Foto: Leonora Vicuña
A propósito de una moneda
Vienen muchos recuerdos a mi mente cuando pienso en Stella Díaz Varín, como la primera vez que supe de ella: un ciclo de cine documental en mi pueblo. Quedé maravillada ante la imagen de una portentosa mujer que no temía a nada ni a nadie, ante un rugir que imantaba los sentidos. Ante la fuerza de su pose.
Una pose que vi retratada, años después, en el sello de Ediciones Moneda. Pienso en la fuerza de Stella, y en la moneda que me la transmite. Me lleva vertiginosamente a lo potente de su personalidad, y de todo lo que significó su transgresión. De esta imposibilidad de separar a Stella de su poesía que menciona Lihn. Ese vozarrón que irrumpe en la escritura desde “Razón de mi ser” (1949) para interpelar e incomodar, para conformar su poética de principio a fin, su presencia y su búsqueda en (y de) la palabra: “Soy y seré después de los advenimientos/ y de las cicatrices imborrables de tus párpados./ Ay, noche, a ti te digo de mis estertores,/ desparrama tu pomo de fragancias”. Reconocerse desde la soledad, abrazar la inquietud hacia lo absoluto, posicionándose a partir de una potencia milenaria que la excede y fortalece: “de la mujer que supo antes que Dios del clavo y del silicio./ De ella, la tentadora de la muerte durante ocho siglos,/ la que en sus manos tiene dos trigales y en sus sienes de niña/una rama florecida de lágrimas,/ de ella la novia que tendió sus velos por sobre los abismos/de ella, la vencedora, la cercana,/ de esa mujer soy hija”.
Stella, sin embargo, trae otras voces en su poesía que nos llevan a una conciencia femenina que transita hacia lo cotidiano y visualiza en ella la violencia de lo precario. Pienso en un poema largo en particular, publicado por Ediciones Villaquinte en 1987: “La Arenera”.
“Crónica. Dos de febrero./ Cinco centímetros de columna/ a nadie le dice nada/ que una anónima arenera…/ Mal gusto del periodista/ por tal condimento a la hora del almuerzo/ mal gusto de la muerte/sonrisa endemoniada de la vida/ una mujer arenera…”
Desde siempre, para muchas, se nos ha hecho entender que nuestras vidas no importan realmente. Somos material para una estadística que revienta en la indiferencia. Nuestros rostros, confusos entre el anonimato, en medio de la pobreza, de la ausencia. Stella nos da un nombre: Flor María Beltrán. Una edad: 16 años, que transcurren como una mano de obra casi anecdótica, como una necesidad que se traduce en “Ripio arena y sangre/ para la construcción del Caracol/ cuatro pesos/ el metro lineal de alimento sudoroso./ Monedas apagadas de sonido/ cara de la Miseria/ sello de la vergüenza”. Algo para nada alejado de lo que muchas viven ahora.
Flor, ya madre, en brazos de Julio, con bocas que alimentar y zapatos que no alcanzan a cubrir todos los pies, una flor que recala en el río Mapocho para morir en medio de la arena, de la piedra rodada y la impotencia. “Bofetón impotente al firmamento/ puño encerrado y maldiciente/ a la estrella perdida”. Una mala jugada de la vida, que decreta su presencia en la oquedad, permaneciendo el desaliento y la lejanía con cualquier posibilidad de un mejor existir.
“Ese presente-lejos/ cuando la vida Mentirosa por cierto/ encendió tus pupilas/ y se afincó en tu vientre/ durante cinco veces/ para después de un tiempo/ no el justo, no./ Tus diez dedos sin uñas, tus silencios/ tus bocas ávidas/ tu Julio/ los tragará la arena, tu alimento”. El ritmo de la fatalidad que acaricia, que se perpetúa y corroe, que determina cada pisada y habita en la carencia.
Stella visualiza a Flor, la identifica, la sitúa y reivindica en el espacio social, también generando una correspondencia política en su curso: “Flor María Beltrán/ compañera arenera sin palabras/ sin títulos, sin zapatos/ con la misma pollera/ te sepultó el más grande de los derrumbes”. La escritura trasciende, así, junto con Flor, conformando una imagen que subvierte su posición en la esfera de nuestra realidad insuficiente, no sólo en términos colectivos, sino dentro del género. Una voz que desborda las hojas que la contienen, que sobrevive a través de los años y persiste en su necesidad de desobedecer y quebrantar el esquema de violencia sistémica que nos atraviesa impunemente. Flores que renacen día a día en las calles, en los ríos, en las provincias. Flores indómitas que nos seguirán poblando, y que marchan cada año con nosotras.