Foto: @pauloslachevsky

31 de octubre 2023

Multitudes y Post-hegemonía. 

por Mauro Salazar J. y Carlos Del Valle R.

Repensar las condiciones materiales de la Revuelta de Octubre

¿Basta con festejar el momento puramente destituyente de
la revuelta que tiene a la calle como escenario performativo de
corporalidades en ruptura de orden, o bien hace falta, como sí
lo creo, conjugar destitución, constitución e institución(es) para
que las actuaciones de este nuevo cuerpo político logren efectuar cambios
en las estructuras de poder a las que se enfrenta? Desde mi
punto de vista, la insumisión de los cuerpos es una condición necesaria
pero no suficiente para habilitar un nuevo régimen de subjetividad
política: un régimen que no sólo dependa de la fuerza del deseo (“querer”)
sino de los escenarios a ocupar para que esta fuerza se
traduzca en creación de alternativas (“poder-hacer”).

Nelly Richard, 2020. R.P.M

Modernización oligárquica. Bajo el lustro 2010-2015, irrumpió un despertar crítico contra el consenso managerial heredado de los tiempos de post-dictadura y orden postsocial que, contra todo, aún lograba articular memoria, violencia y democracia. Durante dos décadas la modernización abundó en prácticas de deseo y escrituras sumisas haciendo visibles las huellas de una realidad institucionalista donde los contratos ficcionaban un país henchido en credenciales glonacales. A la sazón se expandieron los niveles de segregación (Fazio 1997 y 2005), desigualdad material y una  intensa bancarización de la vida cotidiana -como veremos más adelante. Pese al equilibrio inicial entre “desigualdad estructural» y paz social, por la vía de los accesos (consumos), ello comenzaba a padecer un desgaste representacional. 

Pese al argot glorificante de los servicios, desregulación, commodity, consumo conspicuo y episteme crediticia de los años 90’, las primeras formas de agotamiento estructural que fueron tempranamente retratadas como Paradojas de la modernización en el informe PNUD de 1998. Con todo se festejaba una inflación decreciente y una cesantía controlada para el ciclo 1988-1998, so pena de que la ciudadanía ya padecía temores en las relaciones interpersonales, incertidumbre, problemas de sociabilidad y desconfianza en los sistemas institucionales. 

Todo fue administrado por los monopolios mediáticos –el espectáculo como pacificación de los antagonismos– y la continuidad dominical, resolviendo las insatisfacciones con la autoridad del saber experto y focal que pone de final ineluctable a la globalización como índice de crecimiento. El ecosistema de medios fungía –indefinidamente– como una lengua de la modernización, desplegando sobre sí misma una turba de anuncios, sensaciones, tumultos visuales, símbolos y mercancías que hacen posible el acceso sin necesidad de pasar por la igualdad social, o al menos por su promesa de oportunidades democráticas.

La escena de aparición de los cuerpos y voces disidentes, algunos exuberantes,  impugnaron activamente las simientes del «modelo terciario», y las “fábulas celebratorias” del dispositivo modernizador, mediante relatorías que desnudaban los vocabularios homogéneos del progreso crediticio (1990-2011). Dados los  vértigos de los campos informáticos, la impunidad de los simulacros y la espectacularización de la política fue cuestionada como la “transición” de la disciplina hacia el control. Por esos años se había reinscrito la pluralización de las demandas -crítico/modernizantes- en torno a un eventual filosofía distributiva para mitigar la fatiga arancelaria de la educación superior y la pauperización de la “muda vida”. Y como comenta Nelly Richard, “[el] reparto urbano que le reserva a lo masculino el privilegio de la exterioridad política, histórica y social confinando lo femenino al lugar desvalorizado de la interioridad privada, doméstica, familiar” (74, 2020).

Las voces críticas y las tribunas editoriales, imputaron al Estado subsidiario -dada la ausencia de todo marco preventivo- como el promotor del karma crediticio, so pena que el régimen de educación nacional siempre ha sido de provisión mixta, semiestatal o privado con fondo público. Y así el «paradigma modernizador» debió enfrentar un ciclo de ebullición que ponía en circulación, semánticas discrepantes y un nuevo reparto de hablas que abría la escena del disenso, por donde circulaban «flujos de expresión», litigando con las plusvalías mediáticas del espectáculo corporativo. Ciertamente, la mediatización del deseo y la furia publicitaria eran recursos de gubernamentalidad que refrendada una subjetividad de etnografías blandas.

En pleno movimiento ciudadano centrado en la demanda educacional (la figura lucrativa del 2011) se precipitó un cuestionamiento radical -un nosotros inconcluso– a la “modernización acelerada (Peña, 2020) cuya defensa normativa descansó en la expansión de la tasas de cobertura («masificación») para la educación superior en el ciclo 1990-2010. Por fin, aquí fueron emplazadas las epistemologías transicionales, su devoción por instituciones sacramentales, so pena del gesto declarativo por avanzar en nuevo texto constitucional (Fuentes & Joignant, 2015). 

Ello fue anudando una demanda insatisfecha que se hizo pública bajo el malestar (la cuestión del malaise), que alcanzó (PNUD, 2001) a cartografiar cualitativamente los componentes críticos, pero sin dimensionar el estatuto político de la expansión elitaria y sus efectos de segregación -aporofobia- y producción de «cuerpos monetarizos» propios de nuestro laissez faire oligarquizante. Todos los sucesos en ráfaga se expresaron en una recursividad de movimientos y ciudadanos de distinta intensidad que, no necesariamente deben ser leídos, bajo una continuidad de movimientos post-neoliberales en cuanto repudio -irrestricto- hacia el equilibrio entre pax social y desigualdad estructural por la vía del sistema crediticio. 

Luego de los aconteceres urbanos, vino un debate Constitucional que se expresó en los cabildos impulsados por la Nueva Mayoría que migraron por los cauces institucionales y los empeños por alcanzar un texto jurídico de raíz post-pinochetista. El fulgor de la «insurgencia protegida», 2011, su intensa vocación hegemónica, coronó un inusitado ciclo de protestas contra la vía chilena de capitalismo académico, centrada en el Crédito con Aval del Estado, y un conjunto de demandas insatisfechas (malaise) que impugnaba la producción de “indigencia simbólica”, la violencia fáctica del capital traducida en “bonificación” (huella de la acumulación), pero sin fracturar los mitos del paradigma de la gobernabilidad, traducción como teoría institucionalista que fomentaba los consensos. 

Malaise y hegemonía. En suma, las multitudes del 2011 y sus tramas expresivas -el llamado “mayo chileno”- contribuyeron a enarbolar el afán “maximalista” de la gratuidad total (significante amo) y la sedimentación de una “demografía de los deseos” que más tarde se consagró a impugnar con vigor napoleónico (FA, 2017) las bases segregadoras de la modernización pinochetista. Abundaron nuevas agendas sobre Gratuidad, No más AFP, Freirina, HidroAysén, abusos del retail, las demandas de género, derechos feministas, minorías activas y  la privatización ominosa de los recursos naturales -el agua, por ejemplo-. Los sucesos gozaban de un excedente “metafórico hacia” una tendencial teoría hegemónica con sus articulaciones colectivas. Ello, de una u otra manera, había centrado el foco de la discusión en restituir un “principio de universalidad” (¡educación gratuita y de calidad!) cuestionando radicalmente el “paradigma de la focalización” -las barreras arancelarias, la mercantilización de la matrícula y la bancarización de la subjetividad- impuesto en tiempos de la modernización pinochetista. Pero las cosas no se agotan aquí, tal energía crítica colaboró en los re/envío de memoria (año 2013) donde la derecha, en un movimiento civilizatorio, comenzó a secas a hablar de Dictadura y a condenar las violaciones a los DD.HH.   

Es sabido que las transferencias fiscales son siempre motivo de discordia. A pesar de admitir la necesidad de una política pública –con un cien por ciento de focalización hacia el setenta por ciento de la población cartografiada– el estudio concluía que el subsidio -política impositiva- se traduce en un mejor impacto porcentual para las familias más pobres, y es superior al beneficio que –inclusive– pueden recibir los segmentos más acomodados. Es importante subrayar tales resonancias públicas, por cuanto aquellas rebeldías despertaron los “pliegues de la sospecha” (equivalentes abstractos) y pusieron en tela de juicio algunas “hermenéuticas” (expertos del mainstream), como es el caso de Carlos Peña, quién con distintos argumentos, exponía su distancia ante el carácter progresivo de una política de gratuidad, sus licencias poéticas y el fetiche del “favoritismo fiscal”.

Tras este razonamiento y sin el ánimo de agotar todos los problemas asociados a los ciclos económicos, la tal argumento, explicaba la línea gruesa de su argumentación que posteriormente informaba las comisiones del Frente Amplio. Tales ideas fueron sistematizadas en el artículo “Gratuidad en la educación superior; ventajas y costos en juego” (2013). A pesar de algunas prevenciones sobre los alcances de la idea matriz, la idea avanzó en la misma dirección y esta vez se sirvió de una simulación estadística (una inducción contrafáctica), pero con datos recogidos de la CASEN 2009, donde un subsidio  a universal a la educación superior mejoraría parcialmente la brecha de la desigualdad. 

Con todo, aquí nos enfrentamos al ineludible ítem de la rentabilidad social de la educación, a saber, el “problemático” retorno de externalidades en sociedades de “nacionalismo oligárquico”  –como el caso chileno– que no están vertebradas desde una visión compartida del desarrollo, ni tampoco cultivan un reparto de lo común. Tal es el quid de un problema prácticamente  irreversible. Con relación a nuestro modelo de tercerización, el Estado chileno padeció una reducción de facultades respecto al sistema de transferencias típico de sociedades donde el mapa universitario es parte de una red de protección social, que por ventura o no, nunca fue el eventual Estado del bienestar chileno. Con todo, no faltaron los usos contingenciales de la teoría, algún léxico exultante, para impugnar una sociedad de alta mercantilización en las formas de vida. 

Sin embargo, existe un problema adicional que puso límites al argumento de la justicia distributiva hasta aquí comentado, a saber, cómo se sostiene la rentabilidad social de la educación gratuita (y sus derrames) en el marco de una diseminación del aparato productivo que mella los hábitos públicos y el reparto comunitario. Si bien la cuestión de los retornos (intangibles) involucra un mejoramiento cualitativo en cuanto externalidades, tales como una ciudadanía habermasiana de derechos, más apegada a las tradiciones culturales y políticos, respetuosa de la diversidad de género, conscientes de los hitos feministas -más allá de un modo de producción masculinizante- potencialmente crítica a las diversas formas de corrupción y proclive a participar de los ritos cívicos. Tales requisitos, también debe gozar de una viabilidad material que no es –precisamente– la condición sociocultural (segregación, consumos, y privatización masiva del caso chileno). Si bien los retornos (externalidades) de la educación favorecen su financiamiento público, esto se asemeja a la situación de otros modelos societarios. 

En este clima, más de una voz  alertó cómo la flexibilidad laboral (en el caso chileno) hacían migrar a los sujetos del riesgo hacia un tipo de movilidad oscilanteinconsistente, que explicaría las condiciones materiales de la conflictividad. Tal fenómeno se nombró con la metáfora de la “zona gris”. La falta de cobertura estatal fomenta una movilidad de “corto alcance”, dada la creciente desregulación del aparato productivo (tercerización, flexibilización), cuestión que se expresaría en una “inconsistencia posicional” (“cuerpos pobres”) que tiene una retroalimentación “viciosa” en los llamados “focos de empleabilidad”; especialmente para quienes pululan en una especie de desplazamiento horizontal al medio de la pirámide social. Ello explica que la movilidad social en Chile no sea parte de un movimiento estructural, sino que responde a las “disposiciones agenciales” -particulares ladinos- que aprovechan la estructura de oportunidades –cuestión que claramente estimula “sendos procesos de individuación”–. La “crisis de expectativas” que vino a representar el movimiento estudiantil durante el año 2011 se explica, entre otros factores, por los problemas de movilidad efectiva al medio de la pirámide social, que era más bien un drama de la capa media estancada que reconocía la paternidad de los mercados, y los segmentos o capas que aún existen fueron parte del proceso de despopularización iniciado por la Concertación en su convicción de crecimiento y mercados globales. Con todo, los líderes del momento abrazaron la parlamentarización del movimiento  2011 y a poco andar deslindaron sus pasiones institucionales y gestionaron las memorias del trauma. Las multitudes de aquel año -contra la vía chilena de capitalismo académico, la precarización de la creatividad (Ossa, 2016) y sus ramificaciones- hicieron visible la “crisis de expectativas” de los grupos medios que aún padecen, entre otras brechas, la orfandad de horizontes (perfiles de egreso y su inserción efectiva en el mercado laboral). Todo ello merced a la dosis de liberalización del modelo terciario. La desregulación se traduce estructuralmente en que la inmovilidad social en el campo de las humanidades (Doctorados reducidos a la producción de plusvalías cognitivas) ha dejado de ser una fuente de ascenso social, es decir, dista de representar una mejora efectiva en la escala económico-social y adquiere un comportamiento más bien residual, dando paso a una ciudadanía líquida, porque la flexibilidad laboral se expresa en formas de acción impredecibles donde recrudecen malestares difusos que las izquierdas no pudieron articular en cadenas de equivalencia – hegemonía- el año 2011. 

Todo indica que la vertebración del organigrama chileno agrega obstrucciones de distinta naturaleza frente a la propuesta del subsidio universal. Uno de ellos –mencionado anteriormente– se relaciona con que la liberalización del mercado laboral ha estimulado una “ideología del emprendedor” que forma parte de los estilos de vida que cultivan los actores sociales (modernización individualista). Ello también se traduce en  formas de afiliación que han hecho del consumo una experiencia cultural. Sólo así podemos deducir que aún existan universidades cuyo discurso fundamental pasa por reivindicar la capacidad de inversión desde un peculiar concepto de calidad, a saber, una “ética managerial” podría implicar un mayor costo del servicio, quid quo pro. Aunque nos resulte abrumador, subvertir este tipo de argumentaciones y apoyar la tesis del subsidio progresivo implicaría revisar -nuevamente- el andamiaje político-económico-institucional que se instauró bajo la vanguardia especulativa hacia fines de los años 70’, sin desestimar sus insospechados alcances en la subjetividades. 

La vida cotidiana había sido capturada por una “república del consumo” donde priman las dinámicas del capitalismo académico. En suma, respecto a los “malestares difusos” del 2011, huelgan las preguntas. Qué orientación abrazó políticamente el movimiento estudiantil y la razón partidaria, a propósito de los malestares imputados, ¿desde qué economía argumental -metaforización de los espacios- se abría a una concitada teoría hegemónica?  Ello es, quizá, el más desconcertante abismo social, a saber, el análisis sobre las clases medias en su paternalismo modernizante, a saber, “volver a la no selectividad y no al copago, que es exactamente lo que las clases medias estaban pidiendo”, cual pasión por la distinción. En suma, la liberalización de las formas de vida implica que, en realidad los grupos medio, querían esa petite différence, mediante colegios y universidades donde la comunidad sea más parecida y cuyo estándar de vida responda a las estéticas de las gestión. Tampoco se abordó mayormente el organigrama, los criterios y los cambios de institucionalidad del lucro, sin saber su horizonte de potencia o estatuto difuso en los contratos simbólicos del progresismo. Por fin, lo que subyace, aunque es parte de una discusión, es que la bullada eficacia política de incorporar a los sectores postergados a través mecanismos de mercado, develó una falta de hermenéutica del movimiento para litigar con los teóricos de la “masificación acelerada” (1990-2010). 

Con todo, el año 2011 “inauguró” innegables litigios que, anteriormente, se discutían como asuntos de tecnólogos respecto de los cuales los expertos tenían la curatoría absoluta de los encuadres cognitivos. Desde el 2011 se activó un repertorio verbal que abrió una discusión política, a saber, lo prevalente no era la dimensión “técnica”, sino el modo de producción de la organización educacional que encarnaba una determinada manera de concebir la ciudadanía y resignificar “lo político en Chile”, siempre bajo los vectores de la modernización. De paso, el movimiento 2011 impugnó la figura de la donación en Chile por la vía de una “subsidiariedad activa” (a estas alturas), que desnudó -parcialmente- formas de elusión o planificación tributaria donde las donaciones sólo responden, a instituciones propietarias, mediante un financiamiento que, a nombre de espacios eventualmente independientes, sino a grupos de presión que declaran el poder fáctico del capital. 

Revuelta en Post-hegemonía. Nunca ha estado en los afanes de Benjamin Arditi negar la relevancia de la teoría hegemónica, pero convengamos que desde la marea rosa hay cambios materiales Dice el autor, “lo que viene después de la hegemonía se refiere a modos de pensar y hacer política que no se ajustan a lo que prescribe la teoría de la hegemonía. Pero lo que está en juego no es cualquier afuera. La política electoral ha estado con nosotros durante mucho tiempo y rara vez se preocupó por la mecánica de la hegemonía. Lo que nos interesa nombrar con el post- de la post-hegemonía es un afuera que busca eludir a la hegemonía de manera explícita. Incluye la política viral y algunos aspectos de la política de la multitud como «éxodo» o defección que examinaremos aquí, aunque no se limita sólo a ellas” (2020, 16). En el Chile del post-estallido (2023), y bajo las resonancias de los 50 años de la Unidad Popular cabe admitirlo. Las izquierdas no gozan de un «general intellect» o texto para administrar el presente -escasa potencia imaginal- ni hablar en materia del bullado afán de justicia impositiva como un recurso capaz de articular una heterogénea de demandas insatisfechas. Para evitar todo monumentalismo de las multitudes, Paolo Virno nos recuerda que «[es] como una pluralidad que persiste como tal en la esfera pública sin converger en un Uno. Esto no se debe a que la multitud niegue al Uno sino a que persigue un Uno o forma de unidad que consiente la existencia político-social de los muchos en tanto  muchos”. (2003, 21-22)

Luego de las feroces asonadas del rechazo constitucional, el bullying electoral, no hay destellos para levantar un marco interpretativo sobre un impuesto que transgrede el fetiche de los servicios y las formas de vida -comodificación- del progresismo. Tampoco hay una fuerza intelectiva para invocar a modo de comodín cartografías de entendimiento, que se suelen llamar “narrativas”. 

Pese al mérito  de la justicia fiscal, point de capiton, de la temprana movilización, la batalla cultural ha sido colosalmente pérdida y la latencia mesocrática del ciclo 2011 ha quedado limitada a un parpadeo de las multitudes rebeldes que, ni siquiera, fueron mencionadas por el “nosotros distópico” del año 2019. Lejos del fetiche o una comprensión normativa, la ola negra del 2019, con su barbarie y rabia erotizada ante la desigualdad, excedió los guiones de los funcionarios cognitivos del pacto elitario e instaló una temporalidad del por-venir e imagen de oposición en los muros de la ciudad. La  multitud, y sus momentos sin destino, concitando a Agamben, no pudieron ser fumigados -en ningún caso sublimados- de cualquier manera, porque devino inasible para los agenciamientos del saber elitario.  El entramado de calle, su parpadeo y su lirismo sin hegemonía, fue inaprensible ante los axiomas de capital porque pululan como razón an-económica ante la acumulación primitiva de capital. 

Y así, gradualmente, se desmoronaron viejas alianzas entre burocracias cognitivas y «corporaciones mediáticas» que, en virtud de la «revuelta sin obra» (Karmy-Bolton 2020), han debido reorientar el tiempo homogéneo de la dominación sin levantar un relato compensatorio, subsidiariedad activa, ni trascender las apelaciones a las transferencias jurídicas e inmunitarias de la modernización   como filosofía de la historia del capital (Peña 2018). En suma, lejos de toda narrativa de gobernabilidad, la energía crítica para un nuevo «pacto social» sólo descansa en el poder factual de la renta infinita. Las élites sólo develan su desgaste representacional haciendo girar el debate en clave de lumpenización o grupos anómicos, subestimando la intensidad de la revuelta derogante. Lo anterior no se puede reducir a brechas estatales o fallas de mercado como viene postulando los teóricos del mainstream desde hace tres decenios, por cuanto nuestras oligarquías académicas invocan el malestar desde una disyunción entre las altas expectativas creadas por la modernización y una desigual  satisfacción de las demandas generadas por dicho proceso.

En suma, el asedio a la desregulación abonó puntos para un “neoliberalismo constitucional” gracias a los hábitos oposicionales del 2011. Por fin, y sin negar los empeños de aquellos años, el devenir parlamentario de la demografía 2011, fue y será, un lugar gravitacional. Sin duda, el mesocrático 2011, estableció las condiciones de posibilidad, fisuras y mediaciones para explicarnos el 18 de octubre de 2019.  

Años más tarde, la vapuleada “revuelta derogante” (2019), con su verdor y delirio, fue capaz de emplazar el diagrama de la modernización -sus arabescos y mitos de exportación- e impugnar los indicadores galácticos del progreso chileno (“el bullado milagro”).  Es muy necesario considerar lo anterior porque dentro de la actual crisis socio-institucional la revuelta derogante (2019) activó una “insubordinación popular” que ha interrogado a las relatorías del orden, sus programas epistemológicos, relevando la crisis de los paradigmas modernizantes que auscultaron en el malaise la violencia fáctica de la acumulación y sus expresiones culturales,  subjetivas, y micro-fascistas. Cabe consignar que revuelta, insurrección, insurgencias, levantamiento, huelga general, rebelión y otras tantas nociones, comprenden un marco conceptual amplio y complejo, y no necesariamente ajeno a contradicciones -dada la necesidad de una aceitada tipología-. La  alteración del tiempo histórico-representacional sugiere una relación compleja con la actualidad, donde el presente reúne a una multiplicidad de temporalidades que desordenan toda narrativa modernizante destinada a codificar dicha multiplicidad en el arte del “buen gobierno” (Didi-Huberman 2004; Deleuze 1985; Foucault 1992). Ello implica una distinción entre el imaginario como aquel mecanismo  identitario o territorial-reivindicativo y lo imaginal que se des-inscribe o  libera una potencia a modo de una irrupción contra el imaginario y su representación institucional (anestésica). 

La práctica imaginal estaría más allá de las categorías soberanas modernas. Lo imaginal sería, en principio, una potencia popular de afectos o cuerpos que operan por mixturas o multiplicidad de flujos desterritorializados. La irrupción es des-identificacion re-subjetivamente de pueblo expuestos vs pueblos figurantes sin las posibilidad de sustancializar tal categoría. Esa sedimentación es parte de aquello que el poder institucional -pastores de gobernanza- no han podido capturar o localizar dentro de la revuelta chilena a modo de una re-semantización re-legitimadora. Hay pueblo porque falta decía Deleuze. En el caso de Didi-Huberman -cuyos preciados insumos tomamos- podría resultar pertinente aquello que supera un juego de suma cero entre las posturas hegemonistas o populistas que apuestan al carácter irreductible de la representación, y las diversas formas de autonomismos que repudian la representación como captura de la potencia plebeya, en una postura posnacional, antiestatal o proto anárquica.   Ello apunta  a una dialéctica de la representación irreductible a la mera captura de lo múltiple por lo uno (Didi-Huberman 2014). Lejos del objeto politológico,  y su afán por nuevas plataformas de gubernamentalidad, cómo conciliar los enfoques cognitivos del pacto oligárquico/transicional con un movimiento polisémico -rizomático en el lenguaje de Deleuze (1985)- que cultiva una rabia erotizada contra una modernización que hunde sus raíces en el nihilismo.

Y es que la movilización popular (2019) con sus focos de resistencia, desbandes urbanos y deudas respecto a la comunidad deseada -sin desconocer el déficit de mínimos normativos- fue inaprensible a los flujos de capital porque «pulula» con sus formas de irrupción que suspende el vínculo entre vida cotidiana -crediticia-y gubernamentalidad. Asumamos que se trata  de una insurgencia inédita -para el caso chileno- que lejos de cualquier modelo hegemónico sólo se abastece de los antagonismos generados por una modernización profundamente nihilista. Quizá en ello consiste la impugnación más radical donde el neoliberalismo -con la ficción de la representación- expulsó del orden al campo crítico de los  «contratos modernizantes». Dada la dislocación de la secuencia  histórico-representacional de las instituciones, agencia cognitiva (investigadores, centros de estudios y economías del conocimiento) habituada a eufemismos explicativos hoy se puesto en entredicho los modos institucionales de la investigación universitaria que durante tres decenios prescindió de una teoría  del campo lo popular en sus más variadas expresiones -y expropiaciones-. Ante el exceso metodológico del análisis indexado, en desmedro del ensayo crítico y la densidad etnográfica, las oligarquías académicas -en plena precarización de la creatividad- han recusado a la protesta popular desde viejas economías del conocimiento, a saber, anómicos, violentistas, irracionales e indomables (Peña 2019 y 2020). Y puntualmente como “algo lírico”, y más complejo de analizar, pero sin superar el clivaje orientalista entre civilización y barbarie.  Como ya consignamos tras la revuelta la sociedad chilena asistió a la destitución -al menos temporal-  de su imaginario modernizante, centrado en accesos, consumo, indicadores de un crecimiento descontrolado que llevó a la disyunción con el desarrollo. Todo indica que la revuelta derogante (existencial) introdujo una dislocación entre instituciones disciplinarias (la vuelta al colegio) y las tecnologías gubernamentales. Allí se despliega una potencia popular que no está deliberando sobre normas comunes como sentencia el campo politológico (2018) que cita permanentemente la obra de Ackerman (Joignant 2020).  En suma, el eventual “diálogo liberal” con el proceso constituyente aportó una bibliografía -un tropel de columnas- sobre el proceso constituyente centrada en mediaciones normativas e institucionalistas que fueron desplazadas por los alcances fracturales del estallido social de Octubre (2019). Ello es esperable en el contexto de un orden post-hegemónico donde hemos transitado desde las estructuras a los flujos mediáticos. En suma, la movilización popular se expresó en el rechazo a las cogniciones rebeldes donde subjetividades institucionales (post-identitarias) tuvieron que ceder posiciones develando que los antagonismos populares no tienen espacio en la representación institucional. Ante el vacío epistemológico, quedó al descubierto el agotamiento de la “masificación acelerada” que limita el trabajo en un modelo de emprendizaje, disciplina laboral y consumo conspicuo. A la sazón un progresismo -sin «proyecto»- comprende una dispersión coalicional sin agenda reformista que no cesa de invocar gobernabilidad y realismo, persistiendo en restituir un modelo de realismo –realpolitik– contra los discursos de la disidencia. En suma, la revuelta encontró sus condiciones de posibilidad en una zona intersecciones que no responde, ni al espontaneismo, ni a una planificación apriorística, sino a potencias, tumultos  populares, archivos alterados y demandas modernizantes que participan de imaginarios impuros. Su sedimentación se explica por una yuxtaposición de impugnaciones a la dominante neoliberal que la hicieron posible en su insurrección imaginal y sus desbandes redentores. Acumulación de insurgencias que demostró la ruina argumental de nuestros mainstream, develando una espontaneidad rebelde frente a los aparatos de captura, que debe ser relacionada con las posibilidad de cierre y apertura del 2011 y un torrente de pulsiones lingüísticas y cuerpos que litigaban contra el dispositivo modernización. Aunque concordamos con Nelly Richard, (2021) que faltaron “anudamientos varios entre territorios, cuerpos, subjetividades e instituciones”, hegemonía en definitiva, ello no debería abjurar de su dimensión articulatoria y sus líneas de fuga, que son silenciadas esencialmente por la afasia de los progresismos y las izquierdas institucionales que no logran transitar con otras subjetividades. La imaginación popular que abrió la revuelta chilena (2019) activó una escisión (“hendedura”) entre el dispositivo institucional de la modernización -prácticas, discursos y objetos- y la imaginación de los cuerpos (1990-2019) que puso en entredicho la hegemonía visual, la hegemonía cultural y las categorías molares (politología, sociologicismo) del “mainstream”, sus empleados cognitivos, mediante la insurrección imaginal. En el caso chileno la práctica imaginal de la “revuelta” excedió las categorías identitaristas de la representación centradas en las fronteras cognitivas del orden  y sus formatos institucionales, por cuanto los pueblos sin revolución francesa, americana o soviética (nación, opinantes, emotivos) responden a procesos de auto-designación que se desprenden de los dispositivos normativos. Lejos de una pretendida existencia identitaria, “lo imaginal” ilustraría una potencia popular de afectos, mundanidades y cuerpos expuestos -órganos que hacen posible el “habla  político” según Butler (2014)- que operan por mixturas o multiplicidad de flujos desterritorializados y líneas de fuga (Deleuze & Guattari, 1981). Una revuelta es la suspensión del tiempo del progreso y sus mitificaciones, a saber, como en La noche de los proletarios (Ranciére 1974 y 2010), donde los actores no interpretan tareas apriorísticamente asignadas, y no encarnan el guion de una historia sacrificial, teleológica e identitariamente organizada. Pero son también las multitudes ambivalentes que nos recuerda, Paolo Virno,

En suma, como dice Nelly Richard, “La revuelta es una agitación, un desorden. La revuelta, en su movimiento, trastoca órdenes y sentidos. Lo que estaba de un lado queda del otro, lo que estaba oculto se vuelve visible. Si la revuelta es feminista, el orden trastocado es el patriarcal, volviendo visible los modos en que las instituciones reproducen un sistema social ‘androcéntrico” (48, 2021).

Hoy nuestros expertos critican la falta de articulación hegemónica del 2019. Y es justo abrazar esa crítica, obesa, pero muy necesaria, por cuanto el demiurgo de la hegemonía busca articular voluntades colectivas y coaliciones heterogéneas (Arditi, 2015). Pero el Daimón del 2019 -sin fetiches y lejos de toda redención- fue un golpe de desigualdad que develó las anorexias de nuestras oligarquías académicas, y la cadena epidemiológica, estampando diferencias irreversibles con la modernización. Al paso imputó  una ausencia de cogniciones para leer la conflictividad, salvo al interior del entramado elitario, donde se suele nombrar con holgura perezosa esos procesos del XX, a saber, “malestar o anomia”, sin efectos de significación naturalizados. En suma, la revuelta y sus desbandes, mostró la ruina argumental de nuestro capitalismo académico y sus pastores. Todo nos hace recordar Ensayos sobre la ceguera de José Saramago. Y sí, la epistemología gerencial-transicional, consiste en eso: no ver a los otros, devenir orden post/sociales, prescindir de ser comunidad siendo otro con los otros. Es importante ver cómo el relato sociologicista que anuda “violencia” y “anomia” produce orden en la medida que éste deviene nada más que una producción permanente y no un objeto, un accidente, estado o realidad que esté simplemente allí. 

Por fin, qué duda cabe, es muy condenable la violencia inusitada y el lirismo del Octubre chileno. Es cierto que el significante “evade” contra el alza de tarifa en el transporte público fue  un llamado a la fuga, al éxodo, a la deserción. Cabe concordar con Alejandra Castillo cuando persiste en la siguiente afirmación, “[la revuelta no es] sino también  la acumulación de saberes y prácticas disidentes al orden dominante que, sin embargo, han ido quedando en los bordes, en los márgenes, de dicho orden” (2020, 95).

Por fin, fue y será necesario cuestionar la difusidad ante la violencia de los progresismos y sus enigmáticas agendas. Con todo, es curioso pensar una revuelta -que es el dorso de toda filosofía de la historia-, como miles de Raskólnikov pasivos, sin navajas, castrados de libidos y con cuerpos inerciales. En suma,  todo anómicos y reducidos al crimen, para exorcizar el juego de ecos que toda revuelta nos obliga a pensar. El recurso punitivo ha sido obliterar la posibilidad del pensamiento y nuestro mainstream abrazó la distancia infinita

___

-Arditi, B (2010). Post-hegemonía: la política fuera del paradigma post-marxista habitual., en Cairo Heriberto y Franzé Javier, Política y cultura, Madrid, Biblioteca Nueva. pp. 159-193.

-Castillo, A (2019) . Asamblea de los Cuerpos. Sangría.

-Castillo, A. (2021). Revuelta, feminismo y nueva Constitución en Chile. Revista de Ciencias Sociales Ambos Mundos, (2), 47-53. https://doi.org/10.14198/ambos.20999

-G. Didi-Huberman, G (2014). Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Buenos Aires: Manantial. Impreso

-Guattari, F. (2000). Cartografías Esquizoanalíticas, Buenos Aires, Manantial, 2000 Liminar, Pp 25 y ss.

-Karmy, B. R. (2019). Fragmento de Chile. Santiago: Doble a.

-Karmy, B. R. (2019). Fragmento de Chile. Santiago, dobleaeditores.

-Joignant, A. Fuentes, C. y (2015). (editores). La solución constitucional: plebiscitos, asambleas congresos, sorteos y mecanismos híbridos. Santiago: Catalonia, pp. 13-40.

-Ossa, C. /2016). El ego explotado. Capitalismo cognitivo y precarización de la creatividad. Santiago de Chile:           Ediciones Departamento de Artes  Visuales /Facultad de Arte, Universidad de Chile.

-Peña, C. (2020). La mentira noble. Sobre el lugar del mérito en la vida humana. Santiago: Taurus.

-Peña, Carlos (2020). La revolución inhallable. Centro de Estudios Públicos. Otoño. N° 158, p. 7-11. 

-Ranciére, J. (2010). La noche de los proletarios. Buenos Aires: Tinta Limón.

-Richard, N. (2013) Crítica y Política. Castillo, A. y Valderrama, Miguel (eds). Santiago: Palinodia

-Richard, N (2021). Zona de Tumultos. Memoria, arte y feminismo. Textos reunidos de Nelly Richard (1986-2020) 

-Clacso. Buenos Aires, 2021.

-Revista de cultura Papel Máquina, (2020). Dossier de Alejandra Castillo dedicado a Nelly Richard. N° 14 Santiago -Virno, P. (2003) Gramática de la multitud. Madrid, Traficantes de Sueños, 2003.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *