Foto: @nicolasslachevsky

30 de septiembre 2023

Tiro de gracia

Vicente Bernaschina Schürmann

Para Grizel Delgado, que me instó a escribir esta historia.

Al señor que le dijo a Ignacio que lo llamara abuelo lo han desahuciado hace una semana. Desde entonces está postrado en su casa, porque el seguro dictaminó que su plan no cubriría más los gastos en el hospital. Una vez al día viene una enfermera para hacerle un chequeo y ponerle un par de inyecciones. Del resto se encarga Ignacio, le cambia los pañales, le da de comer, le pone la televisión, le pasa la bacinica cuando le dan náuseas, a veces le cuenta algo de su infancia, por lo general le inventa alguna historia.

Desde ayer por la mañana, sin embargo, el viejo lo ha vuelto a llamar Tito, insistiendo en que está en deuda.

–Tito está enterrado en el jardín –le recuerda. –Yo soy Ignacio y si me pregunta, es más bien usted quien le debe a Tito.

Entonces el viejo siente rabia y cierra los ojos y pasa el resto del día en silencio, esperando a morirse.

Hace unos meses, el padre de Ignacio le dijo que el señor se iba a morir pronto y que no estaría mal que fuera a hablar con él en su lugar.

–A ti te va a dejar entrar, a ti te va a escuchar, solo para cagarnos la vida.

Eso cree su padre y él todavía no sabe si lo que sintió fue rabia o morbo o las dos cosas juntas.

***

–Siéntate –le dijo.

Le sorprendió escuchar su voz intacta: profunda, metálica, atemporal. Ignacio sabía que el viejo llegó a ser capitán de corbeta, lo que había alimentado su imaginación cuando niño. En ese momento, sin embargo, lo suponía entubado, enchufado a un cuentagotas y a un dispensador de morfina, con los párpados tiritones y una voz apenas audible entre los pitidos del electrocardiograma y el bombeo mecánico del respirador.

Por el contrario, las luces y las máquinas estaban enmudecidas, la cama vecina vacía, la habitación en absoluto silencio. La luz entraba por la ventana y le cruzaba en diagonal el rostro y el pecho. El viejo lo miraba sereno desde su cama, atento a todos sus movimientos. El tubo que le salía por la nariz y le bajaba por el cuello no parecía molestarle.

–Ven y siéntate –repitió, mostrándole la silla junto a su cama. Y luego agregó– Recuérdame tu nombre.

–Ignacio.

–No, así se llama tu padre. Dime tu nombre.

–Ignacio.

El viejo apretó los labios y guardó silencio, aunque sin despegar la mirada de los ojos de Ignacio. Cuando él quiso desviar la vista hacia la ventana, el viejo habló otra vez:

–Entonces, Tito, mira, antes de que empecemos a hablar de casas y herencias, me traes el maletín que dejé en mi casa.

–Disculpe, señor, pero yo no me llamo… –pero el viejo no aceptó la interrupción.

–En mi dormitorio, al lado izquierdo del armario, en la repisa de más abajo. Allí está lo único que ha valido la pena en mi vida y lo quiero aquí para que me quemen con él.

–Pero usted qué cree…

–Cuando hayas cumplido con eso, empezamos a hablar.

El viejo estiró su mano con un manojo de llaves e Ignacio se quedó mirando la vena gruesa por la que le habían puesto el catéter. En el tubo, una gota de sangre iba y venía sin desaparecer completamente. La bolsa con suero estaba vacía.

–Señor –le preguntó–, ¿quiere que llame a la enfermera para que le cambien el suero?

–Abuelo. A mí me dirás abuelo. Algún respeto merezco, que sin mí tú no existes. Ahora partiste o me dejas en paz.

Ignacio estuvo a punto de mandarlo a la mierda, pero luego pensó en su padre y la rabia o el morbo lo instaron a quedarse.

–Ya, abuelo, ya voy.

***

–¿Y? ¿Qué mierda de herencia nos dejó el señor?

El padre de Ignacio estaba sentado en la sala. Su tío también había venido y lo miraba con desconfianza.

–¿Tú crees que habló con este huevón…? Ese viejo de mierda se va a pudrir y con él se va a pudrir la casa y todo lo que quede en ella. Si es que no se pudrió todo ya…

–Cuenta. ¿Qué te dijo?

–Nada. Me pidió su maletín. Que después hablábamos.

–Tú hijo es más huevón de lo que creía.

–Te dio las llaves, ¿no? Vamos a ver si podemos rescatar algo.

En el autobús, durante el viaje a casa, Ignacio había pensado efectivamente en esta opción, pero al ver a su tío sentado en el sillón, los pies sobre la mesa, calentando un vaso de cerveza sobre su barriga, la desechó sin vacilar.

–No. Voy solo.

–¡Viste, huevón! Yo te dije que era una pérdida de tiempo.

–¡Ignacio, pásame las llaves y vamos! Tú le llevas el maletín y nosotros revisamos la casa.

–Yo no voy ni cagando, huevón. Me bastó con la mierda de la última vez.

Ignacio sabía que esa no era ni la primera ni la segunda cerveza de su tío, pero el alcohol no tenía nada que ver con su odio. La impaciencia de su padre, por otro lado, le dio a entender que discutieron y que su padre había salido en su defensa. Por lo mismo, sintió un gran placer al defraudarlo.

–No. Voy solo. Tú me mandaste, papá, y le voy a conceder ese último deseo al señor. Ustedes sabrán si al menos son capaces de respetar eso.

–Yo me quedo acá. Hasta que el viejo no se muera ni loco vuelvo a esa casa…

–Bueno, anda entonces…

–¿Y qué estás esperando con esa cara…?

–Tengo una pregunta. ¿Por qué le dio por llamarme Tito? ¿Quién era Tito?

–Viste, huevón, te lo dije ¡Se está riendo en tu cara, Ignacio! Pero anda, cumple con tu palabra y que no se te olvide preguntarle quién era Tito, que no se te olvide…

–Hijo, Tito era su perro.

–Un perro de mierda –dijo su tío y se levantó por otra cerveza.

***

Al salir de la casa, se encontró con su tío fumando en el patio.

–Lleva mascarilla, guantes y limpiador –le dijo. –No vaya a tener a otro perro enfermo…

–No entiendo, ¿por Tito?

–Sí, fue un asco. Tú papá me llamó, porque el viejo necesitaba ayuda. Dijo que la hernia en la espalda no lo dejaba levantarse y que el perro había comido basura en la casa del vecino. La casa estaba llena de mierda y vómito y el viejo andaba en cuatro patas, tratando de limpiarla. Pero al viejo no hay que creerle nada. Cuando estábamos terminando de cepillar la alfombra del pasillo del segundo piso, al perro le dio un ataque epiléptico y empezó a vomitar de nuevo. El perro estaba enfermo, el perro se iba a vomitar y cagar hasta deshidratarse, hasta volverse loco. Había que sacrificarlo. Tu papá habló con el veterinario, pregúntale si quieres. Le dijimos que nosotros nos haríamos cargo y ¿sabes lo que hizo el viejo? ¡Nos sacó a balazos! El facho de mierda sacó la pistola, pegó dos tiros al aire y se encerró en la casa. No nos dejó entrar nunca más. La policía no podía hacer nada. El veterinario no podía hacer nada. Por mí, que se pudrieran los dos juntos. Pero ahora te toca a ti entrar en la mierda. Que lo disfrutes.

***

Cuando Ignacio abrió la puerta de la casa, temió lo peor. Esperaba que por la rendija saliera un olor pútrido, que por debajo de la puerta rebalsase la mierda, el vómito, que junto a la escalera lo esperara el cadáver de algún animal.

El aire ni siquiera olía a encierro.

Limpió sus zapatos en el felpudo junto a la puerta. La alfombra del vestíbulo era vieja y tenía algunas manchas; pero no estaba sucia, solo descuidada. Por la ventana del final del pasillo entraba un rayo de sol y salvo las motas de polvo que alcanzó a notar flotando en la luz, todo se veía bastante ordenado. Mientras iba subiendo la escalera, no lograba imaginar el desastre ni la inmundicia de la que le había hablado su tío.

En el segundo piso se metió primero a la segunda puerta a la derecha. El viejo no le había dicho cuál era su dormitorio, pero se notaba que este no lo era. Había una cama pequeña, una mesa, un sillón, un armario, pero los objetos estaban cubiertos con sábanas para resguardarlos del polvo. ¿Habrá sido el cuarto de su padre o de su tío?, se preguntó y caminó hasta la ventana que daba al patio trasero. El jardín lucía impecable, pasto verde, algunos árboles y arbustos. Un zorzal picoteaba del suelo semillas o insectos. En una esquina, junto a una carretilla con tierra y una pala, descubrió un abrevadero para las aves y una piedra grande adornada con flores.

Ignacio se alejó de la ventana y siguió a la habitación que estaba del otro lado del pasillo, la del fondo a la izquierda desde la escalera. Esa sí era la habitación. Había una cama grande y bastante alta, una cómoda larga con un televisor antiguo, un cenicero de cristal, un espejo grande, algunas fotos colgadas del marco. En ellas, Ignacio reconoció a su padre y a su tío cuando niños. Vio por primera vez a su abuela cuando joven, probablemente antes de que se casara con el viejo. Vio a un perro acostado a los pies de la escalera, mirando a la cámara con ojos lánguidos. Tito, murmuró.

De pronto sintió ganas profundas de encontrar más fotos y se puso a registrar los cajones de la cómoda, de las mesitas de noche, las repisas, el armario. Pero no encontró nada más que el maletín que debía llevarse. Para el tamaño era bastante pesado. Lo puso sobre la cama y lo abrió.

Lo primero que le llamó la atención fue un reloj plateado, grande y grueso; luego, una botellita de perfume vacía y una distinción naval. En una esquina descubrió una caja llena con dientes pequeñitos. Sintió un poco de asco, pero supuso que serían los dientes de leche de su padre y de su tío. Como lo había sospechado, rescató del maletín un álbum. En la primera página había una foto del viejo con su perro. En la siguiente página un par de fotos más de su abuela. Después, muchas fotos en blanco y negro. El viejo de cadete en el buque escuela. El viejo de oficial en una cena de gala. El viejo de cacería, con el cadáver de un venado. La abuela riendo con un bebé en brazos y un coche. Un recorte de periódico, el viejo de gala junto al almirante y el resto de la junta militar.

Ignacio cerró el álbum y antes de regresarlo a su lugar en el maletín, descubrió la pistola. Jamás había tenido una pistola en sus manos. La tomó y le sorprendió su ligereza. Siempre las había imaginado más pesadas, más reales. Como estaba descargada, la apuntó hacia la cama y apretó el gatillo un par de veces. El sonido metálico del disparador no se diferenciaba del de una pistola a balines o de esos rifles de aire que se usaban en los parques temáticos. Pero cuando descubrió el cargador en el maletín, supo de inmediato qué era lo que le faltaba a la realidad del arma y sintió la tentación de poner el cargador en la pistola. Mientras lo deslizaba por la culata, las manos se le pusieron frías y resbaladizas y regresó todo rápido al maletín.

***

–Déjalo en el armario, le dijo apenas lo vio entrar. Al lado derecho.

Salvo por la ropa del día en que lo internaron, todas sus repisas estaban vacías. Ignacio depositó el maletín en la repisa del medio y cerró el armario.

–¿Le pongo llave? –le preguntó, pero al parecer el viejo no lo estaba escuchando; o hacía que no lo estaba escuchando. Tenía la vista fija en la ventana, como si buscara algo en el jardín. Ignacio carraspeó dos veces para llamar su atención y al final repitió la pregunta–. Abuelo, ¿le pongo llave?

Sí, por favor –le respondió de inmediato–. Ahora siéntate, supongo que tu padre y tu tío quieren saber si se pueden quedar con la casa.

–En verdad, me gustaría saber por qué me llamas como a tu perro.

La pregunta no pareció sorprenderle.

–Porque no hubo nadie más fiel que Tito. Porque ni tu padre ni tu tío tuvieron la humanidad que tuvo él.

–Mi tío dice que el perro estaba enfermo y que tú los echaste a balazos.

–Tu tío quería llevarse a Tito sin darle oportunidad, que lo mataran sin mirar, sin darle a entender… tu tío jamás se ha hecho responsable de nada…

–Pero el perro estaba muriéndose y la casa estaba hecha un desastre. Tú no te podías mover…

–Y una mierda… por eso los llamé, para que me ayudaran, pero no para que se llevaran a Tito. Y ahí entendí cómo iba a terminar yo con esos buitres….

Ignacio quería que el señor le contara un poco más de ese día, de lo que había pasado, de qué tenía el perro, pero antes de que pudiera abrir la boca otra vez, le dijo cortante:

–Anda a decirle a la enfermera que me cambie el suero – y volvió a mirar por la ventana.

***

Ignacio aprovechó de ir a hablar con el doctor de turno para saber un poco más sobre la condición del viejo.

–Por ahora estable –le dijo con seriedad–. ¿Usted es familiar?

–Sí, su nieto.

–Bueno, pase. Su abuelo tiene un cáncer al páncreas muy avanzado, lo siento mucho.

–¿Cuándo se va a morir?

–Por ahora no le puedo decir más, pero el oncólogo viene mañana por la mañana y podemos hacer una consulta con él para que le explique los detalles.

Ignacio regresó a la habitación del abuelo. La enfermera ya le había cambiado el suero y al parecer también le había puesto algún otro medicamento en el gotero. Si bien el viejo miraba en dirección a la ventana con los ojos abiertos, no parecía ya estar viendo nada.

–Mañana puedo hablar con el doctor para que me explique cómo seguimos, ¿ya? –le dijo. 

El viejo parpadeó dos veces y suspiró. Ignacio sintió el impulso de tocarle el brazo o al menos ponerle la mano en el pecho, pero al final se contuvo y se fue a casa.

***

Al llegar lo recibió su padre. El tío ya se había ido.

–¿Y? ¿Cómo te fue? ¿La casa es un desastre?

–La casa está en orden.

–¿Y el viejo? Se muere, ¿no?

–Hay que esperar. El doctor dice que lo ve bien y que si estamos de acuerdo, incluso podría regresar a su casa, pero con asistencia, por supuesto.

–Con asistencia. ¿Y quién va a pagarla? ¿Quién lo va a cuidar? En el hospital está mejor que en ningún otro lado, hijo.

–Estoy cansadísimo. El hospital me reventó. Me voy a dormir.

–Vale, Ignacio. Hasta mañana. Descansa.

Ignacio siguió a su dormitorio, se tendió sobre la cama y sin sospecharlo, se quedó inmediatamente dormido. Esa noche tuvo un sueño vívido que lo hizo despertarse llorando. En él volvía a ser niño. Estaba en el jardín, jugando con la pistola a balines que le había regalado su padre para el cumpleaños. Se había cansado de tirarle a las lagartijas que se escondían en los ladrillos del muro, cuando vio a un zorzal posado en una rama a menos de medio metro de distancia. Se giró suavemente y apuntó. Solo pensaba en que esa era una oportunidad única y apretó el gatillo. El pájaro cayó al suelo y empezó a aletear. Ignacio quiso tomarlo, pero el pájaro todavía guardaba vida y daba saltos y se le escabullía entre los dedos, peor que una lagartija escurridiza. Al final consiguió tomarlo fuerte y sostenerlo entre sus manos. El zorzal abría y cerraba la boca sin emitir ni un ruido. El pecho le subía y le bajaba; el balín le había perforado el cuello y por allí salía toda la sangre que le manchaba las manos. Ignacio sentía el corazón latir caliente entre sus dedos y supo que debía terminar lo que había empezado, pero no sabía cómo. ¿Debía dejar al zorzal en el suelo, recargar la pistola y rematarlo en la cabeza? ¿Dejar caer un ladrillo sobre él? ¿Apretarlo hasta que dejara de moverse? Depositó al pájaro en el suelo y se lo quedó mirando. El zorzal pareció encararlo y empezar a cantar. Entre bocanada y bocanada sonaba un timbre y luego un martilleo y una voz que lo llamaba desde lejos. Se demoró unos minutos en entender que el canto del pájaro era su despertador que no paraba de sonar y la voz de su papá, que le gritaba desde la cocina.

–¡Ignacio! ¡Levántate que te tienes que ir a la facultad!

Pero como había quedado con el oncólogo, partió lo más rápido posible al hospital.

***

–Así que te vas a morir, abuelo –le dijo Ignacio sin preámbulos–. Tu doctor me dijo que no te quedan más que tres meses. Que incluso podrían ser menos.

El viejo lo miró fijamente y al cabo de un rato, se encogió de hombros. 

–Tito, te tengo un trato. Ahora que lo sabes, comprenderás qué es lo que tienes que hacer.

–¿Sabe, abuelo? Si usted me va a seguir llamando Tito, me gustaría saber al menos qué fue lo que le pasó y qué pito tengo que tocar yo aquí.

–¿Tú? Tú eres el samaritano que se acaba de cruzar por mi camino. Y como tu padre es un cobarde y tu tío un resentido, te toca a ti hacerte cargo de los asuntos familiares.

–¿Qué le pasó a Tito?

–A Tito lo mataron tu padre y tu tío. Lo envenenaron. Se metieron en la casa del vecino y le tiraron al jardín veneno para ratas. Yo todavía no me había repuesto de mi hernia y por eso no pude salvarlo a tiempo.

–¿Y fue por eso que la casa estaba llena de vómito? ¿Qué pasó con la enfermedad mortal, con el veterinario? ¿Para qué te fueron a ayudar, entonces? No entiendo.

–Por eso lo envenenaron, esos buitres malparidos. El Tito ya estaba viejo y medio cegatón. Por eso al principio no me extrañaron los tiritones, su andar lento, eso de que se sentara a cada rato, que ya no me saltara encima.

–¿Cuántos años tenía el Tito?

–Casi veinte. Y si a mí ya me tiritaban las manos y me dolían las rodillas, si había tenido que alzar mi cama como veinte centímetros para poder levantarme de ella, ¿cómo él no iba envejecer? Pero pasaron los meses y cada vez se movía menos, hasta que un día lo pillé tiritando, vomitado y cagado entero. El veterinario me dijo que era distemper, que en los perros viejos podía pasar así y que luego de ese punto, en verdad, no había nada qué hacer.

–¿Y no te ofrecieron sacrificarlo ahí mismo? ¿Un pinchazo y ya está?

–Eres un pendejo igual que tu papá y tu tío. En mi armario hay una pistola. Conmigo no hay nada más qué hacer. Lo que sigue son pañales, vómitos, dolores… Denigración. ¿Por qué no me suicido? O mejor aún, ¿por qué no me das tú el tiro de gracia?

–Eso es muy distinto…

–Para nada. A Tito le venían a cada rato ataques epilépticos. Ya no podía subir las escaleras. Pasaba el día tirado en el vestíbulo y cuando me veía subir al segundo piso, se arrastraba detrás de mí para acostarse a los pies de mi cama. Ese día, después del veterinario, estaba muy débil, así que lo cargué en brazos hasta mi dormitorio y lo acosté junto a mí. Le tomé la cara y lo miré directo a los ojos y supe que la enfermedad no se llamaba distemper o moquillo o lo que fuera que dijo el veterinario. La enfermedad se llamaba vejez y la única cura en contra de ella era la dignidad. Y se la prometí. Por sus fieles veinte años, debía estar a su altura y acompañarlo con dignidad.

***

Al atardecer, el abuelo recibió una dosis de morfina y se durmió rápidamente. Ignacio aprovechó de ir al armario y abrir el maletín. Vio que la pistola seguía allí y se guardó el cargador en el bolsillo. Sintió el peso del metal y de las balas. Si bien eran pequeñas, solo con el tacto se percibía su densidad. No cabía duda de que una de ellas bastaba para terminar en segundos los que duraba una vida.

***

Cuando Ignacio regresó a casa, su padre y su tío estaban otra vez en el salón tomando unas cervezas. Su papá se veía nervioso, mientras que su tío impaciente. Antes de que empezaran a preguntarle por la casa, por el viejo o por cualquier otra cosa, decidió confirmar las sospechas que el abuelo le había implantado.

–El abuelo dice que ustedes mataron a Tito, que le pusieron veneno para ratas.

–Pero qué estupideces estás diciendo, Ignacio –se apresuró en contestar su papá.

–Sí, es cierto. Yo lo hice –dijo de inmediato el tío, terminando la cerveza de un solo trago.

–¿Cómo? –preguntó el papá de Ignacio incrédulo.

–Sí, yo lo hice, tal cual. Le pedí al vecino que me dejara pasar y arrojé carne molida con veneno –aclaró el tío, incluso antes de que Ignacio les expusiera la versión del abuelo.

–¡Pero qué hijo de puta eres! –gritó su papá.

–¡Y tú un cobarde de mierda! –le respondió el tío. –El viejo es un sádico, después de torturar a quién sabe cuántos, de mandar a violar mujeres, matar a padres e hijos, con el perro le bajaban los escrúpulos, se ponía a pensar en el sufrimiento y la dignidad. La única dignidad posible para ese pobre perro era matarlo de una vez.

–No vengas a decir ahora que lo hiciste por el perro. –Espetó de vuelta el papá de Ignacio. –Fue la oportunidad perfecta para vengarte del viejo.

–Piensa lo que quieras, huevón. Fui yo el exiliado. Y tú ¿dónde estabas para la dictadura?

–¡Ándate de mi casa, conchetumadre!

–Eso, insulta a nuestra vieja ahora, maricón. Nunca fuiste capaz de encarar al viejo y ahora mandas a tu hijo a lavar tu mala conciencia.

–Ándate y no vuelvas, hijo de la…

Ignacio había dejado de atender a la discusión. Lo único que le faltaba decidir era si partía ese día en la noche a la casa del abuelo o si era mejor hacerlo al día siguiente por la mañana.

***

Terminado el desayuno, Ignacio empacó su bolso y salió a la calle. Su papá estaba lavando el auto. Tapando el agujero de la manguera, se esmeraba porque el chorro de agua saliera con más presión y desprendiera así el barro seco de las tapas de las ruedas.

–¿Y tú? ¿A dónde vas?

–Me voy a quedar con el abuelo.

–Pero hijo, ¿qué chucha te ofreció el viejo?

–¿Por qué te cuesta tanto, papá?

–¿Qué cosa?, Ignacio. No entiendo.

–Llamarlo «papá» o al menos, «tú abuelo», cuando hablas conmigo.

–Tú no lo conociste, hijo. Solo ves ahora al viejo moribundo y tú eres bueno…

–El abuelo quiere que le dé un tiro de gracia.

–Te das cuenta de que está loco, ¿no? No sabes en qué te estás metiendo. No seas huevón.

–Ya veo que me crees más huevón de lo que soy. Chao.

Sin cortar el agua, su papá dejó la manguera en el piso y se acercó unos pasos, extendiendo sus manos hacia Ignacio. El gesto era dubitativo, pero se ofrecía como un abrazo conciliador.

–Quiero que me disculpes. No debí mandarte donde él –dijo suavizando la voz.

–Papá, sea lo que sea, yo me hago cargo. En tu nombre, o le paso una bala o lo perdono. No te preocupes.

Ignacio se dio media vuelta y apuró el paso. Esperaba que su padre le gritara, lo tomara del hombro, lo detuviera de golpe. Mientras se alejaba escuchó que su padre recogía la manguera y reanudaba la tarea de limpiar las tapas de las ruedas.

***

Cuando vio a Ignacio entrar a la habitación del hospital, el abuelo se enderezó un poco en la cama y le dijo:

–Así que te decidiste.

–Si usted mismo tenía una pistola y experiencia matando gente, ¿por qué no quiso sacrificar a Tito?

–Tito quería vivir.

–Eso, usted, no lo sabe.

–Todos quieren vivir. Eso lo sé más que nadie.

–Usted al parecer ya no más.

–No así. Yo quería que Tito viviera. Yo quería cuidar a Tito. Nadie quiere que yo siga vivo.

–Decirlo así es muy fácil. En verdad, usted no quería volver a matar.

–Pero tu padre y tu tío sí. Me llamaron asesino durante años y luego…

–Bueno, ¿sabe qué?, en honor a la dignidad y a la vejez de Tito, yo le hago ahora la misma promesa, abuelo. Usted ya fue padre, capitán, torturador de la dictadura… Así que ahora aguántese y démonos la oportunidad de ser abuelo y nieto. Yo prometo mirarlo a los ojos y acompañarlo a morir.

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