Foto: Paulo Slachevsky

15 de diciembre 2019

Despertar del peso de la noche

por Claudio Maino (PLASMA)

“El temor a los subordinados, que es el sostén fantasmático del autoritarismo, debe ser considerado uno de los más importantes obstáculos a la concreción de las cada vez más agudas demandas relacionales presentes en la sociedad chilena”. Kathya Araujo

“Si no me atienden los dioses del cielo, agitaré a los del mundo subterráneo”. Sigmund Freud

De esta forma Freud, tan citado por estos días, introduce “La interpretación de los sueños”. En este texto, el maestro vienés se deshace del velo misterioso de los sueños (referidos a mensajes premonitores, arquetípicos) para ligarlos a lo más cotidiano del malestar. De suerte que interpretar un sueño, era liberar el sentido opaco de la historia y lo aparentemente irracional de los síntomas. Ahora bien, dos problemas se abrían para la clínica analítica. Por un lado, si los sueños eran indisociables de la vida cotidiana, significaba que cuando se abren los ojos por la mañana se sigue soñando por otros medios, por ejemplo, a través de nuestros síntomas y fantasmas. Por otro lado, la pregunta por el “despertar” abría un impasse clínico, concerniente a los límites del sentido – que podían tender a través de la interpretación al infinito – para liberar al paciente del fondo que agita tanto sus sueños como los síntomas de la vida cotidiana.

En tal contexto, si Freud se interesó por los sueños y su “desciframiento”, Jacques Lacan se interesó por el despertar y los “usos” del sueño. De acuerdo al psicoanalista francés, el sueño no debía ser interpretado, porque el sueño mismo era una interpretación del paciente que, como sus síntomas y fantasías, le daban un sentido y hacían soportable la vida, pese a sus costos psíquicos. En suma, mientras que interpretar, según Lacan, apuntaba a ampliar y acotar el fantasma que ánima el sueño, “despertar” supone que el texto de dicho sueño deje de definir nuestro destino y que se pueda hacer un uso – diferente, menos doloroso – de éste.

Se ve la pertinencia entonces que, cuando se cree haber “despertado” en Chile, se hable de psicoanálisis. Ahora bien, cuando se trata de examinar nuestro “chilean dream”, los elementos a analizar no son las “formaciones del inconsciente” sino lo que Durkheim llamó “representaciones colectivas”, es decir, nuestras creencias, valores e ideales comunes que, como los sueños, son indisociables a las manifestaciones sociales (no singulares) del malestar y aparecen aun en nuestras expresiones más vulgares. En particular, para el sueño chileno vale examinar las representaciones que conciernen a los ideales de autonomía común a las sociedades contemporáneas, en donde la acción cooperativa y la iniciativa personal son los estilos de acción más valorados, tan esperados como máximamente respetados.

Si cada sociedad da una forma diferente a estos ideales, en Chile estos valores son analizados a la luz del modelo económico y la ideología neoliberal. Sin embargo, dicho marco no se comprende del todo sin la impronta que le dio el llamado  “mito portaliano de orden”, que le imprimió a nuestros valores de cooperatividad y responsabilidad personal una forma conservadora y autoritaria: más centrada en responsabilizar que en “volver capaz”, en desplazar la dependencia personal a la familia antes que a la acción del Estado o la sociedad civil.

El orden social chileno, como lo revelan las representaciones que analizaré a continuación, descansa y adquiere fuerza – siguiendo en parte a Kathya Araujo – en el temor al descontrol de quién está abajo: flojo/pasivo desde el punto de vista productivo, caótico/caprichoso desde el punto de vista ciudadano. En el cuadro del reciente estallido social, todos parecen haberse sentido interpelados, pero nadie puede hablar en nombre de él, lo que hace vacilar y redobla la dificultad de toda interpretación. En tal contexto, para captar un ángulo del despertar parece pertinente apoyarse contra las expresiones cotidianas que florecen como formaciones del inconsciente cuando el entramado social es puesto en tela de juicio.

El mito portaliano, si bien ha mutado y ha adquirido otra forma ante nuestros valores de autonomía, se ha mantenido consistente bajo las más variadas representaciones colectivas y, por tanto, en la forma que nos pensamos y actuamos en consecuencia. Así, en los últimos 30 años, ante las nuevas expectativas meritocráticas y de consumo, si el principio de igualdad no se ha traducido en derechos sociales y una ciudadanía empoderada, éste se ha convertido en cambio en nuevos anhelos de horizontalidad en el trato ordinario, que ponen en jaque formas tradicionales de autoridad. En tal contexto, las expectativas de igualdad interaccional han mudado en una conciencia renovada del abuso, de ser abusado y responder con abusos. Este es el fondo que anima hoy, por un lado, el supuesto desorden congénito de quién está abajo y el ejercicio desmesurado de poder de quién está arriba, por otro.

Así, todo quien ejerce una autoridad en Chile (y todos la ejercen en determinado momento) se ve enfrentados a esta inquietud, que Kathya Araujo lo ilustra a partir del proverbio popular si das la mano, te toman del codo”. De suerte que, en el universo laboral chileno, las estrategias prácticas de obediencia se imponen sobre cualquier estrategia cooperativa, lo que hace que la autoridad no sea nunca verdaderamente consentida, ni necesariamente conciliada. El sostén fantasmático que sostiene este espíritu vertical y autoritario esta autora lo llama: “el miedo a los subordinados”. Fantasma que adquiere, bajo las expectativas de trato horizontal, una nítida expresión en la cohabitación ciudadana y laboral que hace obstáculo a toda idea de reciprocidad.

A comienzo de 2019, se anunciaba tímidamente la dramaturgia que presenciamos estos días, bajo el bullado intento del presidente de Gasco de expulsar a un grupo de turistas de la orilla pública del lago Ranco, acusando que dicha zona era de su propiedad. En aquel momento, Carlos Peña entrevió la tensión particular de nuestro proceso modernizador: entre el “propietario” que ve en la propiedad privada una extensión de sí mismo y se siente cada vez más amenazado por la demanda de acceso de grupos medios a espacios que antes le eran negados; y el “ciudadano” que por esta misma condición revindica el uso de los bienes comunes y ya no se deja atropellar por aquellos que hacen de su propiedad un potencializador de su voluntad (bajo el lema “¿tú sabes quién soy yo?”), ahí por donde van.  

Tras el 18 de octubre, el fantasma nacional (este miedo al descontrol de quién está abajo) se ha desplegado en sus distintas versiones como reguero de pólvora. Ante la precariedad de las clases medias y bajas, desnudada por el choc del alza de boleto del metro, el ministro de economía llamaba a “madrugar” – es decir, a responsabilizar – a la ciudadanía para acceder a una tarifa más baja. Así mismo, si el ministro de salud trocó el termino revuelta social por el de “marcha” (desestimando el alcance del descontento), la vocera de gobierno ante el emplazamiento de algunos parlamentarios de mirar el problema de fondo y no quedarse mirando el dedo que apunta al sol, llamó a “no subirse por el chorro”. Otra expresión elocuente de nuestra enciclopedia nacional, en que el llamado al orden (ante la dificultad política de deliberar) se impone como única salida a la adversidad. Bajo esta divisa de orden, se puede entender también cómo fue que pasamos en un instante del “oasis(signo de nuestra estabilidad económico-social que nos distinguiría del tropicalismo caótico de la región) a la “guerra”, que invoca el enemigo interno, agente de desorden que emerge desde abajo, movidos por la rabia del desierto en que viven y que es disimulado por el oasis.

Esta retórica nacional que muestra a cielo abierto el vigor del mito portaliano, revela su valor estructurante en nuestra vida social, tal como el mito de la revolución francesa para los franceses y la declaración de independencia para los norteamericanos. Mientras que, en Francia, de acuerdo a sus representaciones colectivas, antes de ser un individuo se es un ciudadano, bajo la idea que la voluntad individual es subordinada a la voluntad común, para los estadounidenses la confianza en sí mismo es la confianza en América. En el caso de la sociedad chilena, estar arriba o abajo revela tener una particular fuerza en nuestras creencias, en el balance entre libertad e igualdad, en la jerarquía de nuestros males y virtudes.

Ya lo decíamos, Portales, cerebro de nuestra primera constitución, le dio forma a este mito.  Él opuso a la falta de virtud y “malos hábitos” del pueblo, la autoridad imprescindible del orden señorial y oligárquico para el porvenir de la nación. “Palo y bizcochuelo administrados de forma justa y oportuna” – decía – “es el solo y único medio de curar al pueblo de sus hábitos viciosos inveterados”. Tal como lo afirmaría de Tocqueville, el principio portaliano es que ahí donde las oligarquías desfallecen, “las sociedades quedarían más expuestas al despotismo y tiranía de las mayorías”. En Chile, sin embargo, el mayor defecto del pueblo (“su tendencia casi general al reposo”) revelaría ser, según Portales, la mayor garantía de la tranquilidad pública, lo que él llamó el “peso de la noche”. En suma, la pasividad/docilidad de quién está abajo, que adquiere la forma de pereza congénita en tiempos “normales”, contiene – cuando no es el autoritarismo – las derivas violentas del pobre autocontrol de las clases dominadas.

Este mito portaliano, telón de fondo de las controversias político sociales del siglo XX, conoce durante la dictadura su expresión más acabada. El régimen cívico-militar unió a los ideales liberales el conservadurismo, el orden autoritario y el ultraliberalismo económico, bajo la premisa de moralizar y hacer responsable a un individuo ordinario carente de esta virtud fundamental. Quién expresó de forma más decidida este espíritu fue Jaime Guzmán, cerebro de nuestra última constitución, quien afirmaba que él concebía una democracia basada en la tradición, en el “sufragio universal de los siglos” (en oposición a la “soberanía popular” y la reciprocidad entre representantes y representados). Tal disposición limitaría el “pluralismo malsano”, el capricho de las masas que – aun ante momentos críticos – dio su apoyo a la UP.

A nivel del modo de hacer ciudadanía, el corolario del sueño portaliano que hereda la transición es una tercera constitución redactada por un grupo selecto – virtuoso – de espaldas a la mayoría. Donde la política, cuyas diferentes lenguas se confundieron, devino un simple ejercicio de administración subordinado a la economía neoliberal. A nivel laboral, por otro lado, se mantuvo una fuerte asimetría entre las facultades de empleadores y empleados. En nombre del interés supremo empresarial y del desarrollo, mientras que la capacidad de negociación colectiva de trabajadores y el derecho a huelga fue restringido y desincentivado, la empresa adquirió la libertad de fijar los salarios, contratar y despedir a voluntad. De suerte que, según María Elena Cook, Chile devino uno de los países latinoamericanos con una de las organizaciones sindicales más débiles. Así mismo, si en las sociedades individualistas la “responsabilidad personal” abraza todos los aspectos de la existencia, desde la educación a la protección social, la forma cómo ésta es definida en Chile no parece ser particular objeto de debate, de solidaridad, como si ésta, antes de ser una norma social fuera una cualidad natural. Ni bajo la forma de la protección de inseguridades existenciales como la salud, ni de la buena distribución de capacidades (“volver capaces”) a nivel de la educación público-privada, ni del balance competencia/cooperación e incentivo de la iniciativa personal dentro de la empresa, ni de la competitividad entre las mismas empresas (incluyendo pymes), que han tendido al monopolio.

En Chile la idea de responsabilidad restituye el valor de meritocracia en un pueblo tachado de mediocre y traza, de este modo, un umbral moral de buenos y malos ciudadanos que, como se puede leer y escuchar como réplica a las manifestaciones ciudadanas, hacen que el derecho a la huelga, los derechos sociales, la reivindicación del tiempo para el ocio y la familia,  adquieran un tinte de flojera congénita, de “sacar la vuelta”, de “quererlo todo gratis”.

En Chile, el llamado al orden va unido a la interpretación de un descontento irresponsable, lo cual restituye el peso de la noche. Tal como Vargas Llosa, que al mismo tiempo que afirma que estaríamos frente a una revuelta de país desarrollado, trata a quienes estuvieron al inicio de ésta de “niñatos” – en suma, individuos irresponsables – que ni siquiera se pagan su pasaje de metro. Por otro lado, los llamados defensores del modelo, al mismo tiempo que asimilan el estallido a una crisis de expectativas comparable a la de países donde se ha alcanzado un gran nivel de confort, se excluye de plano la posibilidad de recomponer el espíritu de los derechos sociales que existe en estos países. Para este grupo, así como una asamblea constituyente reenvía a la idea misma del desorden, los derechos sociales subrayan la flojera ancestral, la voluntad de beneficio sin mediar esfuerzo. Se olvida así que, si “el mundo subterráneo” se agita hoy en Chile, ya sea bajo la forma violenta de la insubordinación en tiempos críticos, ya sea bajo la forma ordinaria de la pereza en tiempos “normales”, es porque nuestro tejido institucional no da un cuadro a la violencia y tensión social, ni tampoco a la autonomía, que concierne también a la iniciativa personal y la capacidad de salir adelante por los propios medios.

Esta expectativa social de desborde/pasividad del individuo común chileno, se aplica también de ordinario al modus operandis al interior de las empresas, reticente a “volver capaz” a los trabajadores, aspecto central sin embargo del espíritu moderno postfordista. En la primera década de este siglo XXI, mientras que Chile se ubicaba en lo más alto de la lista de horas trabajadas a nivel mundial, el sociólogo del trabajo Claudio Ramos estudia 200 grandes empresas de variados sectores. Tras analizar el discurso managerial predominante en ellas, este autor descubre una “profecía autocumplida de la flojera” en dichos discursos, apoyados en la falta de iniciativa inherente del trabajador, cuya estructura era la siguiente: “yo no creo que los trabajadores sepan como participar”, así que “no les doy la oportunidad de participar”, luego “ellos no saben/no aprenden a participar”, por tanto, “yo no confío en que participen”.

Este es el texto del sueño de una larga noche, cuya expresión autoritaria es desde hace varios años puesta en jaque por el anhelo de mayores niveles de horizontalidad ciudadana. Si la palabra “despertar” parece justa hoy, es porque el fantasma que actúa como guardián del sueño del orden social, el “miedo a los subordinados”, ha sido en parte conmovido. La intuición de que con sólo invocar los dioses del desarrollo se supera este fantasma subterráneo (que hace consistir el espíritu autoritario como condición necesaria de orden y progreso) comienza a ser puesta en tela de juicio aun por la alta sociedad. A contrapelo de las representaciones colectivas tradicionales aquí ilustradas, se aprecia una comprensión más transversal de los efectos de esta desconfianza (“que dar la mano implica que te tomen del codo”) sobre cualquier expectativa de reciprocidad.

De ahí que se abra el horizonte – quizás – de un uso de nuevo cuño de nuestros sueños y del fantasma que los anima.   

Psicólogo - psicoanalista titulado en la Universidad de Chile y doctor en antropologia y sociología de la Universidad Paris Descartes

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *