Foto: Paulo Slachevske (@pauloslachevsky)

01 de junio 2020

Cuarentena y Estado policial: el 1° de mayo en Plaza Dignidad

por Julio Cortés Morales

El estado de catástrofe por la calamidad pública del “coronavirus” declarado por el presidente Piñera el 18 de marzo -exactamente cinco meses después de la declaración de estado de emergencia por la rebelión popular-, implica varias restricciones permanentes a la libertad de circulación de las personas.

Al igual que en octubre, existe un toque de queda de 22:00 a 5:00, que invariablemente nos acompañará en los por lo menos tres meses que en principio durará este estado de catástrofe.

La circulación fuera de dicho horario es perfectamente legal en todo el país, a menos que usted viva en una comuna declarada en cuarentena.

El viernes 1° de mayo la convocatoria a manifestarse en Plaza Dignidad (ex La Serena, Italia y Baquedano) se producía en el espacio territorial de la comuna de Providencia, que en ese momento no estaba en cuarentena pues se vivía la fase exitista-zorrona de su versión “dinámica” con “retorno seguro” incluido.

Avanzo en bicicleta portando mascarilla, y llego por Bustamante, poco antes de las 11. Diviso una gran cantidad de vehículos policiales estacionados media cuadra antes de la Telefónica, siendo la novedad que muchos de ellos son de color blanco (del cual en la escuela nos decían que en verdad no es un color, sino que la suma de todos juntos).

Mi memoria visual pega un salto directo a los años ochenta, tiempo en que las cucas y radiopatrullas eran negro con blanco, detalle que ya casi había olvidado tras décadas de uso de vehículos pintados color “verde paco”, lo que en rigor parece haber sido obra de la política estética de los años llamados de “transición a la democracia” (y que en realidad fueron más bien de “consolidación y ajuste” del modelo social, económico y político heredado de la dictadura). En esos años en que todavía había salas de cine donde los estrenos eran eventos colectivos interesantes, a los policías de FFEE los llamábamos “cylones”, por influencia de la película “Galáctica, astronave de combate”, donde los soldados/robots enemigos usaban cascos y protecciones tan futuristas como estas, que anticipaban en cierta forma a la imagen de “Robocop” y la existencia de los “bots”. Poco después por otra contaminación cultural hollywoodense desviada por el uso popular se les empezó a denominar como “tortugas ninja”.

En todo caso la mayor novedad que pude apreciar en esa bella y soleada mañana de otoño es que estos carros policiales ya no tienen la inscripción “FF.EE.” (por Fuerzas Especiales), que ha sido reemplazada nada menos que por…”C.O.P.” Esta elección de nuevo nombre para un cuerpo policial que en sus inicios se llamaba “Grupo Móvil” es digna de un análisis psicosocial más que jurídico que alguien mejor calificado debería hacer.

Pero diría que al menos en un nivel consciente, el uso de la expresión “cop” como nuevo nombre oficial de la policía antidisturbios (que antes de ser Fuerzas Especiales se llamaba “Grupo Móvil”) no es por recoger la  denominación coloquial equivalente a “paco” en inglés y recogida en la sigla A.C.A.B. (“all cops are bastards”: “todos los pacos son bastardos”), popularizada hace décadas por las subculturas punk y skinhead en Inglaterra y que en octubre se tomó las paredes de todo Chile, sino que correspondería a la sigla de “Control del Orden Público”. A nivel inconsciente la elección de nombre es obviamente muy mala, comparable a cuando asumió el mando Bruno Villalobos e instaló el eslogan: “somos la frontera entre la ciudadanía y la delincuencia”.

Estos nuevos nombres y colores expresan muy concretamente dos cosas: la importante cantidad de miles de millones de pesos que fue invertida en renovar la flota antimotines del segmento policial del aparato represivo del Estado, y la dimensión principalmente “cosmética” (literalmente: un cambio de nombre acompañado de una manito de pintura) de la reforma policial anunciada en marzo por una comisión convocada por el Gobierno (liderada por Blumel) y también otra convocada por la Comisión de Seguridad del Senado (liderada por Harboe).

En ambos casos se habla de la necesidad de una “reforma” y no sólo una “modernización”, y a renglón seguido se aclara que en todo caso no se trataría de una “refundación” de la policía uniformada, sino que de una reforma de Estado hecha “con Carabineros”, pues como dijo Blumel en carta a El Mercurio con ocasión de los 93 años de la institución: “La experiencia de más de nueve décadas de Carabineros de Chile, ampliamente valorados por la ciudadanía la mayor parte del tiempo, es un activo que no podemos desaprovechar”.

En el parque se ven pequeños grupos de personas, en general portando mascarillas, a las que enormes contingentes de Carabineros les realizan controles preventivos de identidad. Tras los minutos que dura el control, las personas avanzan.

Estaciono mi bicicleta al lado de más carros policiales que están ubicados en Avenida Providencia, para que quede bien custodiada por funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, y me dirijo hacia la explanada frente al teatro de la Universidad de Chile, donde de manera bien dispersa se aprecia un grupo que estimo en alrededor de 50 personas. Junto a ellas, enjambres de reporteros y periodistas oficiales e independientes, con mascarillas y credenciales.

Otros observadores de DDHH me dicen que la idea es no juntarse en grupos de más de 50 personas, porque es el límite impuesto por el estado de excepción. En efecto, el artículo 3 del decreto entrega a los Jefes de la Defensa Nacional la facultad de “Establecer condiciones para la celebración de reuniones en lugares de uso público, de conformidad a las instrucciones del Presidente de la República”.

Carabineros son harto más que 50, y la pequeña pero activa manifestación está completamente rodeada de COPs: grupos de infantería avanzan desde el parque Bustamante, otros están ubicados en el Monumento al exterminador de mapuche, Manuel Baquedano, afuera de la estación de Metro nombrado en su honor, en Vicuña Mackenna, Alameda e incluso cubriendo completamente el Puente Pío Nono.

Hay dos vehículos policiales justo afuera del metro, en el inicio de avenida Providencia,  y desde uno de ellos emiten un mensaje por altoparlantes:

“Las personas que se están manifestando de manera violenta son una minoría, aléjese de ellos y manténgase en una zona segura. Esta manifestación está siendo registrada con tecnología disponible por carabineros. Recuerde que este material luego puede ser considerado como evidencia”.

La masa, que ahora me parece ser de unas 100 personas en total, y donde absolutamente nadie está ejecutando nada que pueda ser considerado como un acto de violencia, es arrinconada por los COPs y acarreada hacia los paraderos de Vicuña, donde están ubicados los furgones de traslado de imputados. Detienen a quienes les quedan más cerca, o tienen lienzos, o están filmando.  Se llevan a una mujer que andaba con su hijo de 9 años, que debe arrancar junto a otras mujeres. Detienen incluso a quienes tienen credenciales de prensa.

Persiguen gente hacia el parque Bustamante, donde hacen más detenciones, y también avanzan persiguiendo gente por Vicuña hasta Rancagua.

Les consulto a dos carabineros si estas detenciones son por desorden, o por el delito de poner en peligro la salud pública (artículo 318 del Código Penal). Me responden: “depende…si los detenemos acá, que es Providencia, es solo desorden…pero hay otras personas que detectamos por las cámaras que vienen desde Santiago y ahí entonces es por violar la cuarentena”.

La gente se reagrupa de a poco, ante una presencia policial que no disminuye, pero se queda un momento quieta a la espera de una segunda arremetida que no tarda demasiado en llegar. Esta vez entran en acción los nuevos carros lanza-aguas que, mientras se escucha el mismo mensaje sobre los “grupos violentos”, persiguen con chorros de largo alcance a manifestantes pacíficos en una zona que no está en cuarentena. La gente corre hacia Bustamante, y en un momento los COPs detienen a una gran cantidad de reporteros, que por estar cubriendo los hechos no arrancan de la policía y quedan totalmente a su alcance para efectos de ser rápidamente ingresados a la fuerza a los carros de traslado de imputados. Reporteros de prensa y TV pudieron transmitir en vivo su detención al interior de dichos vehículos.

El General Bassaletti dijo luego que aunque muchos de ellos portaban credenciales, Carabineros tenía que proceder a detenerlos para llevarlos a la 19° Comisaría y recién ahí poder verificar si es que en realidad eran quienes señalaban dichas credenciales. Lo cual jurídicamente es una aberración: para efectos de comprobar “in situ” la identidad de las personas existe el control de identidad del Código Procesal Penal, que exige algunos indicios de actividad delictiva, y sólo en caso de que la persona no se identifique habilitaría para llevarla conducida (¡no detenida!) a un recinto policial. Además, desde el 2016 existe el control preventivo de identidad, que puede ser practicado a cualquier persona que no sea notoriamente menor de edad, y debe ser hecho en el lugar en que la persona se encuentre cuando se le exige su identificación.

La persecución sigue por el parque y llega casi hasta la calle Marín. Se llevan detenido a un hombre que andaba con su hijo de 12 años. Presa fácil porque al estar con él no pudo correr mucho. Cuando se les hace ver que el niño iba a quedar solo, ¡deciden llevarse también al niño! No ven ninguna otra opción, a pesar de que el desorden-falta sólo tiene pena de multa y no amerita detención, sino que solamente tomar los datos para una futura citación (ver los artículos 124 y 134 del Código Procesal Penal).

Regreso a la Plaza Dignidad y ya hay grupos de personas reagrupándose y percutiendo el ritmo incesante de fierros y cacerolas que no ha dejado de retumbar desde el 18 de octubre.

Carabineros retira parcialmente su despliegue, reservándose para más manifestaciones en la tarde. Antes de irme veo que un grupo de ellos echa sus motos encima de la gente, y a una señora que los increpa uno le grita: “váyase a su casa a hacer el almuerzo”. Ella replica: “llevo cuarenta años en las calles y mi pareja me espera cocinando en la casa”, agregando un par de garabatos. Otro carabinero se le acerca, le dice que no le haga caso y le asegura que “no somos todos iguales”. 

Antes de irme lanzo una mirada de desagravio al lugar exacto en que posó Piñera cuando creyó terminada la revuelta, y me fijo en que, salvo los monumentos de Baquedano y el de la comunidad italiana (el ángel y el león), que fueron repintados y lucen de una manera que pretende ignorar el estallido y sus acciones espontáneas de desmonumentalización, el resto del entorno luce casi  igual que antes del 18 de marzo. Como esperando a cuando todo recomience.

Me voy pedaleando por calles vacías de autos, como en octubre, y lo único que cambia es que llevo una mascarilla P95 en vez de una máscara antigas. Repaso mentalmente qué otras actividades barriales están convocadas para lo que queda del día, me alegro al comprobar que nunca vamos a dejar pasar un 1° de mayo sin recordar a los caídos en Chicago en 1886, y recuerdo que en uno de sus últimos mensajes Walter Benjamin nos decía que “el estado de excepción en que ahora vivimos es en verdad la regla” y que “el concepto de historia al que lleguemos debe resultar coherente con ello”.

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