
Ilustración: Fragmento de "Vence a los blancos con el triangulo rojo", de El Lisitski. (Intervenido).
“Vivimos una época crítica”. Lenguaje, crítica e ironía
Vivimos una época crítica. Esa es nuestra certeza. La crisis como realidad. Vivimos una época crítica.
Por lo mismo, se torna necesario reflexionar acerca de esa misma aseveración, “Vivimos una época crítica”, al menos, desde su doble constitución lingüística: por un lado, desde el prisma semántico, vale decir, desde el contenido significativo del enunciado; por otro, desde la dimensión pragmática, esto es, desde el contexto enunciativo que permite pronunciar tal enunciado.
Semántica
La dimensión semántica pone en juego la correlación entre el orden lógico-formal de la proposición y la justificación del contenido que porta dicha proposición. Cuando dicha correlación presenta coherencia interna, abre un sentido discursivo -ya sea empírico o reflexivo- tornando dicha proposición una hipótesis facultada de postular a un régimen de verdad. En otras palabras, tal proposición, en cuanto hipótesis que ha cumplido con la prueba lógico-formal y, adicionalmente, se muestra susceptible de ser contrastada empíricamente o es capaz de abrir un horizonte reflexivo, entonces ha de acceder al régimen de veracidad, ya sea epistémico o filosófico. Siendo este el caso, hablaríamos de una validación semántica, pues, independientemente de circunscribirse en un ámbito de validez empírica (como suele ocurrir en las ciencias) o reflexivo (como sucede en la filosofía), lo semántico sólo toma en consideración lo explícita y transparentemente expuesto en el enunciado, a modo de básico lugar de partida.
Para la dimensión de validez exclusivamente semántica, no existe mundo, ni universo ni pensamiento situado, no existe lugar de emergencia más que aquel puesto en marcha por el acto lingüístico del mismo enunciado (claro, el enunciado nada sabe del acto lingüístico que le empuja por su espalda). Dentro de dicha dimensión semántica, tampoco es posible explorar rigurosamente la metafísica gramatical sobre la cual ha de sostenerse. Así, el enunciado ostentaría una relación pseudo-fundacional con el mundo, siendo capaz de ir creando, desenvolviendo, recordando, recuperando, exponiendo, juzgando y, finalmente, validando o invalidando realidad, siempre desde el centro nuclear de la significación expositiva y de la región proposicional. El mundo, así, se hallaría condenado a girar alrededor del contenido de lo enunciado, al mismo tiempo que yacería contenido en el enunciado que lo explicita.
Ahora bien, volvamos a nuestro enunciado: “Vivimos una época crítica”. ¿Qué sentido puede abrir este enunciado, aún desprovisto de todo afecto, de todo pavor, de todo espíritu de lucha o deprimente resignación, entre quienes lo enuncian cuando está siendo enunciado? Divaguemos un poco.
Nuestro enunciado se encuentra estructurado de la siguiente manera. El sujeto tácito, la segunda persona del plural, “nosotrxs” se halla determinado por la acción verbal de “vivir” en tiempo presente. Pero esto no es suficiente: debe ser mostrado el objeto sometido al vivir del sujeto, el objeto en cuanto vivible, esto es, el carácter transitivo de todo vivir, el cual marca la dirección hacia su complemento y realización vital. Es decir, hablamos de vivir “una época crítica”, en tanto predicado determinante de las propiedades del sujeto. Y aquí, hemos de fijar la vista, para recalcar la fuerza y alarma (con) que (nos) despierta tal directa determinación.
¿Qué sentido puede tener el hecho de habitar “una época crítica”? Para responder a ello, debemos definir el término de lo habitado. Definir consiste en delimitar contornos, en depurar lo que, en este caso, marca el límite entre “una época crítica” y todas las demás épocas. En suma, debemos partir por realizar una labor eminentemente crítica. Cuando en la Crítica de la Razón Pura Kant pretende explorar los alcances y límites de la razón finita, se propone un trabajo crítico en tanto depuratorio. Y, por lo mismo, se ha de partir por la negatividad: la crítica empieza depurando al objeto de estudio gracias al trabajo consistente en fijar contornos que definen a dicho objeto, distinguiéndolo de los demás objetos. Entonces ¿cómo podríamos llevar a cabo una tarea crítica del mismo concepto “época crítica”?
Lo primero que podemos decir, siempre desde el plano semántico, es que nuestro predicado “una época crítica” ha de ser sometido a crítica, dando lugar a una suerte de crítica de la crítica. Así, si somos fiel al espíritu depuratorio y a la negatividad inicial que busca asegurar los contornos conceptuales del objeto en cuestión, para lograr determinarlo, definirlo y poder distinguirlo de otro objeto, habremos de deber fijar la vista en lo que no es una época crítica. En efecto, hablamos de vivir “una época crítica”, pero, en ningún caso, hablamos de vivir “en la época de la crítica”.
La época de la crítica, en contraste con una época crítica, representa la gloria de la modernidad, el más alto refinamiento racionalista: la Ilustración. La época de apelación a la virtud cientificista de las luces y al medido esplendor de la razón, a la preeminencia de los espíritus a la vez rigurosos, sonrientes y seculares. Los tiempos del optimismo de la razón, del fin de las supersticiones, de apertura de un horizonte tras el cual parecía insinuarse la idea del indefinido progreso técnico, planteando la subordinación de dicho progreso a un porvenir pacífico, signado por el conocimiento y capaz de suministrar las condiciones de posibilidad para el desarrollo de las disposiciones subjetivas de cada individuo. Por cierto, referimos a la época de la crítica como si se tratara de una oleada en expansión por el orbe, cuya misión esencial haría tender a la especie humana hacia la realización de una cultura universal y cosmopolita amparada en el uso crítico y público de la razón. Ya se adivinará por qué anteriormente referimos a Kant. He ahí el inicio de la ironía.
Por cierto, desde el plano semántico, someter a crítica nuestro enunciado, “Vivimos una época crítica”, exige definir, primera y muy sutilmente, aquello que no es el objeto del enunciado: no vivimos en la época de la crítica, pues, vivimos una época crítica. La ironía parece contarse sola: vivir una época crítica significa vivir una época de crisis de la crítica, y, con ella, de una crisis de todas las ideas, proyectos, metarrelatos, optimismos y añoranzas vigentes a lo largo de la modernidad. La ironía radica más precisamente aquí: para saber todo esto, o sea, para saber que vivimos un tiempo crítico, de crisis de la crítica moderna, resulta aún necesario poner en uso la facultad crítica propiamente moderna. Por eso, tal vez, hemos de llamar a nuestra época, no sin ironía, época posmoderna, incluso aunque lo sea y no lo sea a la vez: época fragmentada, pluriforme, agónica, donde la razón, serpenteante entre la humillación y el frenesí, deviene en crisis consigo misma; época la cual ya no resiste ser leída monolíticamente, esto es, época que ya no resiste ser leída a cabalidad, ni bajo la etiqueta de la “posmodernidad” ni bajo la periodizante figura historiográfica llamada “época”. En suma, asistimos a la ironía de una época que ya no se resiste a sí misma ni a la modernidad de la cual fue “heredera traicionera”. Sin embargo, en plena crisis, y al mismo tiempo que la época ya no resiste más, vivimos, como pueblos del mundo, en resistencia.
La hegemonía de la dimensión semántica, pese y gracias al esfuerzo, al logro y fracaso crítico, se afirma, se valida y contradice en un único y mismo acto. Porque el mundo ha de mostrarse agotado, en crisis, devastado. Y, así y todo, lo triste, pero también lo irónico, es que el mundo resiste en su propia mostración ¿Cómo? Pues porque al mismo tiempo que se muestra, se ofrece.
Pragmática
El tropo de la ironía posee un carácter intempestivo y contradictorio. Como si se tratara de una estocada ácida y punzante, aunque siempre acotada a un lugar puntual, la elegante herida que ella abre deja entrever -apenas entrever- la presencia de un absurdo intrínsecamente hilvanado con el mismo tejido del orden social y lingüístico. Efectivamente, la actividad ejercida por la ironía consiste en apuntar, con un solo gesto, hacia la precariedad conceptual que aún permanece rondando en la faz de todo orden, precariedad que, por supuesto, instala una duda del orden acerca del estatuto de legitimidad que habilita al orden mismo. Así, podríamos decir que la ironía opera produciendo una herida contra nuestro narcisismo, ejecutada por medio de una daga no menos narcisa. En la contradicción que la ironía apenas parece indicar, pero cuya corrosión resulta inexpulsable, supura un malestar que amenaza con instalar la sospecha acerca de las configuraciones gramáticas que sustentan todo orden de lo real. Por eso, la ironía nos invita, de una manera refinada y dislocada, de una manera inteligentísima y a la vez sonriente o cínicamente sonriente, a pensar los supuestos que hemos instituido como fundamentos ontológicos. La ironía introduce la sospecha frente a los supuestos, exhibiéndolos -sin la premura de denunciarlos-, en cuanto presupuestos inconsistentes consigo mismos, y exaltando su, por así decirlo, gödeliana incompletud.
Expresado de manera inversa, la irrupción de una ironía siempre introduce una interrupción en la secuencia del orden dentro del cual ella emerge. Un leve, preciso y mínimo destello de contradicción, cuyo virtuosismo intelectual y estilístico, es decir, aristocrático y ligero, nos viene a recordar, de tanto en tanto, la permanente vigencia del nihilismo y la legitimidad de una inconjurable tonalidad cómica, capaces tanto de corroer el orden de lo establecido como de celebrar la proliferación de la vida. Y, ¿en qué se funda esa paradoja inherente a la ironía? Pues en nada más que en una infundada diferencia: la diferencia entre el plano semántico del lenguaje y el orden pragmático del mismo. La ironía sólo puede manifestarse desde una dimensión pragmática, dimensión pragmática que, sin mostrarse directamente, acecha con la posibilidad de hacer colapsar el orden semántico. En ese sentido, la fuerza pragmática de una ironía simboliza ese fantasma que, con las mismas armas de la gramática, no deja de corroer al orden establecido de lo semántico.
Dicho esto, es hora de retomar nuestra frase: “Vivimos una época crítica”. La crisis de nuestra época, a la vez ausente de y sometida a la acumulación de elaborado juicio crítico, consta de una multiplicidad casi innumerable de crisis que, día a día, nos asolan. Ello, de suyo, demanda poner de relieve el carácter pragmático de la significación.
La crisis climática y ambiental, la crisis del agua y la crisis energética, traen consigo la cada vez más próxima catástrofe existencial de la humanidad. Todas ellas son consecuencias de las emisiones de carbono, del uso de energías combustibles fósiles y de la producción de polímeros derivados del petróleo, así como el desenfrenado desarrollo de la industria militar. En ese sentido, se trata de crisis inscritas dentro del inicial proceso de realización, iniciado a partir de la Revolución Industrial de la segunda mitad del siglo XVIII. Crisis, por cierto, nacida a partir de un moderno ideal de progreso material sustentado en la extracción y expoliación de fuentes naturales demandadas por un criterio de hiperproductividad técnico-tecnológica e infinita generación de riquezas. Todo esto se ha intensificado aceleradamente a causa de la creciente liberalización histórica del capitalismo, robusteciéndose aún más en su fase neofascista en que actualmente vivimos. Tal tendencia hoy parece irreversible, más aún ante un panorama donde la voluntad internacional de los Estados y de las grandes empresas transnacionales se muestran nulas. Como ejemplo de ello podemos recordar que los objetivos convenidos en el Acuerdo de París de 2016, particularmente aquel que esperaba limitar el calentamiento global del planeta a 1.5 grados Celsius para el año 2030, ya se han reconocido como imposibles de ser concretados.
Por otra parte, nos asedian crisis económicas y financieras, crisis laborales y de protección social; las cuales erosionan profundamente la base de derechos sociales conquistados gracias a la lucha de los pueblos durante el siglo XX. En fin, hablamos de una serie de crisis que podrían agruparse bajo el rótulo de crisis sistémico-capitalista. Ellas son consecuencia de un acentuado y acelerado proceso de acumulación de riquezas a manos de un porcentaje mínimo de la población mundial, cuestión que se arrastra desde los años 30 del siglo pasado, pero que presenta un aumento exponencial a partir de la implementación de medidas neoliberales de los años 80. Tales medidas neoliberales, ya sea con mayor o menor regulación estatal pero siempre insertas dentro de una desatada lógica capitalista, han terminado por expandirse a escala global, haciendo del capitalismo una suerte de imperialidad totalizante, cuyo dominio ha de presentarse tanto en países occidentales y economías pertenecientes al G-20, como en aquellos que componen el naciente grupo BRICS+. El progresivo aumento de la brecha de desigualdad y concentración de la riqueza, proceso inherente a este sistema, con el consecuente efecto de mercantilización de los modos de vida y de la asignación y ejercicio de derechos -desde derechos civiles hasta fundamentales- determinados por la capacidad financiera de cada individuo, no sólo ha detonado y seguirá detonando futuros conflictos políticos y sociales de carácter existencial. Además de esto, han logrado instalar un constructo de realidad basado en la simplificación y abstracción tecnológica del espesor y porosidad de la vida, ahora dominada bajo los preceptos del capital cibernético. Esto, a su vez, nos habla del mismo agotamiento del (neo)liberalismo moderno y cómo dicho agotamiento abre paso a fenómenos de neofascismo destinados a consolidar y exacerbar las desigualdades, a través de la utilización del poder de muerte y devastación, activantes de discursos securitarios, de imaginarios que abogan por identidades cerradas y de una incesante generación de figuras de odio.
Otro conjunto de crisis podría remitir a las luchas de reconocimiento, tanto de índole sexo-genéricas, como étnicas/raciales, donde el componente crítico, más que radicar en cada uno de estos sectores en sí mismos, pareciera atravesarlos en la forma de crisis ambiental o sistémico-capitalista. En ese sentido, la potencia del pensamiento y de las movilizaciones políticas que han visto la luz gracias a los feminismos, han sido capaces de deconstruir teóricamente la ontología natural del sexo, y con ello mostrar los constructos culturales anquilosados en la configuración patriarcal de la totalidad de lo real. Si bien con ello han abierto perspectivas de análisis que, justamente por amenazar los principios naturalizados del capitalismo, también suelen ser absorbidas por éste, en particular, a partir de la confiscación representativa realizada por el feminismo liberal. En efecto, los feminismos, pese a todos sus notables avances, también se encuentran en crisis debido a la captura que el orden sistémico-capitalista hace o busca hacer de ellos.
Asimismo, los movimientos de resistencia indígena o de migrantes racializados han podido ganar un espacio de reconocimiento público y de exhibición de demandas decoloniales y anticoloniales que, no obstante, pocas veces logran traducirse en autonomías políticas y ejercicio de los derechos que le avalan. La fuerza del orden sistémico-capitalista, en este caso, suele inocular la crisis en estos movimientos al volverlos dependientes de modos de existencia modernos, coloniales y concentrados en zonas urbanas, en cuanto efecto de un extractivismo unilateral e infatigable, de políticas de apropiación cultural, así como de desprecio epistémico frente a los saberes ancestrales, todo lo cual afecta, denigra y destruye sus espacios, ya sean naturales y/o cosmológicos, de habitabilidad originaria. Tal tendencia modernizante aún manifiesta el predominio de aquel discurso supremacista expresado bajo la dicotomía civilización versus barbarie. Así, asistimos, de entrada, a una desvalorización y exotización de los rasgos constitutivos de estas culturas, haciendo de su participación dentro del cosmopolitismo burgués, a lo más, una dádiva de discriminación positiva, un objeto más de conservación patrimonial o una pintoresca peculiaridad identitaria. Ello queda plasmado, por ejemplo, en las políticas de escaños reservados con que el modelo político suele administrar para acallar las demandas indígenas o a los grupos migrantes, así como en los beneficios de inclusión económico-social, principalmente concretados en programas de emprendimiento económico o en becas educativas. La crisis de estos movimientos se produce a partir de la fuerza sistémico-capitalista que los atraviesa. En suma, el imperio del capital no sólo coloniza al Estado para hacer que éste juegue legislativamente de parte de las transnacionales y de sus prácticas de devastación, sino también apunta a edulcorar lo étnico y lo migrante para tornarlo funcional al orden mercantil de la cultura dominante. Esto último se evidencia en la consabida resolución dualista del, por así decirlo, “conflicto étnico”: o bien, se aboga por su asimilación dentro de la cultura hegemónica de la cual forman parte minoritaria, diluyendo, por ende, sus distinciones identitarias en un mar de homogeneidad cultural; o bien, se apunta hacia un multiculturalismo burgués y liberal, el cual valorará, exóticamente, la identidad de cada etnia, pero sólo tras haber sido integrada a los flujos económicos del mercado y a un mecanismo de representación basado en la exclusión entre cada una de ellas, bajo el amparo de una previa inclusión al todo social. En ambos casos las coordenadas de acción de estos movimientos resultan predecibles y controlables dentro del conjunto sistémico-capitalista desde cuyo núcleo se expande la mercantilización de la vida.
En resumen, la envergadura de cada una de estas crisis, así como la innegable interrelación entre todas ellas, parece afirmar la complejidad de la época que habitamos. Todas estas crisis se entrelazan, pero es aquella enmarcada dentro del orden sistémico-capitalista la cual cataliza, refuerza y perpetúa a cada una de ellas. Así, si bien la violencia patriarcal ha existido desde los albores de los tiempos, así como el racismo y las masacres que se desprenden de él se han manifestado un sinnúmero de veces a lo largo de la historia previa al capitalismo, ellas encuentran un plus de potencia devastadora en el orden sistémico-capitalista. Pues, ¿acaso no consolida aún más la dominación patriarcal aquel abanico de violencias y microviolencias capitalistas, que va desde el militarismo neofascista -actualmente reflejado en el genocidio sionista contra el pueblo palestino- hasta la patriarcal competitividad laboral y el abuso de poder a escala microfísica? ¿Acaso no es frecuente el caso de que, gracias a una serie de privilegios de clase propios de una mujer blanca, esta pueda acceder a un cargo directivo de la empresa, pero sólo a costa de contratar a mujeres precarizadas y racializadas para que cuiden de sus hijes, desarrollen las labores del hogar y lleven a cabo los frecuentes trabajos de reproducción de la vida material?
Por otra parte, ¿acaso no fue el mismo colonialismo europeo aquel que, tras el exterminio de los indígenas americanos, del esclavismo africano y de la usurpación, expoliación y devastación de millones de kilómetros cuadrados de tierras vírgenes, brindó las condiciones materiales y mercantiles para una acumulación originaria capaz de instalar los gérmenes del posterior desarrollo de un capitalismo de carácter sistémico? Y, ¿acaso no es el mismo imperio del capital, hoy expandido por el orbe, aquel que degrada toda cosmología o religión en una mera curiosidad etnográfica cuya función no es más que generar ventajas comparativas dentro del mercado del turismo? ¿Acaso no es dicho sistema capitalista el que torna cualquier espiritualidad ancestral en una herramienta de coaching individual, aplicable, mañana tras mañana, a los directivos empresariales, quienes enfocados en acumular la mayor cantidad de utilidades por medio de los menores costos posibles, ejecutan una doctrina del plusvalor basada en la expropiación del trabajo, en la explotación humana y en la devastación de la naturaleza? ¿Acaso no es el sistema capitalista, el de la libertad de expresión y de consumo, aquel que hace de la imaginación sensible, palpitante en todo ethos, y de la potencia afectiva de las formas-de-vida nada más que una mera moral utilitarista e individual, regida por los resultados de un cálculo que coteja la avaricia de los costos versus la ambición de los beneficios?
Mientras no dirijamos la vista a la dimensión pragmática del sentido que hoy yace encubierta por la semántica, ni siquiera resultará extraño o inquietante el hecho de que digamos: “Vivimos una época crítica”. El carácter epocal de esta crisis apela, precisamente, a hacer de la crítica una simple acumulación de opiniones omnirespetables; a hacer de la profundidad explorativa e imaginal de la consciencia reflexiva una simple respuesta ante cadenas de estímulos que cotidianamente capturan nuestra atención; a reducir obsesivamente, o dicho en términos actuales, a minimizar la probabilidad de riesgo frente a cualquier posibilidad de asombro filosófico. He ahí que, a nivel macro, vivamos la época de la geopolítica, esto es, de la historia devenida unidad imperial-espacial, eminentemente geopolítica y, en última instancia, siempre regida por intereses geoeconómicos, proyecciones geoestratégicas e intervenciones militares de raigambre sistémico-capitalista. He ahí que, a nivel micro, sigamos asfixiados en los destellos de una subjetividad replegada sobre la propiedad privada y sobre la autonomía de “su” propia propiedad privada; una subjetividad irreflexivamente afianzada en la soberanía del yo y en el futuro de los míos. Todo esto mientras gozamos de la paranoia mediática consistente en desatar nuestra ira securitaria ante la presencia de ese otro, de un vago, de un drogadicto, de un indio, de un migrante, de una puta o maricón nocturno, siempre, en cada caso, vestido con los ropajes miserables de quien me amenaza o parasita a mí, a los míos, a nosotros, a Dios y a la Patria.
Cuando llevamos a cabo la afirmación “Vivimos una época crítica” no significa sólo que la ironía sea capaz de i(nte)rrumpir (en) la semántica revelando la limitación crítica de ésta, es decir, por no poder determinar críticamente lo crítico acrítico de esta época para, así, encontrarle una vuelta, para negociar una salida progresista, para construir un futuro salvífico en virtud de la razón. Al contrario, si la ironía emerge con fuerza, lo hace, precisamente, porque la crisis epocal que vivimos es tal que no puede sino sacudirnos en calidad de intempestividad pragmática. Se trata de una urgencia; urgencia, tal vez, escatológica: interpelación, afecto y esperanza. Allí, en ese intersticio irónico y molesto, en la incomodidad de su interpelación, hoy se pone en juego cualquier significado: es ése el suelo de sentido implicativo al cual se llega por el pragmatismo de la ironía a contracorriente del continuum de lo semántico. En una palabra, sólo sabiendo y sintiendo el vértigo que nos implica y amenaza, podemos hacer crítica hoy en día, en plena madeja de crisis, en medio de esta crítica encrucijada. Así, la crítica apunta a un hecho enunciativo, recalcando la oscura y abrupta primacía del lugar enunciativo por sobre la transparencia semántica de lo enunciado. Cuando hoy, entre las brumas de la noche confundidas con el humo del carbono, decimos sin vacilar, “Vivimos una época crítica”, la ironía es tal que, en realidad, estamos diciendo algo así como lo siguiente: “Vivimos una catástrofe que no cesa de advenir”. La vida ha devenido sobrevivencia, claro está; pero también la sobreviviencia ha devenido sobrevivencia: conatus, indefectible agonía.
Y, sin embargo, la vivimos.
Vivir
Con todo, pese a la catástrofe y a la omnipresencia de esta multiplicidad de crisis; pese a la crisis de la crítica y a la acrítica acumulación de crítica académica; pese al capital que ha colonizado el trabajo y al extractivismo que continúa devastando la naturaleza; pese al patriarcado cuya marca de puño cerrado no podemos erradicar de nuestro pecho; pese a la fatiga, a la depresión, a los psicofármacos y a la profundidad de una rabia que se nos va de las manos, la cual cada cierto tiempo toma el febril rostro del odio contra los FORBES+ (los Financistas, Oligarcas, Ricos, Burgueses, Empresarios, Soberanos, más los neofascistas y los sionistas); en fin, pese a todo, vivimos. Y no sólo vivimos: “Vivimos una época crítica” y, aunque no lo creamos, podemos seguir imaginando, abrazándonos en la precariedad, hermanando afectos del color de nuestras manos para levantar nuevas luchas cuando los pueblos, incluso sin saberlo, así lo reclamen. Perseveramos en el conatus de continuar viviendo la dignidad de un pensamiento que aún no ha renunciado a transformar el mundo en sintonía con el Universo. No haber renunciado a tal transformación implica habitar las innumerables formas que proliferan desde un excéntrico magma de resistencia. Quien resiste, quien se resiste a los cantos de sirena del capitalismo imperial y cibernético ya internalizado en cada unx de nosotrxs, incluso quien resiste cediendo al sistema y luego, por golpe de gracia, se rebela ante él haciendo uso pasajero de esas mismas armas (informáticas, técnicas, organizacionales, militares), está resistiendo en nombre de una vida, de una tierra, de una melancolía que aún compartimos todxs. Resistir es un acto y un efecto: como la lucha, su pragmatismo deja huellas, detona esquirlas y dibuja estelas. Cuando esas estelas llegan hasta los astros, entonces una constelación ha de ser bordada por los efímeros, pero insobornables, hilos de la poesía.
Porque la pasiva y paciente dignidad con que hoy resisten los pueblos guarda en su seno la copulación de lo porvenir. Así, hoy nos encontramos viviendo no tanto en la agonía, sino viviendo la agonía; es decir, nos encontramos luchando en cansina pero esperanzadora espera, luchando en larval acto de de-mora al interior de una melancolía nunca completamente aniquilada por la muerte, una melancolía que, lejos de ser una pasión triste, vive su tristeza con pasión.
“Vivimos una época crítica” Sí. La vivimos, aún está siendo vivida por nosotros; en y con voz activa y pasiva. La inminencia de toda catástrofe porta una promesa: la vuelta, y siempre primera llegada, del Mesías. Cuando el sentido semántico, ahora usurpado y abstraído por la simplicidad dicotómica del formalismo lógico-capitalista, vuelva a hermanarse con el pragma en el cual anida, entonces el momento de la verdad habrá llegado. Y ahí, el haber “vivido una época crítica”, el haber agonizado, luchado y resistido, sea cual sea el resultado o destino, nos hará merecedores, aunque ya de nada sirva, de volver a llamar a las constelaciones por lo inabarcable de su nombre.