Foto: Paulo Slachevsky (@pauloslachevsky)

20 de abril 2020

En el espejo oscuro de la pandemia

por Gabriel Zacarias Ferreira // Traducción desde el francés por Emilio Guzmán Lagreze* y José Sagasti*.

El estado de excepción pandémico parece haber logrado, aunque sea en parte, el sueño capitalista.

Hablando con un amigo que vive en Bergame – ciudad al norte de Italia donde viví, estudié, y que resulta ser hoy en día una de las más afectadas por parte de la epidemia del Coronavirus, – este me ha descrito la situación como “un episodio infinito de Black Mirror”. En efecto, resulta difícil apartarnos de la sensación de que estamos viviendo una distopía, tal como lo son aquellas  representadas en las diferentes series de este género. No es azarozo que Black Mirror, considerada como una de las más conocida de estas series, lleva el término  espejo  en su título. Sus capítulos no representan un mundo lejano – una época distante, de las galaxias remotas, de universos paralelos – sino que más bien un futuro próximo de incierta data. Al mismo tiempo familiares y extrañas, sus tramas nos dejan imaginar hacia dónde nos llevaría el recrudecimiento de ciertas tendencias ya presentes en nuestra vida cotidiana. Tal vez, aquello que estamos viviendo puede ser comprendido de la misma forma. El descarrilamiento de nuestra normalidad parecería anunciar un futuro que ya se encuentra presente. ¿Qué podemos comprender sobre el mundo en el que vivimos a partir de este episodio infinito  ?

Los momentos excepcionales o de crisis pueden servir al menos para tener una mirada crítica sobre lo que cada uno considera como «normal». He propuesto en otros artículos que nos mirásemos en el Espejo del terror (Zacarias, 2018) para comprender mejor a la sociedad del capitalismo tardío la cual habría conformado las nuevas formas de terrorismo. De manera análoga, creo pertinente el reflexionar sobre los tiempos presentes a partir de la imagen que se está formando en el espejo oscuro de la pandemia. 

Ciertamente, esta situación nos obliga a pensar en distintos planos: con respecto a la organización política, la reproducción económica, la relación con la naturaleza o los usos de la ciencia. Aquí, quiero problematizar solo una cuestión: la idea de  distanciamiento social, tan rápidamente aceptada como norma, llevando hacia la progresiva prohibición de los encuentros y la normalización de una vida cotidiana llevada a cabo en un contexto de confinamiento alrededor del mundo. La situación actual de pandemia se sustenta en una contradicción que precisa ser subrayada. La rápida propagación de la enfermedad es resultado de los flujos globales que han unificado a las diversas poblaciones en una escala planetaria. De dicha pandemia nace la paradoja de una población global unificada bajo un estatus igualitario de confinamiento. Hay, en resumen, un aislamiento concreto de los individuos dentro de un mundo que se encuentra enteramente conectado. Esta paradoja no es exclusiva de la pandemia, sino que más bien una contradicción que la propia pandemia ha llevado hacia el extremo tornándose visible. A decir verdad, la dialéctica entre separación y unificación (de lo separado) está a la base del desarrollo del capitalismo occidental quien ha unificado al mundo entero.  

Ya había notado Guy Debord esta contradicción estructural cuando intentó comprender la fase « espectacular » del capitalismo, que se anunciaba a mediados del siglo pasado. Aquello que él ha llamado como  Sociedad del Espectáculo  era una forma de sociedad formada sobre el principio de separación. Lo que a menudo ha sido descrito como una sociedad de comunicación de masas podría entenderse de manera inversa, como una sociedad en la que la facultad de comunicarse ha sido totalmente perdida. Dicha comunicación, en un sentido estricto era exclusiva de la vida en comunidad, un lenguaje común, asemejado por una vida en común. Lo que ocurría en las sociedades capitalistas avanzadas era todo lo contrario. La expansión en el espacio –grandes ciudades, suburbios segregados, circulación económica global – y la racionalización del trabajo a partir de la hiperespecialización  de las tareas individuales, significó el distanciamiento concreto entre personas y la pérdida del entendimiento común, factor que se fue amplificando por el monopolio estatal sobre la organización de la vida colectiva. Es por ello que, la pérdida progresiva de comunidad y de sus formas de comunicación fue la condición previa al surgimiento de los medios de comunicación de masas– los cuales eran lo contrario a los medios de comunicación, ya que se basaban en un creciente aislamiento real. La imagen de miles de espectadores postrados delante de sus aparatos de televisión, que apenas consumen los mismos contenidos sin poder comunicarse entre ellos, demostraba claramente que el espectáculo tal como lo describió Debord  « reúne lo separado, pero los reúne en tanto que separados » (Debord, 29). Sin embargo, muchas personas creen que esta crítica habría quedado obsoleta gracias al advenimiento del internet y las nuevas tecnologías de la información. En lugar de aquellos espectadores del ayer, postrados frente a la televisión, hoy en día tendríamos espectadores activos  que intercambian mensajes, producen y difunden sus propios contenidos. Pero la verdad es que nada en los últimos cincuenta años ha puesto en cuestionamiento la separación fundante que subyace del propio avance de las tecnologías de comunicación. Nos bastaría como ejemplo para demostrar dicha verdad, a la habitual escena de la mesa de un restaurant, en la que los amigos sentados alrededor de ella, en vez de hablar, se mantienen mirando sus celulares. En estos días lo separado se reúne como separado incluso en donde se ocupa el mismo espacio físico.

Lo que nos ha sido robado ahora, en medio de esta crisis pandémica, es la propia posibilidad de cohabitar el espacio físico. En las condiciones actuales, la prohibición de los encuentros y la obligación de confinamiento parecen más fáciles de imponer a la población mundial de lo que significaría una prohibición o pana de internet o redes sociales. Irónicamente, el  distanciamiento social  se reivindica ahora como la salvación de una sociedad que siempre se ha encontrado fundada en el distanciamiento.

 El único lugar de encuentro que existe en una sociedad productora de mercancías es, en realidad, el mercado– es ahí que las mercancías se dan lugar por mano de sus productores y consumidores, y es por cuenta de ellas que los individuos se encuentran. Es la ausencia de estos encuentros, hoy en día prohibidos lo que asombra al mundo – a saber, el cierre de los espacios de trabajo y de consumo-. Pero el capitalismo, quien fuera una relación social mediada por las cosas se ha desdoblado hacia una relación social mediada por imágenes. Y ya nos resulta posible el estar en un lugar sin la necesidad física de estarlo. Es posible trabajar (hasta cierto grado) y consumir (sin límites) sin la necesidad de salir de nuestros hogares. Se puede tener todo en la palma de la mano (o mejor dicho, en el simple dedo que toca la pantalla). Podemos tener todo sin necesidad de irnos de nuestros hogares.

¿No fue desde siempre ésta la promesa de felicidad ofrecida por el mercado y que fue replicada en toda publicidad? ¿No consistía ella en la promesa de una vida en confinamiento? 

En este sentido, el estado de excepción de la pandemia parecería haber realizado, por lo menos en parte, el sueño del capitalismo. Si el episodio distópico que nos encontramos viviendo, se revelase como un  episodio infinito no sería difícil imaginar una población totalmente acostumbrada a las relaciones virtuales, a un confinamiento alimentado por Netflix y los servicios de ‘delivery’. Los viajes se prohibirían, pero la restricción a los flujos de mercancías, producto de un sector productivo particularmente automatizado sería materia de análisis.

 El espectáculo, que desde hace ya mucho tiempo luchaba por destruir la calle, por abolir los encuentros y de hacer desaparecer todos los espacios de diálogo – para destruir las alternativas a la pseudo-comunicación espectacular – habría logrado su propósito. El espacio real, abandonado por la gente confinada y obligada a escaparse mediante la virtualidad, no pertenecerá más que a las mercancías. La circulación humana, « subproducto de la circulación de las mercancías »,sería ahora prescindible, en un mundo totalmente entregado a las « mercancías y a sus pasiones » (Debord 168-66).

Este texto es apenas un esfuerzo imaginativo -un escenario, que es, poco probable, aunque es fácil de prever un futuro con un crecimiento significativo del control sobre los flujos mundiales y la circulación de personas basado en argumentos sanitarios, seguido de una normalización de parte de las medidas actuales de excepción (como vimos que ocurrió en respuesta al terrorismo desde los ataques del 11 de septiembre de 2001). De todas formas, es imprudente hacer pronósticos en medio de tantas incertidumbres. Pero el momento requiere de reflexiones y, por lo mismo, lo que mejor podemos hacer es pensar en lo que ya conocemos. Aquí lo que quizá podamos concebir como lo menos problemático en este momento es lo que tal vez deba ser más problematizado. Queda esperar que el distanciamiento social se convierta en desapego (Verfremdug) en el sentido de Brecht, a saber, de una ruptura con la representación autonomizada de la sociedad del espectáculo y sus ilusiones (entre ellas, la más importante: la de la economía capitalista, de reproducción insensata e incesante de valor abstracto en detrimento de la vida).

Un desapego, de esta forma de sociedad: una oportunidad necesaria para repensar, críticamente, las separaciones que la fundan, y los profundos límites de la vida cotidiana que el capitalismo tardío nos impone.

 Bibliografía:

Guy Debord, La sociedad del espectáculo,(Madrid: La Marca,2018)

Gabriel Zacarias, No espelho do terror: jihad e espetáculo, (São Paulo: Elefante, 2018)

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*Emilio Guzmán Sociólogo de la Universidad de Valparaíso, Miembro del CEPIB-UV, investigador y traductor independiente.

*Jose Sagasti, Investigador independiente de Barcelona, España.

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