06 de agosto 2021

Claves del neopolicial en Droguett. Una lectura de El hombre que había olvidado

por Ramón Díaz Eterovic

“Un muerto es siempre un pretexto para tanta cosa” escribe Carlos Droguett al inicio de su cuento “Un muerto en el atardecer” (1). Una frase que alienta algunas asociaciones desde la perspectiva de la novela policial o novela criminal, como suele mencionarse en la actualidad a un género que no sólo se ha mantenido vigente desde sus orígenes a partir de los cuentos de Edgar Allan Poe, sino que ha ampliado su horizonte hacia límites insospechados, todos vinculados, en la mayoría de los casos, a una muerte que tiene implicancias delictivas, pero que conforme a las distintas tendencias del género también tiene alcances psicológicos, políticos, históricos, etnológicos, científicos, entre otros que permiten hablar de la novela criminal como un género macro, multiforme, híbrido y en constante expansión.

Tal como asegura Carlos Droguett, la muerte, en lo que respecta a la narrativa criminal, será siempre un pretexto para decir cosas más allá de las evidentes que se relacionan con la resolución de un crimen. Desde hace tiempo la narrativa criminal dejó de ser solo un acertijo o la mera resolución de un enigma. Pasó a ser un espejo para contemplar el pasado y presente de sociedades en la que el poder político y económico, la injusticia y la criminalidad van de la mano. Y si bien nació en función de un modelo centrado en la resolución de un enigma, más tarde adquirió las características sociales que le entregó la llamada “novela negra”, de la mano de Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Chester Himes y Jim Thompson. 

Droguett y las exploraciones en los límites del género policial

En Latinoamérica la narrativa criminal comenzó a escribirse con un marcado apego al enigma y con crímenes que en muchos casos se situaban en ambientes exclusivos o incluso lejanos a los lugares de origen de los autores. Más tarde esta narrativa se naturaliza y empiezan a parecer personajes más próximos y reconocibles, hasta que a mediados de los años 70’ del siglo pasado, aparece una nueva expresión de la narrativa criminal que, a partir de los códigos de la novela negra nacida en USA, los adaptas a la realidad latinoamericana y le agrega otros elementos que le dan identidad y la diferencian de los modelos clásicos. Se trata de lo que ha sido llamado el neopolicial latinoamericano.  

A grandes rasgos, los elementos que caracterizan al neopolicial latinoamericano y que lo diferencia de la novela negra y la novela de enigma, son los siguientes: falta de credibilidad en la policía y la justicia, como reflejo de la acción de estos poderes en la historia latinoamericana y en especial durante las dictaduras que asolaron el continente durante buena parte del siglo XX; la existencia de investigadores, no necesariamente detectives privados, que se caracterizan por su marginalidad y apego a códigos éticos particulares; mirada crítica, ideológica en muchos casos, de la historia vivida en el continente americano con su carga de crímenes, corrupciones, narcotráfico y otras lacras; uso en muchos casos de la parodia y la ironía; y finales en los que muchas veces se descubre la verdad, pero no necesariamente se hace justicia o se castiga a los culpables. 

En los últimos años, como un derivado al desarrollo del neopolicial latinoamericano, se han producido expresiones de lo que algunos han llamado la “antinovela policial” que sin tener todavía una caracterización muy definida, se podría entender como aquellas novelas que utilizan la estructura básica de la novela criminal (crimen, enigma y pesquisa), pero en la que suele no existir la resolución de ningún crimen, y la búsqueda persigue más bien un recorrido existencial por la vida del o los protagonistas, los que en ocasiones suelen ser escritores en busca de un sentido para sus escrituras. Se trata de una expresión en la que se mezcla lo paródico con ciertas ideas que juegan y trasgreden los códigos de la ficción. Un exponente de esta reelaboración de ciertos elementos del relato policial es Roberto Bolaño, a través de novelas como La pista de hielo, Amberes y Monsieur Pain, entre otras. El acercamiento a la narrativa criminal que ejecuta Bolaño tiene un antecedente en la narrativa chilena. Se trata de la novela El hombre que había olvidado de Carlos Droguett, publicada el año 1968, y que como simple lector de Droguett nos parece que es su novela más olvidada por el medio editorial y la crítica especializada. Un libro que tiene una clara estructura de relato policial y que en varias de sus páginas contiene interesantes reflexiones sobre el acto de escribir y sus proyecciones. 

Pretexto y potencialidad del relato criminal

Antes de referirme a El hombre que había olvidado, vuelvo a la frase que da título a estas notas, y a como a partir de esa frase se puede establecer un diálogo entre algunas novelas de Droguett y la narrativa criminal como la conocemos en nuestros días. Ignoro si Carlos Droguett era lector de narrativa policial o si estaba pensando en ella al decir que “un muerto es siempre un pretexto para tantas cosas”. Probablemente no fue su intención, pero a partir de esa cita se puede desarrollar un par de ideas. La primera, y cómo ya se dijo al comienzo de este texto, es que se trata de una buena síntesis de las intenciones y potencialidades de la narrativa criminal. El crimen como pretexto para hablar de asuntos que trascienden el acertijo y como punta de lanza para abordar la condición humana desde las anomalías que reflejan, como trozos de un espejo trizado, los distintos tipos de crímenes. Y la segunda idea es que al observar la obra de Droguett desde la perspectiva de la narrativa criminal se puede apreciar que al menos tres de sus novelas están relacionadas con ella. Me refiero a Eloy (2), Todas esas muertes (3) y la aludida El hombre que había olvidado (4)

 Eloy puede emparentarse a la novela policial de persecución que tiene uno de sus mejores ejemplos en La huida de Jim Thompson, texto en el que un asaltante de banco que acaba de salir de la cárcel parte en busca de un botín oculto mientras lo persiguen policías y los miembros de una banda de delincuentes interesada en obtener el dinero que el protagonista ocultó antes de ir a dar con sus huesos a la cárcel. Son novelas que suelen estar escritas desde la perspectiva de un fugitivo-delincuente que es víctima, en la mayoría de los casos, de las desigualdades sociales del entorno en el que vive. En Eloy la persecución tiene como protagonista a un bandido rural que luego de cometer varios delitos cae en la red que le teje la policía. Como reseña Ricardo Latcham en la presentación de la novela: “Todo sucede en una noche, una larga noche que empieza en la escena del rancho donde es descubierto El Ñato Eloy por la policía y concluye con su agonía y muerte, cuando se desvanecen sus sueños de libertad en medio de una descarga de balas”. En una escenografía urbana, Eloy habría sido considerada como una gran novela policial existencial, como fueron consideradas en Francia las novelas de autores como David Goodis y Horace McCoy. Y otro comentario al margen: dos novelas que podrían ser consideradas como textos policíacos precursores en la narrativa chilena son novelas de bandidos rurales: Eloy de Carlos Droguett, y El desenlace de Edesio Alvarado. Una idea para pensar que tal vez la falta de desarrollo del relato policial en Chile se debió a la falta de un significativo crecimiento urbano y a la existencia, muchas veces destacada por la prensa, de una delincuencia rural que motivó la aparición de una notable narrativa de delincuentes campesinos y rurales a la que aportaron los dos autores ya mencionados, y otros como Manuel Rojas, Oscar Castro, Camilo Pérez de Arce, Rafael Maluenda y Guillermo Blanco. O, dicho de otro modo, la configuración social chilena posibilitó que los dardos literarios cayeran principalmente en el bandidaje rural que en la criminalidad urbana que narrativamente era absorbida por las crónicas rojas del periodismo. Esto último pudo motivar a Enrique Lihn, cuando en el prólogo a su antología Relatos de bandidos chilenos, señala que: “Los bandidos –perseguidos y perseguidores– corren a campo traviesa por la literatura chilena. No sólo abundan en los cuentos, proliferan en las novelas invadiéndolas por grupos en avalanchas, o individualmente en la lenta perspectiva del acoso” (5). 

Emile Dubois, un asesino en serie de temer 

Todas esas muertes (4) que le valió a Droguett el Premio Alfaguara 1971, narra la vida de uno de los asesinos civiles más ingeniosos y brutales que se conocen en la historia criminal chilena. Me refiero a Emile Dubois, un francés radicado en Valparaíso, que traía un prontuario desde tierras galas y que en Chile hizo todo lo que estuvo a su alcance para incrementarlo. Dubois es un asesino en serie, y por lo tanto alguien que piensa el asesinato como un gran arte, como diría Rubem Fonseca. Un gran arte y un juego intelectual destinado a demostrar la superioridad del criminal por sobre una policía de tipos más bien rústicos y de poco ingenio. Dubois fue atrapado, juzgado y condenado al fusilamiento, pero nunca confesó sus crímenes. Vista desde la perspectiva de la narrativa criminal, Todas esas muertes podría estar en la lista de las grandes novelas de asesinos seriales de todos los tiempos, y Dubois ubicado en el mismo podio de un Landrú o de Hannibal Lecter. El protagonista de Todas esas muertes no es el delincuente asediado por las injusticias de la sociedad que representa Eloy. Dubois es un solitario y un artista que mata para mostrar su superioridad.  Y como acota Droguett: “Desde adolescente lo alucinó la muerte y su misterio, esa terrible soledad, esa impalpable porción de silencio que la muerte podía contener; le atraían los seres que llevaban una muerte a cuestas, un muerto agazapado en su conciencia, en su recuerdo, bajo la lengua”. Y agrega Droguett: “Él cuidó siempre la perfección y la mesura en su difícil trabajo; odiaba los gritos de terror de las víctimas, los estertores de la agonía, los movimientos últimos, evidentemente ridículos, torpes, inexpertos y supernumerarios; y por eso sus hechos eran rápidos, relampagueantes y limpios”. Conforme a esto se podría decir que Dubois hace suyo eso que Ramón Gómez de la Serna señala respecto al precursor del género policial, Edgar Allan Poe: “Sacó al crimen de su chamizo de ingenuidad y torpeza y le dio el tono majestuoso y misterioso con una dosificación que es la clave de su genialidad, resultando delicado el criminal y conmovedora la víctima” (6).

El hombre que había olvidado se enmarca en lo que hoy algunos llaman la antinovela policial, que en términos generales podemos entender como aquella novela que usa los elementos (investigador, pesquisa y enigma) y la estructura de la narrativa criminal para crear textos aparentemente policiacos que se desarrollan hacía temas que finalmente escapan a lo criminal y abordar otros temas, como la misma creación o la vida literaria. En esta línea y con El hombre que había olvidado, Droguett es un notable adelantado. La novela parte como un policial clásico. El terror invade Santiago a partir de cinco o seis niños que son degollados y sus cuerpos arrojados en las barriadas de la ciudad. La policía no es eficiente en el descubrimiento del asesino, lo que posibilita la intervención de Mauricio, un escritor y periodista cultural al que su jefe le ordena investigar los crímenes y escribir textos que atrapen el interés de los lectores del diario. A los gritos el jefe le dice: “Hechos, quiero hechos, aunque sean monstruosos, sucios, malignos, aunque no ensamblen unos con otros, quiero hechos para armar este escándalo, esa espantosa noticia o lo que sea”. Mauricio que vive el fracaso de un romance ocasional y de sus estudios de abogacía, asume el trabajo con desgano. Al escribir sus primeras notas, dice: “¿Qué podía escribir? ¿Qué ganaba con escribir?”, y más adelante agrega: “Empecé a escribir con rabia, lleno de dudas, de amarguras, de cansancio, de nervios (…)”. Estas líneas son probablemente la primera pista del derrotero que asumirá la novela, y también pueden ser un indicio de los caminos recorridos por la narrativa de Droguett. Sobre todo, cuando líneas más adelante, señala que es necesario “ser un poco obscenos en literatura para liberar a nuestra alma contaminada, para echar fuera nuestra respiración enferma y nos revolcamos mudos y avergonzados en este estercolero de las palabras prohibidas y las palabras permitidas, húmedas, tumefactas, hinchadas, pomposas y académicas, llenas de pobres, gastados y diluidos honorables humores. El sustantivo nos mata, el adjetivo nos tiñe y subraya para toda la vida y el verbo nos tiene cogidos, yo soy, yo tengo, decimos tímidamente, tiritando como con terciana, yo era, yo habría sido, el pretérito imperfecto lo inventó el pobre ser humano para consolarse de sus transgresiones, vergüenzas y frustraciones”.

La pesquisa periodística sigue su curso y pasada la mitad la estructura policial se expanden hacia otras líneas temáticas. La imaginación literaria de Mauricio convierte a las víctimas en cincuenta niños pequeños y las sospechas del periodista y de la policía comienza a centrarse en la figura de un vagabundo que recorre los barrios impartiendo enseñanzas que suenan extrañas, y que el vagabundo realiza para limpiar la ciudad de las muertes de los niños. Un vagabundo que es otro Jesucristo dispuesto una vez más al sacrificio por salvar a los inocentes, y que como ocurre cada vez que aparece un redentor de los desprotegidos de la sociedad motiva la aparición de fuerzas militares dispuestas a eliminar al vagabundo y sus seguidores. El interés de Mauricio se centra en este hombre, sobre todo cuando descubre que el vagabundo lo busca por la ciudad para pedirle que escriba su historia y la de las víctimas. Sin embargo, el periodista no tiene respuestas para el vagabundo ni para su jefe que le exige escribir nuevas y cada vez más impactantes notas. “Yo no tengo asesinados, no traigo muertos, sino miedo, soledad, abandono, injusticia, no tengo datos, Lucas, sino misterio”, declara Mauricio cuando la muerte del vagabundo parece un peligro evidente. Con esto, la novela que partió con un enigma policial que finalmente queda sin resolver se mueve hacia una historia con implicancias místicas y sociales, y en una reflexión acerca de la literatura como un acto de liberación de los rigores que acompañan a moros y cristianos. 

Hasta aquí este esbozo sobre el diálogo entre el género policial y las novelas con temas criminales que escribió Droguett, probablemente sin el propósito de hacer literatura de género, pero sí con la idea de que a través de las historias de crímenes y criminales se pueden iluminar aspectos especialmente oscuros de la sociedad en la que vivimos. Una idea que a mi juicio está presente en la mayoría de los autores neopoliciales latinoamericanos y que ha llevado a que se considere que lo que ellos escriben puede ser considerado como un nuevo tipo o modelo de novela social.


BIBLIOGRAFÍA:

1.- “Un muerto en el atardecer” de Carlos Droguett, incluido en la compilación Los mejores cuentos de Carlos Droguett. Editorial Zigzag, Santiago, 1967. 

2.- Eloy, Carlos Droguett. Editorial Universitaria. Santiago, Chile, 1967.

3.- Todas esas muertes, Carlos Droguett. Editorial Alfaguara. España, 1971.

4.- El hombre que había olvidado, Carlos Droguett, Editorial Sudamericana. Buenos Aires, Argentina, 1968.

5.- “Relatos de bandidos chilenos”, antología de Enrique Lihn. Editorial Sudamericana. Santiago, 2001.  

6.- “Edgar Poe el genio de América” de Ramón Gómez de la Serna. Editorial Losada, Buenos Aires, Argentina, 1953.

(Punta Arenas, 1956). Escritor chileno, destacado en el género de la novela policial, es autor de la saga del detective Heredia, la cual consta de más de una decena de volúmenes y ha sido objeto de una adaptación televisiva, Heredia y asociados, difundida por TVN. Su obra está casi en su totalidad publicada por la editorial Lom.

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