foto: Nicolás Slachevsky

22 de marzo 2020

Matar a Portales

por Sergio Navarro

Un olor penetrante a vainilla invadió mi cuarto esa mañana apenas abrí la ventana que daba a la calle Francia. A media cuadra se alzaba el edificio mecano de Hucke indicando que la fabricación de galletas estaba  en su apogeo. En el cuarto de venta de la fábrica se apostaban diversos canastos con galletas a granel que se exponían a ser tocadas por todos los niños que visitábamos ansiosos el lugar. Yo pedía medio kilo de galletas de vino y una dependienta tomaba una puruña para deslizar las galletas al cartucho; no me alcanzaba para comprar los ricos Sahnenuss que asomaban envueltos en papel picado en lindas cajitas de chocolate. Lo cierto es que el olor a vainilla no me abandonaba jamás, convivía con el suave aroma, mientras iba al colegio Agustín Edwards por la calle Pedro Montt. A veces me desviaba por la avenida Brasil y pasaba por frente de la fábrica Tres Montes, para sentir el fresco olor a café recién molido. De Tres Montes se elevaba todas las tardes, a las cinco, una densa fumarola de vapor que se esparcía por toda la ciudad. A un costado de avenida Brasil aprovechaba de visitar la embotelladora para observar la cinta transportadora de botellas de Coca Cola, sabía que allí probaría gratuitamente alguna bebida y que me regalarían una cajita con botellitas diminutas. Valparaíso era una caja mágica, un jardín del edén  para cualquier niño, que recorría  sus calles entre palmeras y monumentos a Colón y a un señor Bilbao, que no conocía. Cuando iba atrasado al Instituto chileno norteamericano me subía a un gentil trolley bus, amaba esa parsimonia de desplazamiento asomado a aquellas ventanas que subían y bajaban, y dejaban entrar airosos edificios que seguía por la avenida Brasil y se adentraba hacia Esmeralda. De vuelta a casa, por Esmeralda, la calle se llenaba de olor a empanada recién hecha que salía de  un emporio que hasta hace poco había resistido abierto. Yo me iba con el olor pegado y el apetito abierto corriendo a casa. Debo confesar que mi vida transcurría en el “plan”, no conocía sus famosos cerros, que lo hice solo más tarde cuando habité en el Cerro Alegre. Pero el plan era otra cosa, era la ciudad encantada, llena de recovecos y olores, con su pujante comercio, con la casa Gath y Chavez en la esquina de Condell con Eleuterio Ramirez, con sus vitrinas donde admirábamos muñecos mecánicos que movían pies y manos, o trenes que giraban en pistas con obstáculos, y en Navidad el viejo pascuero que flotaba sobre su trineo se prestaba para sacarse una foto con los niños, mientras caían copos de nieve, con las campanadas que cada quince minutos irrumpía la torre de la iglesia de los Sagrados Corazones, en calle Independencia, iglesia frente a la cual viví hasta los diez años. En esa casa, abrir la ventana era asomarse al porte gótico de la iglesia, con sus pórticos en ojiva de rememoranzas francesas, que solo vine apreciar mucho más tarde, cuando fui capaz de subir la vista a su magnifica torre que remata en flecha y  adentrarme  a la nave central y sus  columnas pintadas con la flor de lis, ese símbolo de poder, honor y lealtad tan propio de la realeza; hasta ese momento solo estaba familiarizado con la gruta de Lourdes a un costado de la entrada, donde solía rezar hincado en una plancha de pizarra: “Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues tu celestial princesa , oh virgen sagrada María, no me dejes  madre mía”. Yo me había criado jugando en la Plaza Victoria, arrastrando Pluto mi perro de madera que se movía en ruedas. Los domingos venía la banda del regimiento Maipo a tocar en el kiosko que presidía la plaza, llenarse el lugar de bicicletas y coches de guagua, con las mamas sentada en el borde de la pileta central con su fuente de vestales; mi viejo  tenía una “fuente de soda” frente a la plaza, aprovechaba los días domingos de vender empanadas para los clientes que venían a jugar al cacho en la mesa del fondo y tomaban su cerveza negra Toro. Ya más grande me interesaban las plumas fuentes que vendían en la librería La Joya Literaria, de la calle Condell,  logré que mi madre me comprara una pluma fuente cuando dejé el pantalón corto y me gradué con el pantalón largo. Después tuve que comprar la tinta china negra Higgins para hacer mis dibujos de colegio. Lo cierto es que amaba atravesar la Plaza Victoria y llegar a Pedro Montt, donde se construía el moderno edificio Carvallo en la punta de diamante con Independencia. Y me perdía en la calle Las Heras para pasar a ver la vitrina del restaurant Menzel donde había un estanque con agua en que  peleaban dos grandes langostas permanentemente, y de adentro del recinto salía un fuerte olor a mariscos y pescados, a veces un tufo a vino rancio, todo lo cual me detenía más de la cuenta. Pero el barrio entero se llenaba de olores, debe haber sido por el aire prístino que dominaba la ciudad, salía de la panadería Buen Gusto que un panadero griego tenía en Las Heras, o de la fabricación de spaguettis y lazañas en el emporio Napoli de la esquina con Pedro Montt, en el edificio que tenían los radicales que en sus campañas políticas solían colocar unas inmensas bocinas en donde se  escuchaba la marcha sobre el Rio Kwai, pasar al lado del teatro Victoria para sentir el aroma de los caramelos Forno, seguir con los envolventes olores de los embutidos que se vendían en el emporio O Sole Mio, frente al Parque Italia, mi tío David que nos llevaba inmensos plátanos y deliciosas aceitunas del Huasco cuando nos visitaba, de allí enfilar a la casa después de atravesar el parque, con sus pletóricas esculturas, la loba que alimenta a Rómulo y Remo arriba en una columna, o el museo marítimo en la otra esquina del parque donde mostraban un enorme torpedo que no había estallado en la guerra civil de 1891 y maquetas de viejos navíos de la Armada guarecidas en vitrinas, viejas chaquetas de héroes navales que olían a naftalina. El plan era un parque de diversiones interminable para el recorrido de un niño, también la catedral hacía sonar sus campanas, al frente del cual vendían manzanas confitadas que hacía rechinar mis dientes, prefería las sustancias de Chillán o los algodones de azúcar coloridos que vendía un carrito en la esquina con Carrera. Siempre conocí sus calles llenas de tranquilos transeúntes que disfrutaban de sus paseos, sin el stress del consumo, mostrando sus divertidos atuendos, muchos caballeros y señoras de sombrero, niñitos con trajes de marinero, o esas niñitas con vestidos floreados de amplia falda y con un lazo a la espalda, corte de pelo tipo ciprés,  como lo retrató el celebre Sergio Larraín en las escaleras del edificio Bavestrello.

Hay algo que no se entiende cuando hablo de región, por eso es necesario  expresar sus particularidades. No se entiende qué se rompió en la historia del puerto, no fue tanto la apertura del Canal de Panamá (que tildan como causante de la decadencia del puerto) sino el producto de la política centralista y uniformista, de un “estado en orden” , que acabó con las iniciativas de regiones. Valparaíso era una ciudad que había encontrado su perfecto equilibrio. Si quería el encanto nocturno iba con mi padre a la costanera, entonces abierta, a sentarnos en una banca para ver las luces de los barcos surtos en la bahía tintinear como luciérnagas y reflejarse en las tranquilas aguas de la bahía. Si querías sentir la tibia brisa de la tarde, subías por la calle Condell hacia las cinco, y recibías las caricias de los rayos de sol que a esa hora caían frontalmente sobre la vereda de baldosas amarillas. Si querías contemplar la ciudad y sus cerros, ibas con tus hermanos a pasear por el molo, entonces abierto, hasta la punta donde estaba un faro, y desde allí, entre las siluetas de barcos y lanchas anclados en la bahía alcanzabas una vista panorámica perfecta del anfiteatro completo. Si querías hinchar tus pulmones de patriotismo, mirabas desde el mismo faro al magnifico acorazado Almirante Latorre anclado reciamente frente a la poza de abrigo, guareciendo la ciudad.  Si querías deleitarte con la magnífica luz del puerto, te subías una tarde a la terraza del mercado del puerto  y mirabas hacia los cerros donde sus casas devolvían todos los nítidos colores de sus muros, con dorados amarillos o furiosos rojos, bajo un cielo diáfano y tranquilo.  Valparaíso era una fiesta, por donde se lo mirara.     

Valparaíso había alcanzado hacia la segunda mitad del siglo XIX  e inicio del siglo XX la dimensión de un puerto capaz de abastecer necesidades provenientes de las salitreras al mismo tiempo que desarrollaba su rol de gran importador de bienes de consumo a nivel nacional. A mi me gustaba ir a los almacenes de la casa Duncan Fox en la calle Blanco, donde se situaban los lugares de almacenajes de las empresas importadoras, para juntarme con mi primo Onofre que administraba una gran bodega. Duncan Fox era responsable de marcas de té  Dulcinea, de artículos producidos en Manchester como lienzos, hilos, cemento, pinturas, aceite combustible con el que abastecía las oficinas de nitrato, del conocido líquido abrasivo Brasso para hacer relucir los artículos de bronces,  todo Chile se lustraba los zapatos con betún Nugget que Duncan Fox traía de Inglaterra.  El comercio de cigarrillos eran muy requeridos desde las salitreras lo que llevó  a que en la ciudad se fabricaran numerosas marcas  para ser consumida por los obreros del salitre, uno de los grandes empresarios del tabaco fue Fernando Rioja, el mismo del palacio existente en la calle Quillota de Viña del Mar.  Era necesario proveer de bienes de alimentación a los lugares del norte que carecían de agricultura y ganadería. En este rubro se destacó Pascual Baburizza, un emigrante croata, que rápidamente desarrolló  el suministro de mercaderías a las oficinas salitreras, compraba grandes fundos, como la hacienda San Vicente en Los Andes, engordaba ganado vacuno Holstein que transportaba en sus propios barcos al norte. Su fortuna le permitió crear el Banco Yugoslavo, con otros socios croatas, en la calle Prat. Baburizza llegó a producir leche en polvo con patente de Nestlé. La azúcar provenía de la Refinería de azúcar de Viña del Mar. Los fideos los producía Carozzi en su fábrica en Quilpué.  Frutas, quesos, forraje, trigo candeal y cebada provenían de los fundos del valle del Aconcagua, como también los ricos vinos que producía la viña Panquehue, las paltas de Quillota. Cecinas, aceite, jabones, cerillas, galletas, duraznos en tarro, toda la región se ponía en marcha para abastecer el rico mercado interno. El Té Santa Filomena lo importaba la casa Betteley y Cía. Los chocolates los hacía la fábrica Costa, también Hucke. Los caramelos de menta eran especialidad de Ambrosoli. La cerveza procedía de Limache producida por la más moderna cervecería del país que más tarde terminó convertida en la CCU. Y el cemento para construir el muelle de Antofagasta y el Hotel Carrera en Santiago, se produjo en la mina El Melón de La Calera. Finalmente el vestuario era resorte de los sastre italianos de la ciudad y los perfumes eran importados por comerciantes franceses de la plaza. Este inmenso polo económico fue llamada Provincia de Aconcagua, que me tocó conocer en los años cincuenta.

En la calle Prat se ubicaban los grandes bancos  como el de Agustín Edwards que  aseguraba las transacciones comerciales con las salitreras, o el banco Anglo – Sud americano, orgullo de la ciudad por su magnífico edificio proyectado en Londres, que procedía del Bank of Tarapacá and London constituido para  fomentar el comercio de nitrato entre Chile y Gran Bretaña, en su interior se pueden encontrar placas que recuerdan a chilenos súbditos ingleses que  murieron en la Primera Guerra mundial. En la esquina con Urriola estaba la Bolsa donde  se transaban las acciones de las numerosas oficinas salitreras, así como minas de cobre y de fierro. Más abajo, en la calle Esmeralda, se alza el edificio del diario El Mercurio con el mensajero alado que asoma en su parte superior, a su costado la subida que lleva al paseo Atkinson, inmortalizado por el pintor Alfredo Helsby, al frente estaba el Café Vienés muy concurrido por los periodistas y el caricaturista  Lukas,  y casi al lado la  compañía de cables American Express  que conectaba al país con el extranjero a través de los cables de comunicación submarinos que operaba. En la subida Tomás Ramos la importante imprenta y litografía Universo, de donde salían revistas como Pacífico, Zigzag , Sucesos y hermosas imágenes de la ciudad.

La plaza Victoria se caracterizaba por la torre del edificio del diario La Unión, en cuya cima una pizarra electrónica hacía correr noticias, ahí leí la lista de los bomberos fallecidos en el trágico incendio de Año Nuevo, en 1953.  Recuerdo muy bien el diario porque sus reporteros eran clientes asiduos de la fuente de soda familiar. Como también recuerdo al bombero Thibaut que hacía avioncitos de papel que volaban sobre las mesas de los clientes. Y por toda la ciudad cuarteles de bomberos, Bomba Germania, Bomba Americana, Bomba Inglesa, Bomba Cristoforo Colombo, Bomba zapadores franceses, Bomba España, ninguna colonia faltaba al deber. El entierro nocturno de los bomberos, que atravesaban la plaza Victoria y subían al antiguo cementerio por calle Cumming, era un espectáculo extraordinario, todos los cuerpos de bomberos de la ciudad desfilando solemnemente  con trajes de gala y portando grandes antorchas. Todo lo dicho transcurría en la gran vía que une Plaza Sotomayor con Plaza Victoria, con su inflexión en la Plaza Aníbal Pinto, por donde fluye todo el torrente ciudadano que ha bajado de los cerros. Por cierto la Plaza Victoria fue mi patio de juego hasta mis seis años. Al frente, la Fuente de soda Al Carillón, de mis padres, que ya no existe consumida por un incendio.

Las grandes importadoras de origen inglés llevaban una gran delantera respecto al de otras naciones. Ubicaron sus grandes almacenes en la calle Blanco, zona destinada a tal objeto luego de la restructuración de la ciudad tras el terremoto de 1906. Weir Scott y Cía, con su fábrica de leche condensada; Gibbs y Cía; Wessel Duval y Cía, Williamson, Balfour y Cía, eran las casas de comercio inglesas más conocidas en el Puerto, traían cubiertos de plata, vasos de cristal, juegos de loza, mantelería, muebles. Paralela a Blanco corría la avenida Brasil un agradable paseo de alabadas palmeras y de casas residenciales que brillaban con el sol de la tarde. El punto culminante de esta avenida era al Arco de la colonia británica, con su imponente león sentado sobre el remate superior, que atravesaba el paseo. A un costado del monumento se encontraba el zoológico del mono Titi, que se distinguía por sus aves exóticas a la venta. Que colindaba con la Caja Nacional de Ahorros, donde mi tía madrina había abierto una cuenta a mi nombre. En la calle Chacabuco se ubicaba la Compañía Cinematográfica Italo-Chilena, dedicada a la compra y venta de películas y máquinas cinematográficas, distribuidora  de películas  de los estudios Gaumont, Universal, United Picture, Vitagraph, Republic y de las series Fox, Tom Mix entre otras. La Casa Curphey importaba las victrolas RCA Victor, exhibía un inmenso perro de yeso en su fachada de la calle Blanco (La voz del amo) y anunciaba lo último en discos de 78 rpm.  Recuerdo que en una pascua mi padre trajo una radioelectrola RCA Victor a la casa, comprada en la Casa Doggenweiler de la calle Pedro Montt, la radio traía un ojo mágico para sintonizar las emisoras, el tocadisco, un cilindro para insertar los discos de 45 rpm. En Salvador Donoso, Joaquín Edwards Bello recordaba un teatro al cual asistía en su juventud.  Mis teatros favoritos eran el teatro Condell, el teatro Valparaíso, el teatro Velarde, el teatro Real, el teatro Imperio y el imponente teatro Metro cuyas matinales de los días domingo no me las perdía, allí conocí la serie Tom y Jerry que producía Hanna-Barbera para Metro Goldwyn Meyer.  Solo me alcanzaba para comprar una entrada al paraíso, que de tal no tenía nada con sus duros tablones de asiento. Con tanto tráfico de cabotaje  se hizo imperativa la necesidad de proveer al puerto de nuevos muelles, con grúas eléctricas, diques flotantes, un buen rompeolas y de líneas ferroviarias que enlazaran con el sistema central. El costo del Molo de abrigo significó treinta y cinco millones de pesos oro. Durante la primavera y en verano soplan los vientos fríos del Sur que son abordables , pero  en el invierno el peligro viene con el viento Norte que puede provocar furiosos temporales que arrasan con la costa.  La gran obra que se conoció como el Molo vino a subsanar esta dificultad operativa, y sigue hoy día prestando utilidad.

Valparaíso nunca llegó a ser una ciudad industrial por la sencilla razón que el modelo económico, desde los tiempos de Diego Portales, adoptó el modelo de la exportación de materia prima y la actividad comercial  como sus dos grandes ejes de desarrollo económicos. Mientras Valparaíso asumió su carácter de puerto de transferencia de bienes de consumo y la comercialización de estos productos, fue una ciudad sustentable. Dos hitos marcaron su decadencia. El crac económico de la bolsa de Nueva York en 1929, que produjo el cierre de numerosas oficinas salitreras y el fin de este mercado para la economía porteña, y posteriormente la expropiación de los ingresos por la actividad portuaria, en provecho de la capitalización de la naciente Corfo, que impuso el gobierno de Aguirre Cerda en 1939, que terminó por mermar los recursos propios con que contaba la ciudad. De ahora en adelante la ciudad no tendrá ñeque y deberá contentarse con vivir de la infraestructura instalada. Ya no  volverán a construirse grandes obras, como el moderno edificio de Correo, la notable Estación del Puerto, y el flamante Palacio de Justicia, últimas obras públicas de importancia de la época;  o las obras de iniciativa privada en los 30 como el edificio de la Cooperativa Vitalicia, canto del cine, que fue el edificio más alto construido en Chile y el edificio del teatro Valparaiso con el emporio Ultramarinos y la fuente Bogarín, donde se comían los helados más ricos. En los 30 alcanzó a desarrollarse el importante paseo que es la avenida Altamirano que remata en el balneario de Las Torpedera antes de llegar hasta  el Cementerio de Playa Ancha. O la otra gran obra que fue la avenida Alemania, conocida como Camino de Cintura, o cota cien, la única vía que hasta hoy  une la parte alta de la ciudad. Después la ciudad entró en hibernación.

Pienso mucho en ti Valparaíso.   Siento el malestar de no verte pujante, de ver que ya no te elijen para vivir en tus cerros, que prefieren residir fuera de ti. Te has convertido también en una zona de sacrificio que no recibes recursos para subsistir. Nadie te quiso escuchar. Han dejado que te deteriores sin compasión. Llegan a ti a buscar tus amores pero luego huyen a sus refugios habituales, te has convertido en una ciudad de paso. Valparaíso ¿has perdido tu alabado equilibrio, tu habitabilidad tradicional?. Te recuerdo amable cada vez que bajaba del cerro Alegre, pasaba por la plazuela San Luis, enfilaba por Montealegre hasta llegar contento al ascensor Baburizza, saludar a los pasajeros, contemplar la bahía y los cerros en un mismo acto, conocer el estado de la ciudad esa mañana,  y así acceder al plan, a la plaza Sotomayor.  Qué delicia caminar cerro abajo hasta tocar las baldosas de la calle Prat, detenerme a tomar un expresso en La Rotonda, frente al Banco Chile. Ya todo había empezado bien por la mañana. Todo era posible en la actividad diaria de la escuela de cine donde trabajaba. La gente conservaba aún cuotas de  amabilidad que llevaba a deslizarme con tranquilidad, sin estrés, con el magnifico mar del Pacífico que me acompañaría hasta llegar al cerro Playa Ancha. Y de vuelta a casa pasar por Melgarejo, un corredor en que azota el viento al llegar a la plaza Aníbal Pinto, llegas con viento de cola a la fuente de Neptuno. Esto es calidad de vida, me decía, no andar a tropezones con los peatones, no correr en vano, no es una mirada ni nostálgica ni medioambientalista, me decía, menos una mirada turística, es una forma de vivir la ciudad que nuestra sociedad ha  perdido, y cuyo precio aún está por pagar. Por que algunos han buscado en la segregación las formas de asegurar su zona de confort. Han separado ricos de pobres. No hablo de zona de confort, hablo de convivencia ciudadana, de encontrarme con todo tipo de habitante, de mezclarme con pudientes y no pudientes, y esa transversalidad aún subsiste en Valparaíso, como lo había conocido el cineasta Joris Ivens en 1962 al realizar su célebre documental “A Valparaiso”.   Pienso mucho en cómo hacer sustentable esa forma de vida, ya que el modelo de Valparaíso se ha depreciado, se ha abandonado su experiencia ciudadana.  Me duele ver tanta gente vendiendo baratillos sobre trapos dispuestos en las veredas, no es digno que un ciudadano se vea obligado a mirar al suelo. Me gustaría ver a ese mismo habitante llegar al estadio Playa Ancha donde juega el Wanderers, y luego del triunfo pasar a una quinta de recreo, al Roma, a tomarse un borgoña. Eso sería lo justo para usufructuar su calidad de ciudadano. O pasar por un club social a jugar cacho mientras come su empanada de queso. Esas formas amables, gentiles, que no son caras, no son cruceros a las Bahamas, son perfectamente asequibles. ¿Qué hacer para volver a las formas simples pero efectivas de convivencias?, ¿qué hacer para evitar el deterioro a luces vistas de las ciudades que algún día fueran modélicas?, es feo, una mala costumbre neoliberal, el botar por la ventana lo que estiman obsoleto, decrépito y renovable en una ciudad. Es haber perdido el sentido de valorar lo más humano y sensible a cambio de un confort mal entendido, engañoso, que puede revertirse.

Y en todo instante me pregunto, casi obsesivamente, el rol que tuvo Diego Portales en los nuevos designios. Creo que fue el propulsor de un falso camino para la nación. Es la mirada, sí, su mirada sobre la sociedad chilena que me perturba. ¿Por qué pretender que una élite deba gobernar puesto que el conjunto de la sociedad es incapaz de gobernarse?. No me parece justo un juicio tan descalificador. Es mejor que avancemos todos juntos sin distinción, sin privilegiar a los más capaces, que te lleva a equivocarte, aquí nadie sobra.   Lo más rápido no siempre resulta lo más justo. Necesitamos otras miradas que las endógenas, miradas más desinteresadas. Necesitamos romper el nefasto paradigma de ganadores versus perdedores, donde los ganadores no tienen en qué gastar lo ganado y los perdedores no tienen qué ponerse, como decía mi amigo Raúl Ruiz.  Esa mirada depredadora es propia del neoliberalismo, creen que la depredación es el signo de progreso  de la humanidad. Portales, desgraciadamente, creyó en el gobierno aristocrático, aborreció del pueblo llano. Terminó con concentrar el poder en pocos, abandonar a su suerte a las miradas ajenas a la metropolitana. Apostó por una falsa unidad, puesto que los que ganan con la unidad son los beneficiados de siempre que no quieren oposición alguna. Hemos pasado de la aristocracia a la meritocracia, que viene a ser tan depredadora una y otra. La única unidad posible, Portales, es en la diversidad, en la repartición de poder, en impedir que el poder se enquiste en los codiciosos de siempre. Si las regiones, en tiempo de Portales, hubieran retenido sus conquistas, su poder, el país sería más igualitario, más justo. No tendríamos a un Valparaíso limosneando las migajas con los gobernantes de turno, tendríamos una ciudad que intercambia  su potencial con Viña del Mar, Quilpué, Quillota, Limache, Los Andes, San Antonio, Papudo, Quinteros, con todas esas maravillosas localidades, con La Ligua y Petorca, con San Felipe y Putaendo, con Olmué y Catapilco, con lo cual ya es suficiente. O sea, tendría interlocución local, escucharía y sería escuchado, habría una sola voz, la voz del Aconcagua. Se repartiría entre todos lo que todos generan, no habría fuga hacia los más ricos.  Y la gente de San Felipe, de Cabildo o de Calle Larga, vendrían a conocer  Valparaíso,  a intercambiar sus productos, a estudiar en sus universidades, admirar su patrimonio y  sentirse que es una sola y pujante región. Y pujar por descontaminar efectivamente Ventana y Puchuncaví. Repatriaríamos nuestro valores republicanos pisoteados por la sociedad de consumo. Seríamos un solo país con Mendoza, es lo que yo pienso. ¿Pero, a quién le puede importar que dialoguemos con los vecinos de entorno?, si todo pasa por Santiago y lo único que importa es lo que Santiago piensa, ese es tu legado Diego Portales. Destruiste la riqueza del país, lo volviste monocorde, insípido, pero con orden. Viva el desorden.

Cineasta. Doctor en Estudios Americanos por la USACH.

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