Imagen: The Naked City, Guy E. Debord

22 de junio 2020

IMPASSES

por Martín Cinzano

A S. Gardette

Pronto ya no quedó verdad alguna en la ciudad.
Céline

El impasse de la Couronne, tan estrecho como engañoso: parece no tener salida pero, al desembocar en una plazoleta rodeada de casas y ruinas de restaurante (además de un tronco caído que sirve de sofá), prosigue su marcha por un senderito de tierra que da una vuelta en U hasta convertirse en los desgastados adoquines del impasse de L’Ange. Adelai y Sébastien bien podrían sentarse tranquilamente a orillas del río, frente al Museo de Ciencias, o en el parque del Jardín Botánico, o incluso en la larga escalinata que trepa la montaña, pero consideran esos espacios aún demasiado expuestos a la presencia policiaca.

Cines y teatros cerrados, calles vacías, el sol aturde. Adelai sostiene una lata de cerveza mientras su rostro, poco a poco, cae presa de un tic nervioso que ha coincidido con el cierre de bares y el confinamiento del deporte mundial.

Durante los primeros días aún pudo clavar un par de apuestas en ligas menores de fútbol; rastreaba incansablemente en internet hasta hallar algún partido de algún país africano. Después, cuando no quedó más opción, halló consuelo en partidos de cricket australiano, pero eso duró poco. Su última apuesta fue en un juego de la Liga Mexicana de Fútbol Americano, con el que inesperadamente ganó algunos euros. Luego vino el vacío, ya no hubo dónde ni qué apostar, y una noche Sébastien, bajo la luz ambarina de un foco del impasse Hardy, observó cómo la nariz de Adelai producía pequeños espasmos de rata que acababan en un aleteo incontrolable.

Ahora están en el Hubard, a ambos les gusta porque es el menos turístico de los impasses y el más ancho entre todos los del distrito, por el que incluso algún pequeño automóvil logra transitar; desemboca en un estacionamiento que prosigue sorpresivamente, para quien no lo conoce, en el impasse de la Vignette. El verano de la Interdicción ha sido ciertamente tórrido y Sébastien y Adelai sienten como si el Hubard tuviese un ventilador incorporado: continuas ráfagas de viento procedentes de Hors-Château hacen más llevadero el calor y permiten mantener las cervezas frías por más tiempo, y lo que hay en grandes cantidades es justamente eso: tiempo. Adelai se soba la panza, cada día más protuberante, y dice: algún día no entraré ni en este impasse. Así como vas, es lo más seguro, añade Sébastien: baguettes, porros y cerveza.

Adelai sonríe; pero está lejos de ahí. Piensa en cómo detesta a todos los grandes equipos del fútbol europeo, aunque varias veces le hicieron ganar buen dinero. La gran final de 1999, entre el Manchester y el Bayern, con esos dos últimos minutos demenciales. O la del Liverpool frente al Milan, de 2004, increíble: esa no la olvidará jamás, le dirá más tarde a Sébastien, cuando ambos estén sentados en la acera de la rue Pouplin, frente a la estación de trenes, completamente vacía.

Venía de una mala racha de cinco meses o más, harto del fútbol. En principio iba a apostar por el Liverpool, arriesgándolo todo: el favorito era el Milan, pero a último momento, no sé el motivo, cambié de opinión y me jugué al empate. Ni siquiera lo pienso como una corazonada, porque el apostador, sabes, no tiene corazón. Simplemente, llegada la hora de registrar mi apuesta me incliné por el empate y agregué que en los penales, eso sí, ganaría el Liverpool. Pero cuando acabó el primer tiempo, con el Milan goleando, me resigné a perder mi dinero una vez más y a pensar seriamente en cambiar de deporte. En el café de Luc tres italianos insoportablemente ebrios, cantando, riendo, hacían el asunto aún más odioso, así que lo mejor era salir de ahí a emborracharme solo. En esos momentos es cuando te das cuenta: vivir en una ciudad no tiene escape; por la calle que me metiera, desde el impasse donde me escondiera oía los cánticos de los italianos e imaginaba los bares de la rue Saint Gilles o los del Boulevard de la Sauvenière atiborrados de gordinflones comiendo pizza y haciendo gárgaras de felicidad con el vino. Me dejé caer con cervezas y cigarrillos en uno de los bancos de la Place de Béguinages, allá abajo, sabes, donde de día no llega el sol y de noche, incluso en mayo, te congelas, y ahí me dispuse a planear la mejor forma de encajar ese duro golpe a mis finanzas. Cambiar de deporte se me hacía urgente, porque con el fútbol estaba condenándome a trabajar, esa maldición. Pero: ¿cuál deporte? El hockey sobre hielo podía ser; alguna vaga noción tenía de los equipos de la liga francesa. El básquet de los españoles también era una opción; la liga de voleibol rusa, la liga inglesa de rugby, el circuito ATP, el ciclismo, el cricket, la Fórmula 1, todo empezaba a bombardearme la cabeza mientras me emborrachaba y fumaba sin parar ni dejar de oír los cánticos italianos fundidos en una sola gigantesca masa de mierda. Pero la vida es así. El fútbol no; la vida. Quién sabe. Fueron seis minutos de silencio y tres goles, nada más. Aún hacen programas especiales de ese partido, los veo siempre y no me dicen nada. Nadie recuerda el lío en los bares, los detenidos por disturbios, el olor y el cielo de esa noche, bueno: ni a Dudek lo recuerdan. Yo sí. Me salvó la vida. ¡Un polaco! ¿Quién se acuerda de los polacos? ¿Alguien sabe hoy quién es Boniek, o Lato, o Lubansky? El silencio me empezaba a picar las orejas; si te acostumbras al ruido, y yo antes de esta mierda vivía en los bares, si estás todo el tiempo invadido de sonidos, el silencio es algo para volverte loco. Estaba borracho pero no dejaba de oír ese silencio; empecé a creer que los italianos seguían goleando y ya ni celebraban, eso es imposible pero yo los imaginaba así, tirados en el piso, muertos por exceso de gol. ¿Exagero? En ese equipo del Milan jugaba Shevchenko, Kaká, Crespo, Pirlo, Seedorf, Cafú y el criminal Gatusso, ¿te das cuenta?, entonces no exagero una mierda. ¿Y en el Liverpool? ¿Gerrard? ¿Kewel, Luis García? Pero ahí estaban las calles esa noche, qué ciudad incomprensible es ésta, ¿no?, al menos tenemos el río, donde uno siempre puede acabar con todo, y esas callejuelas adoquinadas por las que regresé al bar, bendito bar, justo a tiempo para la tanda de penales. Lloré, ¿sabes? También el pobre Luc, viejo ya, bramaba impotente con los italianos que lanzaban sillas; y yo con mi héroe el polaco, nada más, mi última gran victoria, cuando el mundo aún vivía, cuando cada fin de semana… ¿lo recuerdas? Nunca más volví a ganar así. Después vino lo de siempre: condenado a observar desde esta ciudad pequeña, con un equipo igual de pequeño, por no decir miserable, el gran teatro del fútbol europeo, donde manda el dinero.

Están sentados en las escaleras llenas de mierda del impasse des Ursulines. Han caminado desde la rue Pouplin y en todo el trayecto por la rue Stéphany, la rue Lambert y la rue de L’Université, donde pararon a mear, Adelai no ha dejado de hablar y Sébastien no ha dejado de escucharlo, aunque leer esto puede parecer raro porque, por lo general, escuchar se considera una actividad pasiva, pero en realidad se trata de una acción de lo más activa, pues uno puede parar de hablar pero jamás puede parar de escuchar, aun cuando, como le ocurrió a Adelai, lo único que se escuche sea el silencio.

A Sébastien más tarde lo veremos de pie en el umbral del impasse Nihard, solo, a pocos metros de la rue Saint Gilles, con su celular en una mano y una lata de cerveza en la otra. Verá videos en youtube mientras mantendrá cortas e interrumpidas conversaciones por whatsapp; luego caminará por la rue Reynier o simplemente cruzará Saint Gilles, se internará por la serpenteante rue des Bénédictines, cruzará el Boulevard d’Avroy por la Avenue Maurice Destenay, doblará a la derecha para bordear el río hasta Hors-Château y ahí meterse en otro impasse.

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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