Foto: Paulo Slachevsky

05 de enero 2020

La carrerita del chico

por Sergio Navarro

Eran las 23:00 hrs del día 5 de octubre de 1988. Bajo un tórrido día había visto decenas de colas de votantes, que concurrían al Estadio Nacional, al Instituto Superior de Comercio, Insuco, en la calle Amunátegui, al céntrico Instituto Nacional, a votar en el plebiscito del Sí y del No, mientras recogía imágenes como corresponsal para la televisión canadiense de la votación. Pero esa noche me encontraba en el Comando del No donde transcurría una tensa espera por conocer los resultados del plebiscito. No había sido fácil el proceso propiamente tal, con múltiples trampas del gobierno, con mucho temor por parte de la población, y con una inmensa desazón para los partidos que apoyaban la opción del No. Lo cierto es que políticos y reporteros sudábamos apiñados esa noche en el pequeño recinto arrendado por el comando frente al edificio Diego Portales, en la Alameda Bernardo O`Higgins. Escuchaba un gran rumor que se esparcía por la sala, llena de conjeturas sobre las opciones. Me sorprendía que se hubiera evitado encender el televisor, pero tenían razón, durante toda la jornada la televisión chilena se había limitado a pasar dibujos animados, y habíamos tenido que aferrarnos a las informaciones que entregaba la radio Cooperativa. En sendos noticiarios la Cooperativa había entregado los cómputos del comando del No que daban por ganador a la opción No. Pero no podíamos evitar de recordar el cómputo oficial que entregara Alberto Cardemil a las 19:00 horas en que daba por triunfador a la opción Sí. Y luego había callado. A esa altura todos los temores y dudas, alimentaban a los que estábamos allí reunidos, si el gobierno respetaría o no los resultados, yo le decía compañero que eso iba a pasar. Y recordaba, cuando estaba de visita en Quito me había encontrado con un amigo sociólogo chileno que vivía en Alemania, me había preguntado cómo veía la cosa. La cosa era si Pinochet entregaría o no el gobierno si perdía el plebiscito. Yo le había asegurado que la oposición había tomados todas las medidas del caso, que existía una gran presión internacional que impediría desconocer los resultados, que la oposición establecería un conteo paralelo a boca de urna. No pareció convencerlo: dónde se ha visto que un dictador entregue el gobierno voluntariamente. Después vine a saber que en los últimos años se había realizado en el mundo 250 plebiscitos con regímenes dictatoriales, y que hasta ese momento en solo dos había ganado la oposición. Uno de estos había sido Uruguay en que triunfó el No, que a mí me había parecido ejemplar, y ese año fui a Montevideo para registrar el proceso. Entusiasmado por la experiencia me acerqué a algunos líderes opositores chilenos para mostrarles el video resultante, pero extrañamente no se mostraron muy entusiasmado con la visión de esta victoria opositora. Nunca entendí si era por incapacidad de procesar ese triunfo o por considerarlo pájaro de mal agüero, Uruguay no fue tema de nuestro plebiscito. Después de conversar con el amigo sociólogo en Quito me sentí demasiado ingenuo para aventurar que en el caso chileno sería distinto. Tiene razón, cómo el dictador va a entregar el gobierno, es impensable, tampoco las estadísticas lo avalan. Así y todo, había llegado la hora de la verdad, se decía que era inminente que Cardemil, vocero del gobierno, hablaría de nuevo por cadena nacional, alguien había encendido un televisor que tenía fondeado en una esquina, el resto no nos separábamos de la Cooperativa, nunca tan cauta como esa noche y objeto de toda nuestra atención.

Ese día habíamos recorridos diversos lugares de votación y presenciado un acto tranquilo, sin excesos, pareciera que todo el mundo se retenía, nadie cantaba victoria. Colas interminables de abnegados ciudadanos deseando llegar luego a la urna, derretidos bajo la canícula. Temprano había concurrido con Machuca a grabar al general que votaba en el Insuco, nos habíamos ubicado estratégicamente para verlo llegar, con una sonrisa indecisa, saludar cívicamente a los miembros de la mesa, y pasar raudo detrás de una cortina que protegía la cabina de votación. Yo tenía la cámara enfocada sobre la cortina esperando que hiciera su aparición. Preguntándome qué hacía yo en ese lugar arriba de una tarima, mientras Machuca me afirmaba, atento a que apareciera aquel personaje que estaba en la mente de todos los chilenos. Me descubrí sereno, impávido, preocupado por enfocar el lente, el dedo en el disparador de la cámara (un disparo inocuo sin producir daño). Claro, rodeados de otros camarógrafos que pujaban por tener el mono, varios me empujaban, yo me sostenía, tenía que tener el instante del general. Lo vi salir distendido, no alegre, levantando el voto que suponía lo confirmaría en el poder, había encuestas oficiales que lo aseveraban. Lo vi recorrer el pequeño trecho hasta la mesa, Machuca me sostenía porque ahora todos los camarógrafos ebullían. Me mantuve firme en la cámara porque el general colocaba su dedo índice en un entintador. Ahora sacaba el dedo, se daba vuelta, se exponía al público, y levantaba el dedo entintado de verde. No me olvidaré que vi ese dedo de verde, que a él no lo vi, mientras los flashes se disparaban frenéticamente, yo no quería soltar la imagen, pero era inútil, el grupo de camarógrafos se desordenaban buscando seguir al general, que había partido luego de devolver algunos aplausos de partidarios apostados en el local, ¿lo lograste? me preguntaba Machuca. A la salida del recinto, terminado el suceso, pude ver la información televisiva, y claro, sobresalía el dedo del general orgullosamente verde y una sonrisa de gato de Cheshire, desaparecer como había aparecido.

Ahora estaba en el cuartel general de la oposición, encerrado con dirigentes de la campaña, los veía debatir al fondo, detrás de un podio instalado para hacer declaraciones. Divisaba a Aylwin, Lagos, Mariano Fernández, Gabriel Valdéz encerrados en un círculo exponer sus opiniones, luego guardar silencio, mirar al techo o comerse las uñas. En un rincón al otro lado del recinto, sentado en una mesa se veía a Genaro Arriagada detrás de varios teléfonos, escuchar y escuchar, tomar nota en una libreta, ansioso y algo asustado. Llamé a Isabel para avisarle que el asunto se alargaba. ¿Y cómo va el recuento?, me preguntó. No sabemos mucho, está un poco pesado el ambiente. ¿Cómo es eso? Mucho rumor, mucha tensión, mucha incertidumbre, ¿y tú? Ya no veo la tele me dijo, no, no quiero verlo, en todo caso tenemos aún para algunas horas. Cuídate, me dijo. Dejé el teléfono y volví a mi sitio arriba de un altillo donde había instalado la cámara, desde allí se divisaba el lugar entero, ver a Mariano Fernández tomar el micrófono y pedir tranquilidad, me informan que hay manifestaciones aquí afuera, ha llegado un oficial de carabineros a exigir que el acto se disuelva. El calor remontaba y asediaba, todo el mundo se movía, algunos se asomaban a la entrada desde donde se divisaba el Diego Portales. Pero miedo, miedo no existía, sino incertidumbre por el reconocimiento del resultado. Genaro Arriagada se subía al podio para entregar un segundo computo del comando, a las 23:00 hrs el No ganaba por 57.8% contra el 40,2% del Sí. Se escuchó un aplauso medido, nada de euforia. Alguien decía, este resultado es gracias a unos cabros de la U de Chile, unos ingenieros que levantaron un sistema de recuento paralelo. Otro agregaba, los cabros de la Santa María montaron otro circuito de respaldo. Estos sistemas improvisados, hechos a pulso, diseñados en poco tiempo, marcaron la diferencia. Mientras veíamos a Aylwin abandonar el comando porque tenía que presentarse en un programa de canal trece. Otro que participaba en el programa era Onofre Jarpa, dirigente del Partido Nacional, enterado por Cardemil de que el Si perdía. Era ya medianoche, no surgía cómputo oficial alguno, se rumoreaba que Pinochet iba a desconocer el resultado. Cuando el general convocó a su círculo más íntimo a La Moneda se hizo claro que venía una definición. Corrían las tazas de café en el comando, sin ánimo para sentarse ni menos para festejar. Era un ambiente mustio, severo, contenido, de eterna espera. Hacia la una de la madrugada se vio en pantalla al general Matthei dirigirse a La Moneda, y en el paso, ser interrogado por radio Cooperativa: general, qué se sabe del resultado. Matthei dirigirse al periodista: tengo entendido que el No gana, estamos muy tranquilos. Pero el anuncio ya había desatado una euforia incontenible. Vi como los políticos que estaban en una suerte de estrado, se juntaban y se abrazaban mientras una pantalla que había estado inactiva repentinamente empezaba a trasmitir el spot del No, un coro que cantaba el himno del No y atrás se desplegaba la bandera con el arco iris. Vi a los político abrazados cantar la alegría ya viene. Al fin llegaba algo de celebración, antes de la confirmación oficial. La pantalla de mi cámara captaba las manos que subían y bajaban, algunas botellas de champaña que se abrían, y gente, mucha gente que bailaban enlazados por los hombros, como Zorbas cualquieras, cuerpos fatigados que se alzaban gastando las últimas fuerzas. Los políticos bajaban al hall central para abrazarse con partidarios que habían entrado al comando, aparecían viejos políticos liberales y otros radicales, para abrazarse con socialistas y democratacristianos. Lagos y Valdez habían desaparecidos, seguramente a enterarse de primera fuente por los datos. Al frente, en el Diego Portales, se había trasladado la noticia, la amplia escalinata se llenaba de periodistas y curiosos que se situaban entre filas de carabineros. Conocidos comentaristas entraban presurosos a la gran sala del Diego Portales convertida en sala de prensa. Mientras yo me quedaba al interior del comando hasta que hubiera un pronunciamiento oficial. La sala empezó a desocuparse, ganamos gritó un asistente, la jornada había sido muy larga y tensa, la concurrencia solo pensaba en irse a sus casas, con la noticia de que el plebiscito había sido ganado por el No, que eso ya era suficiente, y que habría que celebrar al día siguiente, más frescos. Así era el triunfo, desgastados pero felices.

Al día siguiente la gente se juntó en La Alameda, dónde más, a celebrar. Eran todos aquellos que habían seguido los acontecimientos por la tele, luego de cumplir su deber cívico, sintiendo que habían contribuido a botar la dictadura. Yo llegué un poco tarde, la gente seguía danzando, todos enlazados, algunos sacaban a los carabineros de punto de fijo y los hacían bailar, se sentía un reencuentro cívico. Pero qué había pasado en realidad. La promesa del No por el plebiscito había sido doble. Por una parte, botar a la dictadura, detenerla, hacerla retrocedes e instaurar una reinstalación de la democracia. 55% de los chilenos votaron por esta opción y los chilenos teníamos que agradecer a todos los que se movilizaron, gentes todas, masas y dirigentes. Pero la segunda promesa no era menos exigente: la alegría ya viene. Lo había cantado la muchedumbre voz en cuello aquel primero de octubre en la gran concentración final de la campaña, en la Panamericana Sur, aquella gran vía por donde se sale de Santiago rumbo al sur. Era la manifestación más grande en la historia de Chile, reunía a gente proveniente de todas las poblaciones que se descolgaban pasando por debajo de las pasarelas que intersectaban la carretera. Las pasarelas lucían con inmensos murales que celebraban al No y que llenaban de color la vía entera. Los carros de metro se habían llenado de manifestantes que voz en cuello anunciaban: y va a caer, y va a caer. Coro que retumbaba en las estaciones de metro hasta abarcarlas por entero, mientras la gente evacuaba la estación y desplegaban sus banderas. En la Panamericana Sur la gente recibió eufórica el anuncio que Los Prisioneros se presentaban, y se escucharon los primeros sones de El baile de los que sobran. Yo estaba a un costado de la tribuna, subido al techo de zinc de un edificio, y desde ahí captaba la algarabía popular. Y veía como subían los puños de miles y miles de gente cuando Los Quilapayún y Intillimani juntos hacían corear a la muchedumbre: el pueblo unido jamás será vencido. La cámara sobrevolaba los manifestantes para captar puños y más puños, y gargantas que coreaban a viva voz el pueblo unido una y otra vez. Al fin la gente podía cantar y hacer realidad ese clamor popular. Al final de una columna de gente, debajo de una gran copa de agua, vi un enorme retrato de Salvador Allende, pintado con trazos blanco y negro, que se mecía al vibrar de la canción, que más de una vez había escuchado en teatros de Montreal cuando los Intillimani visitaban la ciudad y hacían reunirse a la gran colonia de exiliados chilenos en Canadá. Pero otra cosa era verlo y escucharlo aquí, en la Panamericana Sur, donde el himno adquiría otro sentido, su sentido original, más potente y clamoroso, presagio del triunfo que venía. ¿Cómo íbamos a perder de esa manera? ¿cómo no decir que la alegría ya había llegado? Sentir cómo se desplazan los sentidos me lleva a escribir esta crónica.

Claro está, el triunfo del 5 de octubre (gloriosos octubres) trajo un avance y un alivio a todos nosotros, fue un triunfo categórico, con un claro ganador y un claro perdedor: corrió y llegó segundo. El ambiente del país cambió, era más amable, se conservó la buena vibra por mucho tiempo, la gente era gentil, se daba el asiento en el metro, te saludaban, volvíamos a ser el país en que nos reconocemos. Chile se había convertido en ejemplo mundial de cómo detener a un dictador, todo fue muy bello y casi soñado. Como fue bello saber que la franja del No fue admirada en el exterior como modelo de campaña, ágil, alegre y poco retórica. Éramos capos, se sentía. Pero esa maldita alegría que ya viene nos perseguía. ¿Por qué hacer promesas que quedarían luego en el aire? Creo que fue la volada de un creativo, José Manuel Salcedo, pero se convirtió en un peso difícil de sobrellevar. Uno viene a entender con el tiempo que para la gente la alegría ya viene representó algo más que un slogan. Era una aspiración profunda de contar con otro país, un país más justo. Si la alegría ya viene era porque no existía, y si no teníamos alegría era porque las oportunidades no eran las mismas para todos. Había algunos que lo tenían todo, habían acaparado toda la felicidad existente para negársela a aquella mayoría que se limitaba a patear piedras. Esos jóvenes que yo había captado en La Pincoya, que se prestaron para aparecer en Caminito al cielo. Estamos en un hoyo, cachai, me decía el “gallina”, y de aquí no podremos salir más. “Qué es lo que quiero, quiero salir de aquí, cachai, salir, ser otro y no andar estirando las manos”. Ellos no tenían nada que perder, todo lo de ganar. Fueron estos jóvenes los que estuvieron detrás de la caída del dictador, pensando que si caía, su mundo iba a cambiar. Nos pasó a todos que hicimos un acto de fe. En ese momento la prioridad estaba puesta en la caída del dictador. Se trataba de salvarnos de un régimen oprobioso y cuando de salvamiento se trata, dejamos todas las otras preocupaciones de lado y nos unimos tras una misma idea, un mismo proyecto. Fue tan grande el impulso por derrocarlo que el feliz slogan se tornó secundario. Pero no para ellos, para los que patean piedras y que no eran escuchados. Se esperaba que la concertación por la democracia iba a hacer la transformación definitiva de cambiar las bases económicas del país. Pasó Aylwin, pasó Frei Ruiz Tagle, y llegó Lagos, ahora sí, un socialista que ofrece ser la continuación del rico legado del socialismo moderno, un estadista. Pero Lagos quería que le dejaran hacer su gobierno, harta obra pública sin tocar el modelo. Con Lagos nos dimos cuenta que el asunto era el modelo. Cómo no haberse dado cuenta antes. Cuando Aylwin dijo “en la medida de lo posible” se sintió una limitación, una interdicción, el típico acartuchamiento democratacristiano. Pero Lagos sí, Lagos traería la alegría esquiva. Y ahí empieza la tragedia porque de la alegría la gente pasó a la resignación. El modelo se miraba y no se tocaba. Pero tal vez como a mí no me tocaba, como diría Bertold Brecht, no me importó mucho la brecha que se estaba gestando bajo la gastada alegría. La brecha crecía a escondida, en la ignorancia, hacía que la alegría fuera cada vez más lejana, se convirtiera en una ficción, una mala ficción. Tampoco sabía que algún día la brecha me iba a tocar a mí. No es fácil expresar esto sin caer en sociología que no es lo mío. Por eso retomo el presente con la sentencia de Alberto Fernández, próximo presidente de Argentina: el único milagro chileno es que la gente no protestara. No son treinta pesos loco!, es el modelo!. La explosión se sintió fuerte, volvimos a sentirnos orgulloso por el pueblo que somos. La plaza Italia pasaba a ser la plaza de la Dignidad, qué bella adquisición. Todo esto fue real, mientras la pelota estuvo en la gente. Una masa libre, espontánea, curiosa, chispeante, tranquila y gentil. El 25 de octubre volví a ver gente que cedía su asiento, o que te acercaban un vaso de agua, niños que te convidaban maní. Lo he dicho, volví a creer en la humanidad cálida y amorosa, estos ingredientes que el neoliberalismo desconoce. Pero como ahora estoy viejo, sabía que se trataba de un eterno retorno que nos acariciaba con su viejo tul, que presentaba su mejor cara, que sentiría un cosquilleo, que fatalmente me preguntaría: ¿y ahora qué?, hasta que la respuesta llegó el 15 de Noviembre. Siento en la guata a la derecha decir: hemos salvado al país, cuando era al gobierno que venía cuesta abajo. Déjenme dejar aquí las cosas, sin entrar a una diatriba, antes que se me acabe la paciencia. Déjenme ser ingenuo y creer que todo era falta de voluntad, que aquí todos somos chilenos, como diría mi amigo Raúl Ruiz. Déjenme jugar a ser chileno, pegar una trompaditas, reírme con los buenos chistes, comerme un bistecito y tomar una buena copa de vino antes que se me acabe la mesada. Déjenme sentir las cosas buenas de la vida, abandonar la crítica en la que nunca nos ponemos de acuerdo. Déjenme aprender a dejar las cosas en paréntesis como lo recomienda Edmund Husserl. Déjenme ejercer mi humanidad como ejercicio de libertad. Déjenme creer que no nací para cambiar el mundo, créanme, admiro a mi pacífico perro como se ha adaptado a las circunstancias. Pero pegar un empujoncito no estuvo demás. Fue divertido estar en la fiesta, ser feliz en un lapso pequeño de tiempo, recuperar el calor de las marchas. Déjenme sentir que la democracia existe cuando vemos millones de gente en la calle expresar su descontento, sus fatigas, sus anhelos. Y no me vengan a decir que la democracia estuvo en peligro porque nunca hubo más democracia que esa feliz tarde del 25 de octubre. Lo comido y lo bailado no nos quita nadie, bendita tarde, carnavalito de octubre, pequeño retorno. Fuimos tocados con las esperanzas de millones de chilenos que salieron con su loco afán. Me instinto me dice que de esta pasada saldremos algo mejor, que un lento desplazamiento tectónico se dejará sentir. (Creo que me repito, ya lo había dicho en mi novela de 1987). Su resultado tardará años en verse porque algo ya pasó y es irreversible. No esperaré más que eso. Por el momento con la carrerita del chico que salta el torniquete me basta.

Cineasta. Doctor en Estudios Americanos por la USACH.

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