Ilustración: La vieja con un espejo, Francisco de Goya (1828)

23 de noviembre 2022

Dos relatos de abuelas tenebrosas

por Corina Mayer

La Noni  

Existe una firme tendencia en la sociedad a adoptar creencias absurdas como paradigmas del diario vivir. Nos aferramos a ellas y las hacemos parte de nuestro cúmulo de saberes sobre el mundo. Nos ayudan a construir la realidad, porque al fin y al cabo la realidad es el cuento que más nos repetimos. De entre estos cuentos, hay uno famosísimo y es el que dice que las abuelas son  criaturitas simples e inofensivas. Nadie parece ser más confiable que una señora arrugada y canosa. Claro que la industria cultural ha insistido en fomentar esta imagen de la viejita dulce y cariñosa que todos queremos abrazar, y creo que es justamente gracias a este imaginario que nunca  nadie sospechó de la Noni, cuando todas las pruebas apuntaban en su contra.  

Mi abuela creció en el campo. De padre borracho y juerguista se acostumbró a esquivar las manos masculinas desde muy temprana edad. Se fue de su casa como a los diez años porque una  noche algo pasó con un curadito que no pudo esquivar. Nunca cuenta toda la historia pero yo me  la imagino igual. Lo que sí me ha contado es que anduvo algunos días vagando medio perdida y  durmiendo en cualquier lado hasta que llegó al pueblo. Consiguió trabajo en el frigorífico y nunca más volvió. Ahí aprendió todo lo que sabe sobre cortes de carne. Doy fe de su destreza para  faenar las reses, la vieja es una artesana.  

Ella decía que trabajó como negra. Ahora se acostumbró a decir que trabajó como pobre, ya no  dice “como negra”. Después de una charla muy corta entendió que decir así es ofensivo. La Noni  es muy inteligente. La cuestión es que trabajó tanto que muy de a poco se fue armando su propia  carnicería. Consiguió una esquina estratégica y se puso a hacer lo que mejor sabía: descuartizar  cuerpos y exhibirlos para el menudeo.  

En el barrio la aman desde el día uno y hace tanto que está ahí que se volvió una parte del capital  cultural. Además, si la ves a mi abuela te la querés comer a besos. Es hermosa la vieja. Gordita,  canosa. Se ríe todo el tiempo y en la vitrina de los embutidos tiene un tarro con caramelos para  que saquen los chicos.  

A veces creo que algunos saben y se hacen los giles nomás. Después me acuerdo de cómo fueron  las cosas y como que vuelvo a descartar esa idea. Supongo que es lo que más me conviene, lo  que más nos conviene a todos. Trato de imaginar qué es lo que hubiera hecho yo en su lugar y creo que la entiendo. 

Cuando pasó lo de las hermanitas todos quedaron en shock. Fue muy fuerte ese día y sólo tengo  flashes pero lo que más me acuerdo es que todos lloraban, y a mi abuela en particular, ella estaba  destruída. La más grande de las nenas tenía mi edad.  

El nuestro es un pueblo tranquilo y en ese tiempo era todavía más chico que ahora así que te podías enterar de un rumor incluso antes de que alguien lo cuente. Por eso todos sabían quién lo  hizo y lo fueron a buscar ese mismo día. Pero el tipo desapareció. Literalmente. Iban a comérselo  crudo yo creo, pero no estaba. Lo más raro es que en su casa estaban todas sus cosas, su ropa, sus  documentos, todo. Hasta el auto estaba, que lo dejó en la vereda con las ventanas abiertas por que, como dije, el nuestro es un pueblo muy tranquilo.  

Al otro día, el velorio fue muy emocionante. Estaba todo el pueblo y absolutamente todos se pusieron a disposición de los deudos. El músico llevó sus instrumentos y musicalizó la jornada. La  gente llevaba sillas y gaseosas para compartir con los demás, y entre algunas vecinas construyeron un arreglo floral enorme con las rosas que antes decoraban sus jardines. Mi abuela no tiene  jardín, así que llevó unas empanadas de carne riquísimas para todos los presentes. Las personas  que estuvieron ahí todavía se acuerdan, y aunque la Noni les pasó la receta, llegan a la carnicería  reclamando porque no consiguen lograr el mismo sabor.

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Bahía Blanca 

Bahía Blanca es una pequeña ciudad de Argentina que destaca más que nada por tres  cosas; es la capital nacional del básquet, absolutamente todo cierra a la hora de la siesta  y, durante algún tiempo, se anduvo disputando el primer puesto nacional en el índice de  trata de blancas. Entre mis recuerdos de allá hay uno particular que todavía me perturba. 

Hace meses que los medios locales comparten experiencias de chicas que casi  secuestran. Los testimonios son bastante similares. Mencionan una camioneta blanca,  falsas entrevistas de trabajo y a veces hablan de una abuelita vulnerable que anda  mareada o perdida, y cuando vas a ayudarla te conduce hasta los secuestradores. Yo,  que estoy acostumbrada a los peligros relacionados con ser mujer, tomo mis  precauciones y por las dudas me mantengo alejada de las camionetas blancas.  

Ese día estamos con una amiga que salió hace un rato de la escuela y que pasé a buscar  para dar unas vueltas. Nos fumamos un porro de los baratos en una plaza del centro y  empezamos a caminar boludeando porque no tenemos nada que hacer. Son las tres y  media de la tarde, horario oficial de la siesta sagrada y en el centro no anda nadie.  Excepto por un flujo más o menos intenso de autos, nosotras y un grupito de adolescentes basquetbolistas que salen o se dirigen a entrenar pues caminan con su ropa  deportiva y jugando con una pelota. Ellos se ríen mientras comentan algo sobre una  persona que se siente mal. Primero no lo entiendo, pero después la veo. Una señora  delgada y canosa se estremece apoyada en la reja de un local cerrado. 

El panorama me despierta la moral y le digo a mi amiga: hey, mirá, ¿qué onda la señora?  Segundos después estamos con ella. Efectivamente, nos dice que se siente mal, que vive  cerca y que necesita que la acompañemos hasta su casa. Le ofrezco mi brazo. Lo agarra  

y enseguida lo aprieta con fuerza bajo su axila acercándome a su cuerpo y limitando mis  movimientos. Lo quito, pongo voz de niña complaciente y le digo: señora, deje que la  agarre yo; pero la veo que se enoja y me dice que no. Confieso que a esta altura la  señora ya me cae un poco mal. No te pido que me tejas una bufanda, pero si te estoy  ofreciendo ayuda, por lo menos tratame bien.  

De todas maneras seguimos. Avanzamos unos cuantos pasos así, muy lento y  apretaditas, mi amiga y yo, contra el cuerpo arrugado de la anciana que nos tiene las 

manos prisioneras. Llegamos hasta la esquina, pero el semáforo está en rojo y tenemos  que esperar a que dejen de pasar los autos. Estamos en el cruce donde suceden varios  de los relatos que conozco y noto una camioneta blanca estacionada en la vereda del  frente. En un momento epifánico me doy cuenta y lo veo todo con claridad: la trata de  blancas, los secuestros y las viejas vulnerables. Quiero que mi amiga me mire, pero me  cuesta un montón porque, a diferencia mía, a ella todavía le dura el porro y está cagada  de la risa pensando en cualquier cosa. Y porque en el medio tenemos a la vieja.  Empezamos a cruzar la calle, caminamos despacio y la señora sigue apretando. Estoy  cada vez más nerviosa y las opciones son realmente pocas, entonces especulo con una  posible sordera y susurro lo que estoy pensando. Mi amiga me escucha y ahí nomás  descubre la camioneta, ella también se asusta, lo sé por la palidez que le invade la cara y  también por su reacción ¡Ah no!, dice muy exaltada y le suelta el brazo a la anciana que  me mira a mí tremendamente enojada y ahora me aprieta todavía más fuerte, gesto que  yo interpreto como una clara intención de entregarme a una red prostitución. Así que  también la suelto y la dejo ahí, en el medio de una calle transitada, con el semáforo que  acaba de dar luz verde a los autos.  

Es probable que a los ojos de esos conductores que vieron la escena mi amiga y yo  seamos dos de las personas más miserables de este planeta. Y puede que tengan razón.  Todavía no sé si zafamos de algo horrible o si fue un acto de exageración paranoica que  le dio a una mujer de la tercera edad un grueso motivo para odiar a la juventud. En todo  caso, aunque algunas veces me sienta culpable otras me acuerdo de ese refrán que dice:  que llore tu madre y no la mía.


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