.

Dije, y luego le pedí que me cuidara la mochila mientras salía a conocer un poco la fea ciudad de Neuquén capital.

– Andá tranquilo, pibe. Yo te la cuido.

– Gracias.

– Che, y si te querés quedar hoy, te dejo la pieza en sesenta.

Le sonreí. Ahora éramos amigos.

– Tampoco tengo sesenta. La verdad es que no tengo un peso.

– ¡Te tomás en serio esto de no tener nada, vos!

Y se rió y movió la cabeza de lado a lado.

Como diciendo “¡qué cosas!”

Y tal vez intentando imaginarse a sí mismo teniéndolo todo y dejándolo para viajar sin nada.

“¡Pero qué cosas, che!”

 

*

 

Me di un par de vueltas. Eran las diez de la mañana de un viernes laboral. Miré por aquí y por allá. Saludé a un par de perros. Me tomé un café de máquina en una esquina. Un pucho o dos mientras miraba escaparates.

Es decir, que me aburría como loco. Y más encima no tenía dónde dormir esa noche.

Cuando proyectaba mi viaje, todavía desde la comodidad de mi casa, imaginaba una intensidad loca, una carrera salvaje hacia ninguna parte y hacia todas a la vez, imaginaba escenas espectaculares en las que yo era el héroe, veía mujeres en todas partes, mujeres atentas y simpáticas que me saludarían al cruzármelas por la calle, porque yo era un viajero y tenía historias. Era, en definitiva, un tipo interesante.

Pero en Neuquén no pasaba nada. La gente trabajaba y nadie me prestaba atención. Era como pasear por el centro de Santiago un viernes cualquiera, de mañana. En vez de meterle chamullo a una linda y pechugona mujer argentina, que luego me llevaría a su casa a dormir por dos semanas, con la única idea de tomar ron y follar como locos (secuelas del “efecto Bukowski para niños”), lo que hice fue meterme a un cíber a ver si tenía algún mail interesante. Lo que esperaba era saber si ya habían publicado la entrevista que me hizo un periodista de La Tercera – La inútil perfección y otros cuentos sepiosos, mi primer libro de cuentos, había sido publicado recientemente en la editorial LOM.

Pero nada de eso (de hecho, la entrevista nunca salió, pero entonces yo todavía la esperaba). Había sólo un mail nuevo, de remitente desconocido.

Una tal Carmen Luz. Decía:

Hola. Ya volví de mis vacaciones. Si te queda cómodo, cualquier día de enero, por la mañana, estoy en mi trabajo y podés pasar a verme por acá: en la municipalidad de Neuquen, el edificio frente al monumento de San Martin, en la Planta Baja, a la izquierda de las cajas recaudadoras, en CATASTRO… si está cerrada la ventanilla, preguntá igual por mí a mis compañeros. Salvo que tenga que salir a hacer algún trámite, acá estaré de 7 a 14 hs. Saluditos.

Tardé un rato en recordar que Carmen Luz era parte de la Escuela Patagónica de Narración Oral, los cuentacuentos con los que me había contactado meses atrás para ver si podía hacer alguna función. No era raro que no la recordara: me había contactado con muchísimos cuentacuentos en Argentina y otras partes de Latinoamérica. Lo curioso fue que el mail había llegado justo ese día, ese viernes en que yo necesitaba, más que nunca, que alguien me diera una mano.

Me encaminé hacia la municipalidad de Neuquén. Crucé montones de calles, preguntando y preguntando, hasta que de pronto me topé con un gran monumento a San Dámaso. Al frente, la municipalidad. Entré. Me dio vergüenza andar tan desaliñado, todo el mundo andaba de camisa y corbata. Me miraron con curiosidad. Yo pregunté si estaba en la planta baja. Correcto, estaba en la planta baja. Luego me dirigí a las cajas recaudadoras y finalmente llegué al cartel de CATASTROS. Hice una fila eterna hasta que llegué a la ventanilla.

– Buenas, busco a Carmen Luz.

– ¿Quién la busca?

– Yo – respondí confundido. ¿Quién más podía ser?

– Sí, pero cuál es tu nombre.

Le di mi nombre.

– ¿Y para qué la querés? Parece que no está.

– Ah, bueno, la espero.

– ¿Pero quién sos vos?

– Un amigo de ella – respondí irritado.

– Dale, sentate por allá.

Me senté y me puse a leer a On the road, el libro que me acompañó durante todo el viaje (hasta que se lo regalé a la Chaqueña, pero no es momento aún de hablar de la Chaqueña). Iba por la parte en que Kerouac narra las aventuras de su alter-ego Sal Paradise con la linda mexicana que conoció en un bus. Ya vivían juntos. Sal recogía el algodón de sol a sol por tres dólares diarios. Pensé que lo que yo quería era recoger algodón en Norteamérica y tener una linda mexicana esperándome en una casa pequeña y acogedora para que hiciéramos el amor con ternura. En cambio, estaba sentado en una silla azul, en la municipalidad de una ciudad gris, esperando a una mujer invisible para que me dijera dónde podía ir a contar cuentos en Neuquén.

No tenía sentido. Me quería ir de esa ciudad.

Después de mucho rato apareció una mujer de unos cuarenta y cinco años frente a mí y me preguntó mi nombre. La miré. Era muy linda. De hecho, era la primera mujer linda que me dirigía la palabra en mucho tiempo.

– Soy Carmen Luz – me dijo. Y sonrió mostrando todos sus lindos dientes.

Me hizo pasar a su escritorio. Era geógrafa, o cartógrafa, o topógrafa. En fin, que se dedicaba a hacer mapas de la ciudad. O a algo así. Me costaba sacar los ojos de su escote.

Conversamos un buen rato, hablando de algunas leyendas de la narración de Argentina. Ella no conocía a ni un chileno.

– ¿Pero vos qué edad tenés?

– Veintiuno.

– ¡Pero si sos un pibe! ¡Un cuentacuentitos!

Y estoy seguro de que estuvo tentada de agarrarme un cachete de la cara y aplastarlo y removerlo mientras murmuraba, entre dientes, “¡un cuentacuentitos!”. No lo hizo, pero me miró como con ternura y yo tuve que aceptar, de raíz, que ella tenía cuarenta y cinco años, y era una profesional que trabajaba en una municipalidad y no una mexicana dulce e ingenua, y que yo era un pendejo medio asustado perdido en Neuquén y no Sal Paradise recogiendo algodón en el sur de Estados Unidos.

Me dijo que había caído en mala fecha. Que en enero estaban todos los cuentacuentos de vacaciones y la Escuela estaba cerrada. Que no era fácil hacer una función y difundirla de un día para otro, más encima tratándose de un desconocido. Pero que podíamos hacer el intento. Con una semana de difusión, quizás lo lográbamos.

– Aaah, una semana…

– ¿Por qué, no está bien?

– Sí, está bien, pero creo que me voy a ir de Neuquén.

– ¡Pero por qué, che! ¡Si acabás de llegar!

– Sí, pero los alojamientos están carísimos y no tengo plata. Y puedo tocar guitarra, en eso ando, pero nunca voy a juntar sesenta y cinco pesos para pagarme el alojamiento cada día. Eso sin contar la comida y todo eso. Así que creo que mejor me voy.

No lo decía para victimizarme. Lo decía en serio. Pero Carmen Luz me miró nuevamente con ternura (probablemente pensando “¡Pobre cuentacuentitos!”), y de su boca salieron tres palabras asombrosas pronunciadas casi con solemnidad.

– Veníte a casa.

– ¿Cómo?

– Veníte a casa. Mi hija menor anda en Mar del Plata. Podés dormir en su cama.

Y pensé, como es mi costumbre, decirle que no (soy pésimo aceptando cosas), que era muy amable, que no importaba, que no se preocupara, que yo ya vería.

Pero la desesperación habló por mí esta vez.

– Gracias.

Le dije en un susurro.

 

Horas más tarde, la esperaba a la salida del alojamiento del viejo ya-no-tan-hijo-de-puta con toda mi ropa lavada y bien guardada en mi mochila, bien olorosito a desodorante y con mi mejor y única camisa metida dentro del jeans. Carmen Luz llegó en su auto a las seis y media de la tarde. Bajó la ventana y me dijo que subiera rápido. Subí rápido. Estuvimos callados cinco segundos.

– No sabes cómo te agradezco que…

– Dale, dale, ya me lo dijiste mil veces.

            Y luego sonrió y me dijo: vamos a casa.

 

*

 

Carmen Luz estacionó el auto y apagó el motor, pero no se bajó todavía. Por tanto, yo tampoco me bajé. Quería decir algo, pero no decía nada. Así que estuvimos callados unos segundos. Finalmente, lo dijo.

– Escuchá: te estoy abriendo las puertas de mi casa y no tengo idea de quién sos. Así que espero que podás responder a esa confianza.

– Pero claro, por favor, tranquila.

– Apenas te conozco y te voy a alojar en mi casa, tenelo en cuenta.

– Sí, claro, no tienes nada de qué preocuparte.       

Creo que quiso seguir insistiendo, pero al final se bajó. Entré después de ella. Me mostró la casa, me dio miles de instrucciones y me indicó dónde iba a dormir yo.

– En el baño de acá se hace de lo primero; en el que está en el patio se hace de lo segundo.

Yo asumí que lo primero era mear y lo segundo cagar, pero perfectamente podía haber sido al revés. Nunca lo averigüé.

– Acá dormís vos. Es la pieza de Daniela, mi hija menor. Está en Mar del Plata. Mirá, acá hay una foto.

Me mostró una foto.

Daniela era una belleza. Una verdadera belleza. Maldije a los cielos porque llegué justo cuando ella no estaba.

– ¿Y cuándo llega?

– En una semana. Pero no te preocupés, si seguís acá ella puede dormir con Dámaso.

– ¿Quién es Dámaso?

– Mi otro hijo. Tiene tu edad. ¿No te hablé de él?

Me dijo que me podía duchar, si quería. Dije que no quería (pero por supuesto sí quería). Luego dijo que en una hora más iba a llegar el “Hache”, algo así como el papá cuentacuentos de Neuquén. Que con él íbamos a conversar para ver si lográbamos hacer una función.

El Hache llegó una hora después, efectivamente. Era un tipo de unos cuarenta o cincuenta años que vestía con bermudas y chalas con calcetines. Era gordo y tenía una perita de barba. Lo encontré igualito al Macha de Chico Trujillo. Nunca nos habíamos visto ni habíamos conversado por mail, pero el Hache me abrazó largo y tendido y me dijo que se alegraba mucho de que estuviera en Neuquén. Yo me pregunté si a lo mejor no me estaba confundiendo con alguien. Pero al parecer no. El Hache era así. Me ofreció un cigarro.

Nos pusimos a fumar y a conversar, en el patio, mientras Carmen Luz preparaba el mate y unas galletitas con queso. A mí me rugía el estómago de hambre, pero no había pedido nada. No me parecía que Carmen Luz estuviera muy convencida de querer tenerme ahí. No me sentía muy cómodo, en realidad, porque me repitió muchísimas veces eso de que esperaba que respondiera a su confianza y todo el rollo. Pero con el Hache me relajé. El tipo era un idiota, en el mejor sentido de la palabra. Era un cuentacuentos de verdad. En cinco minutos me había contado por lo menos tres cuentos. Yo quería sacar la libretita y anotarlos todos, pero no había tiempo: el Hache contaba otra cosa, hablaba de él, hablaba de la mujer que se había follado la noche anterior (una palurda, che, de esas que te masturban sólo con el pulgar y el índice como si el pito les diera asco, pero con unos melones, pibe, ay, unas tetas que te daban ganas de meter la cabeza entre ellas y morirte ahí), y juraría que me iba a empezar a contar con detalle qué posiciones hicieron cuando volvió Carmen Luz de la cocina trayendo una bandeja y el Hache detuvo malhumorado su charla de hombres.

Carmen Luz intentaba llevar la conversación hacia cómo podían ayudarme para que hiciera una función en Neuquén, pero el Hache quería hablar de otras cosas, y se puso a contarme cómo fue que se convirtió en cuentacuentos a mi edad, y luego habló de sus viajes, bueno, Hache, pero cómo ayudamos al pibe, claro, claro, deberíamos hacer una función, como la que hicimos el año pasado en la escuela, esa a la que fue mucha gente, era una función de cuentos de terror y todos entramos al escenario con unas túnicas negras y velas, ¡fue divertidísimo, che!, y así siguió el Hache llevando la conversación por cualquier parte menos por los caminos que a mí –y sobre todo a mi casera– me interesaban.

Pero a mí no me importaba porque estaba fascinado escuchando al Hache. Después se puso a contar cuentos de fútbol. De Fontanarrosa, supongo. Al menos tenían ese estilo. Pasó una hora contando cuentos y chistes, y aprovechaba cada desaparición de Carmen Luz para seguir con la historia de la palurda de la noche anterior.

Nunca la terminó. De pronto dijo que se tenía que ir. Dijo que el domingo me iba a pasar a buscar antes de almuerzo para que fuéramos a un asado con unos cuentacuentos amigos suyos. Acepté encantado.

– ¿Y la función del pibe, Hache?– le preguntó Carmen Luz al borde del colapso.

– Sí, eso lo vemos el domingo. No tenés apuro, ¿no?

Claro que lo tenía. Por supuesto que le dije que no.

Cuando se fue el Hache, Carmen Luz me pidió que tocara algunas canciones folklóricas chilenas con la guitarra y la armónica. Ella tenía un programa de folklore latinoamericano en la radio y le gustaba mucho la música chilena.

– ¿Sabés alguna de Violeta Parra?

Toqué todo lo que sabía de la Violeta.

– Uy, si hacés una función de cuentos y tocás también esas canciones, será algo de gran nivel.

Después trajo un libro de microcuentos argentinos y me narró como siete. Lo estaba empezando a pasar muy bien en Neuquén. Al cabo de un rato, sonó el timbre.

– ¡Llegó Pato! – dijo con un gritito, interrumpiendo su narración.

Y fue corriendo a abrir la puerta. Regresó al patio con el tal Pato de la mano. Era un gorila de dos metros que casi me tritura la mano cuando me saludó.

– Pato es mi novio – dijo Carmen Luz, y yo me fijé que Pato le estaba apretando, descaradamente, la nalga izquierda, mientras me miraba fijo a mí como desafiándome. Miré para otro lado.

– Vamos a salir ahora, vos le abrís a Dámaso, ¿vale?

– Vale.

Y me recordó, por enésima vez, que ella no me conocía y que estaba confiando en mí.

– Te voy a cuidar la casa, no soy un ladrón – le dije taimado.

– No, pero no pensés eso, es sólo que…

– No importa. Pero si de verdad te complica que yo esté aquí, me puedo ir a otra parte.

– No, qué va, no pensés así. Tampoco es para que te enojés.

– Vale.

En eso llegó Dámaso. Venía sin polera. Era rugbista. Tenía mi edad pero parecía mucho mayor. Me saludó fríamente.

– ¡Bueno, entonces se quedan los dos aquí! – dijo Carmen Luz, supongo que feliz de no tener que dejarme solo en su casa, que al parecer yo podía robar completa –. Aprovechen de conocerse, ahora nos vamos con Pato, no nos esperen a comer.

Y ella y Pato – que no dijo ni una palabra – se fueron.

Dámaso me quedó mirando.

– Perdoná, ¿quién sos vos?

Me presenté.

– Perdoná, ¿y qué hacés aquí?

Le expliqué que su mamá me había invitado a dormir.

– Escuchá: si te fumás un faso mi vieja te va a echar a patadas.

Le dije que no fumaba marihuana y pareció sorprenderse muchísimo.

– Está bien, lo que te digo es que mi vieja no soporta el faso, lo detesta, así que si querés fumar tiene que ser en otra parte.

– No, si yo no fumo faso, sólo cigarro.

No me creía.

– Dale, si conmigo sí podés hablar. Pero de verdad, no fumés marihuana aquí, te va a ir mal.   

– Pero si no fumo marihuana.

– Sólo te lo advierto. Si te fumás un faso, se acaba todo. ¿Entendés?

Desistí de hacerle comprender nada. Durante el viaje tendría doscientas situaciones iguales: intentando explicar que yo no fumaba marihuana pero que aun así era un viajero. A nadie le hacía sentido. Era como si viajar y fumarse un pito estuvieran ligados indisolublemente. Además, Dámaso era rugbista, lo que podía explicar que le costara tanto entenderme.

Conversamos algún rato. Quería saber de dónde venía y por qué viajaba. También le costó entender esto. Además, yo no era muy elocuente porque el tipo me intimidaba un poco. En algún momento, me metí a la pieza a buscar algo. La pieza de Dámaso estaba justo al frente y ambas estaban separadas por un pasillo muy estrecho. Cuando salí, me tropecé con Dámaso que iba saliendo.

– Disculpa – le dije.

Luego me metí al baño. Cuando salí, me tropecé nuevamente con Dámaso.

– Disculpa – repetí.

– Bueno, che, no pidás tantas disculpas.

– Dale. Disculpa.

Me miró intentando averiguar si lo estaba hueveando o si era un cobarde original.

Optó por la respuesta correcta.

Poco rato después salí de la casa. Dámaso me había dicho que en la plaza central había una feria los fines de semana y pasaba mucha gente. Fui con la idea de tocar guitarra y conseguir cien pesos. Era mi meta.

Caminé durante una media hora hasta que llegué. Efectivamente, en la feria había mucha gente. Pedí permiso a los artesanos para ponerme entre ellos a tocar y empecé. Toqué guitarra por unos cuarenta minutos. Alguna gente se paraba a mirarme. Luego descubrí que la armónica se estaba empezando a desafinar de tanto ocuparla y decidí que tenía que empezar a cantar. No soy un gran cantante, pero nadie me iba a dar monedas por tocar la guitarra y nada más. Porque tampoco soy un buen guitarrista. Bajó un poco la atención cuando dejé la armónica. De todos modos, algunos billetes caían. Cuando ya no daba más, me fui de ahí a contar los pesos.

Había menos de veinte.

Recorrí la feria. Encontré un espectáculo gratis de teatro y después otro de flamenco. Luego se hizo tarde y emprendí el camino de vuelta. Dámaso me había dicho que a la vuelta tomara un taxi, porque tenía que pasar por fuera de la cárcel y era peligroso. Pero no podía permitirme pagar un taxi. Así que caminé. Atravesé otro parque y estuve seguro de que esta vez sí me iban a asaltar.

No pasó nada.

Dámaso miraba la tele en calzoncillos cuando llegué. No pareció importarle en lo más mínimo que lo viera así.

– Y, cómo te fue.

– Junté como dieciocho pesos.

– Es muy poco.

– Sí sé.

– Pero alguna minita habrás conseguido.

– Menos.

– Qué lástima. Si estuviera mi hermana Daniela te iría bien. Todas sus amigas son calientes. Pero te digo, muy, muy calientes. Unas fieras.

Y luego se quedó pensando un segundo.

– Sí, creo que ya follé con todas – aclaró, como si yo se lo hubiese preguntado -. Daniela es la más perra de todas, ¿sabés? Pero si vos le ponías una mano encima, yo te rompía a trompadas. Así que mejor que no esté. Mañana viene a almorzar Doris, la mayor. Esa no es perra, pero ahora está gorda, así que tampoco te va a gustar. Igual, si le ponés una mano encima, ya sabés.

– No, tranquilo.

– Yo te digo, nada más. Para que no tengamos problemas.

– Voy a salir a fumar, permiso.

– Nada de faso, ¿eh?

Salí y me fumé un cigarro. Después me fui a acostar pensando en Daniela. A lo mejor, si aguantaba una semana más en Neuquén, podría saber si era tan candente como decía Dámaso.

Aunque el rugbista me rompiera a trompadas.

Probablemente, valdría la pena.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *