21 de febrero 2011

Escritores fracasados, políticos imposibles

En un capítulo de El último lector, Ricardo Piglia relee la figura de Ernesto Che Guevara centrándose en elementos que rondaron su vida desde la infancia: el asma, la lectura, la escritura de sus diarios, los libros, el viaje. También la alternancia y contradicción que existe entre el movimiento de la guerrilla y la detención de la lectura. “El inhalador para respirar y los libros para leer. Dos ritmos cotidianos, la respiración cortada del asmático, la marcha cortada por la lectura, la escansión pausada del que lee”, escribe Piglia poco antes de nombrar a otro lector increíble: Isaac Deutscher, el biógrafo de Trotsky.

Isaac Deutscher escribió la biografía monumental de León Trotsky dividida en tres volúmenes, El profeta armado, El profeta desarmado, El profeta desterrado. Todos reeditados por LOM y Era el año 2007. En ellos se documenta la vida de Trotsky en bloques que van de 1879 a 1921, 1921 a 1929 y desde el 29 hasta el año de su muerte en 1940, revisando con detalle sus exilios, sus lecturas marxistas, el ordenamiento del Ejército Rojo y sus triunfos como estratega de la revolución, sus escritos y profecías acertadas y erróneas, los vínculos y diferencias con Lenin, el temor ilimitado de Stalin por su figura, la deportación, la cárcel en Siberia, la trashumancia por Noruega y Francia, su asentamiento definitivo en México, la insistencia en el trabajo intelectual y archivístico en pos de reiterativas defensas de su persona y ataques a Stalin y su doctrina, los intentos de asesinato por parte de la GPU, y lo que parece más increíble: cómo las fuerzas del mundo, sus contradicciones y sus movimientos históricos parecen cristalizarse, a veces, sobre la figura de un solo hombre que insiste en mantener una integridad o sentido, como si de un monumento se tratara.

Lo más llamativo de la casa museo de Trotsky en la colonia Coyoacán, México, es la austeridad de la tumba que resguarda sus cenizas, una placa con el martillo y la hoz, un asta sobre ella, la bandera de un país que ya no existe; emplazada en el jardín donde un Trotsky envejecido daba de comer a los conejos cada mañana y tarde, leyendo, escribiendo, incansablemente, textos que siempre apuntaban a su versión de los hechos, desde la complejidad de la distancia, desde el destierro, fueran cartas en respuesta a difamaciones, llevaran el nombre de revolución, estalinismo, e incluso trotskismo –conocido es el momento en que con su clásico sentido del humor refiere que si trotskismo es lo que entiende un grupo de seguidores, no sería él un trotskista–. Esa misma austeridad de su sitio final se ve contrapuesta en un capítulo de Trotsky, el profeta armado. El joven evadido de Siberia llega hasta el número 10 de Holford Square, una gris madrugada londinense de 1902, a tocar la puerta de Vladimir Ilich Lenin. Cuando la esposa de Lenin abrió la puerta gritó: ¡La Pluma ha llegado! Mientras Trotsky le informaba sobre tendencias y actitudes políticas de los deportados en Siberia, Lenin lo invitaba a dar largos paseos, deteniéndose con insistencia en los monumentos históricos y arquitectónicos. Trotsky –a quien recién comenzaban a llamar así, se dice que por el nombre de uno de sus primeros carceleros–, notó por primera vez la inflexión de la voz de Lenin en frases como “He ahí su famoso Westminster”, o “Este es su famoso Museo Británico”, una inflexión que delataba admiración y desprecio, una inflexión irónica de la voz. Tan irónica como la fotografía que habría de tomar Dmitri Baltermants, ese fotógrafo censor (censado) del régimen que, por deshonra al ejército soviético, jamás pudo publicar su mayor obra, La fosa de Krecht, no al menos hasta que la Agencia Magnum lo hiciera tras la caída del muro y al otro lado del planeta. Años después, muchos años incluso, luego de la muerte de Trotsky, una foto de Baltermants pone sobre el plano izquierdo una estatua de Lenin que ocupa todo el espacio de manera vertical. La figura tiene un gesto severo, Lenin gira su cuello sobre la línea de su chaqueta, la misma que, con la mano izquierda, abre, dejando la punta del bolsillo al nivel de la cintura. Desde esa punta de la chaqueta, trazando una línea imaginaria en diagonal, abajo, muy abajo, en un rincón de la derecha, se puede llegar hasta la cabeza calva de Gorbachov, que de pie, pequeñísimo al lado de la estatua, y en sesión plenaria, alza su mano con el voto que habrá de llevar a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a su fin.

Al terminar el día, tras el paseo en que Lenin insistía en detenerse a admirar y detestar monumentos, Trotsky se alojaba en una casa vecina. Apenas empacadas sus cosas, se sentaba a redactar su primera colaboración para Iskra.

Junto a las infinitas estatuas de Lenin, usadas también por el estalinismo que se dedicó a borrar la imagen del desterrado de la mente de dos generaciones; incluso de las fotografías, la tumba de Trotsky dice mucho. Tal vez, el monumento más adecuado para Trotsky haya sido la biografía de Deutscher. Un texto escrito. Un monumento abierto.

Cuando Piglia nombra al biógrafo de Trostsky lo hace para catalogar a Guevara en la figura del escritor fracasado, el “político que surge entre las ruinas del escritor. El escritor fracasado que renace como político intransigente, casi como no –político, o al menos como el político que está solo y hace política primero sobre sí mismo y sobre su vida y se constituye como ejemplo”. Guevara, cuyo Diario en Bolivia también se halla en el catálogo de LOM, desde sus primeros viajes redactaba y corregía apuntes, muchas veces, sin otra pretensión que la escritura. La primera parte del “Diario de Bolivia” es la mejor prueba: la frase sin novedad se reitera como un mantra con el correr de los días quietos en Ñancahuazú, donde cualquier heroísmo monumental se deslegitima y condensa en la acción de levantar un campamento, cazar un animal o delimitar los cambios de un río caprichoso. Con el paso de los días, el Diario en Bolivia se moverá de los fragmentos breves, incidentales y bucólicos hacia la selección de una serie de elementos diarios que, la mayor parte de las veces, implican balas, retrocesos, bajas humanas o, tal como comienza a redactar desde el mes de septiembre de 1967, un abandono preocupante. Guevara lo nombra en cada resumen de fin de mes: uno de los problemas más importantes –desde la captura de Debray y el soplonaje de Ciro Bustos–, es la incomunicación y el abandono tanto del exterior como de los campesinos bolivianos.

Desde el año de su destierro en 1929, Trotsky no solo fue eliminado del imaginario colectivo –famosas son las fotos trucadas y pinturas donde se lo borra de cuanta imagen que lo vincule a Lenin–, sino que a nivel mundial, y antes de comenzar la Segunda Guerra poco a poco fue quedándose irremediablemente solo. No parecía haber otra opción para el hombre que deseaba transformar la augurada futura guerra mundial en una revolución mundial. Hubo un patrón en los seguidores de Trotsky, algo que Bretón, tras visitarlo en México y realizar las conocidas excursiones a las montañas que a pesar de la edad Trotsky insistía en realizar, llamó “complejo de Cordelia”. Esa admiración menguaba gradualmente al descubrir que el modo de vivir y pensar de Trotsky involucraba una insoportable tensión moral. “Trotsky se proponía enfrentar a sus seguidores, como se enfrentaba él mismo, a todos los poderes del mundo: el fascismo, la democracia burguesa y el estalinismo; a todo género de imperialismo, social patriotismo, reformismo y pacifismo; y a la religión, el misticismo y hasta el racionalismo y el pragmatismo laicos […] No cediendo jamás él mismo una sola pulgada de sus principios, no toleraba que otros lo hicieran”, escribe Deutscher en El profeta desterrado.

Desde el principio del fin, mediados de septiembre del 67, Guevara insiste en anotar la altura en la que se encuentran. A medida que huyen de un ejército boliviano entrenado en Estados Unidos, el Che anota la altura. A medida que le pisan los talones, cada vez más alto, h=600 ms. h= 800 ms. h = 1200 ms. h = 2000 ms, es la última escritura de su vida.

El asesinato de Trotsky también está vinculado a una escritura y, por supuesto, a una lectura. Un joven de apellido Mercader, supuestamente apolítico, cortejó durante años a la secretaria de Trotsky, una mujer solterona y poco agraciada según los testimonios. Mercader accedió al estudio de Trotsky una primera vez. León leyó sus textos al tiempo que Mercader leía los modos de Trotsky, desde la mesa, en una posición superior a la cabeza del ruso. Seguramente reparó en su manera de sentarse, en la inclinación abstraída de su cabeza. Trotsky, siempre dispuesto a reclutar ideológicamente a todo ser humano, sugirió correcciones. Al tiempo Mercader volvió. Con la lectura de una lectura. Y Trotsky, con una lumbre de desconfianza, accedió a repetir la escena. Mientras leía, con la cabeza gacha y abstraída sobre el escritorio, Mercader, por la espalda, martilló su cabeza con un piolet, aquella herramienta usada por los alpinistas para escalar alturas. Horas después, en el hospital, las penúltimas palabras de Trotsky son para su secretario Hansen: “Me hallo cerca de la muerte por el golpe de un asesino político… me abatió en mi cuarto. Luché con él… entramos… entramos… hablamos de estadísticas francesas… me golpeó dígales por favor a mis amigos… estoy seguro de la victoria… de la Cuarta Internacional… adelante”. Trotsky sigue aferrándose al testimonio escrito, a la documentación como modo de herencia posible en una lectura futura. Tal como la contradicción que nombra Piglia: “La marcha cortada por la lectura, la escansión pausada del que lee”, estos textos exigen lecturas desde un presente que los interpela a gritos, por excepcionales, por marcar una diferencia que llevó a cristalizar en sus autores mitos irrepetibles, focos donde el mundo, alguna vez, pudo rotar su eje y dirección.

El 31 de Septiembre, en el principio del fin, Guevara se lamenta en su diario: “Se pierden 11 mochilas con medicamentos, prismáticos y algunos útiles conflictivos, como la grabadora en que se copian los mensajes de Manila, el libro de Debray anotado por mí y un libro de Trotsky”.

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