Foto: @pauloslachevsky (detalle)

22 de marzo 2022

Humo + Vista de Portugal

por Joaquín Yañez

Humo

El último día que trabajé ahí no fue triste. Mi jefe me había avisado con anterioridad que a fines de marzo me iba a echar. No me lo dijo así; fue algo como ‘no te voy a poder seguir pagando’, que era lo mismo. Tampoco teníamos una relación jefe-empleado muy convencional. Tenía algo así como cinco años más que yo y era bastante agradable el trato con él. Nada que decir, ambiente relajado. Las ventajas de trabajar en esto de la cultura. Con una pesadumbre que me imagino tienen o aparentan todos los jefes que echan empleados, me comunicó la noticia. El resto era esperar, seguir trabajando el tiempo que restaba para dejar de trabajar. No me desesperé mucho, ya llegaría el momento en que tendría que buscar algo nuevo para ganar plata. O comenzar a buscar. A veces uso el verbo comenzar para aplazar la conclusión de algo. Comenzar a buscar trabajo no tenía que ver con encontrarlo pronto. Ese día me despedí con el apretón de manos habitual, al que siguió un abrazo para nada desagradable, pero innecesario, acompañado de una mueca de ‘pucha, no sé qué decirte’. Nada que decir, súper agradecido, voy a poder poner esto en mi currículum. Era día miércoles, treinta y uno de marzo, tal cual estaba estipulado. Difícil encontrar una amistad con la cual emborracharse sin objetivo alguno un día miércoles. Ya no éramos los mismos, todos estábamos trabajando. Varios, en esto de la cultura. La promesa de ganar plata todos los meses nos había hecho prescindir del copete durante la semana, para no tener exabruptos en nuestros lugares de trabajo, cosa de cumplir y efectivamente recibir la plata con la que compraríamos, entre otras cosas, copete para beberlo durante los fines de semana. Supe ir a un incondicional bar abierto veinticuatro siete. De sus paredes emanaba una agradable y genuina negación de la elegancia. Era lo que me hacía volver a él constantemente, junto a la necesidad de salir de aquellas zonas donde todos piensan igual y se desprecia la buena conversación. Cada vez más teñidos de tinto los dientes y la lengua, las divagaciones aumentaban su volumen y tomaban derroteros excitantes. Contra todo lo que se cree no son simples bebedores, sino gente que necesita una comunicación, escuché decir a Jorge Tellier alguna vez -en una entrevista televisada, cuando entrevistaban a poetas en la tele-, apreciando la erudición de los beodos parlanchines. El único medio de comunicación allí era el vino. Después de haberme zampado un plato de cazuela, una ensalada chilena y el correspondiente vasito de tinto, me dediqué a observar con sutileza al grupo que ocupaba una mesa cercana. Entre ellos flotaba una neblina amoratada surgida de cada uno de sus interiores, que aumentaba su densidad y su coloración con cada oración que pronunciaban. Apenas distinguía sus rostros tras aquel velo humoso. Dónde estaba la separación entre lo humano y lo divino, qué ocurría con aquellos momentos cotidianos en que lo profano pasaba a tener importancia para el devenir y la fortuna futura, eran cosas que preocupaban al grupo. Recordé un ensayo que realicé junto a unos compañeros cuando estudiábamos para trabajar en esto de la cultura, sobre lo ritual. No recordé mucho nuestra tesis y argumentos, si es que había algo de eso, porque se trataba más bien de repetir estructuras existentes de ensayos académicos utilizando artificios escriturales que permitieran darnos ínfulas de conocedores del tema. Siempre citando, por supuesto. La cosa es que, el ritual poseía características comunes con el juego: dos o más personas reunidas, poniéndose de acuerdo para seguir determinadas reglas que configuran un mundo efímero con tiempo propio. Todo esto puede ir acompañado de componentes simbólicos como la pronunciación de frases significativas, cantos y/o bailes. La posibilidad de repetirlo una y otra vez y cuando se desee, a veces sin importar el lugar donde se esté, confiere al ritual -o al juego- su capacidad de ser revivido, recomenzado; su perdurabilidad. No descubrí la pólvora estableciendo la evidente relación que existía entre la escena frente a mí y un ritual, y un juego. Aquí, las reglas generales parecían ser no decaer en la conversación, siempre alimentarla de una u otra forma para estirar la duración ya indefinida de la cosa, y mantener el vaso lleno, o al menos no dejar nunca que se vaciara por completo. Con un vaso de borgoña entre mis dedos y un jarro por vaciar al lado, intentaba inmiscuirme en la neblina tinta, que parecía ser un elemento indispensable para la escena. Cuando quise señalar al grupo que lo que hacían tenía las características de un ritual, no se interesaron por el asunto, aunque tampoco me miraron feo. Afuera el sol ya se había mandado a cambiar hace rato y alumbraban los primeros faroles prendidos quién sabe en qué momento. ¿Usted ve fantasmas?, me preguntaron de repente, riendo luego ante mi incapacidad de responder. Probablemente se me notaba en la cara el esfuerzo que hacía por hilar las ideas y evitar decir cualquier disparate. No pude responder a ninguna de sus preguntas, que caían de vez en cuando sobre mí, porque el ejercicio dialéctico era móvil y se iba posando indistintamente en los integrantes. No existía, más que en mi cabeza, la idea de que yo era nuevo ahí. A nadie parecía importarle y tampoco sabía yo si había otro nuevo, o si todos eran nuevos. Noté, quizás un poco tarde, que otra de las reglas era no hablar de sí mismos. Puede ser que por eso se rieran cuando me preguntaban esas cosas personales que no podía responder. Para dirigirse a otros no se llamaban de ningún modo; bastaba una mirada directa y unas palabras pronunciadas con la seguridad de ser escuchadas por el que estaba siendo mirado. Me preguntaba, a ratos, cómo había llegado ahí, afirmando y después negando que todo eso era una gran mentira, como esas del tipo queremos acercar la cultura a la gente, que solía oír siempre y que se contradecía con la igualmente repetida aquí a la gente no le interesa la cultura, acompañadas ambas de esa mueca de ‘pucha, no sé qué decirte’. Es un solo deseo y se dice en voz alta, me dijeron alcanzándome un vaso de borgoña, aunque el que tenía en mi mano no se había vaciado todavía. Daba lo mismo. Las palabras seguían en el aire. Nadie estaba esperando oír mi deseo ni parecía interesado en él. Eso me tranquilizó. Que se acabe la cultura, dije en voz alta. Nadie me escuchó, y empinando el codo me zampé el borgoña. 

Fumando en la ventana de mi pieza recordaba esta serie de imágenes de aquel lugar que negaba la elegancia, con sus gentes envueltas en ese morado volátil. La última imagen me mostraba saliendo del local, ya cerrado para los que no habían entrado a tiempo, por una puerta lateral. Puede haber sido una ventana también. El humo ahora era el típico de un cigarro: blanquecino. Al día siguiente tenía que comenzar a buscar trabajo, que era, en el fondo, enviar correos a ser eliminados sin ser respondidos. Pensaba dónde buscar trabajo si mi deseo se cumplía, si se acababa la cultura. Yo solo sabía trabajar en esto de la cultura y si se acababa iba a tener que trabajar en otra cosa. La inminente supresión de la cultura podía traer infinitas consecuencias. No quise pensar en que dejaríamos de tener lenguaje o idioma para no tener que irme a acostar tan rápido. Pensé entonces que podríamos no tener subjetividad, ni personal ni colectiva. Hablaríamos de las cosas, con un lenguaje neutro, universal y objetivo. Se extinguirían los modismos, los giros lingüísticos, el doble sentido. Tampoco tendríamos la necesidad de asentir o disentir a ningún respecto. No tendríamos opiniones, y qué sería de nosotros sin poder opinar, sin poder decir cualquier cosa que escuchamos -luego de pasar por ese misterioso proceso entre el oído y la boca- repitiéndola como si fuera propia. Pensé en la humanidad como una gran banda tributo del pensamiento, intentando mantener la mentira de que las canciones de otros les pertenecen, aparentando ser y pensar como otros. Acaso trabajar en esto de la cultura era un ejercicio similar: entregar ideas impropias pasadas por el filtro del arte, generando una falsa autoría, todo bajo el pretexto de estar sublimando la realidad y viéndola de una manera distinta, distinta, distinta, nueva y distinta. Y qué me dice, me dijo don Waldemar, que estaba al frente mío, con una mirada entusiasta esperando mi respuesta a su ofrecimiento de trabajar con él. Había olvidado por completo la conversación con él en el bar, antes o después de unirme al grupo de la neblina, aunque ciertamente antes de haber salido por la puerta lateral. Ahora parecía estar al frente mío, con una mirada entusiasta esperando mi respuesta a su ofrecimiento de trabajar con él. Todo consistía en hacer una limpieza diaria tanto de la maquinaria como del galpón, una vez los trabajadores hubiesen partido. No me dio muchos detalles más. Debo haberme visto muy desolado cuando le conté mi situación, o quizás vomité una perorata sobre querer trabajar en otra cosa porque esto de la cultura me parecía demasiado superficial. Más que el detalle sobre cómo fue que don Waldemar se enteró de mi situación, recuerdo su frondoso bigote de pelos gruesos y canos, pero amarillentos en las puntas, producto del fumar compulsivo, que me hizo recordar, expandiendo otra arista de mi memoria, una brocha de pelos gruesos y negros luego de ser untada en un tarro de pintura amarilla. Quién sabe si existiría la memoria si no hubiese cultura. O puede ser que la memoria permita la cultura. O que ambas se unan en algo así como la memoria cultural, o la cultura memorial. Los recuerdos inciden directamente en lo que hacemos, o lo que hacemos lo hacemos para transformarlo en recuerdos. O recordar es vano, porque a pesar de la memoria crítica se siguen cometiendo los mismos errores, y todo se olvida cuando conviene ser olvidado. O es sólo el placer de evadir el presente, disfrazado de conciencia. Estábamos evadiendo la vida con don Waldemar, echándonos adentro el vino y echando afuera el humo de los cigarros, como si nuestras bocas fueran cámaras evaporadoras. El viejo bigotón me narraba muy detalladamente episodios de su infancia, de los que no recuerdo nada. Llegaba constantemente a la conclusión de que esa vida ya no existe. La suya, cuando era chico. Lo único que podía recordar sobre mi infancia con relativa nitidez en ese momento, era cuando tenía la necesidad de persignarme cada vez que subía a un colectivo con mi mamá para ir a algún lugar. Era la época del psicópata de Alto Hospicio y la tele y los diarios de Iquique decían que este hombre manejaba un auto de la marca Daewoo. Nunca nos subimos a un colectivo de esa marca, pero se fue generando un miedo irracional en ese niño de ocho o nueve años, que le impulsaba a hacer la señal de la cruz que le había enseñado su abuela, como símbolo de protección ante cualquier cosa. La escena siguiente mostraba al niño siendo santiguado por una tía del campo para quitarle el miedo. No recuerdo cuándo se me quitó. Después hicieron una película o una serie para la tele, no sé, de lo que pasó en Alto Hospicio. A veces salía cualquier otra ciudad simulando ser Iquique, y eso enojó bastante a la gente de allá. Pero qué importaban esos errores mínimos; lo importante era que se estaba mostrando una nueva mirada de la historia de Chile. Qué importaba si tenía errores. Esas vidas ya no existen. Todo consistía en hacer una limpieza diaria tanto de la maquinaria como del galpón, una vez los trabajadores hubiesen partido. Usted ve fantasmas, me decía don Waldemar. Yo me excusaba por retrasar mi respuesta a su proposición, perdido en los divagares de la noche, el humo y el vino. La noche existía en toda su oscuridad en ese pedazo de mundo. Mi cabeza volvió a mi pieza. Titilaba un poco la ampolleta que se mecía colgando de un alambre, a pesar de no haber viento o algo que provocase su movimiento. Mi cama estaba ahí, donde siempre, medio deshecha pero no tanto. Un golpecito sonó. No sé de qué ni contra qué. Otro golpecito. Estaban tirando piedritas a mi ventana. Me asomé discretamente para no ser visto. Había un viejo bigotón, de pelo largo a los costados y con una pelada brillante. Me estaba hablando, y apuntaba lo que llevaba en sus manos. Abrí la ventana y saqué un poco el cuerpo. Noté que la mía era la única luz prendida. Naturalmente el viejo sintió el impulso de apedrear la ventana. Me estaba ofreciendo un cuadro. O una foto. No podía distinguirlo bien debido a la distancia y la borrachera. Con suerte distinguía el rostro del viejo. Me negué amablemente con un movimiento de cabeza y una sonrisa de ‘pucha, no sé qué decirte’, e intenté volver a encerrarme, pero el viejo insistía. Hablaba cada vez más fuerte. Yo le hacía gestos tratando de decirle que iba a despertar a todos, pero nunca se lo dije concretamente, con palabras habladas. Le indiqué que me esperara ahí, que ya bajaba. Se calló. Yo busqué mi billetera, tenía billetes no tan grandes y monedas no tan chicas. Elegí un par de monedas. Bajé la escalera con rapidez y sigilo. Abrí con el timbre el portón eléctrico que daba a la calle y salí. No había rastro del viejo, ni del cuadro. Mi ventana era la única luz prendida. Pude ver que eran las cinco diez de la mañana cuando vi por primera vez en mucho rato la hora. Tenía una radio reloj que me había dado mi papá cuando me vine, sobre el velador al lado izquierdo de mi cama. Desactivé la alarma que me despertaba para ir a trabajar. Antes. Me quedé pensando en el viejo. Quién se robaría un cuadro para intentar venderlo a esa hora. De dónde lo habría sacado. O quizás lo pintó él. Eso ya le daba un valor por ser único. Un precio por ser hecho a mano. Hay cosas hechas a mano más caras que lugares donde vivir. Hay cosas hechas a mano del mismo precio que un chicle.

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Vista de Portugal

Por las veredas de la calle Portugal corría una gran cantidad de personas en dirección sur. Por el asfalto de la misma calle, autos y cucas verde paco, con pacos dentro, hacían sonar las sirenas como si no hubiese mañana. Nunca tuve la claridad para saber si la gente arrancaba de los pacos o los pacos arrancaban de la gente. Dos fuerzas opuestas tienden a querer complementarse. A lo lejos, que no es realmente tan lejos, dos cuadras con suerte, oía una mezcla sonora perfecta de sirenas de los vehículos que fueren, gritos insultantes de personas hacia los pacos y otros gritos de dolor. En el living los chiquillos seguían viendo una serie de televisión gringa sobre mujeres millonarias que se pasan entre reuniones sociales arribistas y aspiracionales. Cuando llegué habían cerrado la ventana porque se estaba colando el humo de las bombas lacrimógenas que los pacos habían dejado libres para entorpecer el libre movimiento de la masa que se estaba manifestando. Había caminado un largo tramo evitando tomar alguna micro que sabía que, dadas las circunstancias, demoraría mucho más tiempo en recorrer el mismo tramo de siempre, cosa que confirmé cuando vi la primera barricada en la intersección de Bustamante con Santa Isabel, habiendo caminado ya la mitad del trayecto hasta mi casa, que impedía el paso a varias micros, ordenadas en fila, lejos de sus recorridos habituales. En las cuadras siguientes comencé a ver gente con los ojos llorosos, algunas estornudando o sonándose la nariz. Ahí entendí que las lacrimógenas habían sido una forma de defensa o bloqueo de una de las fuerzas. Me pregunté desde cuándo esta gente que ahora lloraba producto de una serie de reacciones químicas conducidas por el aire hasta sus ojos, no lo hacía naturalmente producto de alguna pena contenida, la muerte de algún ser querido o quién sabe qué cosa. El ambiente no parecía amainar, ahora pasaban los mismos autos policiales del inicio en dirección norte, para volver a repeler a las fuerzas contrarias que no daban su brazo a torcer ante la brutalidad evidente de sus contrincantes. Un par de explosiones sonaron a lo lejos, pero tengo la sensación de que nunca he escuchado una explosión real, probablemente a causa de las numerosas películas de acción que vi sin querer ver, así que no les di mucha importancia y levanté la mirada. Los mismos edificios se erguían como siempre, impávidos como gigantes que no entienden lo que ocurre entre los seres que desarrollan su vida a sus pies. Firmes y mirada al frente como pacos formados. Más arriba de ellos el cielo, negro, azul y amarillo. Las primeras estrellas empezaban a aparecer y una pugna similar a la de la calle se replicaba en el firmamento. Entre dioses, unos simpatizantes de la idea del orden perenne del cielo, los otros promoviendo la destrucción de este como germen para la construcción de uno nuevo. A pesar de que el móvil de su disputa fuese la idea de la destrucción, o la no destrucción, la llevaban sin violencia. Cada uno exponía sus puntos con mucha claridad, con tiempo exacto para las intervenciones, tomado desde el reloj de un dios neutro que hacía de árbitro.

Joaquín Yáñez (Iquique, 1992), en Santiago desde 2014, trabaja como montajista audiovisual de diversos formatos. Su acercamiento a la lectura proviene de un interés propio durante su juventud. Ha escrito guiones para cortometrajes de cine; principalmente escribe cuentos y relatos breves, y últimamente incursiona en la poesía.

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