Ciudad ahogada
«Dichosa la ciudad donde se admira
menos la hermosura de sus edificios que
las virtudes de sus habitantes.»
Zenon de Citio
Mientras las dinámicas de acción colectiva resignifican el espacio y la vida de los habitantes de las grandes urbes, ser una de paso pareciera haber dado un veredicto perpetuo a una ciudad de estructuras siempre decimonónicas, cuyas globales agitaciones y explosiones de lo que arrojó el “desarrollo” agrietaron los eternos paredones que la envuelven, entregando al tiempo la tarea de mostrar las fragilidades que solo ella sería capaz de situar también bajo los otros flanqueados caminos de pie.
Eternamente campesinada por los desconocedores de otras, el puerto de tierra, fértil por esencia, parece no haber guardado la misma intención hacia el cultivo social, contraste frente a la acción pura de nuestros nativos, que espontáneos, recorrieron, organizaron, practicaron y descubrieron los rincones habidos, construyendo -al igual que la cronología tradicional de todas las historias- una línea antes y después del cataclismo traído por los extraños, quizás estos, progenitores fecundos de ese individuo que vive como tal bajo el imperio del coche, y, que cuando suma a uno, dos o a muchos otros se absorbe frente a una pereza clavada desde la raíz, definida siempre por la delgadez de caminos que parecieran no querer ampliarse para evitar el tránsito masivo de quienes pretenden conjuntamente liberarse de las prisiones de silencio, reservando una utilidad caótica al metal en movimiento, transformándose -según Jane Jacobs- en vías o cintas monofuncionales, sin sentido de ser, arrojando a sus costados los espacios de encuentro, conocimiento y reconocimiento.
Lejos del ayer y frente al necesitado desahogo de un espacio que poco habla del hoy, la naturaleza de la expresión se erige como fórmula y, desde una minúscula variedad, los panfletos dibujan cierta intención de vociferar las urgencias conocidas por todos. Encolados en pizarras urbanas, hacen compañía a la pintura de escape raudo, a esa voz no restringida que invita a desactivar los monitores e incentivar las aventuras literarias, esa que tal Pompeya, acusa la inexistencia práctica de los principios del sujeto político destacados por Max, y cuyas otras vitrinas dan paso fugaz a una poética declaración o a un sinsentido cuadro de líneas cruzadas. Éstos, se levantan llamativos dentro de los laberintos trazados, recorriendo desde los rincones hacia el interior, buscando posicionarse en algún frente que no escape ante el andar, viviendo tiempos eternos o consumiéndose tan rápido como se plasmaron.
Lo percibo vivo y atractivo, pero aun, como el eco moderado de lo que guarda el centro, como el movimiento pausado de los que, habiendo bebido en cantidades, sin entender pierden firmeza en cada paso dado, como la compañía necesaria pero disminuida del actuar enérgico, consciente y convencido de las manos tomadas, con la certeza indisoluble de que así se da efectividad a la verdadera pócima.
El desahogo existe, pero paulatinamente poco se siente, porque de la misma forma poco se entiende, resultado especulador tras haber observado su vida en filas ficticias, pensando y asumiendo equívocamente que, al ser un espacio de descanso en el recorrido, nos merecíamos la eterna pasividad ciudadana, acoplada a las ruinas aun latentes de una ciudad en plano fundacional.
*Fotografías tomadas por el autor