22 de julio 2013

Librería Qué leo: Capital Cultural v/s Capital Simbólico

 

La última vez que compré un libro en la Qué Leo de Providencia fue Severina, de Rey Rosa. Fue por fines académicos, la verdad al autor no lo conocía y eso me inquietaba. Sin embargo cuando leí el libro me di cuenta de la importancia que las librerías asumen como espacios de diálogo y construcción de identidad. En Severina, un librero se enamora de una dama misteriosa, pandórica, que visita su tienda con regularidad. Esta mujer es una cleptómana y su debilidad son los libros, por lo que cada visita significó literatura extraviada, sin pagar el IVA, sin marcar el ISBN, sin recibir boleta. En Severina el narrador y protagonista ama a su peor enemigo, aquella hembra-serpiente, y es así como la novela te atrapa. Porque está en el lector unir el tejido y reconstruir la esfera existencial que conforma a este delirio amoroso, está en nosotros comparar nuestra vida con la vida aquí escrita. He ahí lo seductor; darnos a entender que una situación como esta no es imposible y aunque quizás no sea de la misma manera, puede que nos pase más de alguna vez. “No nos dimos otra cita; era como si hubiera un acuerdo secreto entre nosotros: volveríamos a vernos” – Severina (pág. 29).

Ahora cada vez que me subo a una librería me acuerdo de esa novela, me imagino observando el trabajo minucioso de una ladrona de literatura, aplicando su absorción clandestina, creando la mímesis del libro con su cuerpo. Me imagino a un librero seduciendo a una compradora ingenua, me imagino a una lectora pícara que inquieta al vendedor con su mirada, o a dos hombres que declaran su amor mientras leen en voz alta los mejores versos de un poeta europeo, traducido a regañadientes por un latinoamericano ansioso. Imagino también, a una feminista que se inquieta y enoja con ciertos volúmenes. Cuando me subo a una librería leo mientras siento que me leen, leo mientras me observan como si fuese un libro más, una especie de red intertextual. Cuando me subo a una librería me siento texto, tejido, literatura. Pero eso ocurre solamente en las buenas librerías.

Las librerías son espacios donde se construye identidad, donde surgen diálogos inesperados, como una especie de no-lugar que resulta cómodo, familiar y no ese mar terrorífico de velocidades y tiempos desarrollados al límite. Las librerías son en definitiva un portal, un universo repleto de dimensiones alternas, agujeros negros y mundos que sujetan la retina del hombre, como en esa hermosa película de René Laloux, La planète sauvage (1973), donde la especie humana (en la película se llamaban los Omms) son las mascotas de los Draag`s, gigantes extraterrestres que los controlan mediante unos collares. En este caso, podemos decir que al entrar a una librería somos controlados por los libros, nos toman del cuello, nos sujetan y obligan a observarlos, ser voyeristas de sus cuerpos, desnudarlos, sentirnos pornógrafos del contenido. Pero insisto, eso ocurre en las buenas librerías.

Frecuento mucho entre Universidad de Chile y Los héroes, al menos unas cuatro veces por semana y siempre (o casi siempre) que paso por cierta calle entro a una librería pequeña, con vitrinas enrejadas y un stand de libros apretadísimo, incomodo, difícil. Desde años que me subo a esa librería y lo hago básicamente porque siento que en ese espacio leer es un delito, que va en contra de la ley, que es incluso, un acto sin valor. Vez que entro y tomo un libro llega el vendedor y me critica, me pregunta si lo compraré, me pide que deje el libro donde estaba, que lo guarde, que lo deje junto al polvo que lo oculta. En ese lugar, nunca he tenido un libro en mi mano por más de diez minutos. Más de una vez ha pensado que quiero robar sus libros y más de una vez se ha enojado cuando leo y me río o cuando me pongo los audífonos para no escucharlo más. Finalmente, como siempre, termino con mis ojos en la calle.

Las librerías son espacios de diálogo, de reflexión, de construcción de identidad, pero no siempre es así. Hay ocasiones en que leer es un acto negativo, -si no compra no lee- te dicen, ¿entonces cómo compro si antes no lo pude leer? No toda adquisición cultural es premeditada, he ahí la magia y el sabor del asunto. Con el cierre de la librería Qué Leo ubicada en plena esquina de Av. Providencia, los espacios de tranquilidad al momento de leer y luego decidir si comprar o no se reducen. Sería uno menos dentro de los pocos sitios existentes donde se puede generar ese diálogo con los libros, con el vendedor que sí sabe lo que vende. Sería uno menos dentro de los pocos sitios donde uno puede convivir con la literatura que aún no has pagado. Es también, uno de los pocos lugares donde no existe el acoso.

El cierre de la librería Qué Leo significa a fin de cuentas una privación más dentro de este sistema de vida que por esencia es privativo. Y el tema en realidad es doblemente preocupante, porque una cosa es que Juan Ignacio Vinagre, el dueño del local, decida optar por una farmacia (capital monetario) en vez de una librería (capital cultural), pero otra muy distinta es lo significativo que resulta el vacío cultural que se confeccionará tras la ausencia de Qué Leo. Si el conflicto que actualmente pasa la librería es materia de discusión, noticia en diario y tópico de reflexión y escritura, es porque también las librerías en Chile son escasas, y las buenas librerías mucho más, de modo que la pérdida de este espacio traspasa lo geográfico, traspasa los productos que vende, traspasa los horarios de atención.

Los sectores de goce cultural son mínimos y esta librería se instala en un lugar estratégico, donde siempre tendrá público, siempre tendrá lectores (atrás de ella está Catalonia y la diferencia en cantidad de visitantes es avasalladora). Las librerías son para comprar libros sí, es verdad, pero también son para leer, para preguntar sobre ciertos autores, para que te orienten con ciertas lecturas. Al parecer esos lugares en Chile son cada vez más raros. 

Esto no se trata solamente del cambio de espacio, hablamos más bien del territorio cultural que se está posicionando en chile. Está de más decir que las farmacias en Santiago son una verdadera plaga, y demás también está aclarar que no es de primera urgencia una cruz verde más, o una Ahumada más o la que sea. Sin embargo qué difícil es aceptar que la cantidad de librerías en Chile es prácticamente nula en comparación con otros locales de “primera necesidad”. Promover la cultura en los espacios sociales en nuestro país es una verdadera falacia. De hecho la literatura es prácticamente solo para artistas, escritores o estudiantes de letras, las intervenciones artísticas en espacios urbanos son siempre vistas con ojos maliciosos y la libertad de expresión se asocia directamente con la ilegalidad. Nos es casualidad que suceda esto con la librería Qué Leo, no es casualidad que el dueño del local opte por una farmacia en vez de una librería, resulta chistoso incluso, que el dueño del local de apellide “Vinagre”.

“- No pueden quedarse con mis libros –dijo.

– Ya conoce la ley –replicó Beatty-. ¿Dónde está su sentido común? Ninguno de esos libros está de acuerdo con el otro. Usted lleva aquí encerrada años con una condenada torre de Babel. ¡Olvídese de ellos! La gente de esos libros nunca ha existido. ¡Vamos!

Ella meneó la cabeza” – Fahrenheit 451 (pág. 48). 

La novela distópica de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, nos da a conocer un mundo en donde la lectura está absolutamente prohibida, en donde todo esa gramaje de mundos posibles significa en definitiva un acto ilegal. Presenta un mundo donde leer significa ser infeliz, porque te abre perspectivas, te hace pensar, imaginar, creer en otros abismos. De modo que el gobierno, anudados con estos bomberos extintores de la lectura, proponen un sistema donde la felicidad gira en torno a la velocidad, el trabajo sin conciencia, el producir y el vivir para la producción.

Los bomberos son ahora quemadores, no apagadores de incendios, pero no son quemadores de casas o edificios viejos, tampoco de basura, son quemadores de libros. La ciudad es absolutamente tecnológica, el ritmo de vida es veloz, la televisión es el mayor medio de control y entretención, como una especie de Gran Hermano a lo Orwell. Afuera de ellas, se encuentran los mendigos, los N.N., aquellos que no son parte de este sistema de vida, pero también, es ahí donde se instala la contracultura, aquellos que piensan que leer un libro es un acto válido, una proyección de nuestra conciencia, un avance de valor cultural interminable. Aún así, el miedo los obliga a quemar los textos, conservando lo más que puedan en la memoria, traspasando el conocimiento de manera oral y generacional, siendo esta la única vía posible para conservar la cultura.            

Más allá de la distopía, más allá de la ciencia ficción y la lejanía de esa ciudadela con nuestro mundo, esta novela por su trama nos sirve de metáfora, nos sirve de reflejo retórico de nuestra condición. No estamos muy lejos de esa quema de cultura, de esa desaparición de las artes como capital cultural, como arma de lucha y crecimiento social. Las luces de Neón cada vez empañan más nuestra visión, nos niegan el tercer ojo, el ojo crítico, aquel que nos hace decir NO a ciertas incomodidades y de ese modo reaccionar ante los problemas que se presenten. La televisión nos genera estigmatismo, ya no podemos enfocar, solo vemos el roce de la vida como se extingue. Ingresamos a nuestra base de datos cultura basura, reality`s, farándula, simbolismos sexuales y emociones facilistas.      

Cerrar la librería Qué Leo es también cerrar un espacio de pluralismo e incremento intelectual. Es cerrar una puerta que nos abría paso al desarrollo. Claramente esta situación nos predica lo importante que es para este sistema tener a la mano (y ojala en precio de “oferta”) el medicamento que cura la enfermedad. Nos predica también, que no es necesario entender el estado de un enfermo. En caso de enfermar solo hay que ir a la farmacia, pero no saber la patología, no apelar a otras soluciones, no combatirla. Desterramos la librería e instalamos la farmacia, desterramos la proyección cultural e instalamos un centro de atención inmediata para los enfermos sociales. Ahora me doy cuenta que Artaud siempre estuvo en lo correcto.

“Todos somos fragmentos de historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí. Y ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí, y la ciudad está allí, envuelta en su abrigo de un millar de colores” – Fahrenheit 451 (pág. 162). 

 

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