10 de mayo 2012

Nacido en tierra de nadie

Manuel Rojas no es chileno.

Pesa decirlo, pero es así. Él mismo se encargó de fijar sus datos biográficos, basándose en algo tan relativo como las calles donde vivió, las casas donde habitó, los países que recorrió, dejó, olvidó y se dispuso a recordar en hojas que luego fueron libros. El narrador chileno más importante del siglo XX nació en 1896 por casualidad en Argentina. Si el azar no fuera el destino decididamente nómade de sus padres, dos chilenos aventureros, medio vagabundos, que lo trajeron recién a los cuatro años a Chile. Luego vendría, por su cuenta y medios, de polizonte en trenes de carga, a pie, a caballo, otra vez a pie, conviviendo con seres imposibles fuera de la ficción, pero demasiado entrañables, y que a sus 16 años supieron quedar plasmados como un registro futuro de sus escritos. Hablamos del 29 de abril de 1912, fecha en que fijamos ese arribo, acaso definitivo, para continuar errante, pero con punto de retorno Chile.

Con Manuel Rojas uno podría confirmar que la patria de un escritor es su escritura.

Pero es más que eso. O justamente, son los límites de esa frontera que intentamos delinear, o dibujar como forma de etiqueta, la que nos ayuda a confirmar su condición de escritor irrenunciable. Suena extraño advertir que fuera esa supuesta difuminación, suerte de autoexilio e invisibilidad, la perspectiva que jugara a su favor, para mirar, oír, oler, sentir, desear, aborrecer, y conseguir nombrar lo desconocido, seguro de que todo eso también en él había habitado desde siempre. Sus cuentos, novelas y, por extensión, su poesía, constituyen algunas de las páginas más altas de nuestra literatura.

Porque Rojas, acaso sin quererlo y como buen anarquista, materializó un programa ideológico de negación, al hacer del laburo una fuente de autodeterminación, lucha y desprendimiento, pasando por los oficios más peregrinos, convencido de que no era el trabajo lo que dignificaba al hombre, sino la creación fundada en el ocio y el conocimiento desarrollado en la aventura. Lo gritó tanto con Salgari, Quiroga, Gorki; lo mismo con Propotkin, Malatesta, Bakunin; así como con sus contemporáneos, los escritores Gómez Rojas, González Vera y el grupo de Los Diez.

Es difuso su origen, y esa sensación de desarraigo, una constante también de su obra, la podríamos explicar con su conversión ácrata, al querer cuestionar el concepto de nacionalidad o ciudadanía impuesta por el Estado. Porque así, al relativizar el ser chileno o argentino o americano, logró convertirse en un hombre de ninguna parte. ¿Universal? Ocurre en sus primeros relatos, en “Laguna”, “El cachorro”, “Un espíritu inquieto”, “El vaso de leche” (“obra maestra de la cuentística hispanoamericana”, como dijera Ariel Dorfman) y, por supuesto, desde las primeras páginas de Hijo de ladrón (1951) para reconocer aquel sujeto en crisis que instaló de golpe en nuestras letras, cuando el criollismo parecía no querer abandonar las haciendas y por otro lado el realismo-social hacía charcos, a contraluz, o más bien en las sombras, en momentos cuando la literatura universal ya se había revitalizado con la mixtura de géneros, la prosa poética, el monólogo interior, la corriente de conciencia. Estamos citando a contrapelo sus lecturas de Proust, Joyce, Faulkner, todos modelos narrativos que un desconocido Manuel Rojas venía ensayando en sus escritos: “¿Cómo y por qué llegué hasta allí? Por los mismos motivos por los que he llegado a tantas partes. Es una historia larga y, lo que es peor, confusa. La culpa es mía: nunca he podido pensar como pudiera hacerlo un metro, línea tras línea, centímetro tras centímetro, hasta llegar a ciento o a mil; y mi memoria no es mucho mejor: salta de un hecho a otro y toma a veces los que aparecen primero, volviendo sobre sus pasos sólo cuando los otros, más perezosos o más densos, empiezan a surgir a su vez desde el fondo de la vida pasada”.

Recuerda Carlos Droguett, en Materiales de construcción (1980), con ese tono apesadumbrado que le conocemos, que si bien Rojas recibió el Premio Nacional de Literatura en 1957, nunca pudo cobrarlo. O no en la forma de una pensión vitalicia, como quedó instituida en 1970, porque como es sabido había nacido en Argentina y nunca habría regularizado esa situación: “Hasta el día de su muerte fue perseguido, aunque parezca mentira, por el fantasma antiguo y tan exigente de la falta de certificado. Al ingresar a Chile por primera vez, siendo de hecho muy niño tuvo problemas para cruzar la frontera por no exhibir un documento consular o un pasaporte que acreditara que tenía derecho para entrar a la tierra de sus padres”. El mismo Droguett dice haberle conseguido su certificado de jubilación de la Caja de Previsión del Hipódromo Chile, donde vendió volantes durante algunos años, y así pudo acreditar la condición laboral ante el organismo que antes le negaba su pensión. Para entonces se encontraba más enfermo de lo que él mismo suponía, recuerda. También describe sus funerales con la imagen de una chimenea y “el humito subiendo sereno en el crematorio del Cementerio General”.

(Santiago de Chile, 1975) es profesor, escritor y editor. Ha realizado publicaciones en diversos géneros (novela, poesía, crónicas, crítica literaria) como colaborador y editor en revistas La Calabaza del Diablo (1998-2005), Lanzallamas.org (2006-2010), Carcaj - LOM Ediciones (2010-2014) además de tallerista de fomento lector por editorial Zig-Zag desde el año 2015. Ha impartido charlas dentro y fuera del país de Chile en torno a sus proyectos y los soportes actuales de la literatura / Mail: unmejorlector@gmail.com

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